jueves, 27 de noviembre de 2014

El viaje



La noche era cerrada. Hacía frío. Salía un vaho por la nariz al respirar y por la boca también. Por eso el hombre dijo las palabras justas al comprar el billete de tren. No quería que le entrara demasiado frío por la boca al hablar. Odiaba los resfriados.
El taquillero le advirtió que subiera al vagón de en medio, los otros estaban fuera de uso. Esa Navidad no viajaba casi  nadie y menos en una noche tan fría como aquella.
Antes de subir al vagón se entretuvo mirando el humo que despedía la negra locomotora; era un modelo muy antiguo, de carbón, le extrañó que todavía existieran en uso. Pero, dado que aquella línea era tan poco utilizada, quizá no fuera rentable sustituirla por un  modelo más moderno y más caro.
Los compartimentos estaban fríos como témpanos. Y oscuros. Todos menos uno, al que se dirigió castañeteándole los dientes.
Pensó que sería el único viajero en aquel trayecto, dado el panorama de soledad  que presentaba el tren.
Pero se equivocó. Alguien más le haría compañía;  había una señora o señorita sentada en un asiento.
- Buenas noches –dijo tiritando.
- Buenas noches tenga usted –le respondió una voz joven.
El hombre dejó su pequeña  maleta de cuero gris en la rejilla arriba del asiento y acomodándose en el duro asiento de gastado símil de piel se dispuso a observar a su acompañante.
- Me han asegurado que pondrán la calefacción cuando arranque el tren.
Le sorprendió la espontaneidad de la mujer.
- Pues menos mal, hace un frío terrible, no lo soportaríamos. Gracias por su información.
Era una chica. Joven.  Un pañuelo de colores cubría  su  cabeza,  y llevaba gafas oscuras. Vestía un abrigo largo de paño verde y pantalones complementada con  una bufanda de lana marrón. Desde luego iba preparada para el frío.
La mujer notó la discreta mirada de su compañero de viaje. Y con el mismo recato al observarle,  reparó en que el hombre llevaba gafas y en su pelo castaño claro apenas si destacaban unas discretas canas.
Tenía una edad indefinida. Si era más mayor de lo que ella hubiera supuesto, de ningún modo lo aparentaba. Tenía un aire de seriedad que se diluía al mirar sus ojos, vivos y de mirada amable.
También su abrigo era  de paño verde y esta casualidad le chocó bastante. Calzaba unas elegantes botas de piel  y un reloj dorado  había asomado en su muñeca al subir la maleta.  
Su colonia era penetrante, perfumaba  toda la estancia. 

El tren arrancó súbitamente e inició la marcha con lentitud. Poco a poco fue ganando velocidad adentrándose en aquel paisaje montañoso y oscuro.
Un calorcillo agradable iba saturando el compartimiento del vagón.
Tanto el hombre como la mujer se observaban disimuladamente, como esperando que uno de los dos rompiera aquel silencio que ya se hacía incómodo por momentos.
- Será un viaje muy largo, señorita……..
- Victoria, me llamo Victoria, y sí, será un trayecto de interminables  horas y horas….
- Luis, mi nombre es Luis, tanto gusto, señorita Victoria. Ha dicho usted interminable como si no fuera a tener fin el viaje. Llegaremos el día uno del  
año que viene, hoy es Nochevieja.
- Pues ahí me dará usted la razón, tardaremos todo un año en llegar al destino. Del 2010 al 2011, nada menos –y rió comedidamente por sus palabras.
- Sí, eso es cierto, pero no en el sentido literal como lo dice usted. A propósito, no me hables de usted, quieres? Llámame Luis, el viaje será largo y para qué guardar protocolos.
- Como, quiera……digo, como quieras. Es cierto, será de muchas horas el trayecto hasta Liriolandia.
- ¿Liriolandia, has dicho Liriolandia? Ahí es precisamente a donde voy.
Qué casualidad. Pensé, no se por qué, que  bajarías antes  de llegar allí.
No veo que lleves mucho equipaje, Victoria.
- Ah, eres un buen observador. No llevo apenas equipaje, es cierto. En realidad no debía estar en este tren. Y menos una Nochevieja. Lo mismo que tú, en vez de estar en casa con tu familia. Y perdón por mi suposición.

El hombre cambió su postura en el asiento y  mirándola con un súbito interés le dijo:
- Tranquila, no pasa nada. Sería curioso saber cómo estamos en una noche tan especial como esta en un solitario tren y  en un solitario vagón. Seguro que ambos tenemos poderosos motivos para estar aquí, cuando apenas falta una hora para que suenen las doce campanadas.
- Seguro que hay una historia detrás de esta circunstancia, pequeña o gran historia, según se mire. O una locura, como puede ser mi caso.
- ¿Locura? – se inclinó el hombre hacia delante, curioso por  aquella revelación- ¿Vas a hacer una locura el mismo día de Nochevieja? No puede ser cierto, Victoria, no. –y soltó una breve  carcajada.
- Luis, no, no es exactamente una locura, quizá me expresé mal. Te lo contaré, si. En realidad no me importa que lo sepas. Este traqueteo del tren, el paisaje impenetrable a través de la oscura ventanilla, la soledad que nos envuelve….parece que invite a la confidencia, a compartir un trocito de nuestra vida con un desconocido.
- Es verdad, también siento esa necesidad,  que sepas el motivo de mi viaje.
- Llevo una vida intachable en todos los aspectos. Un buen empleo, una familia que me quiere….sin ningún sobresalto o suceso en ningún sentido que altere mi pacífica existencia. Todo me sonríe, por decirlo así.
- Pero…me permites decirlo? Falta emoción, quizá……¿un amor…?
- Ah, jajá jajá- rió con ganas la mujer. -¿Qué te hace suponer eso?
- Perdón, quizá supuse demasiado. Pero nadie se mete en un tren una noche como ésta si no es por un motivo muy particular, no crees?
- Cierto, y por la misma regla de tres estás en el mismo caso.
- Touché – hizo el hombre un gesto de asentimiento- También tengo un motivo muy importante para ir a Liriolandia. –dejó pasar un breve instante y dijo en tono confidencial- No me importa decirte que es un motivo….sentimental?
Victoria mostró interés aproximándose un poco más a Luis.
- Vaya, esto se pone interesante por momentos. Cuéntalo si te apetece, tenemos tiempo antes de las doce.
- En Google busqué referencias de un libro que luego leí, “El cuento número trece”, de Diane Setterfield.¿Lo has leído, te gusta leer?
- Sí, me gusta mucho leer, pero ése libro en concreto no lo conozco.
- El caso, Victoria, es que leí varias opiniones sobre el libro. Y entre ellas una me llamó especialmente la atención. Tildaba la novela de dispersa en varios de sus capítulos y como no estaba de acuerdo con su parecer le escribí  mostrando mi total disconformidad. Era una lectora y me contestó reiterándose en su juicio. Por supuesto le volví a escribir. Bueno, para no hacerlo largo,  te diré que hubo un cruce de opiniones a cuál más firme y categórica. Y, poco a poco, entre carta y carta fuimos compartiendo gustos y opiniones sobre un sinfín de temas, sobre todo culturales. Y luego de aspectos de la vida. Un día, sin saber por qué, surgió el conocernos. En Liriolandia nos conoceremos; llevaré el libro de la discordia bajo el brazo.
- ¿Ah, sí? –la expresión de Victoria denotaba un súbito interés.- Parece una historia romántica. Me recuerda a otro libro “Contra el viento del norte”; dos seres desconocidos que por azar del destino reciben por equivocación unos correos y llegan a entablar amistad. ¿No serás  por casualidad uno de los personajes del libro? – y volvió a reír ampliamente.
- No, Victoria, no lo soy. –el hombre la miró fijamente cuando le dijo…..- A ver si tú, por el contrario, eres la protagonista femenina de la historia – le  sonrió cordialmente.
- Mi historia es algo similar a la tuya y a la del libro, fíjate qué casualidad. Nunca se sabe si los escritores escriben sobre la ficción o sobre algo que se basa en la realidad.
Victoria se recostó en el asiento quitándose el pañuelo. Lucía una larga melena de pelo castaño claro. Luis comprobó que era atractiva y su belleza era serena y armoniosa. Pero aquellas gafas oscuras desentonaban en el óvalo de su rostro. Pensó pedirle que se las quitara. Y cuando fue a decir algo su reloj le indicó que faltaban cinco minutos para las doce.
- Las doce, Victoria, la Nochevieja está ahí. Llevo una radio pequeña, oiremos las campanadas por aquí.
- Y yo tengo dos vasos de plástico y una Fanta sin empezar.
- Harán juego con los cacahuetes pelados en lugar de las uvas.
Rieron  como dos niños que disfrutan del mismo juego.
- Habrá que pedir un deseo fervientemente y desear que se cumpla.
- Sí, Luis, ya lo tengo pensado. ¿Y tú?
- Yo también. Pero antes me gustaría ver los ojos de la persona con la que voy a compartir la noche más especial del año.
Sus palabras fueron acompañadas por una mirada vehemente y cálida, amistosa; y Victoria,  con premeditada lentitud y sin perder detalle del efecto que causaba en Luis lo miró a través de aquellos singulares y exóticos ojos caquis sorprendentemente luminosos y preciosos.
Algo indefinible asomó en la expresión de su compañero de viaje. Ella movió la cabeza divertida y coqueta. Luis estaba absorto mirándola, como un niño que contempla lo nunca visto.
- ¿Te gustan mis ojos, Luis? –recalcó a propósito tendiéndole un vaso lleno de Fanta.
Ensimismado como estaba desparramó por el asiento unos cacahuetes.
- Vaya, nos quedaremos sin uvas, Luis.
- Han sido tus ojos, me han deslumbrado.
- ¿Sí? Hace tiempo que nadie me dice un piropo, y menos ése. ¿Sabes? Vienen de herencia familiar; de parte de mi madre.
- Pues….nunca los vi tan bonitos, parecen piedras preciosas.
- Eres un zalamero, Luis. Si la cita que tienes es la que me figuro, sin duda sabrás decirle palabras hermosas. A  las mujeres nos gustan.
El hombre intensificó la mirada dándole un matiz más personal.
- Y si es un hombre quien espera la llegada de este tren cuando vea tus ojos los querrá ver todos los días de su vida.  
Victoria lo miró sin  pestañear durante unos instantes que se hicieron eternos antes de que un radiofónico y lejano reloj sonara empezando  las campanadas.
Uno, dos, tres….entre risas atragantadas de divertida simpatía tomaron cada uno las doce uvas de rigor, en este caso doce cacahuetes.
Luego levantaron los vasos de Fanta y mirándose a los ojos brindaron.
“Es un tunante, un auténtico y delicioso tunante; desde un principio ha sabido quién soy, la Victoria con la que ha quedado en Liriolandia. Con la que ha pasado tantos y deliciosos momentos debatiendo los temas más inverosímiles, riendo divertidos, esperando el día siguiente  para continuar con la misma ilusionada complicidad. ¿Qué se dirían cuando se vieran en el lugar donde habían quedado?  Estaba ansiosa por saber cómo se presentaría, si le daría un abrazo de  bienvenida, quizá un beso apresurado y nervioso.”

“Es más atractiva de cuanto supuse. No sé cómo nos presentaremos después de vernos aquí. Iremos cada uno por su lado al bajar; sí, eso haremos, por lo menos yo. Seguiremos la broma, como si tal cosa. Y, luego, celebraremos la casualidad de este encuentro inesperado, que será inolvidable para siempre. Ay, que manera de mirar, cómo mueve sus pestañitas cada vez, ese rubor de manzanita….Es……un encanto, Dios mío……”

Pareció que el tiempo se había detenido; cada uno seguía en la ensoñación de la última campanada que daba paso al nuevo año 2011.
Una tierna dulzura iluminaba sus rostros, unidos por un suspiro,  por un anhelo compartido.
Al chocar los vasos de plástico en el brindis quedó en el aire un beso apenas entrevisto, como dibujado en papel de calco. Pero indeleble en sus corazones; quizá preludio de otros muchos que brillarían con luz propia.

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viernes, 21 de noviembre de 2014

La momia





Ésta no es una historia corriente. La protagonista de todo cuanto sucedió es una muchacha muy singular. Tan especial como para que sus andanzas sean increíbles, fuera de toda lógica y comprensión.
Su nombre es Mar. Nombre ciertamente acorde con el lugar donde nació.
En un barco, en alta mar; una noche de tormenta espantosa. Poseidón  mostraba una de sus peores caras, estaba furioso y fuera de sí y no cesaba de poner a prueba a aquel insignificante cascarón que flotaba obstinado en no ir al fondo del océano. Por lo menos hasta que aquella frágil criatura pudiera ver cuanto apenas su primera luz.
Y la vio. Pero eso no fue todo, y aquí comenzó el sorprendente principio de su no menos sorprendente existencia.
De súbito la ira de Poseidón cesó; el señor de las aguas se retiró a lo más profundo al oír el primer llanto de aquella niña. Quizá alguien pudiera  pensar que fue por no oírla, tal era la potencia  de sus lloros.
Dada la precariedad de la travesía se apresuraron a bautizarla.  Mar seria su nombre, y marina fue el agua que un improvisado capellán dejó caer sobre su cabecita mientras hacía el signo de la cruz.
Creció hasta llegar a  ser una muchacha de increíble belleza. Tuvo a sus pies a reyes y príncipes, los más apuestos galanes le rindieron pleitesía.
Gozó  de los dones que tan generosamente le ofrecía la vida.
Pero Mar no era feliz. Todo le aburría, no encontraba placer ni sosiego en nada.
Sintió en sí misma todas las sensaciones que un ser humano pudiera sentir.
Desde la satisfacción más plena al desencanto más desalentador.
Todo lo experimentó. Menos una cosa. Jamás sintió miedo por nada ni por nadie, nunca se le puso la piel de gallina.
Se sentía incompleta, necesitaba que su piel se erizara por algún acontecimiento o causa, temblar de miedo, asustarse, acurrucarse en un rincón buscando refugio.
Había dormido en cementerios, jugado con fieras salvajes, se entregó  a los desafíos físicos más temerarios.
Incluso vivió una temporada en un castillo escocés. Y ni siquiera los fantasmas que se le aparecieron consiguieron asustarla lo más mínimo.
Hasta tuvo la descortés ocurrencia de echar aceite lubricante a las cadenas de aquellos lúgubres seres para que sus chirridos espeluznantes la dejasen dormir en paz. Los cuales, desalentados,  indignados e impotentes pese a sus esfuerzos por aterrorizarla volvieron a sus tumbas para no salir jamás.

Un día sus pasos la llevaron a Egipto. Y estaba en un oasis buscando dónde echar su saco de dormir cuando la tierra se la tragó.
Fue deslizándose como por un largo tobogán hasta aterrizar como un fardo en el suelo.
Cayó en medio de un lujoso salón, rodeada de gente elegantemente vestida.
Apenas tuvo tiempo de recobrarse cuando se vio apresada por dos robustos guardias. La llevaron ante un majestuoso trono y se dio cuenta que eran egipcios y que aquel imponente personaje  que la miraba con arrogancia debía ser un faraón o algo por el estilo.
- ¿Quién eres tú, que osas irrumpir en la pirámide sagrada?
- Soy Mar –fue lo único que se atrevió a decir.
- Muerte, muerte –gritó  a una el coro de sumos sacerdotes- Arrojémosla a Gusanofis, muerte, muerte a la intrusa.
Fue dicho y hecho. Se encontró en una estrecha cueva oscura y silenciosa. Aunque pronto oyó como un siseo que iba aumentando progresivamente.
Aquel extraño ser era como un gusano de grandes proporciones, tan grande que ocuparía pronto el espacio donde estaba  la muchacha. Pasaría por encima de ella y la disolvería con sus jugos gástricos sin remisión.
Mar no perdió la serenidad. Sacó de su mochila la lamparilla de luz del  camping-gas, la encendió y arrojándola sobre la enorme oruga contempló cómo ardía con la misma tranquilidad con que uno ve arder una falla valenciana.
Los perversos sumos sacerdotes no daban crédito a lo que habían visto. Rojos de ira gritaron de nuevo enardecidos:
- Gallinofis, la soltaremos a Gallinofis, ése será su fin.
La echaron a un corral de granja gigante. Era increíble. Todo era descomunal a su lado. Gallinofis era,  ni más ni menos una gallina gigante. Y bien sabido es que las gallinas picotean el suelo buscando alimento. Y Mar era una cosa blandita a los ojos de aquella ave que se aproximaba hambrienta hacia ella. En una demostración de astucia que hubiera asombrado al mismo Ulises de Ítaca, se cubrió con el chubasquero amarillo y simuló dos ojitos como pudo y empezó a dar saltitos  emitiendo sin cesar unos “pío, pio” de lo más convincentes.
La gallina quedó sorprendida por aquel improvisado pollito y, en un acto maternal, ahuecó sus plumas y la cubrió cobijándola.
Así estuvo la muchacha un buen rato sintiendo el  calor tan reconfortante de aquella improvisada madre adoptiva.  
El caso es que salió corriendo tan pronto tuvo ocasión para refugiarse en el granero.
Pero aquello fue como saltar de la sartén al fuego. Una nueva y pavorosa criatura la amenazaba de nuevo.
Primero descubrió el par de ojos negros y asesinos que la miraban. A continuación el cuerpo de la impresionante araña quedó al descubierto.
Sus proporciones eran increíbles, nunca imaginó un monstruo así.
El animal no tenía prisa. Aquella presa no podría escapar corriendo y zafarse tranquilamente. La alcanzaría sin dificultad.
El terrible arácnido se puso encima de ella rodeándola con sus peludas patas. De nuevo Mar permaneció tranquila. Su lógica natural, tan valiosa   siempre para salir airosa de cualquier situación, se puso en funcionamiento.
Y tuvo que hacerlo rápidamente pues el largo y puntiagudo aguijón de la araña iba directo hacia ella.
Sacó el spray contra insectos y mosquitos y le cubrió generosamente los ojos hasta cegarla por completo. La enorme araña se revolvió dolorida, dando tumbos torpemente,  sin rumbo;  se frotaba los ojos con las patas en un vano intento por recobrar la visión.
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De nuevo el faraón y su cuerpo de consejeros y los despiadados sacerdotes no sabían a qué nuevo y terrible  tormento someter  a aquella desdichada que los ponía a prueba sin cesar. Pero lo que de verdad les desconcertaba no era el ingenio y el éxito de los ardides empleados en su salvación. Lo realmente sorprendente en ella es que en ningún momento sintió miedo ni perdió la compostura, ni suplicó la gracia de que le perdonaran la vida.
No podían creérselo, era imposible doblegarla.
Entonces, Kaka -Fis, la esposa del faraón, que había permanecido observando la escena sin pronunciarse, bajo de su sitial de oro y se puso delante de Mar, mirándola desafiante a los ojos.
De aquella mirada saltaron chispas, rayos y centellas, pero ninguna bajó la vista. Hasta que, por fin, Kaka-Fis, en una amplia sonrisa triunfal, dijo:
- Polifemosis, la arrojaremos a Polifemosis y la historia de esta estúpida muchacha terminará para siempre.
Un ¡ohhhhhh¡ generalizado llenó la sala. Sin duda –pensó Mar- aquel Polifemosis sería su definitivo fin. O eso pretendían aquellos egipcios salidos de no se sabe dónde. Pero no entraba en sus planes morir todavía.
La abandonaron en un desierto y los soldados que la llevaron allí salieron corriendo como alma que lleva el diablo espoleando los caballos salvajemente. Pronto supo por qué.
Polifemosis era un gigante en  toda la extensión de la palabra. Tan alto como un edificio. Iba desnudo y era tan infinitamente feo como nadie podría imaginar.  Peludo casi como un oso aunque su rasgo más inquietante y aterrador era su único ojo en medio de la frente. Un ojo grande como el ojo de buey del mayor transatlántico. Aunque, eso sí, era bonito; los dioses que crearon a aquel ser tan abominable y descomunal lo dotaron de un iris de insólito azul marino de sorprendentes reflejos.
Sea como fuere Mar comprendió que no escaparía de Polifemosis. Éste la contempló curioso, sin comprender qué era aquello que tenía a sus pies.
La tomó con la mano fácilmente, como si fuera una muñequita.
Eso era en su enorme mano, igual que una Barriguita con las que jugaba de niña.  
El gigante puso a Mar a la altura de su ojo y el apestoso aliento de Polifemosis casi la tumba de espaldas. Su boca parecía el hueco de una gruta, de grande; sus dientes como palas de hornero, sucios y desiguales.
La verdad es que –pensó Mar- si quisiera se la tragaría como si fuera un perrito caliente. Y sin ketchup, eso sí.
La muchacha puso los brazos en jarras y se quedó mirando  fijamente  aquel ojo de Polifemosis. Si aquel único ojo era increíblemente azul, los de Mar eran de un negro azabache profundo y amenazador;  brillaban como puñales en una noche sin luna.
- Bájame al suelo ahora mismo, venga.
Polifemosis no podía dar crédito a lo que oía.
- Te digo que me bajes ahora mismo, tontorrón, no me hagas perder la paciencia.
Y como el deforme gigantón no le hacía caso, sacó su navaja de Albacete de la faltriquera y se la clavó en el enorme labio inferior que le colgaba fláccido y sin gracia.
Así que se vio la sangre,  Polifemosis lanzó un alarido de dolor y Mar casi estuvo a punto de caer al suelo. En su vida de gigante nunca le había pasado nada igual.
Mar sintió su rabia hacia ella y aprovechó el momento para decirle:
- Dame las gracias, Polifemosis, que no te la clavé en el único ojo que tienes.
El hombretón no salía de su asombro, una muñequita insignificante diciéndole esas cosas.
- ¿Sabes por qué no lo hice? Porque nunca vi ojo tan hermoso como el tuyo. Es como el mar a media tarde, cuando lo contemplo desde mi duna.
Eres el hombre más grande y más fuerte que existe y yo la chica más pequeña que nunca has visto. Deja que me vaya y diré por todas partes que he visto al hijo de un dios, que era más alto  que una montaña y con un corazón tan generoso e inmenso como el mismo sol.
Éstas y otras palabras de Mar abrieron poco a poco ventanas de luz en el laberinto de la inteligencia de Polifemosis, de tal modo que se quedo mirándola arrobado escuchando la dulce vocecita de aquella muñequita.
Cuando habló el hombretón Mar descubrió una voz varonil deliciosa que no casaba para nada en aquel rostro brutal.
- Nunca he visto nada como tú; no echaste a correr cuando fui a cogerte. Y me provocaste sin pensar en las consecuencias. Eres muy valiente, nadie lo es como tú. Soy Polifemosis, también conocido como el Guardián. Debo impedir que nadie llegue al valle que hay poco más abajo. Pero después de ver cómo has vencido a los monstruos del faraón y la determinación de tu mirada, no seré yo quien te impida seguir tu camino. Sí te advertiré que tu destino final quizá no dependa tanto de ti como del curso de los acontecimientos. Ve en paz.
Entonces Mar, conmovida por aquellas palabras, besó el labio lastimado de Polifemosis arrancándole una calida sonrisa de agradecimiento.

Un camino bordeado de flores conducía a lo alto del montículo desde donde divisó un pequeño valle. Conforme bajaba por la pendiente, el canto de los pájaros dejaba de escucharse y cualquier signo de vegetación desaparecía; de tal modo que pisó tierra del desierto sin saber dónde estaba realmente. Unas  hienas surgieron de improviso y Mar echó a correr para librarse de su ferocidad. Tropezó en una piedra y cuando ya los colmillos de las hienas buscaban su blanca piel, el suelo se abrió inesperadamente tragándola sin remisión.

Unos hachones iluminaban lúgubremente la pequeña estancia. Mar se quitó el polvo de los ojos y recompuso su vestimenta. Aquello parecía una tumba. Lo era, pues un sarcófago presidía el lugar. No había dibujos en las paredes como era habitual en las tumbas faraónicas. Ninguna alusión a los sirvientes, tesoros, comidas, detalles que representaran todo cuanto acompañaría al difunto al Más Allá.
Mar sintió inquietud por primera vez. No sabría definirla, pero notó que un nudo iba formándose en la boca del estómago. ¿Acaso era miedo lo que sentía? ¿Pero de qué?  ¿De quién? Solo estaba ella aunque iba haciéndose patente una presencia invisible. Mar miró ansiosa por los cuatro costados, la luz permitía ver hasta el último rincón. Nada. Se sintió observada. Una creciente angustia fue germinando en su ánimo siempre intrépido y valiente. ¿Realmente aquello era miedo, la opresión que atenazaba su corazón? Notó los latidos que se desbocaban por momentos. No podía ni moverse.
En  ese momento la vio. Salida de la nada. Una momia. Una andrajosa y polvorienta momia que parecía haberse despegado de una de aquellas paredes sin darse ella cuenta. La miraba a través de aquellos negros y profundos huecos que semejaban ojos. Y su boca era un girón estrafalario y deforme. Empezaba a temblar cuando una voz sin timbre ni sonido se abrió paso en su mente.
Tenía ecos de cueva oscura, de murciélagos volando, de rasgar de telarañas. Primero una palabra. Luego otra. Desesperadamente lentas. Dejadas caer una a una, como gotas taladrando la piedra.
“Sabía que vendrías”  “Te esperaba”, dijo “¿Quién eres?” –repuso Mar.
“No importa quién soy. Importa a qué has venido.”  
Aquella extraña conversación no hizo más que aumentar la zozobra de Mar. Eran palabras oscuras, de ecos surgidos de un lugar impensable para la mente humana. Ella nunca hubiera deseado estar allí sintiendo el  absurdo e incontrolable pavor que sentía. Aquello no podía ser cierto.
La momia se fue acercando. Y cuando la tuvo delante mismo de ella se le erizaron todos los pelos de su cuerpo. Por primera vez en su vida sintió terror, le castañetearon los dientes y no pudo controlar las convulsiones de su cuerpo, presa del pánico como estaba.
Pero eso no fue todo. La momia pegó su nariz inexistente a la suya y la besó. Mar sintió que un universo infinito penetraba dentro de ella. Todo Egipto llenó hasta el último rincón de su cuerpo. De norte a sur desfilaron los fértiles valles alimentados por el limo del Nilo; sus gentes, sus campos, sus casas. Palacios, templos, divinidades todas que se asomaron a la mente de Mar en una catarsis imparable. Y sobresaliendo de todo aquel maremágnum insólito el soberbio guerrero. Montado en su carro de guerra. Insolente y retador, desafiante.
Su lanza y su arco de marfil con el carcaj de plata y las flechas adornadas con plumas de faisán. Pa-Ska-Ratis, apodado el “Sin Piedad”, el faraón más guerrero y más temido por amigos y enemigos. Tan odiado y repulsivo por su crueldad que ni siquiera hubo amor de mujer que pudiera calmar el río de lava que corría por sus venas y desembocaba en el volcán siempre activo que era su corazón.
Una a una Mar revivió sus batallas, cómo desgajaba con su espada el cuerpo de sus enemigos, abría las cabezas  con su maza. Cómo emprendía una campaña tras otra, en una vorágine que no tenía fin de muerte y destrucción. Pa-Ska-Ratis, el “Sin Piedad”, la viva encarnación del diablo en la tierra.
Asistió a su vida desde su nacimiento hasta convertirse en una momia.
Quiso escapar de aquel horror, salirse de aquella vida que no era la suya pero no pudo. El beso la ataba y le robaba la libertad de escapar de Pa-Ska-Ratis. Lloró, imploró, suplicó por primera vez en su existencia, pero sus gritos se perdían en la nada, no había lugar donde esconderse de aquella pesadilla.
Alcanzó entonces al lugar más secreto del alma del guerrero. Donde la soledad invadía al ser despiadado y cruel. Donde unas insólitas lágrimas anegaban sus ojos suplicando la paz y el descanso que nunca encontraba y tanto ansiaba. Donde pedía con todas las fuerzas de que era capaz un alma que atravesara la coraza de su insensible corazón y endulzara su azarosa y dura vida de luchas sin fin; el  amor verdadero en el rostro de una mujer que parecía no existir para él y cuya ausencia le causaba  la infelicidad más absoluta.  
Sólo en esa soledad del faraón comprendió el drama que asolaba su espíritu, y una compasión repentina afloró en ella.
Sin embargo ese refugio era efímero, duraba lo que una muralla en ser derribada, una ciudad incendiada.
Por eso no existía ninguna alegoría que acompañase al faraón a la otra vida.
La razón era que su ba, su alma, el ka de Pa-Ska-Ratis,  permanecía intacto y se mantendría  vivo mientras su propio espíritu no encontrara el oasis reconfortante de otra alma que lo amase y se apiadara de la suya.
Éstas y otras muchas vivencias sintió Mar mientras duró aquel increíble beso de la momia.
Notó que no era la misma. Se sintió poseída por algo que escapaba de su conocimiento. La Mar que escuchó de nuevo sus palabras,  “Éste soy yo”,  no era la muchacha que había bajado a la tumba momentos antes.
Y de repente un impulso poderoso y desconocido la empujó a los brazos de la momia  y le besó con toda la fuerza y pasión de que fue capaz.
Aquel ser milenario y rudo, impío, inmoral, despiadado y sin sentimientos  llegó a la  orilla hermosa de un mar de azul infinito, donde las gaviotas saludan a tu paso y el rumor de las olas y las caracolas componen para quien la escucha la más increíble de las sinfonías.
De la mano de Mar descubrió un mundo de armoniosa concordia, de tranquila convivencia;  poco a poco las palabras de aquella muchacha pintaron en su incandescente corazón la dulzura que nunca antes conociera.
Ella, al igual que él, buscaba algo que su azarosa vida no le había reportado pese a que  lo intentó por todo el ancho mundo afanosamente, pero  fue inútil.
Y ella, a través sus labios, le transmitía la buena nueva de que por fin su largo y azaroso viaje en busca de realizarse a sí misma, había llegado a su término.
Se sentía realizada, completa, era una mujer nacida de sí misma pero totalmente diferente. Y el artífice de todo ello había sido él, Pa-Ska-Ratis, el fiero e inhumano guerrero. Y así le habló: “Voy a quererte, momia infame, corazón cruel, manos manchadas de sangre. Porque has poseído mi alma con el calor de  tu alma atribulada y he visto tanto arrepentimiento,  bondad y dulzura  como muerte sembraste. Yo redimiré para siempre tus pecados y los convertiré en buenas obras. Escribiremos juntos una nueva historia para ti y para mí. Tu espera no ha sido en vano, amor, tu ba y mi ba serán el mismo. Deja que descubra bajo ese feo sudario tu rostro hermoso y libere el esplendor de tu alma. Déjame vivir a tu lado,  amor, que el mundo entero sepa que fuiste el más grande faraón de la historia. Y saldremos a la luz de la vida, lejos de esta cárcel de muerte y lo proclamaremos a los cuatro vientos”
“Me conmueves, ablandas mi corazón de piedra con tus palabras. Eres el sueño que nunca me atreví a soñar ni yo mismo. Pero no puede ser, muchacha, soy una momia, un ser milenario, de otro tiempo que no es el  tuyo, somos estrellas inalcanzables en firmamentos diferentes.  Una burla de Cronos, que juega poniendo las fichas en tableros diferentes.
Eres la criatura más hermosa que nunca he visto. Y yo el ser más horrendo y feo que pudieras imaginar. Eres joven, en plenitud de tu vida, nunca te faltarán pretendientes con los que serás feliz.”
“Ya tuve amores y ninguno llenó mi corazón. Algo me decía que lo encontraría  donde menos imaginaba. Eres insoportablemente único, momia, mi momia querida. Contigo seré la mujer más feliz del mundo. “

Parecía imposible que pudiera suceder pero de las cuencas vacías de la momia brotaron unas lágrimas negras que semejaban  perlas.
“Muchacha, no seas insensata. Regresa a tu mundo y déjame purgar mi desdichado destino. Una momia es muy poderosa pero ante el amor se convierte en un cervatillo. Vete, te lo ruego, porque si nos besamos de nuevo y pedimos el mismo deseo al mismo tiempo se cumplirá. Si no es así el dios Tebi-Tofis podría destruirnos. Aléjate, te lo ruego, no quiero que sufras el menor daño por una horrible momia.”

En el mismo momento que unieron sus labios  en  aquel mágico beso, dos infinitos chocaron el uno contra el otro y  dos seres se fundieron para siempre. Dos almas formaron una sola y el dios sonrió complacido.

Y si creéis en los milagros,  un día de abril que ya  os diré, mirad al cielo en la quietud de la noche. Veréis un valiente  guerrero  y la muchacha más hermosa subidos a un carro formado de estrellas….


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jueves, 20 de noviembre de 2014

Lienzo de amor



LIENZO DE AMOR


La exposición de cuadros de María era un éxito. Prácticamente estaban todos vendidos; ella menos que nadie  pudo imaginar  tan gran acogida en su debut en Valencia. Había periodistas para cubrir el evento, estudiantes de Bellas Artes, algunos pintores locales reconocidos, marchantes y un público mucho más numeroso de cuanto cabía esperar.
Algunos asistentes mostraron  curiosidad  por conocerla y con más  de un pintor compartió  los aspectos técnicos de su pintura, llegaron incluso  a elogiar sus cuadros.
- María, ¿me permite un momento?
Quien se lo decía era un hombre bien trajeado de unos cuarenta y tantos años según pudo calibrar al primer golpe de vista. Era alto y vestía  chaqueta azul  y pantalones de color gris.
Era bien parecido y su colonia olía muy bien. Su curiosa e intensa mirada se apoderó de ella.
- Si, claro –dijo tratando de reponerse de la impresión-¿Puedo ayudarle en algo señor...?
- Luis,  Luis  Gisbert, María. Quizá le sorprenda saber que tenía muchos deseos de conocerla en persona aunque lo cierto es que sé de usted desde hace mucho tiempo.
- ¿Sí? –María lo miró sorprendida.
- Soy hijo de Armando Gisbert López. ¿Lo recuerda?
Le bastó apenas un momento para responderle.
- Por supuesto que me acuerdo. ¿Cómo  iba a olvidarlo?

A su mente acudió el recuerdo de su aprendizaje en la academia de pintura. Iba dos días a la semana terminada su jornada laboral  para aprender a pintar, su ilusión de siempre.
Se dedicó con tanto ahínco  que pronto destacó sobre los demás mostrando  un talento natural por el óleo.
Un día se celebró una muestra de los trabajos de los alumnos en una sala de arte concertada al efecto.
Allí se le acercó un caballero de aspecto distinguido.
- Hola, señorita, permítame que me tome la libertad de dirigirme a usted. Me llamo Armando Gisbert y su pintura me ha llamado la atención. ¿Podemos hablar un momento?
- Por supuesto, no faltaría más, me llamo María. –respondió gratamente sorprendida.
Se sentaron en una cafetería próxima delante de unos cafés.
- Me gusta la pintura y tengo una pequeña colección de cuadros de variados estilos. Creo  tener el don de descubrir un pintor fuera de lo común  cuando lo veo. No me equivoco con usted si le digo que le auguro un grandioso porvenir si continúa pintando así, se lo aseguro, mi  instinto no me ha fallado nunca.
María no supo qué decir, estaba arrobada por la presencia  de aquel hombre  que la  miraba con sumo interés.
- Le voy a proponer que pinte para mí. El precio no será ningún problema, desde luego. ¿Qué me dice?
- No sé que decirle –dijo titubeante-. Soy una principiante, no sería capaz de hacer un encargo  y menos a un entendido como usted.
- Paparruchas, créame. Podría habérselo pedido a un pintor de éxito y me haría un trabajo excelente  pagándole   lo que me pidiera. Pero no quiero eso. La escogí a usted, María, porque seria una creación que no seguiría ninguna pauta comercial, dejaría que el pincel interpretase su inspiración libre, sin ataduras académicas,  tal cual lo ha hecho en esos cuadros suyos  que he admirado y me hace decantarme y apostar por usted.
Estaba confundida y sonrojada. Era un hombre subyugante, sin duda,  y su proposición  tentadora, le parecía imposible.
- ¿Qué tipo de cuadro sería?
Todo el poder de la mirada de aquel hombre se volcó sobre   ella.
- Quiero que me pinte a mí- reveló con su bien timbrada voz.
Así fue como cumplió su primer encargo recibiendo una interesante  suma. A partir de entonces, sin dar crédito a lo que vino después, no dejó de pintar. Aquel cuadro de Armando  se comportó como un amuleto de la buena suerte, le llovieron tal multitud de clientes   que  llegó a pedir una excedencia en su bien remunerado trabajo para poder dedicarse de lleno a la labor.

- Celebro que le recuerde, María. Mi padre tampoco  la olvida, me dio recuerdos para usted.
Las palabras de Luis la sacaron de su evocación.
- Por favor, no me hables de usted, ¿quieres?
- De acuerdo, María.
- Conocer a tu padre y tener cierto éxito fue todo una. No sé cómo me atreví a pintarlo, era un reto muy grande y  temí decepcionarle.
- Pues fue todo un acierto, tu cuadro cuelga en su despacho de  fundador y presidente de la empresa y quién lo contempla pregunta invariablemente por la autora, es de un realismo asombroso, captaste su esencia, se muestra  tal cual es.

María estudió con detenimiento el rostro de Luis. Era el vivo retrato de su padre aunque en este caso la firmeza de los rasgos de su progenitor se había atenuado; destacaba su mirada juvenil y mostraba una bondad limpia y auténtica. Sus pómulos eran menos pronunciados y su mentón no tan avanzado,  tenía las mejillas sonrosadas y un díscolo mechón de pelo rubio bailaba  en su frente.
Luis convino en que María tenía un encanto natural. Lucía una feminidad serena y atrayente; de medidas armoniosas,  sus comedidos gestos eran elegantes y  delataban junto con su límpida voz un dulce encanto  que invitaba a descubrir.
- María, pronto expondrás en Madrid y creo  que en un futuro  próximo   Roma y París, ¿no?
- No me lo recuerdes –lució de nuevo su tímida sonrisa.- No sé de dónde sacaré tiempo para prepararlo todo, la verdad; esto me desborda, no pensé que gustase tanto mi pintura, te lo digo sinceramente.
- Te creo, María, mi padre ya me advirtió sobre tu honesta humildad como  artista y sobre todo como persona.
A María le gustaba aquel modo de mirarla. Había algo en él que le daba confianza, una seguridad que le recordaba  lo que sintió con su padre cuando lo pintó en aquel entonces.
- En realidad he venido para llenar  todavía más tu apretada agenda, ponerte  en un compromiso.
Aquella frase  le trajo a la memoria el momento en que su progenitor le pidió que lo pintara.
- Quiero encargarte una serie de cuadros, dependería de ti el número de ellos. Ni qué decir tiene que no voy a discutir tu tarifa, eso carecería de importancia.
- Lo mismo me dijo tu padre cuando lo conocí, la historia se repite. ¿De qué se trataría? –quiso saber intrigada.
- Nací en un pequeño pueblo de la Sierra de Mariola.  Mi trabajo me impide visitarlo las veces que yo quiera, volver a las calles donde corrí de pequeño, a mis raíces. Hace mucho tiempo  que no voy. ¿Comprendes, María? 
El rostro de María había quedado en suspenso, pendiente de sus próximas palabras.
- Quiero que pintes  mi pueblo,  las montañas, sus fuentes, árboles y  flores, plantas sin igual de aquel  paisaje tan recordado y querido por mí. 
Lo rememoró con tal vehemencia que María creyó atisbar la armonía de aquel lugar que tanta añoranza causaba en Luis.
- Los pondré en el  despacho y en mi casa para hacerme la ilusión de que estoy  allí, subiendo por sus callejuelas y recorriendo los senderos de las montañas. Tu pintura es tan real que lo conseguirá.
Luis se dio cuenta de la expectación que había despertado en ella.
- En breve podríamos acomodarnos en la casa donde nací y cada día tomaríamos una ruta para que pintaras. ¿Qué me dices?
Era una oferta muy interesante. Por otro lado una estancia en un ambiente rural respirando aire puro y oyendo los pájaros le servirían  para reponer sus gastadas energías y huir  del estrés de la ciudad.
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Agres resultó ser un idílico lugar. Enclavado en la Sierra de Mariola, era un pueblecito como salido de un cuento. Rodeado de olivos, almendros y árboles frutales, el aire estaba aromatizado por mil esencias de plantas medicinales y era una delicia oír el rumor de sus numerosas fuentes.
La casa era antigua, tenía dos plantas y corral. Las cuadras de antaño eran ahora una confortable estancia de sólidos muebles de madera hechos a medida siguiendo el estilo de la época, con el escudo y apellido de la familia esculpido en cada ángulo del respaldo de sillas y muebles. Una gran banca con coloridos cojines de ganchillo invitaba a gozar de su confort.
Las habitaciones estaban en el piso superior y eran de la misma madera  conservando idéntico  diseño.
Era una casa silenciosa y confortable en la que María se sintió a gusto desde el primer momento. Pronto se adaptó a las costumbres y a las gentes del pueblo, a ese tiempo sin reloj.
Luis resultó ser un solícito y encantador anfitrión. Poco antes de salir el sol cargaban el caballete,  la caja de pinturas y una cesta con el almuerzo. Subían a la montaña buscando perspectivas, los ángulos y la luz que a María le parecían más apropiados.
Volvían cuando el sol incendiaba los contornos del paisaje con su luz rojiza.
Mientras María pintaba sin descanso Luis leía un libro. En realidad pronto  se dio cuenta de que no dejaba de observarla un solo instante, sostenía  el libro para disimular.
El almuerzo era muy esperado y gratificante para María;   degustar  chorizos y morcillas de pueblo, en especial el lomo de orza, sabores inigualables que ya no existían en la gran ciudad.
Luis le indicaba los lugares y detalles que guardaban un especial significado para él; los cerezos en flor y  los olivos, la  fuente oculta  entre matorrales derramando su frescor. La cueva donde oyó decir de pequeño que  se escondía una gran serpiente, las laderas cubiertas de espliego, tomillo, mejorana, salvia, romero,   setas y espárragos en su época.
Un sano color rubí  pintó el rostro de María. Se sentía feliz en aquel ambiente, rodeada de una paz y equilibrio como nunca había vivido.
Contrastaba con Luis los aspectos de su obra,  conversaban hasta que el sueño los vencía en el portal de la casa, como antaño, viendo  lagartijas y dragones perseguir a  los insectos por las paredes encaladas a la luz de las farolas.
El cura  del pueblo los descubrió  un día bajar cogidos de la mano del Santuario de la Virgen con el rostro iluminado de un modo especial.
 Recordó cuando lo bautizó y le dio la comunión, el día de su matrimonio con Beatriz y el posterior entierro de la misma.
Aquel dolor y tristeza infinita que lo acompañarían siempre desde entonces, inconsolable por tan  irreparable pérdida.
La esperanza de que aquella muchacha le devolviera tal vez la alegría perdida a Luis empezó a crecer en el ánimo del sacerdote. 

Una noche, al calor de la lumbre, descubrieron  lo rápidas que habían pasado las hojas del calendario. Las llamas arrancaban destellos oscuros en la copa de coñac que sostenía Luis y en sus ojos María adivinó una emoción contenida.
- Como sabes hace mucho tuve la fatalidad de perder a mi esposa -comenzó a decir con suavidad dejando la copa y tomando las manos de ella-. Todo mi mundo se derrumbó, pensé que ya nunca volvería sonreír y ser feliz. Solo he vivido para trabajar sin descanso, sin otra meta que lograr más y más beneficios, como si con ello pudiese olvidar mi triste  pasado. Ahora, al conocerte, un presente nuevo y prometedor se ha ido abriendo ante mí, una ilusión  que pensé nunca volvería a vivir.
Se quedó mirándola expectante antes de proseguir.
- María, se me ha ocurrido una locura.  
Ella  sonrió levemente y contempló cómo el mechón rubio de su frente destacaba todavía más por resplandor del fuego.
- Ahora quiero pintarte yo a ti –afirmó de golpe.
- ¿A mí?- respondió ella  sonriendo desconcertada.
- Quiero pintar en tu corazón el mío, plasmar madrugadas, atardeceres, los colores más intensos y vibrantes que un hombre sea capaz de pintar con el pincel de su amor, María. Te quiero.
Un cálido y  creciente  calor comenzó a embargar a Maria. Un brillo  intenso asomó en su mirada.
- ¿Sabes…?  He vivido siempre sola y entregada a mi arte sin que nadie fuera capaz de pintar en el lienzo de mi corazón más allá de unos simples trazos. Preguntándome siempre si llegaría a conocer algún día a ese artista que me sorprendería llenándome de  luz y color.
Luis pudo advertir el temblor de las manos de María, esa mirada dulce que lo envolvía y revelaba cuanto agitaba  su interior.
- Llegaste tú y pincelada tras pincelada, has ido pintando  mi tela blanca con tu afecto, tu cariño, con lo mejor de ti mismo, creando  el más grato y auténtico retrato de hombre que pueda existir.
Un anhelo titilaba en los labios de él.
- Por si no lo sabes te diré que hace tiempo está impreso tu corazón en el mío, Luis, eres  el artista que esperaba y siempre soñé. Yo también te quiero.
Se besaron sutilmente, apenas una leve pincelada en sus labios.
- Ahora sólo falta firmar mi obra, cariño –le susurró al oído.
- Sí…-  dijo embelesada.

Amanecía cuando todavía  la paleta de colores pintaba su lienzo de amor.

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