Al recordar mi niñez surge impetuosa la figura de mi
abuelo Honorato. Era su único nieto y no sabía qué hacerse conmigo. Me viene a
la memoria cuando restregaba su barba
pinchosa en mi tierno cutis de niño y cómo reía divertido al quejarme, me lo hacía muy a menudo.
Lo que más me
gustaba era que contara cuando estuvo en
la guerra.
Me embobaba
oyendo hablar de tanques, aviones, trincheras, soldados con la bayoneta calada.
Me sentía transportado por obra y gracia de su grave y poderosa voz a aquellos
campos de batalla que tan bien describía y que conmovieron tanto mi ánimo de
niño que, al acostarme, me tapaba cabeza y todo, y rogaba no verme nunca con
uniforme de soldado en la guerra de mi abuelo.
Era afectuoso
conmigo y me llevaba a todas partes y algún dulce
o juguetito caía de vez en cuando. Me viene nítido a la mente aquel día que mi padre me subió a los autos de
choque y salí con el labio partido al ser embestido por otro. La bronca descomunal
que le echó mi abuelo al ver llegar a su
único y querido nieto echando sangre por la boca.
Un día
dijeron que se había vuelto loco porque construyó en el jardín una garita de vigilancia
con su tronera y todo y sacó su
viejo Máuser de repetición. Desde que amanecía hasta que se ponía el sol permanecía apostado con su fusil apuntando a
un enemigo imaginario.
Aquella arma
era un recuerdo de la guerra que el abuelo se trajo no se sabe cómo y estaba
inutilizada. Él creía que estaba en uso y que los estuches de supositorios eran los peines de las balas de repuesto.
Nadie le
llevó nunca la contraria por no alterar todavía más su estado, ni llevó su
desvarío más allá de permanecer dentro de su puesto de vigilancia, con
incansable y férrea determinación.
Yo le llevaba
el desayuno apenas cantaba el gallo, la
comida de mediodía y hasta la merienda y la cena. Comía deprisa, ansioso por
asir de nuevo su arma y seguir vigilando.
Viéndole así,
el dedo en el gatillo y bien sujeto el Máuser entre sus fuertes manos, revivía
cada uno de sus episodios militares y me sobrecogía estar a su lado, pensando
que pudiera aparecer algún soldado del lado contrario y dispararnos. Aunque me tranquilizaba
pensando que tal vez el enemigo que viniera pudiera llevar un arma como la de
mi abuelo y cajas de supositorios en vez de balas.
En sus primeros años de locura le brillaban los ojos y estaban fijos en el extremo del jardín,
donde él creía surgiría el del otro bando. Luego, en las últimas etapas, su mirada
se tornó ausente e
inconcreta.
Siempre me
decía que no había que bajar la guardia, que el adversario acechaba aguardando
un momento de descuido para atacar.
El niño que
yo era no comprendía aquellas palabras y le preguntaba quién era el enemigo
y por qué iba a atacar si no le habíamos
hecho nada.
Mi abuelo
hacía un gesto de paciente suficiencia y me ilustraba sobre los mil enemigos
que nos acechaban y estaban ahí aunque no los viéramos, que no podíamos
abandonar las armas.
Con el tiempo
me acostumbré a sus disparates y sentí acrecentar todavía más mi amor hacia él.
Entendí que su cabeza estaba poblada de unos fantasmas que solo su
fantasía podía ver.
- Cuando yo
no esté has de seguir en mi puesto, Ramoncin, los otros siempre está ahí y hay
que estar preparado con el fusil en la
mano.
Por eso me
hacía coger su Máuser a sabiendas de que apenas podía sujetarlo dadas mis pequeñas
fuerzas. Mi abuelo sonreía benévolo viéndome tan apurado y me consolaba.
-
Tranquilo, a fuerza de cogerlo te
acostumbrarás a él, ya verás como sí -me decía con aires de suficiencia.
Ahora, al
evocar aquellos años que viví junto a
él, siento una infinita nostalgia y una punzada de dolor me atraviesa el
corazón al revivir su muerte. Le llevaba su tazón de leche con sopas de pan y
un trozo de queso curado como todas las mañanas y me extrañó no viniera a mi
encuentro.
Lo encontré
tirado en el suelo, prendida una mirada de sorpresa en sus ojos
abiertos y empuñando su viejo fusil, obstinado y fiel a su misión de vigilancia
hasta el final.
De vez en
cuando y durante un tiempo estuve asomándome a la mirilla por la que esperaba ver
mi abuelo la llegada de su contrincante.
Quise percibir lo que él sentía, la esencia de sus pensamientos, ese hálito de
soldado que nunca le abandonó. Pero no experimenté ninguna sensación.
Yo mismo derribé
la torreta que fue su refugio durante esos años y tiré a la hoguera su viejo
Máuser. Con este acto simbólico quise borrar cualquier recuerdo que pudiera
quedar de la guerra de mi abuelo.
Quise creer
que alguien, en alguna parte, haría lo mismo que yo destruyendo reminiscencias de otras guerras.
Ahora, de
adulto, me corroe un doloroso desaliento
al comprobar que las guerras siguen existiendo. Que siempre, en cualquier parte
del mundo, hay alguien apostado con su arma lista para
disparar. Y sus balas son de verdad.
En mi
ingenuidad llego a imaginar lo bonito que sería estar todos alineados en el
bando de la Paz, hermanados los unos con los otros, compartiendo lo que la Naturaleza nos ofrece
generosa y disfrutando de esta vida tan corta que tenemos.
Ojalá que
nadie, en ninguna guerra, tenga que morir más.
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Bonito evocar los recuerdos, ¿Son reales?
ResponderEliminarMuy bien escrito, denotando sensibilidad, nostalgia y amor en cada linea.
Me apasionan este tipo de relatos.
Los recuerdos de la infancia es lo más precioso que tenemos, siempre nos acompañan .
ResponderEliminarSean reales o no,están tan bien escritos que casi me los puedo imaginar, y con ese lujo de detalles con que nos has regalado y el amor que has puesto en ellos ,ha sido un placer poder léelos.