Ella miraba
las lejanas montañas sintiendo que una creciente añoranza oprimía su pecho. La imagen de él
surgió de inmediato, vino a su encuentro desde ese distante horizonte que se
adivinaba nevado y azul, envuelto en una bruma brillante aquella fría mañana de invierno.
Él bajaba tan
solo una vez al año al pueblo, cuando la Feria. Participaba en el concurso de
aizcolaris y siempre salía vencedor. Le apodaban Picachu porque vivía en las
montañas. Era alto y fuerte como un oso, de ojos grises y curiosos como los de
un niño que está descubriendo el mundo de repente.
Ella venía de
la capital y era la fotógrafa que hacía las fotos del evento. Le impresionó verlo partir troncos con esa
facilidad que emanaba de sus fuertes brazos manejando el hacha sin el menor
esfuerzo. Ese día la imagen de ese hombre no solo quedó grabada en el sensor de su cámara, si no también en su corazón.
Él se percató enseguida de la presencia de la mujer. Parecía
danzar alrededor suyo disparando la cámara de fotos sin cesar. Sin saber por
qué redobló la cadencia de cada hachazo sobre
el tronco, como si quisiera marcar un nuevo récord sobre sí mismo; y
ciertamente lo logró, nadie había visto nada igual.
Cuando acabó la prueba la mujer se
le acercó felicitándole por su éxito. Nada más verla quedó prendido en esos ojos verdes que presidían su mirada y lo
enfocaban directamente, escrutando hasta el mínimo detalle de su rostro. Luego
reparó en su pelo castaño y la gracilidad de su silueta.
Ella sintió una curiosa y repentina necesidad de conocer con más detenimiento a ese fornido montañés que tan solícito y
amable se ofreció a mostrarle hasta el último rincón del valle.
En sucesivos días, recorrieron incansables los parajes de aquel lugar maravilloso. Ella,
extasiada, retrataba todo cuanto veía: la fauna, las plantas y los árboles, nada
escapaba a su mirada de experta fotógrafa. Ella
iba de asombro en asombro, descubriendo un nuevo mundo que le era totalmente
desconocido, toda su vida en la ciudad ruidosa y oscurecida de humos, sin respirar aquellos aires tan límpidos, sin
dejar perder su vista en aquel horizonte que parecía no tener fin, sin sentir esa
paz indescriptible que se adueñaba de ella.
Una energía vital y renovadora comenzaba a brotar en su interior al
contacto con la Naturaleza viva y radiante.
Sin que ninguno de los dos lo hubiera imaginado, en la cabaña donde él
vivía, una noche, al son del crepitar de la leña en la chimenea, y al influjo del dorado resplandor que despedían
las llamas, compartieron vivencias, complicidades,
miradas y susurros.
Transcurrió un tiempo mágico, como suspendido entre la realidad y un sueño nunca realizado, sucedió sin que de dieran cuenta, aislados en
aquel paraje de cuento, en la montaña cubierta de nieve.
Pero estaba escrito que los sueños,
sueños son. Él se percató de que la montaña no podía retenerla para siempre,
sus raíces estaban lejos de las cumbres nevadas, su espacio vital era otro y al
que debería volver más tarde o más temprano.
Ella revivió una vez más el reciente
pasado, el momento en que ese
montañés dejó su mundo idílico de nieves perpetuas y horizontes vírgenes para seguirla a su ciudad.
Esa época que fue feliz, sin querer darse cuenta de que
la auténtica y primigenia esencia de él
estaba presa entre cuatro paredes, aprisionada entre calles ruidosas y aires
impuros, sujeta al capricho del reloj.
Comprendió que su espíritu libre vagaría
siempre perdido en aquella vida rutinaria y artificial pese a
significar para él todo el paisaje que
deseara vislumbrar y sentir.
Todo había sido un insólito
paréntesis en su vida, un anhelo siempre deseado y que se había cumplido para
esfumarse finalmente, como si no hubiese existido.
Hacia frío aquella mañana. Ella
avanzaba penosamente por la nieve, sus ojos verdes fijos en las cumbres
nevadas. No llevaba maletas. Su equipaje era la ilusión por aquel hombre, alto
y fuerte como un oso, de alma tierna como
la de un niño. No importaba nada más en su vida, su corazón era el lugar donde quería vivir para siempre. Por
eso iba a su encuentro, presurosa, una ansia impaciente prendida en su pecho por verlo pronto.
Él se había puesto la pelliza de piel
de lobo que tanto le gustaba a ella. Y con la alegría de los pajarillos del
bosque que trinan nada más salir el sol, corría a grandes zancadas buscando el
llano. No le importaría vivir en cualquier ciudad del planeta, donde fuera, con tal de estar con ella.
Se vislumbraron desde lejos. El sol
naciente dibujó irisaciones de esmeralda en los ojos de ella que brillaron mostrándole el camino.
Y un destello acerado en los ojos
grises de él la guiaron a ella.
En el prado se amalgamaron sus
miradas y el verde y el gris formaron
un solo color; el del Amor.
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Cuanto se ha escrito sobre el amor! pero me gusta lo que tu dices porque es el sentimiento que cuando nace y es autentico,no hay nada comparable y quien lo deja perder ,no sabe lo que hace.
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