martes, 28 de enero de 2014

Extraños en la noche



Todo empezó una noche de verano, en la verbena del pueblo. La orquesta-conjunto, “Los Diablos Rojos”,  iban  a ofrecer  la última canción.

Amelia no era de las chicas que más sacaban los chicos a bailar.

Era agraciada, honesta a carta cabal y sana como las manzanas que se criaban en la comarca.

 La estampa de la  muchacha que nunca ha salido del pueblo,  ocupada siempre en las tareas de su casa y cuidar de sus hermanos más pequeños. Tanto,  que  olía a hogaza de pan y puchero de barro y   sus manos estaban lustrosas de lavar la ropa en las aguas del río.

Lorenzo era también el típico pueblerino. Incansable en el campo y en  la ganadería de su padre, sólo conocía el trabajo y el abrigo del hogar.

Ingenuo y sencillo como alto y fornido, recogía alguna que otra calabaza cuando sacaba a bailar a las muchachas. Aunque tenía buena planta, sus rústicos modales y su parquedad hacían que pasara desapercibida.

Ellas preferían a los forasteros porque eran refinados en su manera de hablar y las encandilaban contándoles cosas de la ciudad, olían a colonia cara y vestían muy bien.

Sonó el primer compás de aquella melodía y Lorenzo, sin saber por qué, le pidió a Amelia que bailara con él.  Ella aceptó, sorprendida de que por fin alguien la sacara a la pista justo en el baile que clausuraba la feria.

Bailaron mirándose a los ojos como si fuera la primera vez que se veían. Apenas se movían de arrobados que estaban.  Acabó la música y seguían abrazados, como si todo a su alrededor no existiera.

Aquello levantó muchos comentarios. Tantos como su inesperado  noviazgo, surgido tras el baile. A partir de entonces los vieron pasear por las calles del pueblo, por los campos, los ribazos, cogidos de la mano siempre, ausentes de todo y de todos.

Amelia comenzó a pintarse un poco los ojos, peinarse de otro modo más favorecedor  y perfumarse antes de salir de casa.  En alguna escapada que hizo a la capital adquirió ropa del mismo estilo que las jóvenes  que veraneaban en el pueblo.

Lorenzo también dejó las camisas y pantalones de siempre para vestir más moderno y actual.

Tan notorio  fue su repentino cambio que hasta los veraneantes,  chicos y  chicas, los miraban de otro modo, como si los descubrieran por  primera vez llegando a provocar cierta admiración.

Un día las  campanas de la iglesia  del pueblo tocaron a boda y Lorenzo y  Amelia fueron aclamados por  sus paisanos  deseándoles  toda clase de parabienes y felicidad.

Nadie recordaba un “sí quiero” más  radiante y emotivo como el de aquellos novios que se juraron amor eterno a los pies de la Virgen de Cortes.


Tanta dicha en aquel noviazgo y matrimonio tan repentinos como dichosos, tuvieron su recompensa en unos hijos que serían fiel reflejo de sus padres;  Miguel y MariCortes.

Los años fueron pasando apaciblemente en aquel pueblo que poco a poco fue cambiando  al compás de los nuevos tiempos; la recién estrenada  autovía acortaba distancias y pronto crecieron adosados y nuevas edificaciones que dieron un toque de modernidad a todo el entorno. También la nueva piscina, el Instituto y las Escuelas Profesionales contribuyeron a realzar su importancia como cabeza de partido.

Lorenzo y Amelia seguían paseando cada atardecer por los alrededores del pueblo aunque ya no iban solos; unos lozanos y bulliciosos nietos les alegraban  la vida y les recordaban cuando sus hijos, Miguel y MariCortes, correteaban delante de ellos saltando y corriendo alegres y risueños.


Una tarde de Noviembre un hielo traicionero en el asfalto los estrelló contra un árbol al perder el control del vehículo. Un ángel misericordioso debió llevar en volandas la ambulancia porque  salvaron  la vida a tiempo.

Estaban vivos aunque apenas podrían andar con normalidad, así se lo comunicaron los médicos. Las muletas serían sus compañeras inseparables para siempre.

No regatearon tiempo ni dinero visitando más y más doctores pero el diagnóstico era el mismo: nunca caminarían con normalidad.

Esperanzados, por agotar todas las posibilidades, acudieron a incontables sesiones de afamados fisioterapeutas que les hicieron soñar que lograrían andar como antes del accidente pero tan solo fueron un alivio pasajero a sus dificultades locomotoras.

Amelia y Lorenzo lo sufrían todo resignados y siempre dando las gracias a Dios por no haber perecido en aquel terrible accidente y así estar  el uno junto  al otro y poder seguir disfrutando de sus hijos y nietos.


Unos amigos les hablaron de los balnearios de aguas termales,  los variados beneficios que se obtenían con aquellas aguas que salían de las entrañas de la tierra. Aliviaban y casi curaban multitud de dolencias de todo tipo;  óseas, dermatológicas, pulmonares, eran incontables sus propiedades.

Sus hijos se ofrecieron a llevarlos a uno de ellos, para que pasaran una temporada fuera  de su rutina  diaria y así distraerse y  olvidar sus males. Tras largas deliberaciones pensaron que quizá los chicos tuvieran razón y les conviniera respirar nuevos aires, así que aceptaron.

El balneario  estaba situado en las estribaciones de la Sierra de Alcaraz, un entorno privilegiado,  poblado de árboles, arbustos, flores de todo tipo. Sus instalaciones ofrecían los más completos tratamientos corporales atendidos por  personal cualificado.

Desde el primer día los arroparon los monitores en los baños  y  los demás compañeros para minimizar sus deficiencias físicas. Por las tardes, bajo los sauces llorones mecidos por la fresca brisa de las montañas, disfrutaban conversando con gente de su edad, compartiendo detalles de sus vidas, experiencias, recordando su día a día  en aquella amable armonía.

El día de la despedida llegó cuando más entretenidos estaban. Cada uno debía de volver a sus puntos de origen; unos a sus residencias de la tercera edad, otros en compañía de sus hijos y familiares y los demás a sus quehaceres diarios.

Como cada año se organizaba una gran fiesta de despedida. Al ser verano y la temperatura nocturna muy agradable, se habilitó la gran explanada de la entrada  engalanándola  a tal efecto. En el espectáculo unos  residentes cantaron, otros recitaron  sentidas poesías y rimas;  también actuaciones  musicales de acordeón, guitarras y laúd para deleite de la concurrencia. También hubo entrega de  premios a los ganadores de petanca, parchis, dominó, y todas aquellas actividades que promovía el Balneario para que nadie permaneciera ocioso y quisiera participar.

El colofón de la noche, el momento más esperado, era el baile. Rumbas, salsa, boleros, cumbias, tangos, todo tipo de  música y ritmos  mantenían en movimiento a un ejército de bailarines a cual más entregado y pletórico de fuerzas.

Lorenzo y Amelia miraban  cómo bailaban y se divertían todos al compás de alegres melodías. Estaban cogidos de la mano y una sana envidia se dibujaba en sus ojos al contemplar el espectáculo musical.

Se hizo muy tarde y había que recogerse para madrugar al día siguiente.

El Disc jockey anunció la última canción,  “Extraños en la noche”.  En labios  de  Frank Sinatra, “La Voz”, fue destilándose  suavemente a través de los altavoces, esparciendo sutilmente en el aire su inolvidable eco romántico.

Sin que nadie lo advirtiera, algo desconocido e indescriptible se apoderó de Lorenzo y Amelia al recordar que esa canción fue la que sonó  aquella noche en la verbena del pueblo cuando bailaron por primera vez.

Se miraron a los ojos en una mirada desconocida hasta entonces, llena de un extraño brillo que los envolvió sacudiendo hasta la última partícula de su ser.

Una súbita sacudida recorrió sus  cuerpos y  los levantó  de sus asientos. Un poderoso imán los atrajo a la pista de baile por su propio pie, sin muletas, enlazados por la cintura, como si aquel momento se transfigurase en la noche que se abrazaron y se miraron como si solo ellos estuvieran en el mundo.

Ante el asombro de los presentes se deslizaron suavemente al compás de la canción;  “La Voz” los mecía con mimo, cómplice en cada nota de ese quedo vaivén que los unía  como dos mariposas libando la misma flor.

Hasta la luna, allá en  lo alto, había  detenido su deambular  nocturno para ser testigo de aquel inaudito milagro en sus miembros tanto tiempo paralizados.

Cuando la última nota de la canción se perdió en el aire se besaron como si nunca lo hubieran hecho, embebidos de  aquellas lágrimas dulces que surgían del corazón.


Ningún doctor supo dar explicación a este hecho que escapaba de sus conocimientos y que figuró en numerosos artículos de revistas especializadas de medicina.  Aunque se barajaron varias hipótesis,  entre ellas que la parálisis parcial de sus piernas fue  transitoria, cobraba fuerza entre los que acudían al Balneario de Benito el convencimiento de que fueron sus  aguas medicinales las que obraron  ese particular milagro en  Lorenzo y Amelia.


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