jueves, 24 de febrero de 2022

El botón

 

EL BOTÓN



El Presidente miraba el botón sin verlo, tan intensas eran las cábalas sobre sus intenciones. Sólo él conocía su existencia y no eran necesarios protocolos de claves enigmáticas ni secuencias de números sellados compartidos con su hombre de confianza. Su antecesor en la Presidencia del país le confesó dónde estaba el mecanismo secreto para, en caso de extrema gravedad, anticiparse al atacante.

La Humanidad se desangraba en continuas guerras por muchos motivos. El ser humano nunca escarmentaba ni aprendía de sus errores; seguía obstinado en luchar contra su prójimo, fuera el que fuera y allá donde se hallase. Esto tenía que acabar, pensó el Presidente. La solución era apretar el botón. Había que empezar de cero.

Nuevos seres poblarían de nuevo el planeta Tierra. Tras la extinción de los dinosaurios sobrevino el caos pero luego nuevas especies de animales y plantas aparecieron. La Vida, de un modo u otro, no se extinguió totalmente, perduró aunque con formas distintas. Ahora sucedería algo semejante.

Las guerras conllevan crueldad y el fin del enemigo en forma de muerte a cual más desgarradora. Para los supervivientes, hambrunas y penurias, miserias insufribles.

No era lícito bajo ningún concepto, que un presidente decidiese sobre el porvenir de sus semejantes. Desde hace un tiempo este pensamiento lo llevaba siempre en su conciencia, día y noche, no le dejaba en paz.

En realidad no pretendía ni deseaba el fin de la humanidad, de la vida misma en el planeta. Él no temía a la muerte, más bien la deseaba; ésa era la finalidad de liberar la bomba K. Morir del modo más rápido e indoloro. Pero era inhumano y no era justo acabar con la vida de los demás. Aunque era bien cierto que las guerras , lenta pero inexorablemente, aniquilarían a todos los habitantes del planeta en poco espacio de tiempo. Él haría que ese final fuera más rápido e incruento.

Era el hombre más poderoso del mundo, podía decidir sobre naciones y pueblos enteros, quebrantar voluntades, todos le temían. La causante de estos pensamientos y deseos fratricidas era la infelicidad que le embargaba, el motivo de que tuviera a mano aquel botón. ¿De qué le servía decidir y dominarlo todo si últimamente el amor de su esposa le había abandonado? Se sentía el más desgraciado del universo y nada le importaba ya que todo desapareciera para siempre por esa ausencia.

En ese estado, nadie hubiera sospechado la verdadera naturaleza del corazón del Presidente, En tal situación no era su corazón de oro, como siempre se atribuyó a sí mismo y quería mostrar a todos. Era el del hombre más ruin y despreciable que pudiera existir. Se asqueaba de sí mismo y pensar que era al fin y al cabo un hombre como cualquier otro, no apaciguaba su ánimo de quitarse la vida,



Su matrimonio era un ejemplo de amor y convivencia para el país, la imagen de una pareja adorable. Nadie imaginaba que en la intimidad imperaba el vacío, el desamor más insondable. Por eso no deseaba vivir en este estado, con esa carencia que se prolongaba demasiado tiempo, sin motivo aparente.

Levemente puso el dedo índice de su mano derecha sobre el botón. Si lo pulsara, el cohete con la carga letal surcaría los cielos más veloz que cualquier otro artefacto conocido para arrasarlo todo. En ese momento sonó su teléfono privado.

Era su esposa y le recordaba que era su aniversario de boda. Se sentía más feliz que nunca por compartir la vida con él y ser madre de sus hijos. Estaba deseando que volviera a su lado cuanto antes para celebrar tan importante efeméride brindando con champagne francés.

Aquellas dulces y tiernas palabras rebosantes de amor fueron un repentino y poderoso bálsamo para su atribulada desesperanza. El solitario y frío despacho presidencial se llenó como por arte de magia de la presencia y la voz de su añorada y deseada esposa que durante un tiempo creyó no lo amaba. Una inesperada felicidad embargó su antes triste corazón para que refulgiera y le hiciera sentirse diferente.

Un resorte desconocido e involuntario hizo que apartase la mano del botón. Su mente bullía en mil pensamientos contradictorios al pensar en la atrocidad que iba a cometer. Se horrorizó de sí mismo por querer ser el causante de la muerte de millones de seres humanos. Que también sufrían de amor y por otros motivos mucho más acuciantes que los suyos propios y deseaban morir voluntariamente.

Decididamente no pulsaría el botón. Él menos que nadie podía decidir sobre la vida y la muerte de ningún ser humano.

El botón seguiría en el lugar secreto de siempre.



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jueves, 10 de febrero de 2022

Dama blanca

 


Elisa no dejaba de mirar apesadumbrada a su marido. Aquellas lucecitas verdes y azules de los aparatos la ponían nerviosa, al igual que los goteros llenos de líquidos de varios  tamaños y colores. El hombre  dormía en ese inconsciente y agitado vacío  amortiguado por los fármacos,  esas horas de la noche en que el silencio de la planta del hospital se veía truncado tan solo por el deambular sigiloso de alguna enfermera.   

Había sido una operación a corazón abierto, a vida o muerte. Elisa no quiso ni pensar en lo que pasaría si  su Lorenzo muriera, lo desamparada y sola que se quedaría en el caserón del pueblo, con los chicos  cada uno por su lado. Si valdría la pena seguir viviendo o no.

Toda una vida juntos los dos, pasando  penurias y estrecheces para criar a cinco hijos; también alegrías, que las hubo. Su cavilar sombrío se vio interrumpido por María, la enfermera que les asistía. Comprobó la mascarilla, sondas y  catéteres, que los goteros fluían  a su ritmo adecuado y posó una mano sobre su hombro suavemente.

- ¿Has dormido, Elisa?  -su voz era un susurro apenas audible al ofrecerle un vaso de leche caliente.

- Sí, dormí –respondió vacilante la mujer.

- No has descansado, Elisa –advirtió  la cama supletoria sin extender – Te dije que durmieras, estás agotada. Quédate tranquila porque todo ha ido muy bien y  se recuperará, su corazón es fuerte. El doctor Ballesteros tiene mano de santo. Además, mira el panel: ninguna señal roja, todo es normal,  como debe ser

Elisa se tranquilizó  con las palabras de aquella enfermera tan solícita y pendiente de ellos. Seguidamente  María siguió su ronda por las plantas quinta y sexta. Se detuvo especialmente en el joven del accidente y su atribulada familia;  cambió sus vendas y les confortó el ánimo lo mejor que supo, siempre con su mejor sonrisa. El peor caso era Rosendo, trasplantado de médula. No pintaba bien, había recaído, aunque ésta vez su recuperación ofrecía un débil rayo de esperanza. Lo que más la descorazonaba eran los niños de la segunda planta; ver sus cabecitas rapadas y esa tristeza infinita esperando verla aparecer cada mediodía para alborotarlos  con sus juegos y ocurrencias, la nariz de payaso y las manoplas puestas,  su voz chillona,  bulliciosa y juguetona como si fuera una niña más. En realidad lo que más deseaban  era  que les  hicieran soñar. Se colocaban en derredor y ella hacía  que cerraran  los ojos y pensaran que eran  palomas que  salían por la ventana. Que volaran sin dejar  de aletear, cuanto más alto pudieran, sobrevolando ríos, mares,  montañas, pueblos  y ciudades,  jugando con  las nubes y  el arco iris como tobogán. Y al llegar  a la luna se tomaran  un descanso y vieran qué lejos se puede llegar si uno sueña lo que más desea y lucha por hacerlo realidad.   Terminaban emocionados  y cubriéndola  de besos.

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Estaba rendida cuando, por fin,  se sentaba en su mesa con el segundo  café de la noche en la  mano. Aunque  feliz y contenta porque  había sido capaz  de que los enfermos olvidaran un poco sus tribulaciones, que no era poco logro en muchos casos. 

En esos instantes siempre recordaba a su madre. Eran los más momentos más especiales del día. También los más dolorosos. La lucha entre la vida y la muerte, el combate cruel y engañoso. Las vanas esperanzas: cuando ya se creía ganada la batalla para vivir, la verdad inapelable y sin vuelta atrás. El dolor y la angustia ante esa pérdida irreparable. Su madre, el ser más adorado por ella, la que luchó lo indecible porque viniera al mundo y no se fuera prematuramente el mismo día que nació.  Aquellas lágrimas que le acudían resbalaban sobre la taza y eran siempre más amargas que el propio café. Después el timbre de una habitación sonaba y volvía a su realidad presente.

 

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María acababa de ponerse la bata blanca cuando Esperanza, la matrona, la avisó de que se presentase en el despacho del Director.

El despacho del Doctor Anselmo López, Doctor en Medicina Interna, Hematólogo  y  Director del Hospital era tan austero y parco en detalles como la misma expresión de su rostro. Un par de estanterías repletas de libros en riguroso orden, un diván de piel y dos sillas frente a su mesa eran el único mobiliario. La réplica de un cráneo de Cro-Magnon y un ordenador de última generación completaban sus pertenencias visibles.

La mirada aparentemente vacua del director contempló su melena de pelo negro, las firmes caderas que destacaban nítidas pese al uniforme y la porción de sus bien modeladas piernas que quedaban al descubierto. Pese a que no quedara patente el menor gesto que declarase  aquel escrutinio al que fue sometida,  María reconoció aquella mirada,  idéntica  a la  que descubrió las dos veces que estuvo en su presencia anteriormente. Le hizo un gesto con la mano para que tomara asiento.  

- En los tres últimos años, María,  he seguido muy estrechamente el funcionamiento de las plantas segunda, tercera, y quinta. –comenzó a decir con  su característico tono didáctico- .Ayudado por otros doctores del Hospital hemos llegado a una evidente y contrastada conclusión que, como sospechaba,  refuerza la tesis que defendí en mi doctorado.

Una especie de alarma se encendió en la mente de María. Ella era la responsable de esas plantas y que supiera no tenía conocimiento de deficiencia alguna. El rostro de la Esfinge, ese era el mote que le dedicaban muchos médicos y casi todo el cuerpo de Enfermería, permanecía inescrutable, semejando al terrible ser mitológico. Nadie deseaba estar en aquel despacho por si ello traía consecuencias.

- Fíjese, María, prácticamente todos  los enfermos de estas habitaciones han  experimentado mejorías sorprendentes y por tanto se ha reducido el tiempo de hospitalización –los ojillos del Director cobraron vida brevemente-. Hemos descubierto que hay un elemento catalizador que ha hecho posible toda esta…-dudó un instante- esta especie de milagro, por decirlo así.

El Director del Hospital, el Doctor Anselmo López, se le quedó mirando fijamente sin que María pudiera calibrar el alcance de sus pensamientos.

- Usted es el milagro, María.

Aquella afirmación la dejó sin capacidad de respuesta.

- Doctor, me está diciendo que yo…dijo sorprendida.

- Si, yo, el Director de este Hospital,  afirmo que usted está detrás de todo esto.

Como viera la sorpresa pintada en su rostro, el doctor prosiguió antes de que respondiese.

- Nos movemos entre la vida y la muerte, María.  Vida que se agarra a detalles ínfimos para sobrevivir y lo hace sin que exista explicación. Muerte que nos roba al enfermo cuando ya respira de nuevo,

María estaba atenta a sus palabras, en vilo. El Director se arrellanó cómodamente en su  sillón en un gesto familiar, alejado  del ser temible que era la Esfinge.

- Su presencia, su actitud con los enfermos consigue que sanen más rápidamente. Sus palabras tan persuasivas, esa sonrisa suya  dulce y encantadora, -María creyó ver una emoción brotando en los ojos del Director- , sus gestos amables, de familiar afecto. Las jornadas inacabables fuera de turno, su abnegación por los demás, esa generosidad sin límites.

- No  hago más  que cumplir con mi deber –expresó.

- Hay fuerzas ocultas que escapan a nuestra condición humana, María. –dijo obviando su frase-. Que actúan sobre nosotros y los demás de manera inexplicable. Llámele dios o como prefiera. Usted, por un arcano poder que desconozco, sana a los enfermos, alivia sus males.

Conforme le hablaba mudaban sus gestos en un lenguaje corporal cercano, su rostro era otro, se había vuelto amable y acogedor.

- Doctor, por favor, no me diga eso, sin duda está bromeando, se burla de mí y yo…

- María, se lo digo yo, Anselmo López, director de este hospital, alias la Esfinge,  como me llaman la mayoría de ustedes.

El doctor descubrió el súbito  rubor que iba cubriendo  las facciones de la mujer y le dedicó una amplia y simpática  sonrisa.

- Tranquila. ¿Quién no puso un mote en su vida? En mi época de estudiante al rector le apodábamos Gordito Relleno porque era un poco obeso. –le hizo un guiño al recordarlo- Mire, sé todo cuanto pasa en este hospital;  desde el cuarto donde se guardan las escobas hasta la existencia de todos los elementos del arqueo de nuestra Farmacia. Y sé lo suficiente de medicina y de seres humanos como para saber que las palabras son muy poderosas, que sus efectos  en el enfermo  muchas veces son  la mejor medicina que existe.

María seguía confusa, sin entender nada. Decidió asentir en todo cuanto su superior le iba diciendo.

- Y…dígame Don Anselmo, ¿cuándo sané a alguien y fui capaz de hacer semejantes prodigios? –quiso saber María mirándole fijamente.

El Director la contempló complacido. Un gesto distendido y de complicidad le embargaba.

- Hay muchos, María. El caso del joven que se quiso suicidar porque la  novia  le abandonó, por ejemplo. Demostró ser la mejor psicóloga del mundo haciéndole ver lo hermosa que era la vida, que aquello no era una tragedia irremediable. Es más, se presentó al cabo  de un año con su futura mujer y le invitó a usted a la boda. ¿Es cierto o no?

María estaba confundida, no sabía qué decir.

- Luego tenemos a Julián, el fondista,  casi paralítico por un accidente y que se negaba a andar porque no se sentía capaz de conseguirlo. Hoy corre maratones como si tal cosa gracias a usted. Y no quiero recordarle tantos y tantos casos en que su actitud y presencia han logrado lo que parecía imposible. Ni tampoco le hablo del circo que tiene montado en la segunda planta con los niños; los payasos de la tele se quedan pequeños a su lado.

Sucedió entonces que el Director se levantó de su sillón para sentarse al lado de María. No era el mismo hombre que la recibiera momentos antes. Su actitud era amigable y cercana, para nada el envarado y escueto Director.

- María, no me pregunte cómo lo consigo –empezó a decir en tono confidencial y amistoso –pero pocos  saben lo que lucho para que  la plantilla de este Hospital siga intacta y nos llegue todo el material que precisamos. La de enfermos que hacen lo imposible porque les atendamos nosotros, ni se lo imagina. Y todo ello es realidad porque existen  personas como usted, mi Dama Blanca.

María balbució al oír  aquellas palabras. El Director mostró una atractiva y amplia sonrisa, reía cómplice  de la sorpresa en el rostro de María.

- Así la llamo yo, la Dama Blanca, le ruego no se incomode por ello. Y Nubes Blancas a sus colaboradoras más cercanas;  crea escuela, se lo aseguro. Por eso estoy en el deber de nombrarla jefa y supervisora de personal del Hospital. Le tengo preparado un despacho junto al mío y…

- ¡No, por favor, doctor! –le salió  un grito repentino- No me haga usted eso, no me aparte de los enfermos, se lo ruego, no.

Casi se carcajeó el Director por su exclamación.

-No, tranquila, María, esperaba esa respuesta. Sería una pena esconder en un triste despacho a la gran Dama Blanca, ¿no le parece? Seguirá usted en su puesto. Aún le diré más, María, y acepte en su justa medida lo que le voy a decir. Si pudiera, si fuera posible, la clonaba a usted infinitas veces.  Nos hacen falta muchas Damas Blancas,  se lo aseguro,  cada día más.

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Todavía siguieron conversando largo rato, como dos amigos que se descubren al cabo de mucho tiempo.

Cuando María salió del despacho estaba impregnada de la cálida y humilde  humanidad que aquel hombre, aquel temido e incomprendido Director, había sabido transmitirle.

Camino a su puesto se cruzó con la doctora Rosa, neumóloga y Luis, el fisioterapeuta.

. Qué, ¿cómo te ha ido con la Esfinge? – interrogaron-.

- ¿Quién dijo Esfinge? ¡Nadie diga eso nunca jamás!¡Es un santo!  ¡Nuestro santo patrón particular!

Y rieron su ocurrencia.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                

 

 

 

 

 

 

 

     

 

 

 

 

 

martes, 1 de febrero de 2022

Llegó el frío

 

 

Llegó el frío. Quedó atrás la luminosa primavera, el gozoso verano, el romántico otoño. Llegó el crudo invierno a mi corazón. Porque ya no estás.

Te fuiste un día despuntando el alba. No sé con quién ni por qué.

Sólo quedaron las  margaritas, tu flor preferida.

Permanece  parado el reloj de mi existir; ya no sale el sol por las mañanas para mi;  sólo hay noches inquietas, pobladas de recuerdos, de vivencias, de un pensar que me vuelve loco.

Miro tu retrato y parece como que estás todavía aquí;  tus ojos almendrados posados  en mi mientras alborotaba tu pelo, el timbre dulce de tu  voz   sonando a música en mis oídos.

Pero es un cruel  espejismo; hasta el  aroma de mujer que llenaba la casa ha huido para siempre.

Perdió mi piel los caminos de tu piel;  mis manos vuelven a ser manos y ya no  son emisarias de caricias, de roces tiernos;  mis labios están cerrados para siempre a la sensualidad de los tuyos, me quedé sin esos besos que eran antesala de gozosas nirvanas, de perder el sentido noche y día.

Todo es un esperar no sé qué. No volverás. O si. No lo sé. Y si lo haces ..¿qué me dirás?

-Salí a dar una vuelta

-Me agobié de ti.

-Se me olvidó algo.

Y yo seré tan cándido que me pondré contento y te sonreiré, como si no hubiera pasado nada. No montaré en cólera, ¿para qué? Te diré tal vez…

- ¿Has vuelto para quedarte de nuevo, cariño mío?

Aunque me temo que nada de esto sucederá. Ha pasado ya mucho tiempo.

Doloroso tiempo en cada día, cada hora, cada minuto, cada segundo…

Un día bebí en tu vaso, con la vana quimera de hallar la tibieza de tu boca en el insulso cristal, como si algún resquicio de ella permaneciera  todavía para hacerme sentir el ya lejano sabor de tus labios.

Me desespera  mirar tantas veces tu fotografía, ajustándote la bufanda al cuello por el frío, pero es que no lo puedo evitar. Ése día fuimos a la cabaña que alquilamos en la sierra. Encendimos fuego sin tener idea, pusimos la parrilla y echamos de todo. Estábamos alborozados, parecíamos críos que descubrían algo por primera vez. Salió todo medio quemado pero no importó. Era nuestro primer aniversario juntos y todo nos parecía de color de rosa. Me sentía muy feliz.

Aunque ahora pienso si lo fuiste también tú. Al poco,  te cambió el humor,  nada de lo que yo hacía te parecía bien. Los momentos dulces se fueron espaciando poco a poco hasta prácticamente desaparecer.

La casa se convirtió en un lugar opresivo, nos movíamos como dos extraños, escatimando palabras, gestos, cualquier señal que indicara que conocíamos la existencia del otro.

No sabía qué decirte. O no lo intenté siquiera.  Tal vez debí darme cuenta a tiempo de que algo no marchaba bien, rectificar si es que estaba en mi mano enmendar esa lacerante situación. Pero tu rostro no invitaba a arriesgarme a mejorar la situación, esa es la verdad.

Y fue pasando el tiempo. Hasta que un día descubrí que te habías ido. ¿Adónde te fuiste? ¿Con quién? Me gustaría saberlo. Si la culpa fue tuya o fue mía. O tal vez de ninguno de los dos.

Cuando riego tus margaritas las veo cada vez más hermosas y lozanas. Se han expandido por toda la terraza.  Te volverías loca ahora mismo si las vieras, es todo un espectáculo contemplar tal cantidad y tamaño de tu flor preferida.

En algún momento de melancolía estuve tentado de deshojar una de ellas.

Sí volverá. No volverá. Sí volverá. No volverá. Tuve miedo de que saliera No. De que en un arranque de los míos me diera por deshojarlas todas. Y que, para mi desgracia, con el último pétalo perdiese definitivamente la esperanza de tu vuelta con un rotundo NO.

Quizá, pienso por darme ánimos, se mantienen así porque vas a volver y quieren darte la gran sorpresa cuando las veas.

Por eso las riego cada mañana, las abono, hasta les habló de ti. Les digo que volverás. Que abrirás la puerta de casa y sonriendo me abrazarás y me dirás que me has echado mucho de menos, que me quieres más que nunca.

Y tus margaritas, todas a una, me dicen que sí, que no pierda nunca la Esperanza….

 

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lunes, 24 de enero de 2022

Dos tazas de café y un reloj

 

Ya tengo el café preparado. Y tu taza. Espero que vengas. Siempre tengo la esperanza de que vendrás. Al marcharte,  en la puerta me dijiste…

- En un rato vuelvo, cariño.

Estábamos a punto de tomarnos el café de media tarde e incomprensiblemente te levantaste como si una prisa repentina tuviera manos y te hubiera empujado hasta la puerta.

Esperé. Seguí esperándote al día siguiente. Y al otro, Así un día después de otro. Semanas, meses…Ya perdí la cuenta de cuánto llevo esperando.

Sigo preparando el café de cada tarde. Para cuando vuelvas y lo tengas a punto, bien caliente, como a ti te gusta. Ni muy cargado ni flojo  de sabor.

No sé adónde te fuiste tan corriendo,  como si se acabara el mundo. Podías haberme dicho que te ibas, tomarte el café antes  de marchar. Se enfrió y lo tuve que tirar.

¿Saliste por algún motivo en concreto? A veces pienso que sí. Que es porque discutimos a veces. Hasta que te cansaste de mi. Pero abandono esa ida rápidamente, ¿Por qué ibas a dejarme? Siempre nos hemos  llevado  bien, ¿no?

Todas las parejas tienen sus discrepancias, no todo en  una relación es color de rosa. Quien diga eso, miente.  Hay altibajos, días que el hastío se apodera de ti y otros que llegas  al cielo cada vez que nos perdemos el uno en el otro. ¿O no ha sido así? ¿Es por eso por lo que has ido? Estoy segura de que ése no es el motivo. Siempre que nos buscamos nos hemos encontrado, por decirlo así. Y si fuera por eso, las cosas se hablan. Todo menos irte sin decirme el motivo.

Algunos me dicen que soy una tonta por esperarte pero les digo que volverás, estoy  segura.

Sigo yendo al trabajo, imaginando que vienes a recogerme a la salida, como siempre, que me monto en la moto agarrada a tu cintura. El viento en el rostro, presurosa  de llegar a casa y tomarnos el café.

Muchas veces me lo sirvo en tu taza, mis labios húmedos posados donde pones los tuyos. Como si llegara a sentir el tacto de tu boca, tu aliento haciendo eco en la taza y acariciando mis mejillas.

A veces llego a sentirte, veo tu rostro sonriente cuando me miras entre sorbo y sorbo, presintiendo lo que me vendrá después….

No te oculto que tuve, tendría ocasión de tomar café con otra compañía. Pero no podría. Quedé atrapada para siempre en tu forma de mirarme, en el acento de tu voz, en tus manos suaves y cálidas. Me encerraste en tu castillo de ilusión, de sueños que soñé e hiciste realidad. Y yo tiré la llave de mi dorada prisión  al pozo negro  de mis desengaños, de ese tiempo oscuro que viví hasta que llegaste y me rescataste del yermo olvido.

Hasta el reloj que te regalé se ha detenido misteriosamente. Las saetas perdieron su caminar;  los segundos, los minutos y las horas dejaron de existir, presas en las fauces de telarañas inmisericordes. Por extraños designios se detuvieron para siempre en el momento que te fuiste.

Le di cuerda repetidas veces, para que tus pasos al cruzar el umbral de la puerta volvieran en sentido contrario y te trajeran de nuevo a mi. Pero fue en vano, su núcleo  de engranajes no volvió en sí.

El  mudo tic-tac me trae el recuerdo de cuando nuestros corazones iban al mismo compás, tras el  mismo afán de un horizonte en común.

Ahora está detenido, quizá añorando seguir acompasando nuestro vivir juntos, marcar nuestras idas y venidas, los días y sus noches.

Está esperando, como yo, volver a la vida. Porque es un sinvivir estar sin ti.

¿Qué me queda por hacer? Nada que no sea más que seguir con la ilusión de que volverás, que el tiempo retroceda hasta el justo momento en el que te anuncié que el café estaba  a punto y me sonreíste como siempre antes de desaparecer.

 

Enfrascada en mis falsas esperanzas de siempre un escondido sentido que desconocía me ha hecho percibir un inaudible chasquido. Como por ensalmo, la pátina que lo cubre de suciedad y polvo se desprende del reloj. Un siseo anuncia la puesta en marcha de las saetas. Su amigable tic-tac resuena esperanzador llenando jubiloso la estancia.

Como por arte de magia sale vapor de la cafetera y reluce su porcelana.

Mi corazón se acelera, desbocado, una inquietud se apodera de mí. Mis labios, trémulos, pronuncian silenciosos tu nombre.

El llavín de la puerta gira. Y quedas frente a mi, con tu inefable sonrisa, como si nunca te hubieras ido…

 

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