Elisa no dejaba de mirar apesadumbrada a su marido.
Aquellas lucecitas verdes y azules de los aparatos la ponían nerviosa, al igual
que los goteros llenos de líquidos de varios
tamaños y colores. El hombre
dormía en ese inconsciente y agitado vacío amortiguado por los fármacos, esas horas de la noche en que el silencio de
la planta del hospital se veía truncado tan solo por el deambular sigiloso de
alguna enfermera.
Había sido una operación a corazón abierto, a vida o
muerte. Elisa no quiso ni pensar en lo que pasaría si su Lorenzo muriera, lo desamparada y sola que
se quedaría en el caserón del pueblo, con los chicos cada uno por su lado. Si valdría la pena
seguir viviendo o no.
Toda una vida juntos los dos, pasando penurias y estrecheces para criar a cinco
hijos; también alegrías, que las hubo. Su cavilar sombrío se vio interrumpido
por María, la enfermera que les asistía. Comprobó la mascarilla, sondas y catéteres, que los goteros fluían a su ritmo adecuado y posó una mano sobre su
hombro suavemente.
- ¿Has dormido, Elisa?
-su voz era un susurro apenas audible al ofrecerle un vaso de leche
caliente.
- Sí, dormí –respondió vacilante la mujer.
- No has descansado, Elisa –advirtió la cama supletoria sin extender – Te dije que
durmieras, estás agotada. Quédate tranquila porque todo ha ido muy bien y se recuperará, su corazón es fuerte. El
doctor Ballesteros tiene mano de santo. Además, mira el panel: ninguna señal
roja, todo es normal, como debe ser
Elisa se tranquilizó
con las palabras de aquella enfermera tan solícita y pendiente de ellos.
Seguidamente María siguió su ronda por
las plantas quinta y sexta. Se detuvo especialmente en el joven del accidente y
su atribulada familia; cambió sus vendas
y les confortó el ánimo lo mejor que supo, siempre con su mejor sonrisa. El
peor caso era Rosendo, trasplantado de médula. No pintaba bien, había recaído,
aunque ésta vez su recuperación ofrecía un débil rayo de esperanza. Lo que más
la descorazonaba eran los niños de la segunda planta; ver sus cabecitas rapadas
y esa tristeza infinita esperando verla aparecer cada mediodía para
alborotarlos con sus juegos y
ocurrencias, la nariz de payaso y las manoplas puestas, su voz chillona, bulliciosa y juguetona como si fuera una niña
más. En realidad lo que más deseaban
era que les hicieran soñar. Se colocaban en derredor y
ella hacía que cerraran los ojos y pensaran que eran palomas que
salían por la ventana. Que volaran sin dejar de aletear, cuanto más alto pudieran,
sobrevolando ríos, mares, montañas,
pueblos y ciudades, jugando con
las nubes y el arco iris como
tobogán. Y al llegar a la luna se
tomaran un descanso y vieran qué lejos
se puede llegar si uno sueña lo que más desea y lucha por hacerlo
realidad. Terminaban emocionados y cubriéndola
de besos.
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Estaba rendida cuando, por fin, se sentaba en su mesa con el segundo café de la noche en la mano. Aunque
feliz y contenta porque había
sido capaz de que los enfermos olvidaran
un poco sus tribulaciones, que no era poco logro en muchos casos.
En esos instantes siempre recordaba a su madre. Eran
los más momentos más especiales del día. También los más dolorosos. La lucha
entre la vida y la muerte, el combate cruel y engañoso. Las vanas esperanzas:
cuando ya se creía ganada la batalla para vivir, la verdad inapelable y sin
vuelta atrás. El dolor y la angustia ante esa pérdida irreparable. Su madre, el
ser más adorado por ella, la que luchó lo indecible porque viniera al mundo y
no se fuera prematuramente el mismo día que nació. Aquellas lágrimas que le acudían resbalaban
sobre la taza y eran siempre más amargas que el propio café. Después el timbre
de una habitación sonaba y volvía a su realidad presente.
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María acababa de ponerse la bata blanca cuando
Esperanza, la matrona, la avisó de que se presentase en el despacho del
Director.
El despacho del Doctor Anselmo López, Doctor en
Medicina Interna, Hematólogo y Director del Hospital era tan austero y parco
en detalles como la misma expresión de su rostro. Un par de estanterías
repletas de libros en riguroso orden, un diván de piel y dos sillas frente a su
mesa eran el único mobiliario. La réplica de un cráneo de Cro-Magnon y un
ordenador de última generación completaban sus pertenencias visibles.
La mirada aparentemente vacua del director contempló
su melena de pelo negro, las firmes caderas que destacaban nítidas pese al
uniforme y la porción de sus bien modeladas piernas que quedaban al
descubierto. Pese a que no quedara patente el menor gesto que declarase aquel escrutinio al que fue sometida, María reconoció aquella mirada, idéntica
a la que descubrió las dos veces
que estuvo en su presencia anteriormente. Le hizo un gesto con la mano para que
tomara asiento.
- En los tres últimos años, María, he seguido muy estrechamente el
funcionamiento de las plantas segunda, tercera, y quinta. –comenzó a decir
con su característico tono didáctico-
.Ayudado por otros doctores del Hospital hemos llegado a una evidente y
contrastada conclusión que, como sospechaba,
refuerza la tesis que defendí en mi doctorado.
Una especie de alarma se encendió en la mente de
María. Ella era la responsable de esas plantas y que supiera no tenía
conocimiento de deficiencia alguna. El rostro de la Esfinge, ese era el mote
que le dedicaban muchos médicos y casi todo el cuerpo de Enfermería, permanecía
inescrutable, semejando al terrible ser mitológico. Nadie deseaba estar en aquel
despacho por si ello traía consecuencias.
- Fíjese, María, prácticamente todos los enfermos de estas habitaciones han experimentado mejorías sorprendentes y por
tanto se ha reducido el tiempo de hospitalización –los ojillos del Director
cobraron vida brevemente-. Hemos descubierto que hay un elemento catalizador
que ha hecho posible toda esta…-dudó un instante- esta especie de milagro, por
decirlo así.
El Director del Hospital, el Doctor Anselmo López, se
le quedó mirando fijamente sin que María pudiera calibrar el alcance de sus
pensamientos.
- Usted es el milagro, María.
Aquella afirmación la dejó sin capacidad de respuesta.
- Doctor, me está diciendo que yo…dijo sorprendida.
- Si, yo, el Director de este Hospital, afirmo que usted está detrás de todo esto.
Como viera la sorpresa pintada en su rostro, el doctor
prosiguió antes de que respondiese.
- Nos movemos entre la vida y la muerte, María. Vida que se agarra a detalles ínfimos para
sobrevivir y lo hace sin que exista explicación. Muerte que nos roba al enfermo
cuando ya respira de nuevo,
María estaba atenta a sus palabras, en vilo. El
Director se arrellanó cómodamente en su
sillón en un gesto familiar, alejado
del ser temible que era la Esfinge.
- Su presencia, su actitud con los enfermos consigue
que sanen más rápidamente. Sus palabras tan persuasivas, esa sonrisa suya dulce y encantadora, -María creyó ver una
emoción brotando en los ojos del Director- , sus gestos amables, de familiar
afecto. Las jornadas inacabables fuera de turno, su abnegación por los demás,
esa generosidad sin límites.
- No hago
más que cumplir con mi deber –expresó.
- Hay fuerzas ocultas que escapan a nuestra condición
humana, María. –dijo obviando su frase-. Que actúan sobre nosotros y los demás
de manera inexplicable. Llámele dios o como prefiera. Usted, por un arcano
poder que desconozco, sana a los enfermos, alivia sus males.
Conforme le hablaba mudaban sus gestos en un lenguaje
corporal cercano, su rostro era otro, se había vuelto amable y acogedor.
- Doctor, por favor, no me diga eso, sin duda está
bromeando, se burla de mí y yo…
- María, se lo digo yo, Anselmo López, director de
este hospital, alias la Esfinge, como me
llaman la mayoría de ustedes.
El doctor descubrió el súbito rubor que iba cubriendo las facciones de la mujer y le dedicó una
amplia y simpática sonrisa.
- Tranquila. ¿Quién no puso un mote en su vida? En mi
época de estudiante al rector le apodábamos Gordito Relleno porque era un poco
obeso. –le hizo un guiño al recordarlo- Mire, sé todo cuanto pasa en este
hospital; desde el cuarto donde se
guardan las escobas hasta la existencia de todos los elementos del arqueo de
nuestra Farmacia. Y sé lo suficiente de medicina y de seres humanos como para
saber que las palabras son muy poderosas, que sus efectos en el enfermo
muchas veces son la mejor
medicina que existe.
María seguía confusa, sin entender nada. Decidió
asentir en todo cuanto su superior le iba diciendo.
- Y…dígame Don Anselmo, ¿cuándo sané a alguien y fui
capaz de hacer semejantes prodigios? –quiso saber María mirándole fijamente.
El Director la contempló complacido. Un gesto
distendido y de complicidad le embargaba.
- Hay muchos, María. El caso del joven que se quiso
suicidar porque la novia le abandonó, por ejemplo. Demostró ser la
mejor psicóloga del mundo haciéndole ver lo hermosa que era la vida, que
aquello no era una tragedia irremediable. Es más, se presentó al cabo de un año con su futura mujer y le invitó a
usted a la boda. ¿Es cierto o no?
María estaba confundida, no sabía qué decir.
- Luego tenemos a Julián, el fondista, casi paralítico por un accidente y que se
negaba a andar porque no se sentía capaz de conseguirlo. Hoy corre maratones
como si tal cosa gracias a usted. Y no quiero recordarle tantos y tantos casos
en que su actitud y presencia han logrado lo que parecía imposible. Ni tampoco
le hablo del circo que tiene montado en la segunda planta con los niños; los
payasos de la tele se quedan pequeños a su lado.
Sucedió entonces que el Director se levantó de su
sillón para sentarse al lado de María. No era el mismo hombre que la recibiera
momentos antes. Su actitud era amigable y cercana, para nada el envarado y
escueto Director.
- María, no me pregunte cómo lo consigo –empezó a
decir en tono confidencial y amistoso –pero pocos saben lo que lucho para que la plantilla de este Hospital siga intacta y
nos llegue todo el material que precisamos. La de enfermos que hacen lo
imposible porque les atendamos nosotros, ni se lo imagina. Y todo ello es
realidad porque existen personas como
usted, mi Dama Blanca.
María balbució al oír
aquellas palabras. El Director mostró una atractiva y amplia sonrisa,
reía cómplice de la sorpresa en el
rostro de María.
- Así la llamo yo, la Dama Blanca, le ruego no se
incomode por ello. Y Nubes Blancas a sus colaboradoras más cercanas; crea escuela, se lo aseguro. Por eso estoy en
el deber de nombrarla jefa y supervisora de personal del Hospital. Le tengo
preparado un despacho junto al mío y…
- ¡No, por favor, doctor! –le salió un grito repentino- No me haga usted eso, no
me aparte de los enfermos, se lo ruego, no.
Casi se carcajeó el Director por su exclamación.
-No, tranquila, María, esperaba esa respuesta. Sería
una pena esconder en un triste despacho a la gran Dama Blanca, ¿no le parece?
Seguirá usted en su puesto. Aún le diré más, María, y acepte en su justa medida
lo que le voy a decir. Si pudiera, si fuera posible, la clonaba a usted
infinitas veces. Nos hacen falta muchas
Damas Blancas, se lo aseguro, cada día más.
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Todavía siguieron conversando largo rato, como dos
amigos que se descubren al cabo de mucho tiempo.
Cuando María salió del despacho estaba impregnada de
la cálida y humilde humanidad que aquel
hombre, aquel temido e incomprendido Director, había sabido transmitirle.
Camino a su puesto se cruzó con la doctora Rosa,
neumóloga y Luis, el fisioterapeuta.
. Qué, ¿cómo te ha ido con la Esfinge? –
interrogaron-.
- ¿Quién dijo Esfinge? ¡Nadie diga eso nunca jamás!¡Es un santo! ¡Nuestro santo patrón particular!
Y rieron su ocurrencia.