viernes, 22 de mayo de 2015

Recuerdos





Al recordar  mi niñez surge impetuosa la figura de mi abuelo Honorato. Era su único nieto y no sabía qué hacerse conmigo. Me viene a la memoria cuando  restregaba su barba pinchosa en mi tierno cutis de niño y cómo  reía divertido al quejarme,  me lo hacía muy a menudo.
Lo que más me gustaba era que contara cuando estuvo  en la guerra.
Me embobaba oyendo hablar de tanques, aviones, trincheras, soldados con la bayoneta calada. Me sentía transportado por obra y gracia de su grave y poderosa voz a aquellos campos de batalla que tan bien describía y que conmovieron tanto mi ánimo de niño que, al acostarme, me tapaba cabeza y todo, y rogaba no verme nunca con uniforme  de soldado  en la guerra de mi abuelo.   
 Era afectuoso  conmigo y me llevaba a todas partes y  algún dulce  o juguetito caía de vez en cuando. Me viene nítido a la mente  aquel día que mi padre me subió a los autos de choque y salí con el labio partido al ser embestido por otro. La bronca descomunal que le echó mi  abuelo al ver llegar a su único y querido nieto echando sangre por la boca.
Un día dijeron que se había vuelto loco porque construyó en el jardín una garita de vigilancia con su tronera y todo y  sacó su viejo  Máuser de repetición.  Desde  que amanecía hasta que se ponía el sol  permanecía apostado con su fusil apuntando a un enemigo imaginario.
Aquella arma era un recuerdo de la guerra que el abuelo se trajo no se sabe cómo y estaba inutilizada. Él creía que estaba en uso y que los  estuches de supositorios eran los peines  de las balas de repuesto.
Nadie le llevó nunca la contraria por no alterar todavía más su estado, ni llevó su desvarío más allá de permanecer dentro de su puesto de vigilancia,   con incansable y férrea determinación.
Yo le llevaba el desayuno apenas cantaba el gallo,  la comida de mediodía y hasta la merienda y la cena. Comía deprisa, ansioso por asir de nuevo su arma y seguir vigilando.
Viéndole así, el dedo en el gatillo y bien sujeto el Máuser entre sus fuertes manos, revivía cada uno de sus episodios militares y me sobrecogía estar a su lado, pensando que pudiera aparecer algún soldado del lado contrario  y dispararnos. Aunque me tranquilizaba pensando que tal vez el enemigo que viniera pudiera llevar un arma como la de mi abuelo y cajas de supositorios en vez de balas.
En sus  primeros años de locura le  brillaban los ojos  y estaban fijos en el extremo del jardín, donde él creía surgiría el del otro bando. Luego, en las últimas etapas,  su mirada  se tornó  ausente e inconcreta. 
Siempre me decía que no había que bajar la guardia, que el adversario acechaba aguardando un momento de descuido para atacar.
El niño que yo era no comprendía aquellas palabras y le preguntaba quién era el enemigo y  por qué iba a atacar si no le habíamos hecho nada.
Mi abuelo hacía un gesto de paciente suficiencia y me ilustraba sobre los mil enemigos que nos acechaban y estaban ahí aunque no los viéramos, que no podíamos abandonar las armas.
Con el tiempo me acostumbré a sus disparates y sentí acrecentar todavía más mi amor hacia él. Entendí que su cabeza estaba poblada de unos fantasmas que solo su fantasía  podía ver.
- Cuando yo no esté has de seguir en mi puesto, Ramoncin, los otros siempre está ahí y hay que estar preparado con el fusil  en la mano.
Por eso me hacía coger su Máuser a sabiendas de que apenas podía sujetarlo dadas mis pequeñas fuerzas. Mi abuelo sonreía benévolo  viéndome tan apurado y me consolaba.
- Tranquilo,  a fuerza de cogerlo te acostumbrarás a él, ya verás como sí -me decía con aires de suficiencia.
Ahora, al evocar  aquellos años que viví junto a él, siento una infinita nostalgia y una punzada de dolor me atraviesa el corazón al revivir su muerte. Le llevaba su tazón de leche con sopas de pan y un trozo de queso curado como todas las mañanas y me extrañó no viniera a mi encuentro.
Lo encontré tirado  en el suelo,  prendida una mirada de sorpresa en sus ojos abiertos y empuñando su viejo fusil, obstinado y fiel a su misión de vigilancia hasta el final.
De vez en cuando y durante un tiempo estuve asomándome a la mirilla por la que esperaba ver mi abuelo la llegada de  su contrincante. Quise percibir lo que él sentía, la esencia de sus pensamientos, ese hálito de soldado que nunca le abandonó. Pero no experimenté ninguna sensación.
Yo mismo derribé la torreta que fue su refugio durante esos años y tiré a la hoguera su viejo Máuser. Con este acto simbólico quise borrar cualquier recuerdo que pudiera quedar de la guerra de mi abuelo.
Quise creer que alguien, en alguna parte, haría lo mismo que yo destruyendo  reminiscencias de otras guerras.
Ahora, de adulto, me corroe un doloroso  desaliento al comprobar que las guerras siguen existiendo. Que siempre, en cualquier parte del mundo,  hay  alguien apostado con su arma lista para disparar. Y sus balas son  de verdad.
En mi ingenuidad llego a imaginar lo bonito que sería estar todos alineados en el bando de la Paz,  hermanados  los unos con  los otros,  compartiendo lo que la Naturaleza nos ofrece generosa y disfrutando de esta vida tan corta que tenemos.
Ojalá que nadie, en ninguna guerra, tenga que morir más.

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jueves, 21 de mayo de 2015

La cita





Te vi salir del coche en dirección a la cafetería donde yo estaba. Habíamos quedado en vernos. Después de tanto tiempo. Me puse a pensar en los motivos por los que dejamos de vernos. Nunca supimos si fue porque terminó el amor o porque nunca llegamos a sentirlo como hubiéramos deseado.
Ibas tan elegante como te recodaba. Un traje chaqueta beige, botas altas de piel oscura y una boina color berenjena ladeada a la izquierda sobre tu pelo rizado. Tu inconfundible perfume de Allure invadió mi olfato gratamente.
Nos dimos un leve beso en la mejilla y pedimos un café. Me miraste largamente, evaluando quizá los cambios en mi imagen que  el tiempo transcurrido hubiera obrado en mi, en contra o a favor, no podía saberlo.
Yo te encontré igual de atractiva como siempre;  tus mejillas sonrosadas y ese lunar gracioso cerca de tus labios que me gustaba besar.
- Ha pasado tiempo, Vicente.
Lo dijiste, o así creí,  como un velado reproche, como si yo hubiera propiciado ese paso inexorable del calendario.
- Parece que fue ayer, Ángeles, cuando en  este mismo sitio nos dimos un paréntesis, o un adiós, no sé qué fue en realidad.
- No sabía  si venir o no, lo pensé muchísimo, Vicente, esa es la verdad.
- Yo sí quería verte de nuevo -afirmé tomándote las manos- Nada he deseado más en todo este tiempo.
Mis palabras te confundieron un poco, contrajiste levemente tu expresión.
-¿Sí? ¿Por qué?
Esbocé una sonrisa y te  entregué lo que llevaba preparado.
Soltaste una exclamación de sorpresa cuando deposité en tus manos el ramillete de flor de azahar.
- ¡Todavía te acuerdas, Vicente! -exclamaste  emocionada.
- Nunca olvidé ni olvido  que es tu flor proferida, Ángeles, está recién cogida para ti.
No pudiste evitar unas lágrimas y me conmoví intensamente  cuando tus ojos color miel se posaron en los míos.
- ¿Todavía está...ese árbol? -lo dijiste anhelante, como si mi respuesta fuera crucial para ti.
- Sí, Ángeles, sigue en el mismo sitio y te aseguro que es el naranjo más grande y más hermoso que  la huerta valenciana contempló jamás.
- Pensé que lo habías podado, que no estaría.
Ciertamente la emoción me embargaba al contemplarte.
- Jamás haría tal cosa,; Ángeles.  Bajo sus ramas repletas de azahar, aquella tarde de primavera, te declaré mi amor.
Mi corazón palpitó fuertemente recordando aquellos momentos junto a ti, cuando grabé nuestros nombres dentro de un  corazón .
- ¿Recuerdas cuando me enseñaste tu naranjal y descubrí la flor de azahar? Desde entonces es mi perfume preferido, Vicente.
Una dulce nostalgia embellecía tu rostro,  si cabe,  todavía más. Traslucías en tu modo de mirarme ese pasado no tan lejano que pasamos juntos, esos atardeceres rodeados de naranjos y embriagados de azahares, en el silencio y la quietud de ocasos inolvidables.
- ¿Sabes, Vicente? Me gustaría ver nuestro árbol, ese corazón con nuestros nombres, aspirar el aroma sutil de la flor blanca de tus azahares. Recordar de nuevo tantas cosas...
El corazón brincaba en mi pecho de la emoción al oírte aquellas palabras.
- ¿Sí, Ángeles, sí?
- Sí, Vicente. ¿Tanto te extraña?
- Imaginé  que...
-Muchas veces pienso qué nos pasó para separarnos todo este tiempo.
Te quedaste  mirándome  fijamente, como si trataras de adentrarte en mis pensamientos.
- Cuando aceptaste vernos pensé que mis oraciones habían sido escuchadas, que se producía el milagro que esperaba.
Reíste entonces con tu sonrisa inigualable y tomaste mis manos.
- ¿Tan poco confiabas  en tu poder de convicción sobre mí, Vicente?
Volviste  a sonreír y me premiaste acercando su rostro al mío para rozar levemente mis labios con los tuyos, sin llegar a besarme.
- Me pregunto si seríamos capaces de empezar donde lo dejamos o  deberíamos comenzar de nuevo.
A lo lejos, la  sirena de un barco anunciaba su entrada al puerto. El sol estaba en lo más alto y la superficie del agua brillaba intensamente.
- ¡Cuánto tiempo sin ver el mar, Vicente! -dijiste contemplándolo- Lo echaba de menos.
- ¿Tan tierra adentro has estado, Ángeles?
Tenía un  nudo en la garganta, en su ausencia siempre me pregunté qué habría sido de su vida, si estaría en otros brazos.
 - Siempre he sido sincera, nunca oculté mis dudas ni fingí nada.  Sabes que fui yo quien propuso un tiempo de reflexión;  tú no querías pero era lo mejor en ese momento. Soy mucho más reflexiva que tú y he madurado y llegado a algunas conclusiones  alejada de ti. Ahora estoy segura del todo en muchos aspectos y me conozco mucho más a mí misma.
Era verdad  cuanto decías, recuerdo que me costó mucho aceptarlo.
- No me importa que tu ego sufra un subidón si  te digo que estaba tan  llena de ti  que nadie hubiera tenido el menor resquicio para entrar en mi vida.
 Estaba impresionado y emocionado escuchándote.
- Estabas...-dije,  no obstante.
- Y lo sigo estando, Vicente, llena de ti, por eso he vuelto. Porque tu perfume de azahar siempre fue y será el mío y nunca olvidé el verde de tus campos ni la brisa de tu mar azul.
Te diste cuenta de que temblaba. De  alegría y felicidad. Posaste tus cálidos labios en los míos y nos besamos. Y en un susurro que me supo a gloria me dijiste...
- Anda, llévame cuanto antes a tus  naranjos. Y cúbreme de  azahar... de besos...y de tu amor que deseo tanto...

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domingo, 17 de mayo de 2015

Verdes y grises




Ella miraba las lejanas montañas sintiendo que una creciente  añoranza oprimía su pecho. La imagen de él surgió de inmediato, vino a su encuentro desde ese distante horizonte que se adivinaba nevado y azul, envuelto en una bruma brillante  aquella fría mañana de invierno.
Él bajaba tan solo una vez al año al pueblo, cuando la Feria. Participaba en el concurso de aizcolaris y siempre salía vencedor. Le apodaban Picachu porque vivía en las montañas. Era alto y fuerte como un oso, de ojos grises y curiosos como los de un niño que está descubriendo el mundo de repente.
Ella venía de la capital y era la fotógrafa que hacía las fotos del evento.   Le impresionó verlo partir troncos con esa facilidad que emanaba de sus fuertes brazos manejando el hacha sin el menor esfuerzo. Ese día la imagen de ese hombre no solo quedó grabada en el sensor  de su cámara, si no también en su corazón.
Él se percató enseguida de la presencia de la mujer. Parecía danzar alrededor suyo disparando la cámara de fotos sin cesar. Sin saber por qué redobló la cadencia de cada hachazo sobre  el tronco, como si quisiera marcar un nuevo récord sobre sí mismo; y ciertamente lo logró, nadie había visto nada igual.
Cuando acabó la prueba la mujer  se le acercó felicitándole por su éxito. Nada más verla quedó prendido en  esos ojos verdes que presidían su mirada y lo enfocaban directamente, escrutando hasta el mínimo detalle de su rostro. Luego reparó en su pelo castaño y la gracilidad de su silueta.
Ella sintió una curiosa y repentina necesidad  de conocer con más detenimiento  a ese fornido montañés que tan solícito y amable se ofreció a mostrarle hasta el último rincón del valle.
En sucesivos días, recorrieron incansables  los parajes de aquel lugar maravilloso. Ella, extasiada, retrataba todo cuanto veía:  la fauna, las plantas y los árboles, nada escapaba a su mirada de experta fotógrafa.    Ella iba de asombro en asombro, descubriendo un nuevo mundo que le era totalmente desconocido, toda su vida en la ciudad ruidosa y oscurecida de humos,  sin respirar aquellos aires tan límpidos, sin dejar perder su vista en aquel horizonte que parecía no tener fin, sin sentir esa paz indescriptible que se adueñaba de ella.
Una energía vital y renovadora comenzaba a brotar en su interior al contacto con la Naturaleza viva y radiante.
Sin que ninguno de los dos lo hubiera imaginado, en la cabaña donde él vivía,  una noche,  al son del crepitar de la leña en  la chimenea, y  al influjo del dorado resplandor que despedían las llamas,  compartieron vivencias, complicidades, miradas y susurros.
Transcurrió un tiempo mágico, como suspendido entre la realidad y un  sueño nunca realizado,  sucedió sin que de dieran cuenta, aislados en aquel paraje de cuento, en la montaña cubierta de nieve.
Pero estaba escrito que los sueños, sueños son. Él se percató de que la montaña no podía retenerla para siempre, sus raíces estaban lejos de las cumbres nevadas, su espacio vital era otro y al que debería volver más tarde o más temprano.

Ella revivió una vez más el reciente pasado,  el momento en que   ese montañés dejó su mundo idílico de nieves perpetuas y horizontes vírgenes  para seguirla a su ciudad.
Esa época  que fue feliz, sin querer darse cuenta  de  que la auténtica y primigenia  esencia de él estaba presa entre cuatro paredes, aprisionada entre calles ruidosas y aires impuros, sujeta al capricho del reloj.
Comprendió que su espíritu libre vagaría siempre  perdido  en aquella vida rutinaria y artificial   pese a significar  para él todo el paisaje que deseara vislumbrar y sentir.
Todo había sido un insólito paréntesis en su vida, un anhelo siempre deseado y que se había cumplido para esfumarse finalmente, como si no hubiese existido.

Hacia frío aquella mañana. Ella avanzaba penosamente por la nieve, sus ojos verdes fijos en las cumbres nevadas. No llevaba maletas. Su equipaje era la ilusión por aquel hombre, alto y fuerte como un oso,  de alma tierna como la de un niño. No importaba nada más en su vida, su corazón era  el lugar donde quería vivir para siempre. Por eso iba a su encuentro, presurosa, una ansia impaciente  prendida en su pecho por verlo pronto.

Él se había puesto la pelliza de piel de lobo que tanto le gustaba a ella. Y con la alegría de los pajarillos del bosque que trinan nada más salir el sol, corría a grandes zancadas buscando el llano. No le importaría vivir en cualquier ciudad del planeta,  donde fuera, con tal de estar con ella.

Se vislumbraron desde lejos. El sol naciente dibujó irisaciones de esmeralda en los ojos  de ella que brillaron mostrándole el camino.
Y un destello acerado en los ojos grises de él la guiaron a ella.
En el prado se amalgamaron sus miradas y  el verde y el gris  formaron  un solo color; el del Amor.

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lunes, 11 de mayo de 2015

Tu violín



En este cruel y absurdo silencio tuyo es cuando más te necesito y quiero estar  a tu lado como  nunca lo estuve.
Ven, toma de nuevo mis suaves curvas  aunque esa desgana infinita luche por vencerte para siempre. Estoy aquí, sólo para ti, eres la razón de mi existencia.
Me apoyaré en tu suave hombro dorado  y tu aroma de mujer me invadirá  embriagándome una vez más.
Estaremos solos, sin público, sin escenarios, sin partituras, no los necesitamos para nada;  ni tan siquiera invitaremos a Beethoven, a Liszt, a Vivaldi y los demás.
Sonaré a melodías que nadie escuchará jamás que te harán vibrar y estremecerán tu corazón.  En  tu alma  seré viento, lluvia, sol,  prosa,  poesía, dulce ambrosía,  compondré las  cuatro estaciones del año, tu día a día,  seré eco de  notas que sólo existirán para ti.
Te arrullaré cuando acaricies mis cuerdas y juntos bailaremos  ese vals que será para los dos y  nos transportará donde la magia compone su armonía más perfecta, donde brillan  los sentimientos más que las estrellas.
Tómame de nuevo y siente  mis mejores notas musicales, llévame a donde habita tu espíritu  más sublime y dilúyeme en tu esencia más secreta.
Libera la música que siempre guardé para ti y te entrego ahora en toda su plenitud. Siénteme en tu alma, habitaré siempre en ella y sembraré mil y una polifonías que  sólo tu y yo seremos capaces de oír.
Y cuando por las  noches Morfeo te lleve  a sus dominios más profundos, seguirás deseando mi pentagrama más glorioso  y querrás despertar de nuevo para tenerme entre  tus brazos....
Tu violín.
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jueves, 7 de mayo de 2015

La muñeca




Cuando compré aquella casa en  Cantacaños,  adquirí  también, sin saberlo,  la maldición que  pesaba sobre ella. Nada más llegar al pueblo los habitantes  me obsequiaron con un hosco e incomprensible silencio. No entendí   el motivo de esa conducta recelosa, sus miradas de desconfianza.
La casa parecía  muy antigua y se componía de dos  plantas,  sótano  y  un pequeño jardín. Ni los más ancianos del lugar la vieron construir.  Su estructura era de piedra, y  pese a los años transcurridos desde entonces,  se mantenía sólida y desafiante, como si los años no contasen  para ella.
Antes de aposentarme en mi reciente adquisición  me hospedé en el único hostal del pueblo. Mi  propósito era saber algo de sus últimos moradores, visitar los alrededores y conocer algo de las gentes que habitaban en este perdido pueblo de las montañas.
Por suerte, nadie como la dueña del hostal para informarme de todo. Aunque,  en contrapartida, debería  someterme a un completo interrogatorio sobre mi persona. De mí, poco pude decir;  era soltero y funcionario de la Administración. De costumbres y apetencias sencillas, no tenía vicios inconfesables siendo mi única afición leer novelas policíacas y sobre todo la fotografía. Motivo por el cual me interesé por aquella casa debido a los incomparables paisajes que rodeaban al  pueblo  y que retrataría a placer amén de gozar de paz y tranquilidad lejos del mundanal ruido. 
Según me informó Manuela, la dueña del establecimiento, había sido ocupada en muchas ocasiones pero nadie pudo pasar más de dos noches seguidas entre sus paredes. Decían que oían ruidos extraños, voces ininteligibles  y un llanto lastimero. Tanto era así que  abandonaban el lugar a toda prisa, como si alguien los persiguiese.
Manuela era bajita y regordeta, de manos pequeñas pero fuertes; tenía unos ojos inquisitivos que parecían descubrir hasta el más oculto de tus pensamientos. Llevaba un mandil limpio como los chorros del oro, al igual que todas las dependencias del establecimiento mostraban un lustre sin igual.
- ¿Está seguro de habitar esa casa? -me dijo tras relatarme el episodio de los demás inquilinos. -Mire que se arrepentirá, no durará más de dos noches,  se lo advierto.
Me cayó bien Manuela. Me recordaba a mi abuela materna, Isabel, siempre  trajinando en la cocina de carbón,  el puchero de barro hirviendo  en el fuego, guisando  arroz con  conejo,  bacalao con patatas, o habichuelas con morcilla, todo bien espesito y sabroso como sabía hacer.
- Tranquila, Manuela, -le sonreí afablemente- Serían gentes de la ciudad, señoritingos de esos que no están hechos a la vida rural porque viven entre algodones. No podrían dormir y por eso imaginaban cosas raras.
- No, mire, salían despavoridos, como si hubieran visto fantasmas.
Solté una risotada que me pareció exagerada.
- No creo en fantasmas ni en espíritus, por la sencilla razón de que no existen, son fruto de una  imaginación exacerbada. Precisamente mis películas favoritas son  las de vampiros, hombres lobo, monstruos  a cual más horrible. Además,  me ha costado muy barata esa casa, era una ocasión de oro que debía aprovechar.
- Claro, tenían prisa por quitársela de encima, necesitaban un incauto como usted, perdone que se lo diga.
- No diga eso, Manuela, está bien situada y en perfecto estado por lo que se ve, me vendrá de perlas como base de operaciones para mis reportajes fotográficos, a mis amigos les encantará también.
- ¿Se va a traer a sus amigos a esa casa con todo lo que le he dicho?
No pude contener otra risotada.
- Se lo que está pensando, Manuela, que esto va a ser algo parecido a La Matanza de Texas, o algo así, ¿verdad?
- Me voy a la cocina, ya me dará la razón.
- De todos modos sepa que mis comidas las haré en su comedor.
Pero ya se había perdido de vista y me dispuse a vaciar el maletero del coche.
La cerradura respondió a la primera y el interior  aparentaba estar más o menos limpio. Funcionaba la corriente eléctrica, menos mal. Ocuparía la habitación pequeña, la de una cama. Había otra con dos en la primera planta, y un  sofá que se extendía, sería más que suficiente para cuando vinieran Ramón y Antonio con Mercedes y Susana.
Eché a la lavadora la ropa de las camas, y me dediqué a quitar el polvo con el  mayor de los  entusiasmos, nada como una casa limpia y confortable.
A media semana me dispuse a pasar mi primera noche en la casa embutido en mi confortable saco de dormir de montaña.
No recuerdo si me despertó aquel sonido o estaba ya desvelado. El caso es que sonaba como a un leve siseo, una especie de  llanto infantil o eso me pareció.
No le di importancia en un principio si bien la persistencia del mismo me hizo aguzar el oído. No eran imaginaciones mías, se podía oír un gemido; tenue, pero real. Me levanté de un salto y encendí la luz.
Provenía de la planta baja. Reparé entonces que no había revisado el sótano.
 Estaba a oscuras, la bombilla debía estar fundida.  Tomé la linterna y alumbré  lo que parecía  ser la leñera o algo parecido.  
Pensé en cuanto me había dicho Manuela sobre que nadie pudo resistir más de dos  noches en aquella casa.  Máxime cuando descubrí aquella enorme tapa de hierro rectangular a ras de suelo ocultando sin duda el acceso a un  espacio subterráneo.  El intrigante sollozo provenía de allí.  Quien fuera o lo que fuera estaba bajo mis pies.
 Más intrigado que temeroso, me atreví a tratar de levantar aquella   plancha  metálica sin conseguirlo;  su peso debía ser considerable.
Pasé el resto de la noche con aquel sonsonete metido en la cabeza sin encontrar explicación alguna a la naturaleza del mismo  y pensando que tal vez había sido en exceso temerario al  bajar al sótano con tan solo la ayuda de la linterna.
A la mañana siguiente busqué quien me ayudase a levantar aquel pesado hierro  del sótano sin conseguirlo. Nadie quería saber nada de esa casa.
 Recurrí a Manuela por si conocía de alguien que pudiera ayudarme.
- Esa casa tiene mal fario, se lo dije,  y usted erre que erre. Váyase a su ciudad ahora que está a tiempo, hágame caso. Algo malo guarda esa casa que asusta a quien entra allí. - me exhortó categórica mirándome muy seria.
Zalamero, la tomé de los hombros.
- Pues míreme, he pasado una noche y no me ha pasado nada, ¿lo ve?
- Tienta a la suerte, Dios quiera que no tenga que arrepentirse. Están de paso unos leñadores que no saben nada de esa casa, veré qué puedo hacer, cabezota del demonio.
- Gracias, Manuela, dígales que les pagaré bien.- respondí aliviado.
Así fue cómo, tras ímprobos esfuerzos y ayudados por largas palancas entre cinco hombres y yo pudimos abrirlo. Un olor fétido y telarañoso casi nos tumba de espaldas.
- Esto lleva muchos años sin abrir, yo de usted lo volvería a cerrar;  a saber la de bichos que hay ahí abajo -me advirtió uno de los ellos antes de irse apresuradamente junto con los demás.
Aunque puse bombilla nueva en el sótano  me hice con  una fuente extra de luz pues  quería verlo todo con detalle.
Siempre tuve curiosidad por los enigmas, encontrar explicación a lo que pudiera ser un misterio desafiando  riesgos y venciendo temores.
De nuevo  volví a oír aquel murmullo lastimero. Bien pertrechado del  potente foco luminoso, fui descendiendo por unos mugrientos y resbaladizos escalones.  Lo que me fue dado contemplar  me llenó de estupor.
Tenía aspecto de ser  una lóbrega mazmorra, húmeda y maloliente. Lo increíble eran las imágenes que descubrí. En cada uno de los ángulos de la estancia había una figura a tamaño natural de Santiago Apóstol, tan fielmente talladas que  parecían mirarme como si fueran a hablarme de un momento a otro, semejaban ser de carne y hueso por su gran realismo.
Había un pequeño arcón de madera en medio de la habitación que actuaba como caja de resonancia de aquellos quejumbrosos sonidos, pues de ahí provenían. ¿Descubriría  por fin el origen de aquel misterio?
La tapa tenía grabada una inscripción. Parecía latín. Recordé mis buenas notas en esa lengua antigua cuando hice el bachillerato. Hacía muchísimos años de eso, desde luego, pero me puse a la labor.
Conforme trataba de descifrar aquellas frases, una extraña inquietud se iba apoderando de mí. No quería reconocerlo pero estaba nervioso. Justamente así es como me sentía. ¿Qué me estaba pasando, tenía algo que ver con este extraño y misterioso sótano? Empecé a pensar que sí.
Era un latín arcaico y mis conocimientos no llegaban a desentrañar del todo lo que estaba escrito. Vislumbré la palabra demonio. Infierno, diablo, espíritu maligno. Que Santiago Apóstol era el guardián del lugar. Quien escribió aquello, exhortaba a que el contenido del cofre no saliera de aquellas cuatro paredes y viera la luz del día. Era una advertencia.
Justo en el momento que levantaba la tapa me quedé a oscuras. En esa  negrura total dos puntos como brasas  se encendieron al unísono.
Un débil resplandor  iluminó una pequeña figura. Era una muñeca. Sus ojos brillaban. Y mi corazón se desbocó cuando una risa oscura y lejana salió de aquel esperpento de trapo  que me miraba fieramente, clavando sus ojos rojos como dardos en los míos.
Creí desfallecer del miedo que sentía y por más que quise cerrar la tapa no pude, una fuerza imperiosa  me lo impedía.
Sus pequeñas facciones gesticulaban al mover el trazo borroso de lo que parecía una  boca.
- ¿Quién eres, quién te envía?
Estas palabras no salieron de cuerda vocal alguna. Las oí dentro de mi cráneo como si me llegaran desde una dimensión lejana y desconocida.
- ¿ Quien me habla? -dije temblando.
- Soy yo,  bastardo, ¿no me ves?
 La muñeca, de algún modo que desconocía,  se comunicaba conmigo.  ¿Soñaba o realmente estaba sucediendo todo aquello?  Era lo más aberrante que podía imaginar, imposible de creer. Despertaría de un momento a otro y la pesadilla  se desvanecería.
El generador volvió a iluminar el sótano y descubrí con inusitada claridad la muñeca. Me estremecí de lo horripilante que era. La cabeza tenía cierta consistencia, el resto del cuerpo era de  tela grasienta y  descolorida que acababa en unas desgarbadas y bamboleantes  piernas.
- ¿Quién eres tú?
Estaba asustado y temblaba;  no me salió sonido alguno.
- ¿No sabes quién soy, esbirro ? -volvió a martillearme la cabeza esa voz cavernosa.
Estaba a punto de desmayarme, todo me daba vueltas por culpa de  aquella incomprensible criatura que hablaba y tenía forma de pepona y  seguía dirigiéndose a mi.
- Soy Fatama. ¿ No has oído hablar de mí?
Negué con la cabeza como pude.
Una burlona y estruendosa risotada resonó entre aquellas  cuatro paredes encogiéndome el ánimo más de lo que lo tenía.
- El  encantamiento del cofre ha cesado al abrirlo.
- ¿Encantamiento? -me sorprendí a mi  mismo con aquel hilo de voz que salió de mi garganta.
- No sé quién eres ni que  haces vestido de esa extraña manera pero soy Fatama y he vuelto a la vida de nuevo aunque sea en el cuerpo de esta deleznable  y ridícula  figura.
Sentí un nudo en el estómago al oír esas palabras. Mi pulso estaba descontrolado, se nublaba mi vista. Aquello no era una película de miedo; estaba despierto y era real lo que me estaba pasando.
- Has de sacarme de aquí.  Coge las imágenes de Santiago Apóstol y quémalas para que pueda salir. Obedece, esbirro estúpido. ¡Ya! ¡Rápido!
De súbito, noté que una fuerza reparadora se iba abriendo paso en mi interior cuando me aclamé al Santo que esa voz siniestra me ordenaba destruir.
- No entiendo nada de lo que me está pasando. Voy a cerrar los ojos y contaré hasta diez; cuando los abra estaré en mi saco de dormir,  tú habrás desaparecido y serás una horrenda pesadilla que nunca recordaré.
Eso hice. Conté hasta veinte, para estar más seguro. Abrí los ojos y la pesadilla seguía allí, mirándome burlona y con una insufrible sonrisa.
- Vaya, eres un espíritu cultivado,  sabes contar, ¿eh?
- Soy licenciado en Empresariales -me sentí raro cuando lo dije.
- ¡No me hagas perder la paciencia, mamarracho estúpido! -gritó con su voz en falsete.
Sin duda Santiago Apóstol me ayudaba en este trance, por momentos me iba sintiendo  más seguro de mi mismo y envalentonado.
- Mientras Santiago Apóstol presida este lugar  no puedes hacerme  nada, así que deja de amenazarme y llamarme estúpido.  Empieza por contarme tu historia,  el motivo de que estés aquí.
Se revolvió y gimoteó cuanto quiso mirándome ladinamente de soslayo para ver mi reacción pero me mantuve inflexible y no hice caso de su taimado llanto.
- Mi padre era buhonero, borracho y pendenciero; mi madre una mala mujer, decían que era  bruja. Nací con el rostro extrañamente  deformado y  la calle fue mi hogar, buscándome un mendrugo de pan como podía,  recibiendo nada más que la crueldad de todos en forma de golpes y burlas.  Nunca supe  lo que era  una  muestra de cariño  por parte de nadie.
Creí ver un atisbo compungido  en sus vidriosos ojos.
- Me tiraban piedras como si fuera un perro sarnoso, nadie se me acercaba, ningún chico me cogió de la mano nunca.  Mi  horripilante cara les causaba miedo y repugnancia. Quizá porque fue tan grande el odio y la rabia  que sentí por todos los que me golpeaban y me despreciaban  sucedió lo que sucedió.
Estaba cada vez más atrapado en su relato y noté que la ira se hacía más intensa en sus ojillos ardientes.
- Casi muerta de hambre cogí un trozo de berza que comía un cerdo y el porquero me molió la espalda a palos. Estaba tan furiosa que le pedí a Lucifer le prodigara el peor de los males. Y empezó a soltar espumarajos por la boca y contorsionarse grotescamente hasta que cayó muerto al mismo tiempo que los cerdos morían gruñendo enloquecidos.  
Salió la arpía de su mujer alertando a los vecinos y gritando que la hija de la bruja había matado a su marido con un maleficio.
Este suceso y otros, fueron los que finalmente propiciaron que interviniera la Inquisición.
Se me pusieron los pelos de punta al oír nombrar aquella temida Institución que mandó a la hoguera a un sin fin de brujas, entre otros ajusticiados y torturados.
- Me aclamé a Satanás y a todos cuantos me despreciaron por mi aspecto, se les cubrió el rostro de terribles y dolorosas bubas;  desbordé ríos que anegaron las cosechas de quienes no me dieron ni un repizco de pan y quemé  casas y cobertizos de los que me negaron cobijo.
Se me pusieron los pelos de punta al pensar en lo que podría hacerme si no tuviera la protección de Santiago Apóstol.
- Me apresaron junto con mi madre y otras mujeres acusadas de  brujería.
Nos iban a torturar y quemar en la hoguera. Por eso la noche antes mi madre y las demás brujas realizaron un conjuro y me convirtieron en una muñeca para salvarme del tormento. Los verdugos  se llevaron la mayor sorpresa de su vida  al ver  una muñeca de trapo en mi lugar, dijeron que era magia diabólica.
Por lo que sé,  las dejaron medio muertas antes de quemarlas en la hoguera y el cruel inquisidor que las atormentó arrojó  también la muñeca  al fuego, para no dejar rastro de nada. Era tan implacable en su lucha contra la brujería que rebuscó entre las cenizas para asegurarse de que se habían abrasado.  Y  encontró la muñeca. Por todos los medios trató de destruirla sin conseguirlo, todo el resto de su vida lo  dedicó a este empeño. Murió gritando que era obra del Maligno, de Satanás,  que se apoderaba de las almas de los hombres.
Estaba estupefacto con las palabras de la muñeca. Era demencial. Traté de imaginarme aquella turbulenta y oscura época en que la Inquisición imponía su ley empuñando la Cruz.
- No sé quién me encerró en este cofre ni me trajo a este lugar,  aunque supongo que sería algún servidor de la Iglesia para impedir que causara más daño. ¿Sabes dónde estoy, si la Inquisición me persigue?
- Hace cientos de años que la Inquisición desapareció, estamos en otra época.
- ¿Ha desaparecido la Inquisición, ya no queman a las brujas?
- Ya no hay brujas ahora ni queman ni torturan a nadie.
Quedó en silencio aquel extraño monigote parlante y no supe qué pensar de todo cuanto me estaba  sucediendo. Dudaba de que aquella historia fuera verdad. Dudaba de mi propio raciocinio, pensé que estaba volviéndome loco.
- Yo no quería hacer daño a nadie, de verdad, sólo ansiaba llevar una vida normal. Vivir con mi padre y mi madre, como cualquier chica  de mi edad.
Tener amigas,  bañarme en el río y que un chico me cogiera de la mano y me llevara al bosque, como hacían con las demás. 
Pero mi padre era un borracho y me pegaba sin motivo alguno y mi madre se despreocupó de la casa y de nosotros, vivía  en otro mundo. Salía por las noches y venía de madrugada, con una extraña y  siniestra mirada que  daba miedo verla. Nadie me besó, ni me  abrazó, ni me dijo algo cariñoso, ni  me llamaban por mi nombre. Mi horrible rostro los espantaba. ¿Crees que podía vivir así?
Sentí una repentina lástima por ella, imaginé a una adolescente en aquel mundo despiadado y cruel, despreciada por todos y luchando por sobrevivir. Sin el calor  humano de unos padres que le prodigaran  amor y protección. Me dio pena.
Soy un sentimental, no puedo evitarlo. El dolor y la desgracia ajenas me causan infelicidad. Comencé a considerar todo aquello bajo otro punto de vista. Hablaba realmente con un ser vivo. Era un alma la que me hacía sentir toda su congoja  y sufrimiento. ¿Iba yo a juzgarla, a ser tan insensible como para ignorar lo que el destino me estaba mostrando  en ese momento?
La muñeca lloraba desconsoladamente. Unas lágrimas resbalaban por su cara agrietada y ennegrecida. Cada llanto se me clavaba en el  corazón como una espina, sentí que un nudo atenazaba mi espíritu y me sentí extrañamente culpable sin saber por qué.
Obedeciendo a un impulso que  brotaba de mis entrañas, con sumo cuidado tomé aquella muñeca y la acuné en mis brazos. Su cuerpecito se estremeció a mi contacto y  noté su tenue calorcillo. Ordené una greña rebelde en su frente y acaricié su carita atribulada. Sus ojillos como aceitunas negras me miraron agradecidos. Enjugué con la mano sus mejillas húmedas del  llanto. Le sonreí  y me dedicó una pequeña sonrisa.
Me sentía bien con ella en mi regazo, mirándonos con calma,  como  si toda la vida hubiéramos estado así.
Entonces la besé. Acerqué mis labios a sus mejillas descoloridas y apretujándola contra mi le di unos tiernos  besos.
Podría jurar que oí un insólito y suave suspiro. Y cómo sus desmañados bracitos de trapo rodeaban  mi cuello y su boquita me besaba también.
Me sentí de un modo tan especial tras lo sucedido que, ensimismado todavía por ese contacto increíble, tardé en percatarme de lo que estaba ocurriendo. La muñeca fue creciendo y creciendo mudando incomprensiblemente  su aspecto. Fue asombroso.
De repente tenía ante mí a una chica que me miraba a través de unos expresivos y enigmáticos ojos verdes. Su cutis era terso y sonrosado. Me sonrió ampliamente.
- Hola, soy Fatama.
De repente tenía un gran problema; una jovencita que había aparecido en mi vida sin saber cómo ni por qué y debía encontrar una salida lo antes posible pues no podía camuflarla debajo de un armario como si tal cosa.
Lo primero fue vestirla; se puso una camisa vieja y unos vaqueros desgastados que iba a retirar;   con esto saldría del paso.
- ¡Qué palacio tan extraño! Nunca había visto nada igual.-exclamó asombrada al recorrer la casa.- ¿Dónde estoy, como te llamas?
- Me llamo Roberto y ésta es mi casa. ¿Puedes decirme quién eres tú realmente?
- Te lo he dicho; me llamo Fatama  y soy la hija de la bruja que quemaron en la hoguera, acabo de contarte mi historia.
- Si, una historia increíble, fruto de una alucinación sin duda, es lo más extraño que me ha pasado nunca.
Me quedé mirándola haciendo balance de  la situación. Tenía delante una chica de unos veintitantos años, algo delgada y bonita de cara. Si era cierto, la hija de una bruja, venida de otra época al siglo veintiuno. ¿Cómo justificaba su presencia, qué hacía con ella?  La cabeza me iba a mil por hora buscando una solución. ¿Por qué tenía que sucederme a mí todo esto, a un simple funcionario de vida tranquila que nunca se metió en ningún lío?
Aquella chica que decía llamarse Fatama tomó mis manos y su mirada cándida y juvenil me envolvió.
- Por un extraño sortilegio al besarme me has devuelto a la vida en el cuerpo de una muchacha de aspecto normal, como siempre envidié de las demás. Ahora, mi destino, mi vida, está ligada a la tuya para siempre, Roberto.
Sentí un calor sofocante que me abrasaba al oír aquello.
- Salgamos al jardín, necesito tomar aire puro. -le dije apremiante.
Salimos al exterior y aunque imperceptible al principio, fui testigo de los cambios que, inexorables,  empezaron a producirse a continuación.
El sol se oscureció de repente y el cielo se pobló  de nubes negras que adoptaron formas inverosímiles y tortuosas, cual  seres fantasmagóricos que  danzaban  macabramente  mostrando un aspecto amenazador que infundía miedo. ¿Qué estaba pasando?
Al volver el rostro hacia Fatama me llevé el mayor susto de mi vida. La chica atractiva de ojos verdes había desaparecido. En su lugar había una figura sucia y zarrapastrosa con el rostro más horrendo que mente humana pueda imaginar. Su boca era un agujero negro en el que apenas asomaban dientes. Sus ojos ardían al mirarme y sentí pavor al contemplar aquella figura salida del Averno.
Entonces  lo comprendí. Y la verdad me aterrorizó. Al salir al exterior, fuera del cofre y del escudo protector de Santiago Apóstol, el señuelo de muchacha inocente se  había convertido en lo que realmente era:  una bruja. Que se situó frente a mí y puso en mi frente su mano fría y huesuda.

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El  pastor que estaba con sus ovejas en la colina desde la que se divisaba el pueblo de Cantacaños, fue testigo del hecho más insólito y extraordinario que contemplaría nunca. Formando un espeso  perímetro alrededor de las casas del pueblo surgieron de la tierra, súbitamente, árboles y más árboles, arbustos, malezas, zarzales y todo tipo de matorrales espinosos volviéndolo invisible para quien pasara por allí. El pastor quedó estupefacto. No se lo podía creer. ¡El pueblo había desaparecido.!
Por el empedrado de una calle se movía una oscura e inquietante figura. Le seguía un gran gato negro que maullaba incesantemente, apremiando a que su ama le prestara atención. Era un maullido penoso, lastimero, estremecedor por  su intensidad, rompía el alma de quien lo escuchaba.
Pero su dueña, cruel y salvajemente le propinaba,  de vez en cuando, furiosas patadas. Luego,  una risa salida de ultratumba salía de su garganta y hasta el demonio más terrible  se hubiera escondido para no escucharla.

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