Las cinco en punto. El Circo
Piramidal empezaba la función. Otra vez por el pasadizo enrejado para
desembocar en la pista, y Fleki, el domador, esperándonos con el látigo en la
mano. A situarse cada uno en su sitio; cuatro leones, tres leonas y dos tigres
siberianos.
El mismo trabajo de siempre: pasar
por el aro de fuego, saltar de un taburete a otro, dejarse intimidar a cada
latigazo de Fleki contra el suelo.
Abrir la boca mostrando las terribles
fauces, lanzar zarpazos al aire como si quisiéramos desgarrar al
domador…..Avanzar en estudiada formación: en línea, en horizontal, entrecruzarnos
sin chocar unos contra otros, fingir que
luchamos con los tigres y rugir, rugir sin descanso para que la concurrencia
disfrute con el espectáculo de las fieras.
Para culminar con el número estrella:
el domador que mete la cabeza en la boca del león; y la gente que sostiene la
respiración, sobrecogida por el espanto, el atrevimiento del valiente, temiendo
que la fiera salvaje cierre la quijada y se trague al domador entero, como un
bocadillo cualquiera.
Pero no sucede nada que haya que
lamentar. Es un número ensayado de antemano, un juego en el que ambas partes
sabemos quiénes somos y el lugar que ocupamos en la partida.
Si es cierto que algún descerebrado
rompió las reglas del juego en alguna ocasión y se zampó al domador; pero no
suele ocurrir. Algún zarpazo se nos podría escapar y de hecho se nos escapa
involuntariamente; porque no hay que olvidar que somos animales feroces,
bestias de la selva, armados con garras terribles e imponentes colmillos y
dientes para desgarrar la carne de nuestras victimas.
Pero eso era en otros tiempos, tan
lejanos que la memoria ni lo recuerda. Nací en la sabana africana de noble
alcurnia. Mi padre era el jefe de la manada, éramos una gran familia, dueños de
cuanto nos alcanzaba la vista. Mi madre y mis tías eran expertas cazadoras,
siempre teníamos carne fresca y jugosa. Ellas me enseñaron el sutil y difícil
arte de la caza, el punto exacto dónde morder para doblegar al antílope, la
cebra, y otros herbívoros. También a mantener a raya a las hienas que, aunque
menos poderosas que nosotros, tenían
también una formidable dentadura y en grupo atacaban si alguno de nosotros quedaba
rezagado.
Todo iba bien hasta que aparecieron
aquellos coches de ruedas grandes. Fue
una tarde que descansábamos plácidamente después de darnos un festín con
una pareja de ñus. Con redes nos atraparon a varios de nosotros y nos durmieron
con los dardos. Mis tíos Darki y Solti y mi hermana pequeña se resistieron con
valentía y los mataron cobardemente.
Nos llevaron de viaje sin saber
adónde, recuerdo el hambre y la sed que pasamos. Cuando me vi entre barrotes en aquella jaula
tan pequeña creí morir; tuvieron que ponerme un dardo de lo furioso que me
puse.
Al despertar, Shila, una pantera
negra en la jaula contigua a la mía, me dijo la cruel y verdadera realidad:
estaba en un Circo y era propiedad del dueño del mismo. Ya no sería jamás un
león libre. Pregunté qué era un Circo y
me explicó que un lugar horrible donde teníamos que obedecer en todo momento al
domador, un hombre con un látigo en la mano que nos diría las cosas que
teníamos que hacer. A cambio nos darían agua y comida y nos mantendrían con
vida mientras cumpliéramos las órdenes que nos daban.
Sólo había una regla que nunca debía
olvidar: bajo ningún concepto atacaríamos
al ser humano. Si lo hacíamos nos matarían de un tiro en la misma pista, ella
lo había visto.
Y, dentro de lo malo, podía
considerarme afortunado; el Circo Piramidal era bastante considerado con sus
animales; además del sustento me prodigarían cuidados médicos si los precisara.
Me informó de la suerte aciaga que habían sufrido los integrantes de otro
Circo, de nefando nombre.
El dueño se quedó en bancarrota por
su afición al juego y al alcohol. Despidió a los trabajadores y abandonó a los
animales a su suerte. Se fueron consumiendo poco a poco en una granja abandonada en medio de
un monte, sin recibir apenas comida ni
agua. Cuando la policía descubrió el lugar, el espectáculo era dantesco. No
quedó superviviente alguno; sólo los pellejos resecos de los formidables
habitantes de la selva que habían sido. Desde el gracioso chimpancé hasta el
león y el majestuoso elefante.
Fue terrible, quedamos consternados. No
dejamos de pensar en ello.
Shila me informó de cómo era la vida
diaria en el Circo; me fue detallando quienes eran los integrantes del mismo.
Los trapecistas, los domadores, los payasos, los acróbatas, la mujer barbuda,
el hombre de hielo, el personal
auxiliar, los cuidadores, mecánicos, montadores, en fin, todos y cada uno de los artistas o no
que vivían bajo las carpas, hasta de los hijos de ellos, al cargo de un maestro
que les acompañaba a todas partes para darles clase como en un colegio.
Supe por ella que había leones como
yo además de osos, cebras, focas, serpientes, elefantes, monos de todo tipo,
gorilas, caballos, la más abundante y variopinta fauna que cabe imaginar. En
general había camaradería, aunque cada uno tenía su propio genio. Los leones
teníamos cierto status con eso de que éramos los reyes de la selva y el número
del domador el que levantaba al público de los asientos. Debía de guardar
cierta distancia con los elefantes que, aunque nobles, en ocasiones nuestra
presencia les ponía nerviosos y eran muy fuertes y poderosos.
Se explayó con el tema del público. El
Circo sólo tenía razón de ser por las gentes que venían a vernos. El Piramidal
era uno de los mejores, por no decir el mejor. Siempre llenaba todos los
asientos. Visitábamos las ciudades y localidades más importantes, se guardaban
largas colas, todos estaban impacientes por ver los más actualizados y
emocionantes números circenses.
Con toda esa información pronto me
puse bajo las órdenes de Fleki, mi domador. No fue difícil aprender lo que
debía hacer; el modo cómo saltar,
reptar. hacer equilibrios, dar
volteretas, levantarme cuan largo era sobre mis patas traseras y subirme con
Tilo, un tigre siberiano, a la grupa de Polo, el elefante indio.
Lo que más me costó fue vencer el
temor al fuego, si te descuidabas el aro ardiente te quemaba. Pero, vamos, con
paciencia y buena voluntad aprendí los trucos del oficio, digámoslo así.
Como era el león más grande Fleki
metía la cabeza en mi boca para causar mayor impacto. Y, la verdad, más de una
vez quiso el azar y la buena estrella de Fleki que no cerrase la boca y se la
arrancara de cuajo. No porque quisiera devorarlo, - los espíritus de la selva no lo permitan -, si no porque el pelo del domador me hacía
cosquillas en el paladar y a veces tenía ganas de estornudar.
Eran dos sesiones al día,
terminábamos agotados, la verdad. Nos ganábamos el sustento sobradamente.
Terminaba aburriéndome de los mismos gestos feroces, el rugido escalofriante
del rey de la selva, los zarpazos al aire, como queriendo alcanzar al domador.
Aunque los aplausos se los llevaba
Fleki por ser tan valiente sometiéndonos restallando el látigo, en el fondo
quedaban cautivados por la magnificencia de tan bellos y poderosos animales
salvajes que éramos, la mayoría no habían visto nunca tan de cerca unos leones
y tigres tan espléndidos. Nos hacíamos de respetar con nuestro fiero aspecto.
Después, en la soledad de la jaula,
mi ánimo se venía abajo, como un castillo de naipes que es golpeado por una
mano inmisericorde.
Pensaba en lo que había llegado a
ser, una especie de león titiritero, desprestigiado tontamente para entretener al público, dominado por
Fleki, al que podría derribar fácilmente
con un simple zarpazo.
Al igual que Polit y Marit, una
pareja de gigantescos osos pardos que les habían puesto un gorrito y una
especie de faldita para el número que ejecutaban. Aquello era de lo más vergonzoso;
lo mismo que al oso polar, Norki, subido
a un patinete dando vueltas alrededor de la pista.
Todos éramos casi como marionetas
y poco a poco parecía que nos iba desapareciendo el instinto animal que
anidaba en nuestro interior.
Pero debía resignarme, mi destino no
podía ser otro que el de terminar mis días en la pista del Circo Piramidal.
Cuando la niebla del sueño comenzaba
a invadirme entonces asomaba el duende de mi otro sueño, el más fantástico que
un león podría tener. Era mi secreto más profundo, un deseo fantástico que un
día, sin saber por qué, se apoderó de mí. Una fantasía irrealizable pero que alimentaba mis noches,
cada vez con más intensidad, a la cual me entregaba entusiasmado, como si
realmente viviera esos momentos que tanto deseaba. Como si, iluso de mí, fueran
a llegar a ser un día ciertos.
Soñaba con ser payaso. Por increíble
que pudiera parecer, yo, Júpiter, el más
grande y fiero rey de la selva, deseaba ser un payaso. Sin que nadie lo
advirtiera me quedaba embobado viendo a Tontino y Listillo, los payasos del Circo Piramidal. Eran fabulosos, no tenían parangón.
Era salir a la pista y todo el mundo
les aplaudía. Calzaban unos enormes zapatos y unos pantalones bombachos
inmensos, de colores chillones. Listillo iba de rojo y Tontino de blanco con
lunares. Su nariz era una bola negra redonda y por manos tenían manoplas. Sólo
verlos moverse uno junto al otro ya causaban
hilaridad. Listillo actuaba de maestro y Tontino de alumno. Por más que
su compañero se empeñaba Tontino no atinaba una y recibía todos los golpes y
calamidades que uno pudiera imaginar.
Sus diálogos eran chispeantes, provocaban
las más encendidas y desternillantes
risas. También cantaban y el
público coreaba la música, y hasta se ponían a bailar frenéticamente para, con
sus caídas y volteretas, conseguir meterse todavía más al público en el
bolsillo.
Pero Júpiter, el león de la selva,
quería ser payaso por otro motivo. Le gustaban los niños. Adoraba contemplar la
carita de arrobamiento que se les ponía cuando Listillo y Tontino saltaban a la
pista. Sería fantástico tomar un pequeñuelo en brazos y frotarle la nariz de goma
contra la suya, mirarle a los ojos y llenarse de su inocencia y candor.
No quería provocar temor por su fiero
aspecto, al contrario, soñaba ser un
dulce y caricaturesco payaso, que la gente riera con sus payasadas, llenar el
corazón de los niños de ternura y alegría.
Daría lo que fuera por vestir un extravagante traje de payaso,
pintarme la cara de blanco y bermellón, y
actuar con ellos dos para arrancar los
más entusiastas aplausos de todos.
Ese era mi sueño escondido. Mi sueño
imposible. Lo tenía en mi cabeza dándome vueltas de un lado para otro, como
degustando un caramelo que no deseaba se consumiera.
Después el sueño me vencía y los
colores del arco iris, el rojo granate de Listillo y los mil lunares de Tontino
se desvanecían como un caleidoscopio infinito.
- - - - - - -
- - - -
Aquella noche un extraño personaje
irrumpió en mi sueño. Llevaba una levita negra y su cara era de rasgos angulosos, con unos pelillos a modo de
perilla. La chistera que le cubría la cabeza era desmesurada, nunca vi otra
igual. Guantes blancos en las manos. Su
aspecto era hasta siniestro, me pegué lo más que pude a los barrotes para
escapar de aquella visión.
Pero el personaje me sonreía y
caminaba hacia mí. Cuando más cerca lo tenía me di cuenta de que no iba solo.
Reconocí a Lucy, la chica que acompañaba a Blaki, el mago del Circo. ¿Qué hacía
allí, con aquel hombre de negro, por qué no estaba ensayando los trucos con
Blaki?
Se quitó la chistera y sacó algo de
ella. No pude moverme siquiera, algo extraño me paralizaba. Era una varita.
Igual que la varita mágica que tenía Blaki en sus actuaciones. La puso delante
de mi hocico tembloroso. Y musitó aquellas extrañas palabras. Después sonrió malévolo.
Y ya no puedo recordar nada más……..
- - - - - - - - - - - -
Los telediarios y los periódicos
lanzaron la voz de alarma. Júpiter, el león estrella del Circo Piramidal, se
había escapado de su jaula. Todo el mundo se había puesto a buscarlo; en libertad un león, y más tratándose de un
ejemplar de tan gran tamaño, era una animal muy peligroso, de reacciones insospechadas. Había
que darle caza cuanto antes.
Pero por designios del destino
Júpiter no apareció nunca, ni el menor rastro, la más insignificante
huella; fue el suceso más comentado y
más extraño con el que las autoridades y la Policía se habían enfrentado jamás.
La vida en el Circo Piramidal siguió
su curso. A las cinco empezaba el espectáculo. Los trapecistas seguían volando
en las alturas. La mujer barbuda y el hombre de hielo seguían causando
curiosidad; el mago Blaki asombraba con sus trucos; Fleki y sus tigres y leones encogían el
corazón de los presentes. Sobre todo cuando metía la cabeza en la boca de Uris,
el rey de la selva.
Y los payasos continuaban sembrando
la alegría y la felicidad en el alma de
los niños más que nunca. Ahora del
modo más especial. Porque una tarde, de improviso y sin que nadie
supiera quién era ni de dónde venía, apareció el más increíble y fantástico payaso que nadie
pudiera imaginar.
Sólo llegó a saberse su nombre. Y
desde ese día fueron Listillo, Tontino y…BOBITO…….