viernes, 22 de mayo de 2015

Recuerdos





Al recordar  mi niñez surge impetuosa la figura de mi abuelo Honorato. Era su único nieto y no sabía qué hacerse conmigo. Me viene a la memoria cuando  restregaba su barba pinchosa en mi tierno cutis de niño y cómo  reía divertido al quejarme,  me lo hacía muy a menudo.
Lo que más me gustaba era que contara cuando estuvo  en la guerra.
Me embobaba oyendo hablar de tanques, aviones, trincheras, soldados con la bayoneta calada. Me sentía transportado por obra y gracia de su grave y poderosa voz a aquellos campos de batalla que tan bien describía y que conmovieron tanto mi ánimo de niño que, al acostarme, me tapaba cabeza y todo, y rogaba no verme nunca con uniforme  de soldado  en la guerra de mi abuelo.   
 Era afectuoso  conmigo y me llevaba a todas partes y  algún dulce  o juguetito caía de vez en cuando. Me viene nítido a la mente  aquel día que mi padre me subió a los autos de choque y salí con el labio partido al ser embestido por otro. La bronca descomunal que le echó mi  abuelo al ver llegar a su único y querido nieto echando sangre por la boca.
Un día dijeron que se había vuelto loco porque construyó en el jardín una garita de vigilancia con su tronera y todo y  sacó su viejo  Máuser de repetición.  Desde  que amanecía hasta que se ponía el sol  permanecía apostado con su fusil apuntando a un enemigo imaginario.
Aquella arma era un recuerdo de la guerra que el abuelo se trajo no se sabe cómo y estaba inutilizada. Él creía que estaba en uso y que los  estuches de supositorios eran los peines  de las balas de repuesto.
Nadie le llevó nunca la contraria por no alterar todavía más su estado, ni llevó su desvarío más allá de permanecer dentro de su puesto de vigilancia,   con incansable y férrea determinación.
Yo le llevaba el desayuno apenas cantaba el gallo,  la comida de mediodía y hasta la merienda y la cena. Comía deprisa, ansioso por asir de nuevo su arma y seguir vigilando.
Viéndole así, el dedo en el gatillo y bien sujeto el Máuser entre sus fuertes manos, revivía cada uno de sus episodios militares y me sobrecogía estar a su lado, pensando que pudiera aparecer algún soldado del lado contrario  y dispararnos. Aunque me tranquilizaba pensando que tal vez el enemigo que viniera pudiera llevar un arma como la de mi abuelo y cajas de supositorios en vez de balas.
En sus  primeros años de locura le  brillaban los ojos  y estaban fijos en el extremo del jardín, donde él creía surgiría el del otro bando. Luego, en las últimas etapas,  su mirada  se tornó  ausente e inconcreta. 
Siempre me decía que no había que bajar la guardia, que el adversario acechaba aguardando un momento de descuido para atacar.
El niño que yo era no comprendía aquellas palabras y le preguntaba quién era el enemigo y  por qué iba a atacar si no le habíamos hecho nada.
Mi abuelo hacía un gesto de paciente suficiencia y me ilustraba sobre los mil enemigos que nos acechaban y estaban ahí aunque no los viéramos, que no podíamos abandonar las armas.
Con el tiempo me acostumbré a sus disparates y sentí acrecentar todavía más mi amor hacia él. Entendí que su cabeza estaba poblada de unos fantasmas que solo su fantasía  podía ver.
- Cuando yo no esté has de seguir en mi puesto, Ramoncin, los otros siempre está ahí y hay que estar preparado con el fusil  en la mano.
Por eso me hacía coger su Máuser a sabiendas de que apenas podía sujetarlo dadas mis pequeñas fuerzas. Mi abuelo sonreía benévolo  viéndome tan apurado y me consolaba.
- Tranquilo,  a fuerza de cogerlo te acostumbrarás a él, ya verás como sí -me decía con aires de suficiencia.
Ahora, al evocar  aquellos años que viví junto a él, siento una infinita nostalgia y una punzada de dolor me atraviesa el corazón al revivir su muerte. Le llevaba su tazón de leche con sopas de pan y un trozo de queso curado como todas las mañanas y me extrañó no viniera a mi encuentro.
Lo encontré tirado  en el suelo,  prendida una mirada de sorpresa en sus ojos abiertos y empuñando su viejo fusil, obstinado y fiel a su misión de vigilancia hasta el final.
De vez en cuando y durante un tiempo estuve asomándome a la mirilla por la que esperaba ver mi abuelo la llegada de  su contrincante. Quise percibir lo que él sentía, la esencia de sus pensamientos, ese hálito de soldado que nunca le abandonó. Pero no experimenté ninguna sensación.
Yo mismo derribé la torreta que fue su refugio durante esos años y tiré a la hoguera su viejo Máuser. Con este acto simbólico quise borrar cualquier recuerdo que pudiera quedar de la guerra de mi abuelo.
Quise creer que alguien, en alguna parte, haría lo mismo que yo destruyendo  reminiscencias de otras guerras.
Ahora, de adulto, me corroe un doloroso  desaliento al comprobar que las guerras siguen existiendo. Que siempre, en cualquier parte del mundo,  hay  alguien apostado con su arma lista para disparar. Y sus balas son  de verdad.
En mi ingenuidad llego a imaginar lo bonito que sería estar todos alineados en el bando de la Paz,  hermanados  los unos con  los otros,  compartiendo lo que la Naturaleza nos ofrece generosa y disfrutando de esta vida tan corta que tenemos.
Ojalá que nadie, en ninguna guerra, tenga que morir más.

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2 comentarios:

  1. Bonito evocar los recuerdos, ¿Son reales?
    Muy bien escrito, denotando sensibilidad, nostalgia y amor en cada linea.
    Me apasionan este tipo de relatos.

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  2. Los recuerdos de la infancia es lo más precioso que tenemos, siempre nos acompañan .
    Sean reales o no,están tan bien escritos que casi me los puedo imaginar, y con ese lujo de detalles con que nos has regalado y el amor que has puesto en ellos ,ha sido un placer poder léelos.

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