Todo empezó
una noche de verano, en la verbena del pueblo. La orquesta-conjunto, “Los
Diablos Rojos”, iban a ofrecer la última canción.
Amelia no
era de las chicas que más sacaban los chicos a bailar.
Era
agraciada, honesta a carta cabal y sana como las manzanas que se criaban en la
comarca.
La estampa de la muchacha que nunca ha salido del pueblo, ocupada siempre en las tareas de su casa y
cuidar de sus hermanos más pequeños. Tanto,
que olía a hogaza de pan y
puchero de barro y sus manos estaban lustrosas de lavar la ropa
en las aguas del río.
Lorenzo era
también el típico pueblerino. Incansable en el campo y en la ganadería de su padre, sólo conocía el
trabajo y el abrigo del hogar.
Ingenuo y
sencillo como alto y fornido, recogía alguna que otra calabaza cuando sacaba a bailar
a las muchachas. Aunque tenía buena planta, sus rústicos modales y su parquedad
hacían que pasara desapercibida.
Ellas
preferían a los forasteros porque eran refinados en su manera de hablar y las encandilaban
contándoles cosas de la ciudad, olían a colonia cara y vestían muy bien.
Sonó el
primer compás de aquella melodía y Lorenzo, sin saber por qué, le pidió a
Amelia que bailara con él. Ella aceptó,
sorprendida de que por fin alguien la sacara a la pista justo en el baile que
clausuraba la feria.
Bailaron
mirándose a los ojos como si fuera la primera vez que se veían. Apenas se
movían de arrobados que estaban. Acabó
la música y seguían abrazados, como si todo a su alrededor no existiera.
Aquello
levantó muchos comentarios. Tantos como su inesperado noviazgo, surgido tras el baile. A partir de
entonces los vieron pasear por las calles del pueblo, por los campos, los
ribazos, cogidos de la mano siempre, ausentes de todo y de todos.
Amelia
comenzó a pintarse un poco los ojos, peinarse de otro modo más favorecedor y perfumarse antes de salir de casa. En alguna escapada que hizo a la capital
adquirió ropa del mismo estilo que las jóvenes
que veraneaban en el pueblo.
Lorenzo
también dejó las camisas y pantalones de siempre para vestir más moderno y actual.
Tan notorio
fue su repentino cambio que hasta los
veraneantes, chicos y chicas, los miraban de otro modo, como si los
descubrieran por primera vez llegando a
provocar cierta admiración.
Un día
las campanas de la iglesia del pueblo tocaron a boda y Lorenzo y Amelia fueron aclamados por sus paisanos
deseándoles toda clase de
parabienes y felicidad.
Nadie
recordaba un “sí quiero” más radiante y
emotivo como el de aquellos novios que se juraron amor eterno a los pies de la
Virgen de Cortes.
Tanta dicha
en aquel noviazgo y matrimonio tan repentinos como dichosos, tuvieron su
recompensa en unos hijos que serían fiel reflejo de sus padres; Miguel y MariCortes.
Los años
fueron pasando apaciblemente en aquel pueblo que poco a poco fue cambiando al compás de los nuevos tiempos; la recién
estrenada autovía acortaba distancias y
pronto crecieron adosados y nuevas edificaciones que dieron un toque de
modernidad a todo el entorno. También la nueva piscina, el Instituto y las
Escuelas Profesionales contribuyeron a realzar su importancia como cabeza de
partido.
Lorenzo y
Amelia seguían paseando cada atardecer por los alrededores del pueblo aunque ya
no iban solos; unos lozanos y bulliciosos nietos les alegraban la vida y les recordaban cuando sus hijos,
Miguel y MariCortes, correteaban delante de ellos saltando y corriendo alegres
y risueños.
Una tarde
de Noviembre un hielo traicionero en el asfalto los estrelló contra un árbol al
perder el control del vehículo. Un ángel misericordioso debió llevar en
volandas la ambulancia porque
salvaron la vida a tiempo.
Estaban
vivos aunque apenas podrían andar con normalidad, así se lo comunicaron los
médicos. Las muletas serían sus compañeras inseparables para siempre.
No
regatearon tiempo ni dinero visitando más y más doctores pero el diagnóstico
era el mismo: nunca caminarían con normalidad.
Esperanzados,
por agotar todas las posibilidades, acudieron a incontables sesiones de
afamados fisioterapeutas que les hicieron soñar que lograrían andar como antes
del accidente pero tan solo fueron un alivio pasajero a sus dificultades
locomotoras.
Amelia y
Lorenzo lo sufrían todo resignados y siempre dando las gracias a Dios por no
haber perecido en aquel terrible accidente y así estar el uno junto
al otro y poder seguir disfrutando de sus hijos y nietos.
Unos amigos
les hablaron de los balnearios de aguas termales, los variados beneficios que se obtenían con
aquellas aguas que salían de las entrañas de la tierra. Aliviaban y casi
curaban multitud de dolencias de todo tipo;
óseas, dermatológicas, pulmonares, eran incontables sus propiedades.
Sus hijos
se ofrecieron a llevarlos a uno de ellos, para que pasaran una temporada
fuera de su rutina diaria y así distraerse y olvidar sus males. Tras largas deliberaciones
pensaron que quizá los chicos tuvieran razón y les conviniera respirar nuevos
aires, así que aceptaron.
El
balneario estaba situado en las
estribaciones de la Sierra de Alcaraz, un entorno privilegiado, poblado de árboles, arbustos, flores de todo
tipo. Sus instalaciones ofrecían los más completos tratamientos corporales
atendidos por personal cualificado.
Desde el
primer día los arroparon los monitores en los baños y los
demás compañeros para minimizar sus deficiencias físicas. Por las tardes, bajo
los sauces llorones mecidos por la fresca brisa de las montañas, disfrutaban
conversando con gente de su edad, compartiendo detalles de sus vidas,
experiencias, recordando su día a día en
aquella amable armonía.
El día de
la despedida llegó cuando más entretenidos estaban. Cada uno debía de volver a
sus puntos de origen; unos a sus residencias de la tercera edad, otros en
compañía de sus hijos y familiares y los demás a sus quehaceres diarios.
Como cada
año se organizaba una gran fiesta de despedida. Al ser verano y la temperatura
nocturna muy agradable, se habilitó la gran explanada de la entrada engalanándola
a tal efecto. En el espectáculo unos
residentes cantaron, otros recitaron
sentidas poesías y rimas; también
actuaciones musicales de acordeón,
guitarras y laúd para deleite de la concurrencia. También hubo entrega de premios a los ganadores de petanca, parchis,
dominó, y todas aquellas actividades que promovía el Balneario para que nadie permaneciera
ocioso y quisiera participar.
El colofón
de la noche, el momento más esperado, era el baile. Rumbas, salsa, boleros,
cumbias, tangos, todo tipo de música y
ritmos mantenían en movimiento a un
ejército de bailarines a cual más entregado y pletórico de fuerzas.
Lorenzo y
Amelia miraban cómo bailaban y se
divertían todos al compás de alegres melodías. Estaban cogidos de la mano y una
sana envidia se dibujaba en sus ojos al contemplar el espectáculo musical.
Se hizo muy
tarde y había que recogerse para madrugar al día siguiente.
El Disc
jockey anunció la última canción,
“Extraños en la noche”. En
labios de Frank Sinatra, “La Voz”, fue
destilándose suavemente a través de los
altavoces, esparciendo sutilmente en el aire su inolvidable eco romántico.
Sin que
nadie lo advirtiera, algo desconocido e indescriptible se apoderó de Lorenzo y
Amelia al recordar que esa canción fue la que sonó aquella noche en la verbena del pueblo cuando
bailaron por primera vez.
Se miraron
a los ojos en una mirada desconocida hasta entonces, llena de un extraño brillo
que los envolvió sacudiendo hasta la última partícula de su ser.
Una súbita
sacudida recorrió sus cuerpos y los levantó
de sus asientos. Un poderoso imán los atrajo a la pista de baile por su
propio pie, sin muletas, enlazados por la cintura, como si aquel momento se
transfigurase en la noche que se abrazaron y se miraron como si solo ellos
estuvieran en el mundo.
Ante el
asombro de los presentes se deslizaron suavemente al compás de la canción; “La Voz” los mecía con mimo, cómplice en cada
nota de ese quedo vaivén que los unía
como dos mariposas libando la misma flor.
Hasta la
luna, allá en lo alto, había detenido su deambular nocturno para ser testigo de aquel inaudito
milagro en sus miembros tanto tiempo paralizados.
Cuando la
última nota de la canción se perdió en el aire se besaron como si nunca lo
hubieran hecho, embebidos de aquellas
lágrimas dulces que surgían del corazón.
Ningún
doctor supo dar explicación a este hecho que escapaba de sus conocimientos y
que figuró en numerosos artículos de revistas especializadas de medicina. Aunque se barajaron varias hipótesis, entre ellas que la parálisis parcial de sus
piernas fue transitoria, cobraba fuerza
entre los que acudían al Balneario de Benito el convencimiento de que fueron
sus aguas medicinales las que
obraron ese particular milagro en Lorenzo y Amelia.
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