martes, 30 de abril de 2013

Una leyenda de amor





Ésta es la historia de un hombre que lo dejó todo en pos de una leyenda. La leyenda del kelekeperre, cuyo significado es “Pájaro de los Dioses”. Una noche tuvo una extraña visión en forma de  ave fantástica que le pedía fuera en su busca.
El hombre dejó su casa, sus gentes, su tierra; abandonó su vida tal como era hasta entonces y con sólo la imagen soñada de aquel ser alado misterioso salió en su busca.
Vivía en la más profunda e inaccesible  de las selvas; nadie contempló jamás a semejante pájaro pero ciertamente existía. Él lo había visto en su delirante sueño y debía encontrarlo, atender a su mandato aunque su comprensión no llegara a alcanzar el motivo de tal petición.
Aquel hombre envejeció en su búsqueda; su pelo se tornó blanco, sus dientes de debilitaron, sus piernas se volvieron torpes. Pero en sus ojos siempre brilló el anhelo de encontrar el kelekeperre, el pájaro de leyenda al que buscaba con todas sus fuerzas y tesón.
Un día, subiendo  a la  cima de la montaña más alta con  que se encontró,  le cubrió  la niebla más espesa. Era tan impenetrable que el sendero desapareció de repente. Y se deslizó ladera abajo.
Al recobrarse de la caída estaba en un valle de insólita belleza. Todo era abundancia y frescor, riachuelos de cristalinas aguas le conducían a una cascada que caía sobre un lago azul.
Reponiendo su sed y apetito en aquel vergel un arco iris surcó relampagueante el cielo azul y el hombre vio al kelekeperre. Era majestuoso y ésa fue sólo la palabra con que pudo describirlo, pues no habría nadie que supiera decir con palabras la visión de aquel destello luminoso; sólo en el corazón podía interpretarse  la emoción infinita que causaba el kelekeperre.  
Aquel ave no se ocultó a su vista; al contrario hizo un alarde de su vuelo increíble,  largamente, tal parecía que le daba la bienvenida.
El hombre montó su campamento a orillas del sereno lago y el tiempo pasó.
El kelekeperre salía todos los días a su encuentro, se columpiaba en el cielo; se escondía entre el follaje lujurioso de aquella selva frondosa para surgir a ras del suelo y pasar ante sus ojos atónitos por tan sorprendente visión.
Un día el kelekeperre cantó. Y los demás pájaros silenciaron sus trinos, las hojas de los árboles se agitaron como en un baile, el sol brilló con más intensidad; hasta el agua del río detuvo su curso y los peces se asomaron para escucharlo.
El hombre se sintió atravesado por una felicidad y regocijo nunca antes sentida y se sintió recompensado por tantos y tantos años de penurias y privaciones para hallarlo.
Entonces el hombre supo que el canto del kelekeperre fertilizaba las plantas, multiplicaba los peces y los animales, y mantenía siempre encendida aquella primavera perpetua  que reinaba en el valle.
Una noche, la más estrellada de cuantas el firmamento pudo y supo lucir, un dulce sueño invadió al hombre.
Y de nuevo surgió en su nebulosa el kelekeperre, agitando sus alas multicolores y enterneciéndole con su canto celestial.
Al despertar, se encontró una muchacha a su lado. Tan bella como nadie sabría esculpir ni pintar.
Le sonrió y le dijo que ella le había llamado en aquel su primer sueño.
Que sabía de la bondad de su corazón, único como ningún otro y quería vivir con un hombre tan bueno como él.
Aquella fue la unión más celebrada que el destino pudo orquestar.
Y aquel hombre, gastado y empequeñecido por el tiempo y el delirante viaje recobró su juventud y lozanía, y formó junto a su kelekeperre soñada la pareja más feliz y dichosa que ningún ser que poblaba aquel idílico lugar pudieron contemplar.
Vivieron años de felicidad inmensa y gozosa. Pero un día la fatalidad en forma de nostalgia creció en el corazón del hombre y le pidió a su kelekeperre que le acompañase a su mundo anterior. La tristeza empañó a la joven y la llenó de zozobra y temor.
Le dijo que si abandonaba aquel lugar moriría. Pero el hombre no la creyó e insistió tanto que ella, tan grande  era el amor que sentía por él,  que un día accedió.

Y el kelekeperre viajó al mundo del cemento, de la esclavitud del  reloj, al aire negro, al cielo sin estrellas.
Y un aciago día  aquel hombre, creyendo que sus ojos le mentían, descubrió  el cuerpo del pájaro, de su amada kelekeperre sin vida.
Y fue tan agudo su dolor y su culpa que quien los descubrió encontró a dos kelekeperres juntos, ala sobre ala, pico sobre pico, mirada perdida en la otra mirada.

Pero la leyenda del pájaro kelekeperre, el “Pájaro de los Dioses” no termina aquí.
Una mañana, cuando el sol empezaba a pintar de luz el verde de la selva, dos arco iris surgieron de una nube blanca.
Magníficos, soberbios en su hermosura sin igual, serenos y generosos en su trino, maravillando  hasta el último rincón de aquel paradisíaco lugar.

Y doy fe de ello. Y quizá quien lea mi relato crea que todo es una leyenda.
Que hasta yo mismo forme parte de ella.  Que no sea real que esté ahora mismo al lado de mi kelekeperre querida, deslizándome graciosamente en el tibio aire de este amanecer ala sobre ala, pico sobre  pico admirando las gemas que son sus ojos…… 

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sábado, 27 de abril de 2013

Madre





Madre querida:
No sé si recibirás esta carta. Aunque la guerra parece que vaya a tener fin dentro de muy poco, las comunicaciones no están seguras y muchas sacas de correos desaparecen sin llegar a sus destinos. Hace mucho tiempo que no sabes de mí y las noticias serán muy contradictorias. No sabes cuánto pesar me causa que no sepas qué ha sido de tu hijo Lorenzo. Pero no tanto como el que siento yo por no saber cómo estás. Sabemos que algunas ciudades han sido bombardeadas y las victimas inocentes se cuentan por miles. Que el hambre acucia a la población urbana y se producen situaciones de angustia insostenible.
El único alivio que tengo es pensar que en Benlloch la situación será distinta, los pueblos no han sido castigados especialmente y los alimentos todavía es posible obtenerlos, la huerta siempre nos proveerá de sus tesoros.
Pienso mucho en ti, madre mía, en el momento en que me tuve que ir de tu lado, dejándote sola, sin padre y sin Luis. Si tu dolor fue grande no era menor el mío, sentí  como si una espada me atravesara el corazón.
Pero la vida es así y esta guerra un monstruo cruel que nos arrastra a todos en su locura.
Puedes imaginar mi zozobra y el miedo que pasé, un labriego en medio del campo de batalla, rodeado de chicos como yo y de otros mucho más jóvenes. Empuñando un arma, corriendo como un demonio contra otros semejantes a nosotros pero con una bandera de otro color.
El hambre y la sed, el frío de la trinchera, la soledad y sobre todo el miedo a morir de este modo tan estúpido e inútil que es la guerra. 
Pero era lo que nos tocaba, salir del hoyo cada mañana, gritar y disparar, casi siempre sin saber contra quién lo hacías. Veías un bulto y apretabas el gatillo, rogando no herir de muerte a nadie. Musitando también una oración para que ninguna bala fuese para ti.
Así, en esta penosa incertidumbre pasaron dos largos meses. En que ni siquiera tenía el consuelo de poder escribirte y desahogarme contigo.
Pero la guerra es la guerra, madre, y vi caer  a muchos de mis camaradas y amigos. Chicos como yo que hacía unos momentos compartíamos un pitillo y reído juntos. Que tenían pueblo como yo, que eran buena gente, una novia que les esperaba, con sueños que hacer realidad. Y, ya ves, un simple trozo de metal,  y de repente todo desaparece, como si no hubieran existido. Un hoyo en el suelo y una cruz de madera en el mejor de los casos. En otros las bombas dispersan tanto los cuerpos que ni con una pala pueden recogerse. 
No debería contarte estas cosas, madre. Pero no quiero que te engañen diciéndote que es un paseo militar, que todo está bajo control y volveremos todos sanos y salvos. Ojalá fuese así.
Y un día, madre querida, pasó lo que tenía que pasar. Había llovido y la niebla no dejaba ver más allá de pocos metros. El frío nos agarrotaba las manos y los dientes me castañeteaban.
Hay bombas que silban como serpientes rabiosas, las oyes llegar, y  se van abriendo hueco en el aire que respiras; en cambio otras se dejan caer como piedras desde los aviones. También hay minas, artefactos que estallan si los pisas.  Y existen unos explosivos, el último invento para matar,  que llaman “mudos”.  Éstos estallan sin avisar, cogiéndote por sorpresa.
Una bomba de esas explotó en medio de nosotros, madre. Fue como si una cortina de fuego se levantara frente a mí penetrándome por la boca, por los oídos, por todas partes. Sentí un calor abrasador, que me descomponía en mil pedazos, elevándome a las alturas. Después vino el silencio.
                             
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No sé cuándo desperté. Tenía una neblina en los ojos que fue disipándose poco a poco. Y fue cuando creí estar en el cielo. El más bello rostro de mujer me observaba. Me miraba con ternura y su voz era dulce y melodiosa. Su tez era blanca y su pelo una cortina de rizos encantadores.
Vestía inmaculadamente de blanco, y  al poco descubrí que estaba en el hospital de campaña. No sabía el alcance de mis heridas pero no podía moverme. Tenía una sonda en la boca y las manos y la cabeza vendadas.
Me dolía todo el cuerpo y estaba un poco aturdido.
Fueron unas semanas muy duras. Continuamente las ambulancias traían heridos, algunos en muy lamentable estado. Todo era un ir y venir de médicos y personal sanitario, apenas se concedían el menor descanso, realizaban una labor encomiable.
Desgraciadamente muchos no volverían al frente; ni siquiera a sus casas por efecto de las heridas. Faltaba sangre, era esencial. Y especialmente anestesia, se te ponían los pelos de punta al oír los alaridos en las intervenciones quirúrgicas.
Dentro de lo que cabía no pasábamos hambre; por las mañanas unas sopas de malta con galletas y a mediodía sopa de menudillos con una buena rebanada de pan. Por la noche un poco de fruta y más pan. Carne de pollo probamos alguna vez. Y una especie de filetes que decían que eran  de caballo pero  duros y correosos, casi no se podían masticar.
Según me informaron la bomba no me mató de milagro. Peor suerte tuvieron mis camaradas Perico y Andrés, y Mateo, que volaron por los aires. Sus cuerpos me sirvieron de pantalla y no tuve heridas muy profundas. No obstante tenía el cuero cabelludo medio rapado por una herida que por fortuna intervinieron a tiempo.  Con el tiempo crecería mi cabello y se taparía la cicatriz.
Después de varias semanas convaleciente fui recobrando fuerzas. Ya podía levantarme y salir de mi postración. Había un pequeño bosquecillo que escondía a la vista el hospital y por el que paseaba por las tardes.
Y entendí aquel refrán que dice que no hay mal que por bien no venga. ¿Por qué te digo esto, madre? Porque la bomba que me hirió hizo que conociera a Cecilia,  la enfermera que me cuidó y a la que, sin duda, debo la vida.  
Es  como un ángel, va de un lado a otro de la sala, prodigándonos cuidados, incansable, curando  las heridas, y siempre con esa sonrisa tan hermosa que tiene, que es la mejor medicina para unos cuerpos atribulados como los nuestros.
Cuando se da un respiro viene a mi lado y me peina, me pone un poco de colonia sacada de no sé dónde y hablamos hasta que el cansancio la vence.
Su vida es una historia que merecería una novela. Es de capital y estudió enfermería privándose de muchas cosas y a base de sacrificio. Su padrastro era una mala persona que hacía sufrir a su madre y sus hermanos pequeños.
Su título le sirvió para salir de aquel ambiente opresivo y dedicarse a su vocación.
Nos hemos hecho amigos, le cuento cosas del pueblo, que nos despertamos cuando canta el gallo, que ordeñamos las cabras y las vacas y hacemos las labores del campo. Que respiramos un aire puro y la vista se nos  pierde a lo lejos, en las montañas. Que tenemos manzanos, perales, una rica huerta que nos provee de verduras, de patatas, hacemos nuestros quesos. Cecilia se queda con la boca abierta con estas cosas, dice que nunca cogió caracoles ni se bañó en un río, ni cogió cangrejos,  ni bailó en una verbena.   
Lo que mas le gusta es que le hable de ti, madre, dice que se me cae la baba contándole cómo eres tú. Que se me nota que  te quiero mucho. Y es verdad.
Pero, ¿sabes por qué me gusta Cecilia? Porque se  parece mucho a ti, madre.
Es muy buena, sencilla y  cariñosa, generosa con el prójimo y tiene un modo de sonreír que te conquista al instante. A veces, cuando el agotamiento la derrumba, se queda dormida a mi lado. Entonces acaricio suavemente su pelo y voy deshaciendo  sus rizos, uno a uno, para ver cómo se enredan de nuevo.
Y pienso que me gustaría penetrar en sus sueños, formar parte de ellos y atreverme a decirle que la quiero, que me he enamorado perdidamente de ella como nunca lo hice hasta entonces. 
Creo que le caigo bien, hasta diría que siente algo por mí. Su forma de mirarme, de estrechar mis manos entre las suyas. Sus palabras afectuosas. Ese beso cálido que me da al despertarme y por las noches. El mimo con que cuida mis heridas y me procura las mejores viandas posibles.
Y es muy guapa, pero  no tanto como tú, ¿eh? Como tú no hay ninguna.
Un día de esta semana le diré que la quiero, que la guerra terminará muy pronto.  Que la llevaré al pueblo, para que conozcan a la novia tan guapa que tengo. Y en la ermita, a los pies de la virgen del Remedio, le preguntaré si quiere casarse conmigo. Que la querré toda mi vida y la haré muy feliz.
Entonces le daré un beso que nunca olvidará.
Eso haré, madre, espero que Dios me conceda la gracia de que Cecilia sea la mujer de mi vida.
Ahora debo cerrar la carta. Rufo, el de transmisiones,  la llevará junto con las demás. Te mando un beso muy grande, madre, si Dios quiere nos veremos pronto, muy pronto,  ya verás.  
Tu hijo que te quiere y no te olvida.
Lorenzo.


La noche era tranquila. Una ligera brisa acentuaba el fresco nocturno. Todos dormían plácidamente. Había sido un día como los demás, aunque flotaba en el ánimo de todos la esperanza del fin de la guerra, se veía venir.
Ya no había tantos frentes abiertos, los heridos que llegaban al hospital eran cada vez menos.
Arriba, en lo alto del cielo,  como salido de la nada, surgió un  pájaro negro y metálico. Era un trimotor Grampier SU-234, de 250 Km. de velocidad punta, dos cañones y tres ametralladoras. En el morro llevaba pintado un faisán multicolor. Y en sus entrañas quinientos kilos de bombas de fósforo blanco y metralla.
Se dejó caer en silencio. Abrió las compuertas y su carga mortal cubrió el hospital de fuego y muerte. Todo desapareció en aquella vorágine destructora.
Como si nada hubiera sucedido,  el avión fijó su rumbo de vuelta.

A unos cuantos kilómetros se distribuía el correo. Cartas de madres a los hijos, de hijos a las madres,  de novios a las novias, novias a los novios, de amantes, de hermanos, de padres, un mar de cartas rezumando nostalgias, deseos, amor y ternura, esperanzas y calor humano, corazones perdidos en medio de los avatares de la vida.
Y, allí, en aquel escondido rincón del bosque que ya no existía, un mar de almas inocentes y puras volaba hacia un cielo infinito y azul donde la paz y la alegría serían eternas.










viernes, 26 de abril de 2013

La dama de azul






La veía cada vez que  firmaba ejemplares de mi última novela publicada. Esto sucedía cada dos o tres años. Ella llevaba gafas de sol,  como  siempre
Aunque no era ese el único detalle por el que la recordaba. Vestía impecable y elegantemente de azul. Un tono distinto cada vez.
Hoy lucia un traje chaqueta azul claro que hacia juego con un bolso de moderno  diseño y  zapatos de discreto  tacón.
Era de estatura normal y bien proporcionada. Cuidaba el menor detalle de su aspecto personal, no cabía duda.
Cuando tuve el libro en mis manos para la dedicatoria la pluma obedeció al dictado de un inesperado  pensamiento.
- ¿Podría invitarla a un café?
No mostró la menor sorpresa, más bien escribió a continuación:
- ¿Cómo negárselo a mi fiel valedor?
Nunca hubiese esperado tal respuesta. Intrigado, nos acomodamos en un rincón de la cafetería de aquellos grandes almacenes.
Pidió un café con leche con  ensaimada y yo un cortado.
- Se ha quedado usted blanco al leer mi frase –espetó dejándome todavía más confuso.
- Desde luego, lo admito. Estoy por pensar que mi capacidad de sorpresa no alcanzará límites con lo que vaya a decirme.
La miré más detenidamente. La pantalla de sus gafas me impedía ver su mirada.  Así que fui descubriendo un rostro sereno, apacible, poblado por una boca pequeña bien dibujada, de labios finos sin pintar.
Lo completaban unas mejillas sonrosadas y una delicada naricilla acorde con un suave mentón. Su frente era amplia y se recogía el largo pelo en una coleta  que se mecía con gracia juvenil  a cada movimiento suyo.
Percibió mi discreto escrutinio y sonrió como la Gioconda lo hiciera en su  día al ser pintada por Leonardo da Vinci. Me asombró esa sonrisa, luminosa como un amanecer y tibia como los primeros rayos de sol. 
Me miraba entre divertida y expectante, dándose cuenta de mi azoramiento, algo inexplicable en mí, pensé.
- He leído todas las novelas de Armando López Ibáñez: “El puente del olvido”, “La palabra mágica”, “Un adiós al amanecer”, entre otras.  Todas, ya le digo. Y esta última, por supuesto, la que tengo en mis manos.
Dibujé mi mejor sonrisa.
 - Lo sé, Elisa, yo mismo se las dediqué una tras otra.
Percibí un  grato aleteo en su interior al pronunciar su nombre.
- Las firmé con la estilográfica Mont Blanc que siempre lleva consigo, un modelo de 1935, edición especial. Está en el catálogo  de las más buscadas.
Ahora su rostro mostró franca sorpresa.
- Es un recuerdo de mi tatarabuelo que pasa de generación en generación. Es usted muy observador, no creí que reparase en ese detalle.
Volví a sonreír, esta vez más seguro de mí mismo.
- Le haré una confesión, Elisa –y de nuevo su nombre en mi voz le agradó-.
Me fijé en usted, en el mejor de los sentidos, claro, cuando le dediqué mi primera novela, “El Tren”. Me llamó la atención, al igual que ahora, su elegancia natural, el azul predominante  en  su cuidado  vestuario.  Y no es un halago, es constatar un aspecto de usted que permanece invariable desde entonces. Afortunadamente.
Mojó un trozo de  ensaimada en la taza y se lo llevó delicadamente  a sus labios sin dejar de mirarme fijamente. Seguía entre curiosa  y distendida.
- Debe de conocer muy bien a las mujeres, ¿verdad?
La pregunta me dejó desarmado por completo.
- No es que me entrometa en su vida personal, Dios me libre. –prosiguió-. Es constatar también el hecho de que me recuerde tan bien. Y si le pregunto qué vestimenta llevaba aquel día…. ¿sabría decírmelo?
Claro que me acordaba. Elisa lo intuía.
- Una falda azul oscuro y una blusa sin mangas, color cielo difuminado.
Me dedicó una media carcajada echando la cabeza hacia  atrás y seguí el camino de su coleta, que trazó una bonita cabriola.
- Luego dicen que los hombres no tienen memoria, que no se fijan en las mujeres. Sin duda usted será la excepción, ni yo misma sabría decirle qué me puse hace tres días.
Entonces, sin que lo esperase, se quitó sus gafas de sol. Y el milagro se obró: pude acabar de dibujar el paisaje de su bonito rostro.
Lucía unos ojos grandes, de mirada serena y tranquila, con apenas un toque de rimel que destacaba el marrón de sus pupilas. Aunque algo bullía en ellos.
- ¿Por qué ese interés tan particular por mí que hasta recuerda cómo iba vestida hace tantos años? A ver, dígamelo, por favor.
- Verá usted, yo…
- Aún le diré más, me he dado cuenta de  que la protagonista de su novela, “La Dama de Azul”, además de llevar mi nombre,  coincide exactamente con mi descripción física. Por eso le dije que no podía negarle un café a mi valedor. –dijo y esperó a que me recobrase de su descubrimiento.
- Touché, Elisa, me desarma usted. Aunque no siempre, los escritores tomamos los personajes de la realidad.  Tenía el argumento más o menos en la cabeza aunque me faltaba saber cómo eran  los actores  de la historia. El de la princesa era primordial, el más importante;  debía ser dulce y de gran personalidad, fuerte y abnegada, comprometida con los acontecimientos que iban a producirse. Sensible y cariñosa y, desde luego, con una belleza tranquila y acogedora. Y pensé que usted era la imagen femenina que buscaba.
Se reclinó hacia atrás,  distendida, observándome  largamente.
- El de la princesa Elisa,  hija del rey Gumersindo y la reina Claudia. –rió de buena gana-. Jamás hubiera imaginado verme envuelta en tantas y  emocionantes aventuras. ¿De veras pensó que sería  como la heroína de la novela? Está equivocado, Armando, muy equivocado. –había pronunciado mi nombre con  naturalidad, como si nos conociéramos de siempre.- Para nada me parezco a la princesa Elisa.  Soy una mujer muy tranquila y sosegada, de rutinarias costumbres, lo normal en un ama de casa corriente.
 Consultó el reloj de pulsera brevemente y prosiguió.
- Esta novela cuenta una historia de amor en  la Edad Media, un tema quizá manido pero al que usted ha sabido darle un desarrollo original,  adictivo diría yo, como en todas sus obras. Me convierte usted en una princesa prometida desde pequeña al hijo de un sanguinario y  tirano señor feudal.
- Elisa, en este tipo de historias siempre hay un personaje  desalmado y brutal que comete tropelías de todo tipo, como  Sir Faldemor.
- Y ahí está  la pobrecilla Elisa, la princesita dulce que prefiere jugar con el  escudero de su padre antes que con Balfegor, el primogénito de Faldemor. Por eso  las represalias  contra  Richard, el escudero. – contaba ella,  aplicada  en el relato.
-  Los encuentros furtivos cuando  son adolescentes y no quieren asumir que nunca estarán juntos. Las presiones y amenazas  de Faldemor al rey,  acorralado y sin apenas  ejército para defender su reino  -la ayudé en el relato.
Tomó el último sorbo de la taza  y siguió mirándome curiosa.
Todo en ella era placidez, emanaba tranquilidad y sosiego. Apenas pestañeaba y sus ojos eran soles suspendidos en el óvalo perfecto de su rostro.
- Qué romántico es  Richard, cómo escala la torre de la princesa para recitarle un verso de amor. Ese beso que describe usted tan magistralmente, como si el lector estuviera allí delante, viéndolos en su arrullo de enamorados y….­-pareció dudar – deseando sentir un beso  así.
El pensamiento de Elisa se perdió en un lejano lugar recordando la escena.
- Debo confesar que a las mujeres nos gustan ese tipo de historias, tan llenas de romanticismo, un bien escaso en los tiempos que vivimos. Y lo mejor es que no lo hace con un tono rosa, edulcorado y cursi.  Sus personajes siempre son reales, es fácil identificarse con ellos. ¿Qué mujer no soñó vivir alguna  vez una aventura tan romántica y trepidante como la princesa Elisa, o encontrar de nuevo  el amor como Amelia en un viaje de tren?
- Me halaga usted, Elisa
- En absoluto. Sabe retratar muy bien el mundo de los sentimientos, en especial el de las mujeres, Por eso aseguraba al principio que nos debe de conocer muy bien. Desde luego en cada novela la protagonista no tiene nada que ver con la de otra historia. Se adentra en  rincones  íntimos y secretos del alma femenina, cada vez me sorprende usted más. ¿Cómo lo consigue? Es asombroso, de veras.
Lo pensé antes de contestar.  
- Cada mujer, Elisa, es todo un universo diferente al de otra mujer. Y cada hombre, estoy convencido, es un habitante distinto en cada mundo  femenino que haya conocido, conozca o pueda conocer. Por increíble que le parezca, llego a transformarme en el personaje masculino de cada novela, siento que estoy dentro de la historia y la vivo como si todo me sucediera a mí. En “La dama de Azul”, he sido Richard, al igual que en “El tren” fui Lorenzo. Yo mismo me sorprendo de mi capacidad de cambio; sólo al acabar una novela vuelvo a ser de nuevo Armando López Ibáñez.
Elisa me miraba con mayor interés. Mis últimas frases sin duda estaban en concordancia con sus ideas al respecto, esa sensación me dio.
- No solo el aspecto sentimental -prosiguió ella-  todo cuanto se refiere al tema bélico, de acción, se visualiza muy fácilmente; estamos tan pronto en las almenas arrojando aceite hirviendo a los atacantes  como dando mandobles cuerpo a cuerpo.
Esbozó una sonrisa complacida y dijo:
- ¿Imagina usted la cara que pondrían cuantos me conocen, si supieran que la protagonista de su novela,  la valiente Elisa, soy yo? – rió de de buena gana-  ¿Me imaginarían con una espada en la mano luchando por el trono de mi padre en lugar de manejar una batidora de dos velocidades? – su risa hizo cascabelear de nuevo  su coleta atrayendo mi atención -. Lo más terrible fue la lucha final entre Richard y Balfegor. Con mil heridas, Richard,  sangrando por todos los poros de su piel, cuando la espada de  Balfegor iba directa a su corazón, sacó la aguja del pelo que su amada le regaló y la hundió en la  garganta del malvado.
Hizo un gesto de alivio, como si ese instante  violento terminase de suceder ante sus ojos, estremeciéndola.
Sin duda Elisa era una mujer muy singular. Su presencia tranquila y reposada, de mirada acogedora y serena, semejaba  una isla que invitaba a  varar nuestra barca después de una tormenta.
- Debo marcharme  en breve– de nuevo ojeó  el reloj-. 
Se puso las gafas de sol dejándome sin el candor  de sus ojos.
- Le doy las gracias por compartir este momento conmigo, -le dije.
- No tiene por qué; si acaso yo por tantas historias con que nos deleita su pluma. Para mí ha sido muy  revelador este diálogo, se lo aseguro.
La miré queriendo atravesar el tinte de los cristales.
- ¿Cuándo podré invitarla de nuevo a un café?
Quitándose las gafas me  miró enigmática, en una media sonrisa difícil de interpretar.
- Depende de lo que  tarde usted en publicar otra novela –sentenció-.
Me incorporé al tiempo que ella, pues ya se marchaba.
- Entonces la empezaré ahora mismo.
- Eso espero. –sonrió-.
- No debería decírselo pero….-tardé un poco en proseguir- quizá las aventuras de la princesa Elisa y Richard no han terminado todavía….
Al tiempo que se alejaba exclamé:
- No le dediqué la novela, Elisa.
- Mañana me pondré de nuevo en la cola –contestó.
Y se fue dejándome su enigmática  sonrisa de Gioconda.

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jueves, 25 de abril de 2013

Niebla errante






No me gusta recordar el día que abrí el baúl del desván. Siempre tuve curiosidad por los cajones cerrados  y las habitaciones con la llave echada. Hasta que no tenía acceso a su interior todo era un  cúmulo de cábalas sobre qué posible secretos guardaban.
El baúl de tus abuelos parecía retarme cuando pasaba por la escalerilla que conducía a lo alto de la casa.
Siempre me habías dicho que eran ropas viejas, trastos inútiles que no servían para nada, sin importancia.
Una tarde que saliste con tu madre decidí subir a descubrir su misterio.
La madera era de roble oscuro, agrietada y como acribillada por andanadas de perdigones. Era grande y se adivinaba pesado,  lo reforzaban unas tiras anchas de metal manchadas de robín.  
La cerradura estaba tan oxidada como  la llave que tenía puesta, lo cual me causó cierta extrañeza. A simple vista semejaba el  cofre de los tesoros que  había visto en las películas de piratas.
Aunque lo abrí con sumo cuidado chirrió lastimoso y un olor a viejo y telaraña me dio en  la cara.  
Contenía ropajes viejos  y  álbumes de fotos sin tapas muy gastados. Las fotografías mostraban gentes que pensé  eran antepasados tuyos, seguramente del siglo pasado, cuando el arte fotográfico estaba en sus inicios a juzgar por la ropa que vestían y el color sepia diluido de las imágenes.
Inspeccioné las vestimentas someramente; se adivinaban faldas holgadas y chaquetas de tonos oscuros. Al depositarlas de nuevo en el fondo algo se desprendió de ellas.
Era un grabado y parecía antiguo. Enseguida captó mi atención porque un rostro inquietante me miraba desde la pátina incolora  que lo contenía.
Era el de una  mujer de facciones alargadas donde sobresalía por encima de todo una nariz larga y huesuda. Sus ojos  estaban atenuados  por las sombras y  los  pómulos eran manchas  de gris.
La boca era una línea oscura y delgada y su fino cuello se perdía sin transición en oscuras borrosidades. El pelo se  ocultaba  en una especie de capucha negra que descendía hasta sus hombros en penumbra.
El otro grabado me sobresaltó todavía más. Aparecían haces de leña formando una  pira gigantesca y  figuras humanas ardiendo entre llamas. El blanco y negro de los detalles acentuaba todavía más la dramática escena.
Una multitud vociferante se agitaba en derredor pareciendo avivar con gestos amenazadores la intensidad de la hoguera. Los cuerpos de las infelices aparecían medio derretidos, como la cera fundiéndose. Sin duda se trataba de una quema de brujas.

Cuando bajé las escaleras del desván estaba confuso y sin saber qué pensar aunque llevaba  la cara de la  mujer impresa en mi mente.
Cuando llegaste me notaste raro y te dije que me dolía el estómago aunque por tu expresión supe que no me creíste.
Poco a poco fui olvidándome de mi visita al desván si bien de vez en cuando ese rostro intrigante y extraño se me aparecía en sueños y salía de las sombras acercándose a mí.
Una vez me mandaste sacar a Laky a pasear mientras pasabas a la vecina a ver unas recetas de cocina.
No sé cómo  el perro salio disparado y por más que lo llamaba no acudía.  Me adentré en  el bosque que linda con nuestra urbanización y cuando me di cuenta se había hecho de noche y recordé que  no llevaba linterna.
La niebla empezó a invadirlo  todo y tras andar un buen rato me había desorientado. 
Sentí  en la piel aquella humedad tan característica y que te calaba hasta los huesos. Fui abriéndome paso como pude a través de helechos,  arbustos y sorteando los troncos de los árboles.
En un  momento dado noté que mis instintos me avisaban de algo y un extraño  presentimiento se apoderó de mí.
Noté una presencia indefinible  muy cerca, la  sentía cada vez más.
Entonces la vi, sumergida en la niebla. Una figura femenina que destacaba  en el vapor acuoso que emanaba de la tierra. La cubría una  capucha y cuando avanzó hacia donde estaba la piel se me puso de gallina.
Conforme se me acercaba daba la sensación que flotaba, y no supe si era bruma en sí o una neblina aparte distinta de la misma niebla que llenaba el bosque.
Se detuvo a pocos pasos y el pánico me paralizó  cuando aquel espectro o lo que  fuera se me quedó mirando fijamente.
Tenía rostro y era tan blanco que destacaba por encima del fulgor neblinoso.  Su boca era un trazo apenas dibujado y sus ojos dos puntitos oscuros. Se clavaron  en los míos  como brasas ardientes cuando me miró.
 La intensidad de aquella mirada era tal que me penetraba, se apoderaba de mi entendimiento y en mi paroxismo creí que me hablaba, me interrogaba.    
¿Quién era en realidad? ¿Qué pretendía de mí? ¿Acaso podía responderle, darle una respuesta?
De repente reconocí aterrorizado aquella mirada: ¡Era la del grabado del desván! Estaba tan asustado que el corazón parecía querer salirse del sitio.
Estuve así un buen rato, temblando y convulsionado del miedo.
Me pareció ver un gesto  en aquel rostro fantasmal aunque tal vez  fuera fruto de mi pavor.
Cuando quise escrutar otro signo facial en esa mirada la imagen blanca se fue diluyendo lentamente en el banco de niebla del mismo modo como había surgido.
Empecé a oír los ladridos de Laky y fui en la dirección de donde provenían, hasta encontrarlo. Su presencia reconfortó ni atribulado ánimo y su instinto canino nos ayudó a salir del bosque.

Nunca tuve ningún secreto contigo, amor mío, bien lo sabes. Por eso te conté que subí al desván cuando no estabas, que encontré ropas y fotos antiguas, que descubrí  el  grabado de esa mujer extraña, y el de las brujas en la hoguera.
Tampoco te oculté que me perdí en el bosque y pasé más miedo que nunca y creí morir del susto.
Ahora,  mientras peinas  tus rizos y te lo cuento ni siquiera me miras, sigues  en tus pensamientos, en tus cosas, en ese mundo tuyo en el que yo no existo.
Por eso  te haré siempre la misma pregunta y jamás dejaré de hacértela.
Mírame y dime, amor mío, por qué aquella noche de niebla no me dijiste nada…














miércoles, 24 de abril de 2013

Boly, Nita y el lobo feroz.





Nita era una niña que se salía de lo normal. Aparentemente su aspecto era corriente. Tenía una cara redonda, de mofletes sonrosados y esa expresión bondadosa e ingenua que tienen las niñas a su edad. Era más  alta de lo que correspondía a sus años y por ello su figura era algo desgarbada, sus extremidades eran demasiado largas en proporción al resto del cuerpo.
Se podía decir que era agraciada, aunque como todo en ella estaba en transformación no podría decirse si iba a ser guapa o no. El pelo era capítulo aparte, lo tenía verdaderamente bonito, una larga melena de color negro azabache que enmarcaba unos ojos verdes diluidos en un poquito de gris oscuro.  Como contrapunto una graciosa naricilla respingona.
En su casa era la desesperación de sus padres, especialmente de su madre.
No la ayudaba para nada en las tareas del hogar, ni tan siquiera tenía ordenada su habitación. Era una leonera total, casi no  se podía entrar del caos que existía.
Vivian en las afueras del pueblo, en el campo. No ordeñaba las vacas, ni las cabras. Tampoco les ponía heno ni las sacaba a dar una vuelta. Cuando no la veía su padre hasta cogía una piedrecilla y se la tiraba al gato para que saliera corriendo del susto. O entraba chillando en el gallinero para espantar a los gallos y las gallinas.
Solamente comía torta de tomate y bebía leche. Nunca  fruta, era incapaz de probar una manzana, una pera, ni tan siquiera un dulce plátano. Ni comerse un cocido ni un estofado de ternera.
Se vestía con cualquier trapo gastado de sus hermanas mayores y llevaba unas simples zapatillas.
Se llevaba fatal con sus hermanos,  se volvía como un puerco espín, no podían acercarse a ella.
En el colegio era también un caso muy singular. No obedecía a los maestros; desobediente,  iba a su bola sin prestar atención en las clases. Según un test que le hicieron era  inteligente y lista pero  no le daba la gana de saber más que lo justo para que no la echaran del colegio.
Sus padres habían ido muchas veces a hablar con los profesores, hasta incluso con el director del colegio, que les puso al corriente de la actitud pasota e indiferente de su hija Nita. No se identificaba con ninguna compañera de clase, no tenía amigas ni participaba en los juegos comunes en el patio. Poco a poco la fueron dejando de lado. O quizá fue ella la que se fue a un rincón sin querer saber nada de nadie.
Después de las entrevistas con el director los padres le armaban la marimorena, qué iba a ser de ella el día de mañana, ningún chico se le acercaría y cosas por el estilo.
Nita asentía a todo prestando mucha atención pero como si nada. Luego todo seguía igual.
………………………….
Como todas las noches después de comerse su pedazo de torta y beber su leche, se fue a la orilla del río que pasaba por allí. Sus padres no querían que fuera a ese sitio. A veces rondaba algún extraño y podía darle un buen susto. Como a Nita el extraño le traía sin cuidado la asustaban diciéndole que merodeaba un lobo hambriento que se había comido un gallinero entero. Y era cierto  Pero también el feroz cánido le preocupaba un comino.
Así que se sentó en la orilla y se puso a mirar el discurrir del agua. De vez en cuando saltaba alguna rana y chapoteaba en el agua salpicándola.
Pero lo que más le gustaba era ver las estrellas. Cuantas veces quiso contarlas no pudo. Eran bonitas. Y brillaban en la negrura del cielo. Parecían iguales pero Nita descubría una intensidad diferente en cada una de ellas. Se embobaba  y terminaba con dolor de cuello al mirarlas tanto tiempo con la cabeza levantada.
La luna se reflejaba en el río. Y hasta las estrellas, de tan tranquila que era la corriente. Por eso vio tan claramente la cara del lobo que estaba a su lado. Tenía una cabeza grande y los dientes le sobresalían de la boca.
Nita no se asustó.
- Hola, lobo. – le dijo tranquilamente.
El animal abrió su boca para dar un gran bostezo y no se supo si fue por aburrimiento o por hambre.
- Siéntate conmigo, lobo. Siempre estoy sola y me vendrá bien tu compañía. Mira hacia arriba. Te presento a Orión, a Pegaso, a la Osa Mayor, a la Menor,  a todos los habitantes del Cielo. Mira  qué bonitas son las estrellas, no hay nada igual.
El lobo apoyó sus patas traseras en la hierba y miró hacia el infinito. Sus ojos se le agrandaban por momentos.
Ciertamente formaban una estampa de lo más insólita. Una inocente niña y un enorme y pavoroso lobo, extasiándose en la contemplación de los astros. Nita acariciaba la cabeza del lobo y éste gruñía complacido.
Y si aquello era sorprendente todavía lo fue más aquel resplandor  que surgió ante sus ojos y les vino a su encuentro.
Era una bola gigantesca de color anaranjado y cayó justo al lado de donde estaban. Todo fue tan repentino que no tuvieron tiempo de sobresaltarse.
Descubrieron un hoyo muy hondo del que salía humo y olía a chamuscado.
Nita  y el lobo se asomaron y oyeron unos gemidos.
- ¡Ayudadme a salir de aquí! – sonó una voz allá abajo.
Nita alargó la mano a tientas, tenía medio cuerpo dentro del hoyo mientras el lobo la sujetaba del vestido con los dientes.
Al dar con algo que parecía una mano tiró con todas sus fuerzas hacia arriba. El lobo también hizo un gran esfuerzo, y al fin consiguieron sacar aquello a la superficie.
Lo que vieron les dejó boquiabiertos. Era una mezcla de gallina Caponata y Espinete, aunque  no tenía una forma bien definida, era algo raro y soltaba chispas de colores. Tenía un tamaño parecido al de la niña.
- Hola – dijo aquella cosa- me llamo Boly y vengo de un sitio muy lejos.
¿Quiénes sois vosotros?  No os parecéis en nada.
- Me llamo Nita y él es un lobo. ¿Cómo has venido hasta aquí? ¿Eres un marciano?  Menudo susto nos has dado.
- No sé qué es un marciano. Vengo de Perolandia, y  me he ido de casa, ya no quiero vivir más allí. 
- Qué tontería, irte de casa, con lo bien que se está, tus padres siempre pendientes de ti.
- Me he ido porque soy pequeño y nadie me hace caso, por más que hablo no me escuchan. Y porque soy muy feo, soy horrible.
Nita y el lobo lo miraron detenidamente. No se parecía en nada a ellos, desde luego. Tenía dos ojos que según movía la cabeza en qué dirección se tornaban en cuatro, o en seis, era curioso. Cada uno de un color distinto. Vistos uno a uno eran bonitos, brillaban. Las manos eran como manoplas y tenía dos orejas, eso sí.
- Decidme dónde estoy –preguntó Boly- me subí al cohete y salió disparado sin saber adónde iba.
- Estás en la Tierra, donde vivimos el lobo y yo; bueno, mi familia y todo el mundo –explicó Nita
- Pues está todo muy oscuro, no sé si os habéis dado cuenta.
- ¿Eres bobo, no ves que es de noche?
- No sé qué es la noche, y qué es un bobo. No entiendo nada de la Tierra
Nita se armó de paciencia y le puso  al corriente poco a poco de cómo era todo;  que cuando estaba oscuro se llamaba noche y cuando había luz era el día. Y que un bobo era alguien que no se enteraba de las cosas.
- Pues en Perolandia siempre hay luz, nunca es de noche. Y no soy un bobo, estudio el quintenio y pronto el sentenio.  Conozco los espacios siderales, las cuadraturas de los círculos y los alipios de Marte. Y llevo analizado el quasar de Andrómeda. Y las matemáticas de triple factor no tienen secretos para mí.
- Vaya palabras que te gastas –se decidió a hablar el lobo- nos has dejado a cuadros.
Y soltó una risita entre sus fauces. Pero se había hecho muy tarde y Nita y el lobo escondieron a Boly en el mismo agujero cubriéndolo con ramas prometiéndole volver a la noche siguiente.
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La noche después encontraron a Boly fuera del agujero y apenas los vio les dijo que tenia mucha hambre, que le trajeran algo. Así que Nita consiguió de la nevera  lo que pudo; una manzana, dos peras. un plátano y restos de alubias con chorizo y medio plato de macarrones que habían sobrado.
Al pequeño Boly le salio de la cabeza una especie de bandejita y depositó allí  los alimentos; primero las alubias, luego el plátano y después lo otro.
Y conforme le entraban los alimentos se oía como una especie de musiquita, era de lo más curioso.
- Mmmm, nunca he comido nada tan delicioso, en Perolandia no tenemos esta comida tan sabrosa. Quiero más, traedme toda cuanto podáis.
- Ahora es muy tarde, Boly, mañana volveré a  traerte más, vale?
- Y vosotros, ¿qué estudiáis? ¿Ya sabéis matemáticas y aritmética, historia, habláis en varias lenguas como yo?  
La niña y el lobo se miraron sin saber qué contestar, pero el lobo dijo:
- Yo soy un lobo y los lobos nunca fueron a la escuela, de pequeños nos enseña nuestra madre a obedecer al jefe de la manada y a cazar conejos y liebres, perdices, y todos aquellos animalillos que pueden servirnos de sustento. A buscar agua y sobre todo a resguardarnos del hombre que nos considera su enemigo y al que solamente nos acercamos para visitar sus gallineros y rebaños cuando nos aprieta el hambre y no podemos más.
Boly esperó la respuesta de Nita. Ésta pensaba la contestación. 
- Voy a la escuela y aprendo cosas.
- ¿Qué son cosas?
Nita bajó la cabeza. No supo decirle las cosas que sabía. Y Boly entendió.
- No tienes estudios, Nita, no sabes lo que hay que saber. Las demás niñas estarán más adelantadas que tú, verdad?  No conoces las  Matemáticas, la Gramática, y  no hablas idiomas, a que no?
Nita estaba avergonzada. En pocas palabras le había dicho que era una ignorante. Y eso le dolía.
- Nita, no quise ofenderte, nadie nace enseñado. Pero hemos de aprender muchas cosas para valernos por nosotros mismos y movernos por este mundo tan complicado y ser útiles a los demás. Pero podríamos hacer una cosa, Nita: te enseñaré las cosas que no sabes y yo aprenderé a cocinar las comidas tan sabrosas que me traes, vale?
A Nita le gustó la idea y al día siguiente la pusieron en práctica. Boly demostró ser un maestro tan bueno y paciente que la niña sin darse cuenta fue adquiriendo los conocimientos que no había asimilado en la escuela.
En el colegio armó la revolución, fue el asombro de los profesores. De repente Nita sacaba muy  buenas notas y nadie encontraba explicación a este hecho tan singular. Cuando salía a la pizarra dejaba a sus compañeros con la boca abierta. Y estaba siempre tan contenta que formaba parte de los corros de los demás niños, era la primera en apuntarse a los juegos.
En casa su madre no podía dar crédito a aquel cambio. Se ocupaba de los animales del establo, ordeñaba las vacas y cabras y las sacaba al prado. Y, lo más sorprendente,  le entraron de repente ganas de aprender a cocinar y apuntaba todas aquellas recetas que su madre guisaba para ponerlas en práctica; hacía  tortilla de patatas, freía calamares, pollo al chilindrón, poco a poco adquirió práctica.
Pero ocurrió un hecho sorprendente: por primera vez en su vida Nita probó y degustó todas aquellas comidas que hacía su madre. El causante fue Boly;  le gustaban tanto las comidas que la niña le llevaba y se relamía tan a gusto, que Nita sintió curiosidad y luego envidia viéndole comer. Comprendió cuántos sabores y cosas buenas había pasado por alto.
Pero también el lobo se benefició de las enseñanzas de ambos. Aprendió Álgebra, Sintaxis,  inglés, y nociones de francés,  hasta cómo hacer un rico ajoaceite y un bizcocho.
Formaban un equipo muy compenetrado y las horas que estaban juntos pasaban volando. Pero a Nita algo le daba vueltas y se lo dijo a Boly.
- Y tú, Boly, ¿por qué te fuiste de tu planeta abandonando tu casa? 
- Ya os lo dije; soy muy pequeño, todos me avasallan y nadie me hace caso. Además, miradme, ¿no veis lo feo que soy ?  Horripilante.
- Boly, tienes alguna foto de tu familia? Me gustaría conocerlos.
- Haré algo mejor que enseñaros una foto. Mirad……
De uno de sus ojos salió  un rayo de luz y apareció como una pantalla de televisión gigante en 3D, daba la sensación de que formaban parte de la escena. Nita y el lobo vieron imágenes de Boly con su familia. Eran unos seres muy altos, de colores fosforescentes y extremadamente hermosos y fantásticos. Desde luego Boly tenía razón, era muy pequeño a su lado y nada agraciado en comparación con sus progenitores y hermanos.
Nita se dio cuenta enseguida por la situación que pasaba Boly.
- Boly, creo que ya sé por qué eres tan pequeño y te ves tan desagradable.
- ¿Sí? No me digas……
- Es muy fácil saber por lo que estás pasando. Sólo contéstame a una pregunta, Boly: cuando naciste tus hermanos eran tan grandes como ahora?
- Sí, claro, eran así de altos y bien formados, y yo era una birria a su lado, aunque ahora no soy tan pequeño como entonces.
- Pues ahí está la clave de todo, no te das cuenta? Tú eres como el protagonista de un cuento que me leían de pequeña y se llamaba “El patito feo”. Era muy pequeño y negro, no llamaba la atención para nada. Y cuando creció se convirtió en lo que era, un bellísimo cisne que causaba la admiración. Así, Boly, conforme pase el tiempo, te harás alto y atractivo como tus padres y hermanos, lucirás esos colores tan brillantes y sorprendentes, y tendrás sólo tres ojos y no cinco o seis como ahora. Y tus piernas serán más largas y tus manos más grandes y tu voz más bonita.
No eres feo, Boly, serás guapo y causarás admiración. Ahora estás creciendo, tienes que pasar por esta etapa.
- ¿Quieres decir que dejaré de ser pequeño y con seis ojos? ¿Que tendré los colores de mis hermanos?
- Claro, Boly, ya lo verás.
El rostro se le iluminó de repente al pequeño perolandio y  algo que parecían lágrimas asomó por sus múltiples ojos.
El lobo, que había permanecido callado todo el rato, apoyó una de sus patas en Boly y con afecto le dijo:
- Quiero que sepas, Boly, que eres lo más de lo más, nunca conocí a nadie tan increíble como tú. Eres gracioso, leal, ocurrente, divertido, y aun siendo pequeño y con seis ojos resultas bonito y atractivo, de verdad.
- Gracias, lobo, tu sinceridad me conmueve. Me gustaría que conocieras mi mundo, allí no tendrías que  perseguir conejos ni gallinas.
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Después de pasado un tiempo, llegó la hora de separarse. Había sido un tiempo  de diversión, de sorpresas, pero también de aprendizaje y sobre todo de feliz y afectuosa amistad.
Nita aprendió a través de Boly y el lobo a relacionarse con los demás abandonando su individualidad y participar de lleno en su vida familiar.
Boly recuperó la confianza en sí mismo y se dio cuenta que no importa el tamaño ni el físico de cada uno, que lo primordial es lo que llevamos dentro y compartimos con los demás.
El lobo descubrió que estaba a gusto con los humanos y tenían buenos sentimientos y que existían seres y  mundos  tan extraordinarios como Boly

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Todavía Nita sigue mirando las estrellas cada noche. Queda extasiada por tanta inmensidad y belleza. Y ella, y nadie más que ella, es capaz de oír el aullido de su inolvidable y querido  lobo que le llega desde el otro rincón del universo.
Y una lágrima más  dulce que la miel resbala por su mejilla sonrosada….