El viento zarandeaba a las gaviotas, parecían bailar al son de las fuertes rachas.
Silbaba al entrar por los farallones de las cuevas marinas, gritaba y ululaba,
como un fantasma que huye asustado de sí mismo, buscando un refugio imposible.
El hombre lo miraba todo desde lo alto del acantilado. La
línea del horizonte, borrosa por el oleaje, el sol marchitándose al
atardecer, las nubes de formas
grotescas, cargadas de lluvia, las olas rompiendo estruendosamente sobre las
rocas….
Tenía los ojos perdidos en un
pensamiento tan lejano como el barco negro que se adivinaba en la lejanía.
Avanzó poco a poco al extremo de la
peña. Sus pasos parecían los de un niño que aprendía a andar. Vestía traje
chaqueta en buen estado aunque la ascensión al promontorio le había cubierto de
polvo.
Esperó un buen rato, inquieto, con la respiración entrecortada.
Entonces la vio. La mujer estaba muy
cerca de él. No había reparado en ella. Sus miradas se cruzaron por unos
instantes. Indecisa, empujada por el ventarrón llegó junto al hombre. Este la
miró sin verla, no le dijo nada.
Ignorando su presencia, el hombre
inició un paso al vacío. Una ventolera casi le hace perder el equilibrio
y la mujer le sujeta como puede.
- Espera, hagámoslo al mismo tiempo.
Un gruñido es la respuesta.
- ¿Por qué?
- Queda más solemne. Imagínate la noticia: un hombre y una mujer
se arrojan del acantilado del Cabo del Águila. O, mejor, dos enamorados que se despeñan cogidos
de la mano.
- ¡Qué cosas dices! Nadie se ocuparía de nosotros, dos desconocidos,
¿a quién le importaríamos? Además, ¿qué
sabrás tú del amor, de dos enamorados
que se tiran a un barranco?
- Pues sé muchas cosas, demasiadas. O
quizá por no saber todavía más estoy aquí. Terminemos de una vez, venga, los
dos al mismo tiempo….
El hombre la sujetó ésta vez, clavándole
los dedos en el brazo hasta hacerle
daño.
-
Espera, hay tiempo, el precipicio no se irá de aquí. No esperaba tener
compañera de viaje. Es el sito menos indicado para compartir esto con otro.
Pero yo llegué antes –rió forzado-, me tiraré el primero, me verás caer y quizá no lo hagas tú, ojalá el horror te impida hacerlo.
- El horror es mi vida, llena de
equivocaciones, de mala suerte.
- Dos almas gemelas, por lo que veo.
Dos tristes parias que quieren irse para no sufrir más. Terminar de una vez por todas, hacerle una
jodida pedorreta al mundo, a la vida.
- Trabajando desde niña, sin descanso, de sitio en sitio, mal pagada,
tragando carros y carretas, haciendo lo que nadie quería hacer. Un marido,
borracho siempre, me pegaba, me tuvo como una coneja de cría, seis hijos me
hizo. La droga se llevó tres. De los otros
sólo uno me salió bueno. Una tarde la
policía me avisó que mi marido había muerto de un navajazo. Me había quedado
sola, libre, y para qué quería la libertad. Pero lo que más me duele en esta
vida es que nunca tuve amor, ternura alguna, nadie me dijo algo tan simple y
bonito como “te quiero”.
La mujer lloró. El hombre la miró
confundido, quiso decirle algo pero no supo qué. Después le pasó una mano por
el hombro, en plan conciliador.
- Aquí donde me ves, ninguna mujer se
fijó en mí, no tuve oportunidad de fundar un hogar, tener unos hijos en los que
mirarme en la vejez. Y mira que lo intenté, pero en vano, o quizá no supe
buscarla. Al contrario que tú, no encontré a quién decirle eso que tu siempre
esperaste oír, soltar un “te quiero” como la copa de un pino. Pero ahora ya es
tarde para eso.
Guardaron silencio, escuchando el bramido de la tempestad que no
arreciaba.
Se cogieron las manos. En el fondo de
ellos mismos se leía idéntico desencanto,
la misma tristeza. El momento había llegado.
Se asomaron al precipicio y un
pavoroso vértigo se apoderó de ellos. Una salvaje corriente de aire les
empujó de lleno.
En ese momento unos excrementos de
gaviota les manchó la cara a los dos.
Se contemplaron el uno al otro, con
aquella suciedad en el rostro.
Y,
de repente, estallaron a reír. Era una risa absurda, tan absurda como la
situación que la provocaba.
Estaban todavía fuertemente cogidos
de la mano, mirándose mutuamente sin dejar de reír a carcajadas. Cuando cesó la
risa notaron que algo había cambiando
entre ellos.
- ¿Sabes? –dijo el hombre-, Hacía ni
se sabe que no me reía de este modo.
- Yo tampoco, olvidé cómo había que
hacerlo.
- No me importaría hasta decirte algo
que nunca pude decir a nadie.
- Dímelo, puedes decirme lo que
quieras y como quieras.
- ¿Qué te parece si te digo que te
quiero? –dijo él ansioso-.
- Que son las palabras más bonitas
que podrían decirme.
Poco a poco fueron separándose del
acantilado. El viento había amainado. Y un tibio y vergonzoso rayo de sol
iluminó por unos momentos a un hombre y una mujer que, cogidos de la mano, iban
hacia un nuevo y esperanzador paisaje.
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