Era un dragón muy singular. Más que
ningún otro. Su apariencia era la que debía tener un dragón que se preciara de
ello. O sea, tenía un tamaño gigantesco comparado con la figura humana, su piel
estaba formada por unas placas de queratina durísimas, la espalda se reforzaba
con unas protuberancias que se alzaban como espinas amenazadoras y su enorme
cuerpo terminaba en una cola larguísima y robusta que podía dirigir en todas
direcciones. Las patas terminaban en prensiles y poderosas manos con uñas
afiladas del tamaño de una espada. Pero lo que más llamaba la atención de un
dragón era su impresionante cabeza. Una boca aterradora con hileras de dientes
espantosos y cortantes, una lengua larga y negra como el carbón y unos ojos
enormes y penetrantes cuya mirada era la del diablo personificado.
También era consustancial de su
fisonomía un par de alas inmensas, acordes con su tamaño. Este dragón era, con
todas las de la ley, un ejemplar de los de mayor magnitud y desasosegador
aspecto. Daba miedo verlo.
Pero tenía una característica muy
peculiar que le diferenciaba de cualquier otro de los de su especie que iban sembraban el pánico por
todas partes.
Era un dragón bueno, sus intenciones
no eran malévolas y perversas.
No era un dragón sanguinario que se comía
los rebaños de ovejas y se merendaba de postre a los campesinos que sembraban
las mieses. Ni incendiaba aldeas y bosques y se
llevaba entre las garras la torre de alguna iglesia.
Ni tan siquiera aniquiló al ejército
que el rey mandó para matarlo. Simplemente sopló un fuego suave para derretir
las armaduras de los caballeros y les
diera tiempo a quitárselas.
Solamente se limitaba, eso sí, a
volar amenazadoramente por todo el reino, para dar fe de su naturaleza de
dragón y poblar de pesadillas los sueños infantiles.
Como todos los días la Princesa fue
con sus doncellas a coger flores y frutos del bosque. Era una primavera
radiante. La temperatura era muy agradable y las recientes lluvias habían
esponjado y beneficiado de tal modo la tierra que la cosecha se prometía más
abundante que nunca.
Solamente debían tener la precaución
de no traspasar los lindes del bosque.
Mas allá estaba el volcán y era allí
donde se suponía vivía el dragón.
La Princesa se quedó rezagada
cogiendo trufas y sin darse cuenta dejó
atrás el bosque buscando caracoles, que eran su plato favorito. Crecían
abundantes en los campos cercanos al volcán. Se dio cuenta de que aquéllos
caracoles eran más grandes de lo normal y tenían un bonito caparazón de color
rojo. Y casi corrían cuando ella acercaba la mano para cogerlos, hubiera
preferido fueran a su encuentro.
Entretenida, no se percibió de que se
hizo sombra a su alrededor de repente, pese al día tan soleado. Ni tampoco oyó
sonido alguno, ni se dio cuenta que los pájaros habían dejado de cantar.
Miró hacia arriba y el dragón estaba allí. La Princesa se quedó petrificada. No
hubiera podido escapar aunque corriese como una liebre.
La Princesa era valiente pero la
visión del dragón tan cerca superaba todo asomo de valentía. Apenas era nada
comparada con tan descomunal criatura.
El monstruo la miraba feroz, aunque
curioso y complacido de su fragilidad, sabedor que con un gesto podía
engullirla, era como una muñequita,
apenas un principio de aperitivo.
Ella se tapaba los ojos con las manos
y temblaba sin disimulo. Estaba a punto de llorar cuando ocurrió lo más
insólito que nadie hubiese imaginado.
El dragón le dijo a la Princesa:
- Tranquilízate, por favor, no voy a
hacerte daño alguno.
La Princesa no pudo dar crédito a
aquéllas palabras. Miró desconcertada alrededor buscando a quien las había pronunciado.
- Soy yo el que te habla, el dragón.
Mírame, no tienes nada que temer de mí, verás cómo no pasa nada, anda, no te
asustes.
La Princesa lo contempló todavía sin
comprender lo que sucedía. Estaba viva, no la había tragado de un bocado con
aquella boca de espanto. Y cuando los latidos de su corazón se amansaron se dio
cuenta que la voz del dragón era dulce y melodiosa. Que aquélla terrible cara
del dragón se había ablandado en una mirada cordial y agradable. Hasta comprobó que tenía unas
pestañas muy largas y unos ojos azules muy bonitos. Sin saber por qué encontró
hasta guapo al dragón. Pero era una locura pensar tales cosas. Aquello no estaba sucediendo,
estaba a merced de aquél monstruo y la devoraría en un periquete.
- Sé lo que estás pensando, que estas
viviendo una pesadilla o algo así, pero te aseguro que es real, estás delante del dragón, la terrible fiera
que tiene atemorizado a tu reino. Pero todo tiene su explicación. Cuando llegue
su momento se sabrá.
- Pensé me ibas a comer, ¿los dragones
no devoráis a la gente?
- Los dragones no estamos a todas
horas comiendo personas. Nunca me comí a nadie ni pienso hacerlo. No sería
capaz de comerme siquiera una mosca. Mi comida es la lava del volcán y bebo
fuego. Así tengo mis llamaradas a punto siempre. ¿Sabes lo que me gustaría
comerme? Un par de butifarras catalanas y de postre un gran tocino de cielo del tamaño de la plaza
del pueblo.
La Princesa no sabía qué pensar del
dragón. Era desconcertante.
- Eres un dragón muy tonto. Ningún dragón dice esas
cosas.
La Princesa se asombraba de su
audacia ante el dragón. Aquél dragón parecía bobo. O por lo menos lo aparentaba. Le miraba la
cara y le veía una expresión bobalicona que le hacía diferente.
- No sé tu nombre pero te llamaré
Bobo, por la cara de bobalicón que pones cuando me miras. Jajajajaja- y rió
acompasadamente con esa gracia que sólo las Princesas tenían.
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El tiempo fue pasando y la Princesa y
Bobo, así llamaba al dragón, se hicieron
muy amigos. Casi todos los días la Princesa y sus doncellas salían en busca de
setas y flores silvestres. Y de caracoles. El cocinero de palacio ya no sabía
de qué forma cocinarlos, tanta era la cantidad de este molusco que la
primogénita del Rey traía en sus cestas.
Hablaban de todas las cosas que se
les ocurría, tal era la confianza que se tenían. Así, la Princesa fue
conociendo el fascinante y desconocido mundo de los dragones. Y Bobo supo de la
vida de Palacio y la Corte del Reino, el nombre del Rey y la Reina, sus padres,
y sus hermanos los príncipes David y
Judith.
Reían y se lo pasaban muy bien, el
tiempo se les pasaba volando. Cuando se despedían siempre se decían lo mismo.
- No me iría
- Ni yo tampoco.
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Pero la Felicidad es una flor muy
efímera cuando la maldad, la inquina y la envidia soplan con fuerza sobre los
sentimientos más nobles y sinceros.
Malvada, la hija de la condesa
Odiosa, descubrió un día los encuentros de la Princesa y el dragón. Y celosa y
envidiosa de la belleza de la Princesa y la admiración que despertaba allá por
donde iba, la denunció a los Inquisidores.
El asunto despertó una gran conmoción
en la Corte y el Rey y toda su familia quedó en entredicho. Nada menos que la
Princesa, la hija del Rey, la flor y la nata de la Corte, la hija predilecta,
era amiga de un dragón, el ser más malvado y terrible que podía existir.
Sus padres y hermanos estaban
compungidos, no paraban de llorar, pero apenas pudieron oponerse al gran poder de los Inquisidores.
El pueblo permaneció fiel a la
familia real, no le dio importancia a la conducta de la Princesa. Porque también
era cierto que el dragón de la Princesa nunca había atacado la ciudad ni
cometido desmanes, así como tampoco otro
dragón había hecho acto de presencia estando tan cerca el dragón de la
Princesa.
Pero los Inquisidores eran tan
malvados que conspiraron y predispusieron con sus malas artes a la mayoría de
la Corte contra la Princesa y prepararon un juicio contra ella para llevarla a
la hoguera por bruja.
El juicio, pese a la fuerte oposición
del pueblo, que adoraba a la Princesa por ser tan buena, quedó en celebrarse
muy pronto y a puerta cerrada.
Avisado Bobo, el dragón de la
Princesa, de todos estos sucesos por una doncella, salió de su guarida en el
volcán y voló raudo y veloz al castillo.
El descomunal dragón apareció en el
cielo de la ciudad lanzando amenazadoras llamaradas de fuego y bramando furioso
se dejó caer en la plaza mayor.
El revuelo que se armó fue
indescriptible. Los aldeanos y burgueses huían despavoridos, las madres abrazaron
a sus hijitos y nadie encontraba un escondite para librarse de la presencia de
la bestia.
Los Reyes, la Corte entera y el
cuerpo de Inquisidores, la Princesa, el cuerpo de guardia, todos estaban
aterrorizados y quedaron a merced del dragón.
El dragón tenía los ojos inyectados
en sangre y humeaba por la nariz vapores de azufre, estaba enfurecido y los
miró a todos desde su descomunal tamaño, eran seres insignificantes a su lado,
hubiera podido barrerlos a todos de una sola llamarada.
La Princesa era la única que no
estaba asustada, y se alegró al instante de ver a Bobo, su amigo el dragón. En un descuido se zafó de sus guardianes y
corrió al lado de Bobo.
La multitud lanzó un grito de horror
al ver a su linda Princesa junto al dragón.
De nuevo sucedió lo que mente alguna
hubiera podido imaginar. Aquel dragón, aquella criatura que parecía salida del
más profundo de los infiernos, volvió a hablar, esta vez para todos los habitantes del Reino que allí
estaban congregados.
- Rey, Reina, Corte del Reino,
Inquisidores, habitantes todos, os ruego
detengáis este acto de injusticia que
estáis a punto de cometer.
Se miraron unos a otros, estupefactos y sorprendidos, sin creerse para
nada lo que allí estaba sucediendo. Como
Bobo vio la incredulidad pintada en sus
rostros, prosiguió.
-No soy un dragón pese a la apariencia que tengo.
Por insólito que os parezca soy
Valiente, el Príncipe heredero de Naranjalandia, hijo de Afortunada, mi madre y
Bondadoso, mi padre, el Rey. Siendo un apuesto y gallardo joven, heredero del trono de mi Reino, la condesa
Odiosa me propuso desposara a su hija Malvada. Como quiera que la rechacé
por no sentir amor hacia ella, condición indispensable para casarme algún día,
la condesa, una auténtica bruja,
despechada me lanzó una maldición. Y me convirtió en lo que veis, un feo y horrible
dragón. Podéis imaginaros el terrible
dolor de mis padres por la pérdida de su hijo primogénito, y la vida tan
terrible y miserable a que me sometió la
maldad de la bruja, condenado de por vida a ser despreciado y odiado por todos,
a esconderme y alimentarme de lava y
fuego.
Y, lo que es peor, verme privado de
sentir el más bello sentimiento que un ser humano pueda experimentar: el amor.
Sólo si se diera una condición
dejaría de ser un dragón: que lograse el amor de una doncella y que ésta, en
prueba de ello, me diera un beso de enamorada.
Pero…¿Quién en su sano juicio se
acercaría a mi sin miedo a ser devorado? ¿Qué tierna y gentil muchacha me daría un beso,
sería tan loca de enamorarse de un dragón? Nadie sería capaz, estoy condenado a ser un
dragón para siempre.
Bobo miro a todos apesadumbrado y no
hubo ningún presente que no sintiera lástima por él.
Pero aquel era sin duda un día que
pasaría a la historia del Reino y seria recordado para siempre por las generaciones
presentes y futuras.
La Princesa, con una voz de cristal
que era la de un ángel bajado del Cielo, levantó la mirada y dijo:
- Yo soy esa doncella, Bobo.
Un terrible grito de horror y espanto
surgió de las gargantas de todos los allí congregados. Luego siguió un silencio
sepulcral, ni las nubes se atrevieron a moverse.
La Princesa tenía una linda sonrisa
en su cara y miraba afectuosamente a Bobo. Y, dirigiéndose a los habitantes del
Reino, les dijo:
- Quiero que sepáis que yo, la
Princesa, legítima heredera del Reino de Manzalandia, jamás he conocido un ser
tan tierno y dulce como este dragón al que he puesto el nombre de Bobo. A
través de su amistad he descubierto un corazón falto de cariño y afecto,
deseoso de encontrar un alma gemela que le acompañe en su vida. Quiero ser su
compañera, liberarlo de su ignominia.
La Princesa miró de un modo especial
a Bobo, apenas podía contener la emoción cuando le dijo:
- Bobo, mi querido y entrañable
dragón, quiero decirte que estoy profundamente enamorada de ti, desde el primer
día, que nunca me importó cómo eras ni lo que pensaran de ti, que sólo me
importó el fondo de tu gran corazón, esa manera tan tierna y delicada con que
me has tratado.
El dragón dejó caer unas enormes y
blancas lágrimas de sus grandes ojos.
Su cara tenía una expresión de gozo y
alegría. No era la cara de un monstruo, se había suavizado y hasta resultaba
agradable.
Los súbditos, los personajes reales,
todos seguían con interés creciente el devenir de cuanto sucedía entre su
Princesa y el dragón. Nadie hubiera imaginado la historia que empezaba a desarrollarse
ante sus ojos.
- Princesa, -dijo Bobo el dragón,- me
haces el ser más feliz del universo. Nadie me dijo nunca palabras tan hermosas
como las tuyas. Yo también te amo, es imposible conocerte y no llegar a sentir
ese sentimiento. No es sólo tu bello rostro, enmarcado en esos rizos
prodigiosos, es la serena hermosura que florece en tu alma, tu generosidad sin
fin, esa sonrisa que iluminó desde el primer día a este atribulado dragón. Me
aceptaste tal como era, hiciste bonita mi bestial fealdad.
Quisiera desposarme contigo,
Princesa, unir nuestras almas y nuestros corazones, romper las fronteras y
desterrar los dragones para siempre.
Con tu ayuda y nuestro amor lo
haremos posible. Seremos el uno para el otro para siempre jamás. ¿Me aceptas
como tu Príncipe enamorado?
La Princesa se acurrucó contra Bobo y
con voz trémula y emocionada, dijo:
- Si, Bobo, tu serás mi Príncipe
enamorado y yo seré tu Princesa enamorada. Te besaré y dejarás de ser dragón
para siempre.
La
multitud guardó más silencio todavía, el momento crucial había llegado.
Bobo bajó su impresionante y terrorífica cabeza a la altura de la
diminuta
Princesa. Ella se acerco al labio
inferior del dragón, valiente y decidida, sin temer para nada sus dientes de
pesadilla.
Y con toda la gentil presteza de su
encanto femenino, le dio un largo y apasionado beso a su querido Bobo.
De momento no sucedió nada. Se podía
cortar el aire con una espada.
Luego sobrevino la maravilla que
nadie hubiese podido imaginar.
El cuerpo del dragón se iluminó de
repente con una cegadora luz blanca. Y de cada escama de su rugosa piel surgió
un sorprendente arco iris que se elevó a las alturas. En el cielo, poco a poco,
fueron engarzándose las estelas de colores, como si un ser celestial e invisible
las entretejiera con sumo mimo, hasta formar una increíble y luminosa sombrilla
de inusitada hermosura.
Después, la sombrilla cubrió a todos
los presentes inundándoles y penetrándoles con su fulgor.
Todos notaron un tibio y agradable
bienestar bañados por aquella misteriosa luz.
Cuando cesó el mágico momento, el
dragón había desaparecido. En su lugar
estaba un apuesto doncel que abrazaba a la Princesa. Era alto y rubio, nadie le
hubiera ganado en apostura varonil.
Los reyes de Naranjalandia abrazaron
presurosos al hijo que creían perdido y la emoción inundaba el lugar a
raudales.
Mientras tanto los soldados habían
apresado a la condesa Odiosa y llevado a presencia del Rey de Manzalandia. La
condesa suplicaba perdón, se arrastraba por los suelos para impresionarlos y
obtener clemencia.
El Príncipe se adelantó hacia ella y
le dijo con ademán condescendiente:
- Condesa Odiosa, bruja perversa y
mala, me lanzaste un maleficio para que no pudiera encontrar a mi amada. Ahora
yo te lanzo el mío: a partir de ahora serás buena y vivirás al servicio de los
demás, procurando su bienestar y no interferirás en los asuntos del corazón.
Por los aires se elevó un
OHHHHHHHHHHHH clamoroso que llego hasta las mismas puertas de San Pedro en el
Cielo.
Los Príncipes, a cuál de ellos más
guapo y gentil, se miraron y se besaron apasionadamente.
Y cuentan las leyendas, y escrito
está, que el Príncipe recibió un besazo de la Princesa que le hizo olvidar su
vida de dragón.
Y fueron felices y comieron
perdices……………..”
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