domingo, 17 de mayo de 2015

Verdes y grises




Ella miraba las lejanas montañas sintiendo que una creciente  añoranza oprimía su pecho. La imagen de él surgió de inmediato, vino a su encuentro desde ese distante horizonte que se adivinaba nevado y azul, envuelto en una bruma brillante  aquella fría mañana de invierno.
Él bajaba tan solo una vez al año al pueblo, cuando la Feria. Participaba en el concurso de aizcolaris y siempre salía vencedor. Le apodaban Picachu porque vivía en las montañas. Era alto y fuerte como un oso, de ojos grises y curiosos como los de un niño que está descubriendo el mundo de repente.
Ella venía de la capital y era la fotógrafa que hacía las fotos del evento.   Le impresionó verlo partir troncos con esa facilidad que emanaba de sus fuertes brazos manejando el hacha sin el menor esfuerzo. Ese día la imagen de ese hombre no solo quedó grabada en el sensor  de su cámara, si no también en su corazón.
Él se percató enseguida de la presencia de la mujer. Parecía danzar alrededor suyo disparando la cámara de fotos sin cesar. Sin saber por qué redobló la cadencia de cada hachazo sobre  el tronco, como si quisiera marcar un nuevo récord sobre sí mismo; y ciertamente lo logró, nadie había visto nada igual.
Cuando acabó la prueba la mujer  se le acercó felicitándole por su éxito. Nada más verla quedó prendido en  esos ojos verdes que presidían su mirada y lo enfocaban directamente, escrutando hasta el mínimo detalle de su rostro. Luego reparó en su pelo castaño y la gracilidad de su silueta.
Ella sintió una curiosa y repentina necesidad  de conocer con más detenimiento  a ese fornido montañés que tan solícito y amable se ofreció a mostrarle hasta el último rincón del valle.
En sucesivos días, recorrieron incansables  los parajes de aquel lugar maravilloso. Ella, extasiada, retrataba todo cuanto veía:  la fauna, las plantas y los árboles, nada escapaba a su mirada de experta fotógrafa.    Ella iba de asombro en asombro, descubriendo un nuevo mundo que le era totalmente desconocido, toda su vida en la ciudad ruidosa y oscurecida de humos,  sin respirar aquellos aires tan límpidos, sin dejar perder su vista en aquel horizonte que parecía no tener fin, sin sentir esa paz indescriptible que se adueñaba de ella.
Una energía vital y renovadora comenzaba a brotar en su interior al contacto con la Naturaleza viva y radiante.
Sin que ninguno de los dos lo hubiera imaginado, en la cabaña donde él vivía,  una noche,  al son del crepitar de la leña en  la chimenea, y  al influjo del dorado resplandor que despedían las llamas,  compartieron vivencias, complicidades, miradas y susurros.
Transcurrió un tiempo mágico, como suspendido entre la realidad y un  sueño nunca realizado,  sucedió sin que de dieran cuenta, aislados en aquel paraje de cuento, en la montaña cubierta de nieve.
Pero estaba escrito que los sueños, sueños son. Él se percató de que la montaña no podía retenerla para siempre, sus raíces estaban lejos de las cumbres nevadas, su espacio vital era otro y al que debería volver más tarde o más temprano.

Ella revivió una vez más el reciente pasado,  el momento en que   ese montañés dejó su mundo idílico de nieves perpetuas y horizontes vírgenes  para seguirla a su ciudad.
Esa época  que fue feliz, sin querer darse cuenta  de  que la auténtica y primigenia  esencia de él estaba presa entre cuatro paredes, aprisionada entre calles ruidosas y aires impuros, sujeta al capricho del reloj.
Comprendió que su espíritu libre vagaría siempre  perdido  en aquella vida rutinaria y artificial   pese a significar  para él todo el paisaje que deseara vislumbrar y sentir.
Todo había sido un insólito paréntesis en su vida, un anhelo siempre deseado y que se había cumplido para esfumarse finalmente, como si no hubiese existido.

Hacia frío aquella mañana. Ella avanzaba penosamente por la nieve, sus ojos verdes fijos en las cumbres nevadas. No llevaba maletas. Su equipaje era la ilusión por aquel hombre, alto y fuerte como un oso,  de alma tierna como la de un niño. No importaba nada más en su vida, su corazón era  el lugar donde quería vivir para siempre. Por eso iba a su encuentro, presurosa, una ansia impaciente  prendida en su pecho por verlo pronto.

Él se había puesto la pelliza de piel de lobo que tanto le gustaba a ella. Y con la alegría de los pajarillos del bosque que trinan nada más salir el sol, corría a grandes zancadas buscando el llano. No le importaría vivir en cualquier ciudad del planeta,  donde fuera, con tal de estar con ella.

Se vislumbraron desde lejos. El sol naciente dibujó irisaciones de esmeralda en los ojos  de ella que brillaron mostrándole el camino.
Y un destello acerado en los ojos grises de él la guiaron a ella.
En el prado se amalgamaron sus miradas y  el verde y el gris  formaron  un solo color; el del Amor.

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1 comentario:

  1. Cuanto se ha escrito sobre el amor! pero me gusta lo que tu dices porque es el sentimiento que cuando nace y es autentico,no hay nada comparable y quien lo deja perder ,no sabe lo que hace.

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