Berta era una
ejecutiva brillante y de éxito. En el proceloso mundo financiero había llegado
a la cumbre tras muchos años de duro y entregado trabajo. Ahora cosechaba el
fruto de su empeño aunque era muy consciente de que no podía bajar la guardia
en ningún momento.
Había logrado
reunir un equipo de colaboradores de élite; ése era otro de sus méritos, captar
el elemento humano que precisaba, conocer a las personas, estimularlas y lograr lo mejor de ellas
mismas. Estaba muy orgullosa de su equipo de profesionales, no había reto al
que no se enfrentaban con las máximas garantías de lograr su objetivo.
Tenía fama de
seria y fría, escrupulosa, inflexible las más de las veces. Aunque
prevalecía su olfato de negocio, sabía escuchar a su equipo y aceptaba
cualquier sugerencia que pudiera ser valiosa.
Era
inteligente, sagaz avispada,
extrovertida, abierta siempre a
cualquier nueva experiencia que le fuera
útil en su vida diaria y personal. Todo le llamaba la atención y su
curiosidad por cualquier tema era inagotable. También era alegre y positiva,
creía en la bondad de sus semejantes, y se entregaba sin reservas a quienes
ganaban su confianza pero siempre dejando su parcela más personal e inaccesible
para ella sola, sin interferencias de ningún tipo. Especialmente en los
momentos de índole sentimental en los que se hallaba inmersa.
Sobre su mesa,
una
cabina telefónica inglesa a
escala recuerdo de sus dos años de estancia en Londres. Un trozo de roca del
Gran Cañón, una flor desecada de la
selva amazónica y una figurita de vudú brasileña como recuerdos de tantos
lugares insólitos y países que había visitado. Dos ordenadores, los consabidos útiles para escribir y varias
pilas de documentos escrupulosamente alineados como era preceptivo en una mujer
ordenada y organizada como mandaban los cánones de la eficiencia.
Un solo
cuadro ocupaba la pared de su despacho: una copia perfecta de Las Muñecas, de
Manet, la obra pictórica que más admiraba y por la que sentía verdadera
devoción.
Solía vestir
de Dior o Armani, trajes de chaqueta preferentemente; se sentía cómoda y
elegante. Unos toques de Chanel nº 19, un rouge en los labios apenas insinuado, unas
pinceladas de rimel y un poco de color en sus blancas mejillas completaban su
look.
Desde el
amplio ventanal de su despacho divisaba
las mesas de sus empleados. Hoy había sido un día especialmente duro y
estresante. Por fortuna la reunión con los directores de Bancos y Cajas se
había resuelto con éxito. A la salida de la reunión, el presidente de la Compañía
la había felicitado, alabando la estrategia empleada en la resolución del
asunto.
Era
especialmente experta en ello. Le inspiraba la forma de actuar de la anaconda,
uno de sus animales salvajes preferidos.
Nunca
mostraba su línea de discusión desde un
principio; dejaba que sus oponentes
avanzasen en la exposición de sus argumentos, que se sintieran confiados. Luego sondeaba
brevemente a cada uno de los directivos,
se mostraba con esa magistral ingenuidad que interpretaba tan bien y que para
nada parecía fingido. Sus gestos moderados y su sonrisa contribuían a que
pensaran que iba a aceptar las
condiciones impuestas en la firma de los documentos.
Existía un
momento en que se producía un paréntesis en la reunión, parecía que ya todo se
daba por hecho. Entonces, como su admirada anaconda, se erguía de su asiento,
decidida y resolutiva, un tanto altiva
quizá, y uno a uno, iba desmontando las
ideas de cada uno de sus oponentes, los
rodeaba con su disertación, arrinconándolos sin dejarles la menor escapatoria.
En ese momento mostraba los contratos y ninguno de ellos podía resistirse a
firmarlos.
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Berta estaba
en la balconada del Corralón de la muy noble y leal ciudad de Alcaraz, al pie de la serranía que llevaba su nombre.
Tenia montado
el caballete y pintaba desde al
alba la ubérrima vega que se extendía
antes sus ojos hasta los Batanes.
Le gustaban
los amaneceres, ver cómo el sol pintaba sigilosamente con su mágica luz aquel paisaje tan conocido y querido por ella, El
contraste de luces y sombras en ese rápido contraluz había sido un reto
constante para ella que había resuelto con maestría.
Siempre que
podía se refugiaba en Alcaraz para desconectar de su estresante trabajo. Poseía
una bonita y acogedora casa y allí recuperaba
toda la energía y vitalidad que la ciudad y su trasiego le robaban. Era como su
célula madre, un renacer de nuevo, la que
restituía su ilusión, su inspiración pictórica, la que la devolvía al mundo real
dispuesta a seguir luchando.
Sus paisanos se habían acostumbrado a verla yendo de un
rincón a otro acarreando sus útiles de pintura. Era muy apreciada por los suyos y muy corriente que ancianos y
chiquillos la rodearan cuando pintaba.
Gustaba de
sus comidas manchegas; el sabroso queso,
el lomo de orza, las morcillas y
chorizos, los incomparables mojes y ese jamón que dormía en la cámara de arriba
el tiempo que necesitaba. Acompañado
todo por un tinto denominación Mancha.
Llevaba vaqueros comprados en Nueva York, camisas a cuadros de lana escocesa y
alpargatas de esparto. De esa guisa se
sentía feliz y libre como los pájaros, como el agua del arroyo que borbotea
alegremente. Una Berta diferente y auténtica renacía en Alcaraz, como si se
desprendiese de la coraza que la
atenazaba sin permitirle ser ella misma.
Por las noches
se sentaba en el portal de su casa a ver las estrellas en la nítida oscuridad,
seguir el lento deambular de la luna y
las nubes que la cortejaban allá en lo alto.
Se entretenía
con las salamanquesas pegadas a la
pared, verlas atrapar moscas e insectos, en pugna con los pequeños dragones que
salían de cualquier orificio para lograr su sustento.
Miraba la oscura montaña que tenía enfrente donde
destacaba la blanca figura del Sagrado Corazón,
dominando todo el paisaje y
recordaba las
veces que subió con su padre, la cantimplora al cinto y un hatillo con pan y
fruta; “Voy a subir con la chiquilla al
Santo”, decía su padre, “Ten cuidado con
la chiquilla, que no resbale”, contestaba su madre.
Muchas veces
subía a ese Santo Cristo por recordar aquellos años tan felices, con la vieja
cantimplora y un par de manzanas.
Gustaba de
plasmar el delirio de las flores en primavera, a los pies del Cerro de Cabeza
Gorda; el rojo provocativo de las
amapolas, los lirios, las castas azucenas, el espliego, las mil y una florecillas silvestres, el verde
de la hierba en su esplendor. Pintar los cortijos perdiéndose en la lejanía de
los campos, los trigales, las aldeas y
fuentes, cuanto descubriera la sutil
artista que era. Y esos contraluces en
las choperas que tanto la cautivaban y
en cuyas sombras descansaba plácidamente.
Era una paz
que la alimentaba por dentro, ponía en orden todo su ser y la transportaba a
otro mundo.
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De repente
recordó la notita que guardaba en el bolsillo.
Era de Luis.
Su secretario y colaborador más
importante.
Era
incansable y tenaz como una máquina alemana y exacto como un reloj suizo. Callado y trabajador como nadie, le ponía
todos sus asuntos al día. Con los demás era quizá algo desabrida e impersonal.
Pero con él era muy distinta. Era un ser
tímido y todo candidez y ternura. Lo conocía muy bien, pasaban la jornada
entera uno al lado del otro, salvo cuando ella viajaba y él quedaba al frente
del despacho.
Sus gestos
amables y siempre contenidos, ese andar como flotando y ausente, esa mirada
limpia y transparente que descubría todo su apacible carácter.
Esa firmeza y
resolución que restallaba de improviso sorprendiendo a todos en los momentos
precisos para luego disiparse en su anonimato.
Siempre la
rescataba del colapso cuando tenía los teléfonos sonando y las pantallas de los
ordenadores desbordadas de datos. En esos momentos llegaba él con su
parsimonia, pulsaba las teclas oportunas, respondía todas las llamadas y todo
volvía a su sitio, recobrando ella la calma. Encima le traía una tila, solícito, envuelto en su tímida sonrisa.
Desde hacía
tiempo se había dado cuenta de que Luis
bebía los vientos por ella. Al principio se mostró muy sorprendida, le costaba
dar crédito a sus sospechas. Fue atando pequeños detalles; su azoramiento
cuando le miraba directamente a los
ojos, el temblor que le estremecía cuando le rozaba deliberadamente, como en un
descuido. Cómo la observaba a hurtadillas creyendo que no se percataba de su muda admiración.
Detalles entre otros muchos que, como mujer, no le pasaban por alto.
Leyó por
centésima vez la escueta nota: “Me sentiría muy complacido si aceptara tomar
una copa conmigo. Luis.”
Sonrió por el
rimbombante tratamiento de usted que no
venia a cuento para nada. Seguro que
habría estado días, semanas tal vez buscando la decisión para escribir esa
frase.
Se sintió
extrañamente halagada. Quizá porque su actual momento sentimental no estaba en
su punto más álgido.
Tenía en el
alero una relación cuyo desenlace no podía augurar.
Se sentía
sola, falta de una voz y una presencia que llenaran sus carencias afectivas.
Sin duda Luis
era equilibrado, honrado y atento. El
típico hombre que se desviviría por la mujer de sus sueños. No costaba nada
imaginarlo sentado en un sofá fumando en pipa junto a la chimenea del hogar, el
perro de la casa a sus pies,
mientras su esposa hacía calceta.
Ella no era
precisamente de tranquilas labores del hogar si no de acción permanente en
cualquier lugar del mundo que le apeteciera visitar.
Era su
compañero de trabajo, pasaban todos los días juntos. Pese a que eran mundos
diferentes se había establecido una química perfecta en su horario laboral que
no deseaba romper para nada.
Pensó que
quizá esa copa con Luis significaría un elemento desconocido en el laboratorio de sus vidas de
consecuencias tal vez imprevisibles.
No obstante le tentaba la posibilidad de
conocer a Luis delante de una copa, en un ambiente fuera de la oficina. Comprobar
si era tal como ella lo había imaginado.
¿Iría tan
encorbatado y clásico como todos los
días? ¿Vestiría unos vaqueros ajustados
y una camisa informal para aparentar ser más joven?
Y ella, ¿qué
se pondría para ese primer encuentro? ¿Una blusa, un suéter? ¿Unos piratas, tal
vez una falda que dejara al descubierto
sus rodillas?
Se sorprendió
a sí misma con estos disparatados
pensamientos.
Su vida
estaba ordenada y no tenía por qué salirse de su rumbo.
Sería la
comidilla de todos; la jefa y su secretario, liados, sin que nadie se lo
hubiera imaginado. ¡Qué calladito se lo tenían!
La invadieron
unas absurdas suposiciones creándole una mayor confusión todavía. Imaginó que se enamoraba de Luis y le
hacía sentir el amor que siempre soñó
como mujer, alcanzar el éxtasis más deseado.
Una vocecita
interior le recordó que era una mujer
decidida que nunca se arredraba ante nada y debía seguir los dictados de su
corazón. Que el tren de la felicidad,
de la verdadera dicha, solo pasaba una vez. Ella estaba ahora mismo en el andén
de muchas encrucijadas, de un nudo de vías
que se confundían unas con otras.
En su alma,
con un repentino sobresalto, cual súbito
rayo de luz en su desconcierto, oyó el
silbido de un tren.
Sonaba en la
lejanía pero lo sintió muy cerca, increíblemente cerca, siempre había estado allí, a su lado y ella nunca supo verlo.
Ese tren tan
esperado se llamaba Luis.
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Es verdad que a veces dejamos escapar las oportunidades que nos ofrece la vida para ser felices,tenemos miedo de tantas cosas.
ResponderEliminarMe alegro que Berta vea a Luis como es, alguien capaz de ofrecerle lo que ella no tiene,amor.
Me gusta mucho la descripción de esa segunda vida de Berta en Alcaraz,ahí asoma la vena de poeta que tienes.