viernes, 1 de mayo de 2015

Berta




Berta era una ejecutiva brillante y de éxito. En el proceloso mundo financiero había llegado a la cumbre tras muchos años de duro y entregado trabajo. Ahora cosechaba el fruto de su empeño aunque era muy consciente de que no podía bajar la guardia en ningún momento.
Había logrado reunir un equipo de colaboradores de élite; ése era otro de sus méritos, captar el elemento humano que precisaba, conocer a las personas,  estimularlas y lograr lo mejor de ellas mismas. Estaba muy orgullosa de su equipo de profesionales, no había reto al que no se enfrentaban con las máximas garantías de lograr su objetivo.
Tenía fama de seria y fría,  escrupulosa,  inflexible las más de las veces. Aunque prevalecía su olfato de negocio, sabía escuchar a su equipo y aceptaba cualquier sugerencia que pudiera ser valiosa.
Era inteligente, sagaz  avispada, extrovertida,  abierta siempre a cualquier nueva experiencia que le fuera  útil en su vida diaria y personal. Todo le llamaba la atención y su curiosidad por cualquier tema era inagotable. También era alegre y positiva, creía en la bondad de sus semejantes, y se entregaba sin reservas a quienes ganaban su confianza pero siempre dejando su parcela más personal e inaccesible para ella sola, sin interferencias de ningún tipo. Especialmente en los momentos de índole sentimental en los que se hallaba inmersa.
Sobre su mesa,  una  cabina telefónica  inglesa a escala recuerdo de sus dos años de estancia en Londres. Un trozo de roca del Gran Cañón, una flor desecada  de la selva amazónica y una figurita de vudú brasileña como recuerdos de tantos lugares insólitos y países que había visitado. Dos ordenadores,  los consabidos útiles para escribir y varias pilas de documentos escrupulosamente alineados como era preceptivo en una mujer ordenada y organizada como mandaban los cánones de la eficiencia.
Un solo cuadro ocupaba la pared de su despacho: una copia perfecta de Las Muñecas, de Manet, la obra pictórica que más admiraba y por la que sentía verdadera devoción.
Solía vestir de Dior o Armani, trajes de chaqueta preferentemente; se sentía cómoda y elegante.  Unos toques de Chanel nº 19,  un rouge en los labios apenas insinuado, unas pinceladas de rimel  y un poco de  color en sus blancas mejillas completaban su look.
Desde el amplio ventanal de su  despacho divisaba las mesas de sus empleados. Hoy había sido un día especialmente duro y estresante. Por fortuna la reunión con los directores de Bancos y Cajas se había resuelto con éxito. A la salida de la reunión, el presidente de la Compañía la había felicitado, alabando la estrategia empleada en la resolución del asunto.
Era especialmente experta en ello. Le inspiraba la forma de actuar de la anaconda, uno de sus animales salvajes preferidos.
Nunca mostraba su línea de discusión  desde un principio;  dejaba que sus oponentes avanzasen en la exposición de sus argumentos,  que se sintieran confiados. Luego sondeaba brevemente  a cada uno de los directivos, se mostraba con esa magistral ingenuidad que interpretaba tan bien y que para nada parecía fingido. Sus gestos moderados y su sonrisa contribuían a que pensaran que iba  a aceptar las condiciones impuestas en la firma de los documentos.
Existía un momento en que se producía un paréntesis en la reunión, parecía que ya todo se daba por hecho. Entonces, como su admirada anaconda, se erguía de su asiento, decidida  y resolutiva, un tanto altiva quizá,  y uno a uno, iba desmontando las ideas de  cada uno de sus oponentes, los rodeaba con su disertación, arrinconándolos sin dejarles la menor escapatoria. En ese momento mostraba los contratos y ninguno de ellos podía resistirse a firmarlos.

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Berta estaba en la balconada del Corralón de la muy noble y leal ciudad de Alcaraz, al pie  de la serranía que llevaba su nombre.
Tenia montado el caballete y pintaba desde  al alba  la ubérrima vega que se extendía antes sus ojos hasta los Batanes.
Le gustaban los amaneceres, ver cómo el sol pintaba sigilosamente con su mágica  luz aquel  paisaje tan conocido y querido por ella, El contraste de luces y sombras en ese rápido contraluz había sido un reto constante para ella que había resuelto con maestría.
Siempre que podía se refugiaba en Alcaraz para desconectar de su estresante trabajo. Poseía una bonita y acogedora casa y  allí recuperaba toda la energía y vitalidad que la ciudad y su trasiego le robaban. Era como su célula madre, un renacer de nuevo,  la que restituía su ilusión, su inspiración pictórica, la que la devolvía al mundo real dispuesta a seguir luchando.
Sus paisanos  se habían acostumbrado a verla yendo de un rincón a otro acarreando sus útiles de pintura. Era muy apreciada por  los suyos y muy corriente que ancianos y chiquillos la rodearan cuando pintaba.
Gustaba de sus  comidas manchegas; el sabroso queso,  el lomo de orza, las morcillas y chorizos, los incomparables mojes y ese jamón que dormía en la cámara de arriba  el tiempo que necesitaba. Acompañado todo por un tinto denominación  Mancha.
Llevaba  vaqueros comprados en Nueva York,  camisas a cuadros de lana escocesa y alpargatas de esparto.  De esa guisa se sentía feliz y libre como los pájaros, como el agua del arroyo que borbotea alegremente. Una Berta diferente y auténtica renacía en Alcaraz, como si se desprendiese de la  coraza que la atenazaba sin permitirle ser ella misma.
Por las noches se sentaba en el portal de su casa a ver las estrellas en la nítida oscuridad, seguir  el lento deambular de la luna y las nubes que la cortejaban allá en lo alto.
Se entretenía con  las salamanquesas pegadas a la pared, verlas atrapar moscas e insectos, en pugna con los pequeños dragones que salían de cualquier orificio para lograr su sustento.
Miraba  la oscura montaña que tenía enfrente donde destacaba la blanca figura del Sagrado Corazón,  dominando  todo el paisaje y
recordaba   las veces que subió con su padre, la cantimplora al cinto y un hatillo con pan y fruta; “Voy a subir con  la chiquilla al Santo”, decía su padre,  “Ten cuidado con la chiquilla, que no resbale”, contestaba su madre.
Muchas veces subía a ese Santo Cristo por recordar aquellos años tan felices, con la vieja cantimplora y un par de manzanas.
Gustaba de plasmar el delirio de las flores en primavera, a los pies del Cerro de Cabeza Gorda;  el rojo provocativo de las amapolas, los lirios, las castas azucenas, el espliego,  las mil y una florecillas silvestres, el verde de la hierba en su esplendor. Pintar los cortijos perdiéndose en la lejanía de los campos,  los trigales, las aldeas y fuentes,  cuanto descubriera la sutil artista que era.  Y esos contraluces en las  choperas que tanto la cautivaban y en cuyas sombras descansaba plácidamente.
Era una paz que la alimentaba por dentro, ponía en orden todo su ser y la transportaba a otro mundo.
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De repente recordó la notita que guardaba en el bolsillo.
Era de Luis. Su secretario y  colaborador más importante.
Era incansable y tenaz como una máquina alemana y exacto como un reloj suizo.  Callado y trabajador como nadie, le ponía todos sus asuntos al día. Con los demás era quizá algo desabrida e impersonal. Pero con él era muy distinta. Era  un ser tímido y todo candidez y ternura. Lo conocía muy bien, pasaban la jornada entera uno al lado del otro, salvo cuando ella viajaba y él quedaba al frente del despacho.
Sus gestos amables y siempre contenidos, ese andar como flotando y ausente, esa mirada limpia y transparente que descubría todo su apacible carácter.
Esa firmeza y resolución que restallaba de improviso sorprendiendo a todos en los momentos precisos para luego disiparse  en su  anonimato.
Siempre la rescataba del colapso cuando tenía los teléfonos sonando y las pantallas de los ordenadores desbordadas de datos. En esos momentos llegaba él con su parsimonia, pulsaba las teclas oportunas, respondía todas las llamadas y todo volvía a su sitio,  recobrando ella  la calma. Encima le traía una tila,  solícito,  envuelto en su tímida sonrisa. 
Desde hacía tiempo se había dado cuenta de  que Luis bebía los vientos por ella. Al principio se mostró muy sorprendida, le costaba dar crédito a sus sospechas. Fue atando pequeños detalles; su azoramiento cuando le miraba  directamente a los ojos, el temblor que le estremecía cuando le rozaba deliberadamente, como en un descuido. Cómo la observaba a hurtadillas creyendo que  no se percataba de su muda admiración. Detalles entre otros muchos que, como mujer, no le pasaban por alto.
Leyó por centésima vez la escueta nota: “Me sentiría muy complacido si aceptara tomar una copa conmigo. Luis.”
Sonrió por el  rimbombante tratamiento de usted que no venia a cuento para nada.  Seguro que habría estado días, semanas tal vez buscando la decisión para escribir esa frase.
Se sintió extrañamente halagada. Quizá porque su actual momento sentimental no estaba en su punto más álgido.
Tenía en el alero una relación cuyo desenlace no podía augurar.
Se sentía sola, falta de una voz y una presencia que llenaran sus carencias afectivas.
Sin duda Luis era equilibrado, honrado y atento.  El típico hombre que se desviviría por la mujer de sus sueños. No costaba nada imaginarlo sentado en un sofá fumando en pipa junto a la chimenea del hogar, el perro de la casa a sus pies,  mientras  su esposa hacía calceta.
Ella no era precisamente de tranquilas labores del hogar si no de acción permanente en cualquier lugar del mundo que le apeteciera visitar.
Era su compañero de trabajo, pasaban todos los días juntos. Pese a que eran mundos diferentes se había establecido una química perfecta en su horario laboral que no deseaba romper  para nada.
Pensó que quizá esa copa con Luis significaría un elemento desconocido  en el laboratorio de sus vidas de consecuencias tal vez imprevisibles.
 No obstante le tentaba la posibilidad de conocer a Luis delante de una copa, en un ambiente fuera de la oficina. Comprobar si era tal como ella lo había imaginado.
¿Iría tan encorbatado y clásico  como todos los días? ¿Vestiría  unos vaqueros ajustados y una camisa informal para aparentar ser más joven? 
Y ella, ¿qué se pondría para ese primer encuentro? ¿Una blusa, un suéter? ¿Unos piratas, tal vez una  falda que dejara al descubierto sus rodillas?
Se sorprendió a sí misma con estos disparatados  pensamientos.
Su vida estaba ordenada y no tenía por qué salirse de su rumbo.
Sería la comidilla de todos; la jefa y su secretario, liados, sin que nadie se lo hubiera imaginado. ¡Qué calladito se lo tenían!
La invadieron unas absurdas suposiciones creándole una mayor confusión todavía.  Imaginó que se enamoraba de Luis  y  le hacía sentir  el amor que siempre soñó como mujer, alcanzar el éxtasis más deseado.
Una vocecita interior le recordó  que era una mujer decidida que nunca se arredraba ante nada y debía seguir los dictados de su corazón.   Que el tren de la felicidad, de la verdadera dicha, solo pasaba una vez. Ella estaba ahora mismo en el andén de muchas encrucijadas, de un nudo de vías  que se confundían unas con otras.
En su alma, con un repentino sobresalto, cual  súbito rayo de luz en su desconcierto, oyó  el silbido de un tren.
Sonaba en la lejanía pero lo sintió muy cerca, increíblemente cerca,  siempre había estado allí, a su lado  y ella nunca supo verlo.
Ese tren tan esperado se llamaba Luis.

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1 comentario:

  1. Es verdad que a veces dejamos escapar las oportunidades que nos ofrece la vida para ser felices,tenemos miedo de tantas cosas.
    Me alegro que Berta vea a Luis como es, alguien capaz de ofrecerle lo que ella no tiene,amor.
    Me gusta mucho la descripción de esa segunda vida de Berta en Alcaraz,ahí asoma la vena de poeta que tienes.

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