miércoles, 29 de abril de 2015

Un mechón de tus cabellos





Paulo Pereira era un consolidado y afamado retratista que destacaba en el panorama fotográfico mundial. Leticia, también fotógrafa, había recibido una invitación personal de su puño y letra para asistir a una exposición de sus obras que se celebraba en Madrid.
Extrañada  por este hecho  acudió a la Exposición y su sorpresa no tuvo límites cuando, al entrar en la Sala, Paulo Pereira se dirigió directamente a ella nada más verla.  
Con una leve reverencia tomó gentilmente su mano y la besó.
- Bienvenida, señorita Leticia, es un honor que haya aceptado mi invitación.
Aquellas palabras habían sido pronunciadas en castellano  con un marcado acento portugués, o tal vez brasileño, dedujo ella.  Paulo le sonreía afablemente observando el asombro que asomaba en el rostro de Leticia. Sin duda, corroboró ella, era un hombre muy atractivo.
 Alto,  su piel bronceada casaba a la perfección en unas facciones de mirada profunda y acogedora. Sus ojos negros no cesaban de mirarla, extasiados y conmovidos.
Leticia estaba confundida, no sabía qué pensar. Paulo Pereira parecía disfrutar al verla  en ese estado y sonreía condescendiente.
- ¿Nos conocemos? -preguntó un poco azorada ante  la presencia de aquel hombre de cautivadora mirada.
- Ya lo creo que sí, desde que yo era pequeño, señorita Leticia.
- Me confunde usted, señor Pereira, no le conozco más que de ver sus fotografías  y saber de sus éxitos fotográficos,  pues, como fotógrafa que soy, me gusta estar al día.
- Pronto lo comprenderá todo, señorita Leticia. ¿Quiere ser tan amable de seguirme?
Con un caballeresco gesto la invitó a visitar una Sala aparte. La presidía una pequeña fotografía enmarcada en un cuadro de marco dorado profusamente labrado.
 De  colores desvaídos, mostraba débilmente la imagen de una mujer y un niño.
De repente el pasado se agolpó en el ánimo de Leticia al contemplarla y su mente retrocedió vertiginosamente en el tiempo.
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Siendo muy joven, Leticia viajó a Brasil para realizar un reportaje fotográfico de la cuenca del  Amazonas y las gentes que la poblaban. Ya por aquel entonces era reconocido su arte y las revistas de Naturaleza y Viajes le solicitaban sus trabajos.
Ello le permitía recorrer el ancho mundo y conocer gentes y culturas y plasmarlas bajo su  prisma personal a través de  la  cámara.
La base de operaciones la establecieron a orillas del gran río, al lado de un poblado de acogedores  indígenas.  Sus moradores les recibieron con curiosidad y hospitalidad  y desde el primer momento Leticia acaparó la atención de todos ellos, en especial de las mujeres. Leticia era una esbelta jovencita  rubia de sedosos y rizados cabellos. Su pelo,  dorado como el oro ejercía un poderoso efecto de atracción sobre quien lo contemplase. En particular llamó poderosamente el interés de un niño. Hasta tal punto que mientras  duró su estancia en ese lugar, apenas se separó de ella.
Benko, así le llamaban  en la tribu, era un niño de pelo rizado negro como el azabache y carita graciosa.  Se le quedaba mirando embobado como si nada más que aquella larga  cabellera brillante como el sol existiese para él. Leticia le daba galletas y caramelos y el niño no cabía en sí de gozo por aquellos regalos que nunca había conocido.
Lo que más le gustaba era tener en sus manitas morenas los rizos de Leticia, los acariciaba  desenredándolos con verdadera devoción.
A su madre no le importaba,  pues ella, al igual que las demás mujeres de la tribu, también revoloteaba a su alrededor encantada de admirar a la mujer de piel blanca y pelo dorado.
El niño la seguía en sus reportajes indicándole por señas adonde dirigirse para no perderse, nunca la dejaba sola. Leticia también se percató  de la fascinación que su cámara ejercía en él. No perdía detalle de sus poses al buscar el mejor ángulo y perspectiva y guardaba un sepulcral silencio hasta oír el disparo del obturador.
Fue una estancia fructífera artísticamente e inolvidable por tantos momentos emocionantes vividos con la tribu y por la complicidad que estableció con el niño, por eso el momento de la partida fue muy difícil para ambos, especialmente para ella pues le había cogido cariño.
El día de la despedida  Benko estaba tan compungido y lloroso que le pidió a un compañero que les hiciese una foto juntos con la Polaroid porque tuviera un recuerdo de ella. Y no fue solo eso. Se cortó un generoso mechón de su pelo y se lo dio.
Sus ojos le brillaron de un modo tan singular a Benko que, entre llantos, de la emoción le dio un beso.
- Era un niño precioso...dijo Leticia volviendo de súbito al presente con la mirada perdida y cargada de nostalgia.
- Y ese niño fue apadrinado por Roberto Pereira, consejero de la ONU y al acabar  la Universidad,  emprendió  la búsqueda de quien recibió sus primeras lecciones de fotografía.
Entonces, en un movimiento  de prestidigitador, apareció en una  mano de Paulo Pereira, un pequeño estuche de plata. Al abrirlo, Leticia contempló aquellos tirabuzones suyos que se cortó para dáselos  un  lejano día.
La emoción turbaba  a Leticia. El  niño de entonces ,  ahora el hombre que la contemplaba mirándola fijamente a través de sus ojos negros,  había desatado un tropel de emociones que ella creía  perdidas para siempre.
Lentamente, Leticia abrió su bolso y sus gráciles dedos mostraron una fotografía idéntica a la que exponía el cuadro.
- La llevo siempre conmigo - dijo ella con la voz quebrada.
Esta vez fue  Paulo Pereira quien se mostró visiblemente impresionado al contemplar la imagen y sus oscuros ojos se  empañaron  unos instantes.
Quedaron en suspenso los dos, contemplándose como si fuera la primera vez, hacía tantos años,  a orillas del Amazonas. Ella,  una audaz jovencita que triunfaba en su profesión y se adentraba en la selva amazónica llena de ilusiones y proyectos. Él, un muchachito risueño lleno de encanto que acaparó toda su atención desde el primer momento por su gracia y desparpajo.
- Debo felicitarle por su magnífica obra;  por sus famosos Ángeles Rubios, los retratos más sutiles e increíbles que nunca he visto.
Paulo sonrió con dulzura a Leticia.
- Desde pequeño sigo impresionado por su cabello rubio, de esos rizos prodigiosos que yo rememoro  desde entonces;  y de su rostro,  para mí el prototipo de la Belleza más pura.
Leticia estaba a punto de echarse a llorar por sus palabras. Nadie,  jamás,  le había dicho una frase como aquella. ¿Por qué se puso a temblar repentinamente?
- Por eso retrato siempre modelos de piel blanca como la nieve y  cabello dorado, en un vano intento de que se asemejen a usted.
Leticia se tambaleó levemente y Paulo Pereira la sujetó con suavidad.
- Nada, no ha sido nada, gracias -musitó con un hilo de voz por tanta emoción.
Sentados frente a unos cafés dejaron pasar  el tiempo, indolentemente,  entre confesiones y risas, compartiendo retazos de sus vidas.
- Nunca pensé que volvería  a ver a Benko, aquel niño de la aldea  del Amazonas y menos convertido en todo un hombre. Y, para mi sorpresa, siendo uno de los mejores retratistas del momento. Me ha dado usted una sorpresa mayúscula.
- El hallazgo fue para mí conocerla, señorita Leticia.
- Señora -corrigió ella con una elegante sonrisa- Tengo un esposo y unos hijos  adorables,  que me dan toda la felicidad que una mujer puede desear.
Paulo Pereira asintió y se inclinó hacia adelante en un gesto como para dar mayor confidencialidad a sus palabras.
- A los pocos años de irse usted y su equipo vinieron  unos misioneros y unos delegados de la ONU que visitaban la cuenca del Amazonas. Desgraciadamente había perdido a mis padres y mi vida no hubiera seguido otro rumbo diferente de los demás  de la tribu si no hubiera sido por un afortunado azar llamado Roberto Pereira. Me adoptó otorgándome  su apellido y me trató como uno más de sus hijos dándome su afecto y la posibilidad de ser alguien en la vida.
Su voz se  había quebrado al recordar el infortunio de sus padres y evocar a su familia adoptiva.
- No hacía más que recordarla  haciendo fotografías -siguió rememorando Paulo Pereira- y puse todo mi empeño en ser fotógrafo como usted.
- Por favor, Paulo, no me llames de usted -dijo ella cordialmente.
- Gracias, Leticia, por tu amabilidad.
- Y ciertamente has sido un alumno muy aplicado, tus retratos son famosos en el mundo entero. Además de tus reportajes de Flora y Fauna que sigo con mucho interés desde siempre. Quién me iba a decir que mi fotógrafo preferido era el inseparable Benko en aquella selva amazónica que nunca olvidaré.
A Paulo Pereira le reconfortaba el modo afectuoso con que Leticia le hablaba y miraba.
- Te parecerá una tontería pero el mechón de tus cabellos siempre fue una especie de talismán para mí. Todavía guardan las yemas de mis dedos la sensación que sentía cuando acariciaba tus cabellos. Es así,  por increíble que parezca.
Leticia sonrió ampliamente y tomó una de sus manos.
- Guardé esa foto de los dos como oro en paño, no sé ni como se ha conservado tan bien.
- Ahora, Leticia, este famoso fotógrafo, como dices tú, pero humilde  fotógrafo, quiere pedirle a su maestra  un deseo.
La expresión de Leticia mostró una gran sorpresa. ¿Cuál sería ese deseo?
- ¿Qué podría hacer yo por ti, una simple reportera?
- Una simple reportera a la que se  rifan en las Agencias.
- Ya será algo menos, ya - rió divertida Leticia. ¿Y cuál es el deseo del afamado retratista del momento?
- Un deseo que está cumpliéndose en parte porque quería verte de nuevo. Y algo más en lo que sueño desde siempre.
Fueron unas palabras trascendentes, rotundas aunque cálida e inocentemente pronunciadas por Paulo Pereira que despertaron una poderosa curiosidad e intriga en ella.
- Quiero que poses para mi.
Aquello fue como una inesperada e intensa lluvia de verano que sorprendió totalmente a Leticia. Intentó asimilar la petición de aquel hombre que la miraba como cuando un niño pide algo imposible.
- Por supuesto que sí -se sorprendió ella misma al pronunciar estas palabras casi automáticamente.
Paulo Pereira no esperaba tan repentina espontaneidad y  su rostro se dulcificó complacido.
- Gracias, Leticia, no sabes cuánto he soñado este momento.
- Pero con una condición.
- ¿Chantaje...? - y soltó una jovial risotada.
- Que luego poses para mi, Benko. Sin Polaroid.
- Concedido. Sin Polaroid.
- Siempre serás Benko para mí. -sentenció Leticia.
- Me alegraré de que así sea.
- ¿Nikon contra Nikon?
- Nikon contra Nikon.
Brindaron como los viejos amigos que eran y quien quiera que los contemplase sin duda se hubiera contagiado de su alegría. 

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sábado, 11 de abril de 2015

Aquella Navidad




Cuando los astronautas Conrad y Thomas descubrieron AQUELLO a través de la ventanilla de su cápsula espacial creyeron haberse vuelto locos de repente. AQUELLO era lo más insólito y extraordinario con que podían tropezarse allá arriba. Sucumbieron con la incredulidad y el espanto pintados en sus rostros.
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Todo empezó la mañana de un día de Navidad, cuando aquel hombre y su hijo llevaban una veintena de pavos al mercadillo de la ciudad. Augusto, que así bautizaron al bicho más lozano, escapó de la varita del chico y corrió a picotear aquella planta que crecía al borde del camino. Sus hojas grandes y amplias, de vivas tonalidades encarnadas, atrajeron su atención. Y debieron de satisfacer su gula a juzgar por lo pronto que las despachó. Con este acto tan simple, tan estúpido si se quiere, la Ciencia, los botánicos y estudiosos del mundo entero perdieron la oportunidad de asombrarse con el hallazgo del más fantástico ejemplar vegetal que, extraña e increíblemente, no figuraba en libro ni catálogo alguno. Era una planta inédita. Estaba allí y nadie sabría decir desde cuándo, cómo, y por qué.
         El esplendoroso tamaño de Augusto llamó inmediatamente la atención de los compradores. “¡Vaya pavo imponente!”, pensaban. Pero tuvieron que trocar su admiración por el pavor. Aquel animalejo comenzó a transformarse por momentos en una criatura monstruosa. En un visto y no visto adquirió la corpulencia de un avestruz y al intentar su dueño echarle un lazo, tenía tal altura que se tragó al pobre hombre como si fuera una lombriz.
         Otro intervalo de tiempo y helo aquí convertido en un gigantesco caballo de Troya  emplumado que cacareaba. Bajo sus rugosas patas las aterrorizadas gentes desaparecían a cada viaje de su voraz pico. El animal agujereaba los edificios más venerables, los rascacielos altivos que se deshacían como hojaldres, lo aplastaba todo.
         Pronto una sola de sus patas cubrió toda la ciudad. Horas después, el continente entero quedaba asolado por aquella mole inabarcable de carne suculenta y apetitosa. El vasto océano fue para el plumífero una pequeña charca que atravesó sin esfuerzo.
         Todo se convirtió en una interminable sucesión de cráteres y el agua de todos los mares no llegó a mitigar la sed de aquel ser que escapaba a todo lo imaginable.
         Y seguía creciendo…
         Tanto, que llegado un momento sobresalía más allá de la estratosfera y se apoyaba sobre el globo terráqueo al igual que un payaso de circo haría equilibrios sobre una pelota rodante. Quedó, al dar un pequeño salto, flotando grotescamente en el espacio. Parecía un inmenso barco negro, sin rumbo, zarandeado por dóciles corrientes.
         Tuvo hambre. Primero deglutió la Tierra. Después, cual minúsculos granos de arroz, los planetas, los asteroides, los cometas, cualquier cuerpo celeste fue engullido. Aquella cabina espacial ni se notó en el asombroso buche de Augusto.
         El sol, tan reluciente, cautivó al pavo. Lo devoró de un picotazo. Le gustó el calorcillo que embriagó su interior. Se tornó él mismo brillante, despedía calor.
         Y siguió creciendo y creciendo…

jueves, 2 de abril de 2015

Laura




La enfermera depositó el sobre en la mesa del despacho del doctor Villagrán y se retiró tras dedicarle una leve sonrisa.  No  llevaba remitente  y estaba un poco arrugado. Intrigado, el facultativo lo abrió y unas líneas de cuidada caligrafía se ofrecieron   a su vista.
 " Mi inolvidable y muy  estimado doctor Villagrán -comenzaba así-. Soy Laura y cuando lea esta carta seguramente  no estaré ya en el mundo de los vivos. Pero antes de que mi  extrema gravedad  acabe  con mi vida, le rogué a don Segundo, -el cura que asiste de vez en cuando al  barrio de Las Chimbambas-,  le escribiera esta carta en mi nombre, pues no se  leer ni escribir.
No se me ocurren palabras para agradecerle lo que hizo por mí desde aquel día que llegué a su Hospital prácticamente muerta de inanición. Una ambulancia me llevó allí por error  y aunque a ese Centro no le correspondía atenderme pese a mi precario estado, dado que es privado, usted hizo lo imposible porque fuera acogida  bajo su única y estricta responsabilidad nada más ver cómo  me encontraba.
Nunca había estado en un Hospital ni conocido lo que era la caridad humana hasta que le conocí a usted.
Fue como si un verdadero ángel de la guarda se hubiera hecho realidad  en su benefactora persona. En mi inconsciente agonía oía su voz serena y tranquilizadora, sentía los cuidados que me prodigaba y cómo poco a poco recobraba la lucidez perdida. Notaba una fuerza interior que se abría paso empujándome a volver a la vida aunque solo fuera por ver su rostro y darle las gracias.
¿Cómo olvidar su saludo de cada mañana, su mano sobre mi frente, el... "¡Hasta mañana, Laura!", antes de abandonar el Hospital?
Fueron momentos y sensaciones que me acompañarán siempre hasta el fin de mis días,  tan  próximo como usted sin duda intuyó.
Si de verdad existe ese Cielo que don Segundo  predica, tenga por cierto que le estaré mirando desde allá arriba y velaré por usted en todo momento, porque siga aliviando y dando esperanzas a seres como yo."
A la mente del doctor vinieron aquellas escenas vividas no hacía mucho tiempo.  El impacto que le causó ver a una muchacha en tal estado de depauperación, con un terrible cuadro clínico, prácticamente muerta. A fuerza de goteros y estar pendiente de ella en todo momento su tensión arterial fue recuperando niveles normales y un leve tono sonrosado  asomó en sus mejillas.
Cuando no pudo prolongar más su  estancia en el Hospital, el doctor Villagrán la hizo conducir a su domicilio. Había oído hablar del barrio de Las Chimbambas pero nunca se hubiera hecho la más mínima idea del nivel de degradación que allí imperaba.
Las chabolas, precariamente construidas con lo más inverosímiles materiales, se alzaban en medio de un lodazal que acentuaba todavía más lo lóbrego e insalubre del lugar.
En el extremo norte de aquel mísero paisaje, casi lindando con un vertedero, se alzaban unas tablas formando un habitáculo, a modo de casucha, con plásticos como techo y un gran trapo mugroso que servía de puerta para acceder a la estancia.
Al doctor Villagrán se le cayó el alma a los pies al depositarla sobre un sucio y maloliente jergón. Las condiciones higiénicas eran nulas, como las de todos los que habitaban aquel emplazamiento espectral. Las Chimbambas estaban habitadas por los más pobres de la ciudad, los desposeídos de la más ínfima dignidad humana, aquellos que no existían para el resto de la sociedad. Malvivían como un dios inclemente les daba a entender y el hambre y las infecciones, entre otras enfermedades, se cobraban vidas con demasiada frecuencia.
Estaba sola, sus padres habían muerto, sus únicas compañías eran las gentes que habitaban aquel inhóspito y terrible  lugar alejado de la mano de dios. 
El doctor Villagrán no podía quedarse con los brazos cruzados y permitir este estado de cosas. La muchacha necesitaba atenciones para que el débil hálito de vida que la sustentaba no se apagara todavía. La proveyó de un colchón digno y mandó limpiar y desinfectar el precario cuchitril que constituía su hogar.
Cada día, al terminar su labor en el Hospital, el doctor Villagrán la visitaba para suministrarle dosis de reconstituyentes y alimentos energéticos que pagaba de su ajustado sueldo.
En su fuero interno sentía la imperiosa necesidad de velar por ella, porque viviera lo mejor posible cuanto le quedara de vida, robándole tiempo al tiempo, antes de ese  inevitable final que adivinaba cada vez más cercano a tenor del irreversible deterioro de su organismo. 
Pese a su deplorable extrema delgadez, la piel pegada a los huesos, un rasgo de ella sobresalía esplendoroso sobre el conjunto de su persona de un modo que no pasaba desapercibido. Eran sus ojos, de un azul profundo e intenso,  como el del mar al atardecer. Su mirada serena, acogedora, invitaba a perderse en ese iris que brillaba como una gema preciosa.
El doctor quedaba prendado cuando la contemplaba  y su corazón se encogía al sentirse  impotente  por no poder sanarla.
Qué no hubiera dado él para paliar tanta miseria como  le rodeaba, tantos seres que carecían de lo más mínimo, sin horizonte de futuro, sin expectativas  de vida siquiera.
Unas lágrimas empañaron la visión del doctor al recordar a Laura, revivió ese modo de mirarle agradecida por lo que  hacía por ella.
Su voz dulce y pausada, la tibieza de su piel al tomarle el pulso, la placidez que emanaba de cada gesto, de cada palabra.
Se percató de que la carta continuaba y con un suspiro siguió leyendo.
" En el sobre le adjunto mi posesión más querida; poca cosa es para quien luchó lo indecible por alargar  mi existencia como mejor pudo,  pero nadie mejor que usted para ser su custodio. Es la medalla de la Virgen del Carmen que mi padre llevó  siempre en su pecho  y le protegió en su azarosa vida de pescador;  ésa única herencia me dejó. Es la patrona de los marineros, aclámese a Ella cuando le haga falta, pues todos somos marineros en el infinito Mar de la Vida."
Efectivamente, de un extremo del sobre extrajo una pequeña medalla de oro que refulgió al sostenerla entre sus manos. Sintió que un fuerte estremecimiento sacudía todo su ser al recordar de nuevo las palabras que la muchacha le dedicaba cada día al despedirse.
<Gracias por venir, doctor Villagrán. Solo le tengo a usted.>
No pudo contener unos sollozos de emoción al sentir  prendida en su alma aquella mirada pura e inocente de Laura, aquellos ojos azules  que anegaron  su corazón de la más límpida ternura como nadie había hecho jamás.
Y deploró con todas sus fuerzas que el Destino no hubiera sido otro para seguir contemplando el azul de sus ojos de mar.

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