sábado, 1 de junio de 2013

El acantilado



                                              

El viento zarandeaba a las gaviotas,  parecían bailar al son de las fuertes rachas. Silbaba al entrar por los farallones de las cuevas marinas, gritaba y ululaba, como un fantasma que huye asustado de sí mismo, buscando un refugio imposible.
El hombre lo  miraba todo desde lo alto del acantilado. La línea del horizonte, borrosa por el oleaje, el sol marchitándose al atardecer,  las nubes de formas grotescas, cargadas de lluvia, las olas rompiendo estruendosamente sobre las rocas….
Tenía los ojos perdidos en un pensamiento tan lejano como el barco negro que se adivinaba en la lejanía.
Avanzó poco a poco al extremo de la peña. Sus pasos parecían los de un niño que aprendía a andar. Vestía traje chaqueta en buen estado aunque la ascensión al promontorio le había cubierto de polvo.
Esperó un buen rato, inquieto, con  la respiración entrecortada.
Entonces la vio. La mujer estaba muy cerca de él. No había reparado en ella. Sus miradas se cruzaron por unos instantes. Indecisa, empujada por el ventarrón llegó junto al hombre. Este la miró sin verla, no le dijo nada.
Ignorando su presencia,  el hombre  inició un paso al vacío. Una ventolera casi le hace perder el equilibrio y la mujer le sujeta como puede.
- Espera, hagámoslo al mismo tiempo.
Un gruñido es la respuesta.
- ¿Por qué?
- Queda más solemne.  Imagínate la noticia: un hombre y una mujer se arrojan del acantilado del Cabo del Águila. O,  mejor, dos enamorados que se despeñan cogidos de la mano.
- ¡Qué cosas dices!  Nadie se ocuparía de nosotros, dos desconocidos, ¿a quién le importaríamos?  Además, ¿qué sabrás tú del amor, de dos enamorados  que se tiran a un barranco?
- Pues sé muchas cosas, demasiadas. O quizá por no saber todavía más estoy aquí. Terminemos de una vez, venga, los dos al mismo tiempo….
El hombre la sujetó ésta vez, clavándole los dedos  en el brazo hasta hacerle daño.
-  Espera, hay tiempo, el precipicio no se irá de aquí. No esperaba tener compañera de viaje. Es el sito menos indicado para compartir esto con otro.
Pero yo llegué antes –rió forzado-,  me tiraré el primero, me verás caer  y quizá no lo hagas tú, ojalá  el horror te impida hacerlo.
- El horror es mi vida, llena de equivocaciones, de mala suerte.
- Dos almas gemelas, por lo que veo. Dos tristes parias que quieren irse para no sufrir más.  Terminar de una vez por todas, hacerle una jodida pedorreta al mundo, a la vida.
- Trabajando desde niña, sin  descanso, de sitio en sitio, mal pagada, tragando carros y carretas, haciendo lo que nadie quería hacer. Un marido, borracho siempre,  me pegaba,  me tuvo como una coneja de cría, seis hijos me hizo. La droga se llevó tres.  De los otros sólo uno me salió bueno.  Una tarde la policía me avisó que mi marido había muerto de un navajazo. Me había quedado sola, libre, y para qué quería la libertad. Pero lo que más me duele en esta vida es que nunca tuve amor, ternura alguna, nadie me dijo algo tan simple y bonito como  “te quiero”.
La mujer lloró. El hombre la miró confundido, quiso decirle algo pero no supo qué. Después le pasó una mano por el hombro, en plan conciliador.
- Aquí donde me ves, ninguna mujer se fijó en mí, no tuve oportunidad de fundar un hogar, tener unos hijos en los que mirarme en la vejez. Y mira que lo intenté, pero en vano, o quizá no supe buscarla. Al contrario que tú, no encontré a quién decirle eso que tu siempre esperaste oír, soltar un “te quiero” como la copa de un pino. Pero ahora ya es tarde para eso.
Guardaron silencio,  escuchando el bramido de la tempestad que no arreciaba.
Se cogieron las manos. En el fondo de ellos mismos se leía idéntico desencanto,  la misma tristeza. El momento había llegado.
Se asomaron al precipicio y un pavoroso vértigo se apoderó de ellos. Una salvaje corriente de aire les empujó  de lleno.
En ese momento unos excrementos de gaviota les manchó la cara a los dos.
Se contemplaron el uno al otro, con aquella suciedad en  el rostro.
Y,  de repente, estallaron a reír. Era una risa absurda, tan absurda como la situación que la provocaba.
Estaban todavía fuertemente cogidos de la mano, mirándose mutuamente sin dejar de reír a carcajadas. Cuando cesó la risa notaron que  algo había cambiando entre ellos.
- ¿Sabes? –dijo el hombre-, Hacía ni se sabe que no me reía de este modo.
- Yo tampoco, olvidé cómo había que hacerlo.
- No me importaría hasta decirte algo que nunca pude decir a nadie.
- Dímelo, puedes decirme lo que quieras y como quieras.
- ¿Qué te parece si te digo que te quiero? –dijo él ansioso-.
- Que son las palabras más bonitas que podrían decirme.
Poco a poco fueron separándose del acantilado. El viento había amainado. Y un tibio y vergonzoso rayo de sol iluminó por unos momentos a un hombre y una mujer que, cogidos de la mano, iban hacia un  nuevo y esperanzador paisaje.

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