jueves, 29 de enero de 2015

La Ruperta






Las nuevas tecnologías avanzaban a pasos agigantados. En el Banco estos cambios se hacían patentes cada vez más. Para cuadrar la caja de ventanilla Vicente debía de sumar el debe y el haber. O, lo que es lo mismo,  los cobros y los pagos. En una máquina  enorme, ciclópea, con teclas que apretabas con toda la fuerza de tus dedos y palancas que chirriaban espantosamente.   Y si no cuadraba las comprobaciones eran poco menos que tediosas.
El ordenador no era tal, consistía en un  híbrido contable extraño, lleno de teclas y botoncitos, con su rollo de papel donde se imprimían las operaciones.   Todo había cambiado, empezando primeramente por las mismas oficinas.
Ahora eran espaciosas, diáfanas, luminosas, con muebles bien diseñados y cómodos, eran alegres e invitaban a entrar en las dependencias.
Vicente era un sobreviviente de los viejos tiempos bancarios;  entró de ordenanza, cuando se llevaba el uniforme; uno azul en invierno y otro gris en verano.  Todavía recordaba y era motivo de comentario siempre que surgía la ocasión –él la buscaba siempre- los almuerzos en el pequeño bar de la quinta planta, donde se reunían los ordenanzas después de entregar antes de las nueve y media, los documentos de la cámara de compensación.
Reunión de subalternos que  terminaba precipitadamente cuando aparecía el conserje y los dispersaba después de amonestar a los que no llevaban el uniforme.
Era de los más antiguos, aunque todavía le quedaban unos años para jubilarse. No tenía la menor prisa en que llegara ese momento.
Cualquier cambio que se producía Vicente lo asimilaba con tesón y eficiencia, haciendo valer su vetaranía  de cajero por encima de todo.
Los clientes de la Entidad estaban encantados con los nuevos derroteros de la tecnología bancaria pues no en vano se agilizaban los procesos de sus operaciones.
Un día aparecieron los primeros ordenadores, con una pantalla como la de un televisor, y hubo que aprender su manejo, la palabra Informática apareció por primera vez en el horizonte de conocimientos de Vicente y la acogió con el mayor entusiasmo; había que ponerse las pilas, le dijeron, y él se las puso, muy pronto dominó las diferentes pantallas que se desplegaban como por arte de magia ante sus ojos.
El invento le pareció maravilloso, todo quedaba dentro de los chips que llenaban la CPU, cabían millones y millones de datos, parecía no tener límite de almacenamiento y los podías consultar  cuando quisieras.
Un día, de repente, le insinuaron algo que lo llenó de inquietud.
- Vicente, te van a poner un aparato que lo va a hacer todo por ti.
- Ya no tendrás que hacer nada.
- Ni tocarás el dinero, la máquina se encargará de cobrar y pagar.
Estos, y otros comentarios, corrían de boca en boca entre los compañeros, y por las noches, las frases “No tendrás que cobrar”, “No tendrás que pagar”  sonaban en los sueños de Vicente como una pesadilla llenándole de inquietud.
Pero el tiempo pasaba y ningún cambio se producía. Llegó a pensar que todo era un proyecto que no iba a llevarse a cabo.
Hasta que una mañana el recinto de Caja se llenó de técnicos metro en mano y comenzaron a medir y trazar planos sin descanso.
¡Ayyy¡ la cosa empezaba a revelarse. “No te preocupes, Vicente, te quedará sitio de sobra, ya verás.” “El Reciclador será de gran ayuda”.
“Reciclador”, ése era el nombre de su adversario, el que quería quitarle el espacio a Vicente. Ya se veía en un rincón, relegado de su puesto por el dichoso aparato.
Susana, la compañera que dirigía el departamento de implantación del nuevo dispositivo, le explicó en qué consistía el  proyecto.
Se trataba de un aparato que facilitaría el trabajo de ventanilla reduciendo al mínimo las faltas en Caja. Ese era el tema, Vicente, le dijo Susana. Agilizar tu trabajo y darte la seguridad de que el efectivo se entrega y se cobra correctamente. Tú estarás ahí, diciéndole en todo momento a la máquina lo que tiene que hacer.
Vicente quería convencerse; a ratos lo conseguía, pero lo inevitable–pensaba- ya estaba en marcha.
Llegó el día tan esperado y temido al mismo tiempo. Tras desembalar el aparato con sumo cuidado lo instalaron. La primera impresión que tuvo Vicente fue que se parecía a R2-D2, el pequeño robot de la saga de “La Guerra de las Galaxias”, podía decirse que era idéntico.
El Reciclador, ése era su nombre, era de pequeño tamaño, de formas redondeadas y armoniosas; al enchufarlo  se le encendieron dos lucecitas azules a modo de ojos y en su pantallita pudo leerse una especie de bienvenida con su nombre y denominación técnica.
Vicente iba a ser el primer empleado del Banco en usar el Reciclador, por lo que sus opiniones respecto al manejo del mismo serían muy importantes,  le dijeron. Comunicaría los posibles defectos o imprecisiones en su uso antes de lanzarlo a toda la Red de Oficinas.
Por un momento Vicente se sintió investido de una gran responsabilidad; desde luego aprendería todo cuanto había que saber del Reciclador; exprimiría todas y cada una de sus posibilidades para que su funcionamiento fuera óptimo en sus funciones.
Susana fue su monitora y con su amabilidad y simpatía fue muy fácil aprender a manejarlo. También cabría decir que Vicente tuvo el honor de ser el primer y único alumno  en las enseñanzas de Susana. Y aventajado, por cierto.
A Vicente la palabra Reciclador le resultaba fría e impersonal, así se lo dijo a su responsable y compañera Susana.
- Se llamará Ruperta; así lo llamaré a partir de ahora.
- ¿Y por qué ese nombre?
- Pues…no lo sé. Alguno tenía que ponerle y me parece un nombre apropiado, me vino de repente.
Y con el nombre de Ruperta se quedó. Fue una novedad para los Clientes, no daban crédito a la velocidad con que el dispositivo guardaba los billetes y también la exactitud y precisión que demostraba al pagar el efectivo.
Vicente estaba encantado con su Ruperta;  llegaron a formar un tándem perfecto. Era segura y eficiente, rápida, obediente a cualquier indicación que se le daba.
Aquel veterano cajero admiraba su precioso color granate y el sonido de sus engranajes le sonaba como el trino de un pájaro. El cuadre de Caja con aquel formidable colaborador ya no era una inquietud.
Ciertamente la Ruperta presentó pocos inconvenientes de uso y las recomendaciones de Vicente fueron esclarecedoras antes de ser presentada en el resto de la Red.
A los compañeros de Vicente les gustaba ver cómo la limpiaba.  Aprovechaba cualquier momento para pasarle un paño con abrillantador; meticulosamente le prodigaba sus mejores cuidados. El no se daba cuenta  de que lo observaban, no llegaban a entender la especie de  arrobamiento que sentía  por la Ruperta.
- No sé qué haría sin ella –confesaba a Susana cuando le preguntaba por su funcionamiento.
- ¿Ves? Tanto miedo que tenías a la Ruperta y mira qué contento estás.
La verdad es que a veces se pasaba alabando sus muchas cualidades de uso; y los compañeros, de broma, le decían que se había enamorado de la Ruperta. Y él no les hacía ni caso, su compañera mecánica era genial.
Un día, como cualquier otro mecanismo, dejó de funcionar y la jornada laboral ya no fue la misma para Vicente. Se sentía solo, como inseguro;  sin la valiosa compañía de su Ruperta no se sentía bien.
Cuando el técnico la puso de nuevo en marcha la alegría y seguridad volvió de  nuevo a su ánimo.
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La Ruperta, o Reciclador como era su nombre exacto, llegó poco a poco a las demás Oficinas de la Red y su éxito fue rotundo.
La unión  de Vicente y Ruperta fue feliz desde el primer día. Y cabía pensar que ésta felicidad duraría siempre. Pero no fue así.
Un día, a espaldas de la fiel e incansable Ruperta, le informaron a del nuevo dispositivo, el R45-ST. Un aparato de mayores prestaciones  y que debía de probar Vicente al igual que hizo en su momento con  la Ruperta.
Aquel día, por extraño que les pareciera a sus compañeros, Vicente no lustró hasta lo indecible los plásticos y metales de Ruperta.
En su cabeza bailaba la imagen del nuevo Reciclador; bueno,  mejor llamarlo Adolfina. Ése sería el nombre de su nueva compañera.
Era más alta, de un precioso azul celeste, con elegantes franjas naranja fosforescentes. Y no tenía dos lucecitas como Ruperta; tenía cuatro, de un verde esmeralda que deslumbraba.
Y Vicente, desde ese día, ya soñaba y se imaginaba al lado de Adolfina, cobrando, pagando, atendiendo a los Clientes más rápido y mejor que nunca.
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martes, 27 de enero de 2015

EL banquete




Todo llegaba en esta vida, pensó Luis. Cuando iba a los convites de jubilación de los demás imaginaba que tarde o temprano le sucedería a él. Pero lo veía muy lejano, no merecía la pena calentarse la cabeza en ello.  
Y en este momento era él,  Luis López Tejada, empleado de Banca, de 65 años,  quien recibía el agasajo de sus compañeros del Banco.
Era un buen restaurante, la ocasión lo requería. No sentía apenas apetito, estaba expectante, pendiente del menor detalle, de las expresiones de sus camaradas;   charlaba de vez en cuando con  alguno de ellos.
Cuando se fueron presentando en el local comprobó que otros muchos se habían sumado a la ocasión. Más de cuantos pudo imaginar, nunca pensó lo apreciaran tanto y quisieran acompañarlo en aquel acto de compañerismo.
Primero fueron unos calamares a la romana tiernos y jugosos. Después clóchina valenciana, pequeñas y sabrosas, de sabor inigualable y en su punto de pimienta, todos sorbían el caldo con la cáscara a modo de cuchara. Esgarraet, croquetas de bacalao, mojama en aceite, ensaladilla rusa, pescaíto frito,  platos de ibéricos y queso manchego curado.
Vino blanco del terreno, bien frío, y tinto acompañaron  el aperitivo, todos bebían despreocupados, disfrutando alegremente el momento.
Hubo un desfile de camareros portando humeantes e increíbles calderetas de marisco que desataron el delirio gastronómico de todos.
Después,  fruta de temporada y helados, pasteles variados, no faltó de nada en el postre.
Con el café y las infusiones hubo como un paréntesis y Asunción, una compañera, aprovechó para sacar una gran bolsa. Luís intuyó  lo que iba a suceder y se le notó nervioso e intrigado.
Manolo tintineó un vaso con una cuchara para pedir silencio. Todos callaron y miraron hacia donde estaba Luis. Era el momento cumbre, el desenlace de la comida.
Asunción abrió la bolsa y le dio un estuche de piel a Luis.
- Luis, en mi nombre y en el de todos  recibe éste pequeño detalle, por haber sido una magnífica persona y un excelente compañero,  gracias por haber estado entre nosotros. Nunca te olvidaremos.
Se adelantó y le dio un beso. Él abrió el estuche y sacó un elegante reloj y una pluma Montblanc. Llevaban grabada la fecha de la comida y su nombre.
No supo qué decir. La vista se le nublaba y trató de  contener unas inesperadas lágrimas.
- Yo…- balbució- os quiero dar las gracias, habéis sido más que compañeros, como unos amigos, yo…….
Viendo su azoramiento irrumpieron en entusiastas aplausos y pensó que sus lágrimas habían pasado desapercibidas.
Todos se fueron despidiendo de Luis. Se había hecho tarde, cada uno tenía sus quehaceres.
Quedaban Ana e Isabel. Eran las compañeras con quien tenía mas trato a diario. Se llevaba bien con todos, siempre había reinado un ambiente de cordialidad y sano compañerismo. Y aunque algunas veces las premuras del trabajo creaban momentos de agobio, siempre prevalecía el buen entendimiento y el trabajo en equipo, pero con ellas era diferente, existía una sincera  y bonita complicidad en todo momento.
Se le acercaron con una sonrisa y le alargaron un pequeño envoltorio.
- Luis, esto es particular de nosotras dos, no es nada, pero queremos que siempre te acuerdes de este día y de los años que compartimos juntos en la Urbana.
Había un quiebro de emoción en la voz de Ana y una amigable y cómplice sonrisa en la mirada de Isabel.
¿Qué podría ser aquello? Con manos trémulas dejó al descubierto….! un paquete de rosquilletas ¡
Ahora sí que le superó la emoción, unas gruesas lágrimas resbalaron por su mejilla. Nunca hubiera imaginado aquel detalle, tan simple pero tan significativo para él.
- Sabemos lo que te gustan, para que nos recuerdes siempre que te comas una – dijo Isabel impresionada por la emoción que sentía Luis.
- Nunca olvidaré este momento, es un detalle que recordaré siempre, gracias a las dos.

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Esperando el autobús pensó que al día siguiente ya no iría a trabajar.
Otro compañero ocuparía su lugar, alguien más joven que él, lleno de nuevos proyectos, ilusiones, con una vida laboral por delante, más y mejor preparado para las nuevas tecnologías.  Imprimiría nuevos aires al Banco, sería la nueva savia, la que demandaban los tiempos actuales.
Pero se sentía completamente satisfecho. Había sido feliz y se sintió realizado en su trabajo,  ocupado su puesto en  la trinchera como el primero, -así decía él-   y conseguido el objetivo. ¿Qué más podía pedir?
Un capítulo de su vida se cerraba. Y comenzaba otro, no menos ilusionado y deseado.

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martes, 13 de enero de 2015

Caleidoscopio




Suenan en mi puerta unos golpes suaves como pasos de pajarillo. Abro. Es Pablo, que me da los buenos días con la más diamantífera de sus sonrisas. Lo noto aureolado de una festiva alegría. Y es que, por fin, ha atrapado a las musas de lo infinito. ¡Nada menos! Brindamos por ello y me confiesa que sin mi ayuda no lo hubiese logrado nunca. Siento un dulce halago y, con la misma imprevisión de una tormentilla veraniega, empezamos a hilvanar pasados tiempos. Algunos recuerdos salen con envoltura de telaraña, pero todos conservan una limpia tibieza que los hace muy queridos. Nos gustamos apenas nos vimos. Las singladuras de nuestros sueños y afanes eran idénticas y estábamos embebidos del mismo ilusionado furor por la vida. Así que fuimos como dos aves que después de volar toda una vida solitarias, alinearon sus alas en un mismo destino. Con sus ojos hechiceros supo encender prontamente mis más fulgurantes pasiones. Por la noche, en mi habitación, aprendimos a ser hojas que arrastra el viento sin importarles adónde las conducirá. Me sentí desde el primer instante débil sirena de un mar embravecido. Me enamoró su aire de bohemio revestido de clásica genialidad y me subyugaron sus manos, solícitas ejecutoras de mis mejores deseos y caprichos. Nos queremos con un mutuo amor cuya solidez rivaliza con la de los monumentos milenarios.
         Se agota el poso de nostalgia que descansa en nuestras evocaciones y miradas. Volvemos al presente con una seca contemplación del despertador. Me comunica entonces que a mediodía, después de la comida, habrá junta del gobierno, pues el presidente ha de tomar hoy mismo una decisión. La noticia me hace formular un pronóstico. Los labios de Pablo anidan en los míos un instante que tiene el valor de una eternidad y nos separamos tras una mirada que arrastra el alma detrás.
         Salgo al pasillo. La exultante claridad que mitigan las persianas me transmite un poco de su reposado silencio. Flota una extraña esencia de paz. Dos soldados de blancos y resplandecientes uniformes pasan por mi lado haciendo gala de una controlada indiferencia. Más allá veo a Anita. Siempre me reconforta encontrármela porque cuando la niña corre y grita en medio de sus juegos, suenan las únicas notas de vida que se oyen en el inmenso órgano que es el Palacio. Esta vez me presenta a su hijita recién nacida, un adefesio de plástico despintado que yo beso ante su complacencia.
         Atisbo por la ventana. Siempre que miramos a través de ella salta a nosotros un mundo que parece una fotografía pescada de un baúl pintado de olvido. A los demás el exterior les parece inmóvil y anclado desde siempre. Yo percibo entre las brumas del amanecer el cerco cada vez más estrecho de las avanzadillas de la insolidaria ciudad.
         En el jardín, me siento al lado de don Jorge. Su cara de cuadro impresionista con tufillo de arrugas me examina cuidadosamente antes de que su galopante miopía le revele quién soy y me salude. Hecho esto, vuelve a sus oscuras divagaciones.
         Nicanor apenas puede caminar a causa del enorme talego de grasa que tiene por barriga. Lo suyo es estar apoltronado todo el día tocando la trompeta. Pero como su reserva de aire parecía inagotable, tuvimos que quitársela, so pena de que estallasen nuestros tímpanos. Junto a él, las carnosidades de doña Consuelo también emprenden un baile sambito especial cuando anda.
         Sigo el vuelo de una mariposa y descubro que Rodolfo, que me mira con la salvaje expresión de un cocodrilo con las fauces abiertas, mostrándome con rápidos gestos la antesala de lo que sería pasar una noche en sus asquerosos brazos.
         Don José le iguala en resbaladizas intenciones. Sus ojos de basilisco ascienden al extremo de mi falda y, a pesar de la distancia le noto ayudarse de la imaginación para remontar el suave curso de mis doradas piernas.
         Me levantó con una explosiva indignación encima. Tras corretear un poco oliendo mil perfumes, termino acomodándome con doña Úrsula, que, aunque muda, su pensamiento hace tal ruido que nadie desconoce sus opiniones.
         El espectáculo de la Naturaleza, a través del discurrir de insectos, orugas, caracoles y el grandioso abanico de las flores, me distrae hasta que tocan la campanilla. Entramos en el comedor como formando parte de una imponente manifestación de duelo. La sensación de movimiento y sonido se reanuda en la distribución de platos y cucharas. La sopa humea su calentura igual que una locomotora enfurecida.
         Rodolfo, el odiado Rodolfo, queda enfrente. En su forma de comer hay algo de voracidad caníbal y yo tiemblo cuando sostiene los cubiertos y, observándome, parece calibrar mi blanda carne. Menos mal que tengo junto a mí a Pablo. Aprieto su mano y la visión de Rodolfo ya no me parece tan terrible.
         A mi izquierda se sienta don José. Sus insípidas y descaradas zalamerías y arrumacos me dejan igual de indiferente que una puesta de sol en un día de lluvia. Le doy un puntapié. ¡Pero qué se habrá creído!
         La señora Concha, que oye su gemido, me saluda con un gesto de aprobación. En la mesa contigua Apolodoro, el consejero principal del nuevo gobierno me escruta como si mi cara fuese una playa que tatarease pacíficas canciones marineras.
         La espartana comida toca a su fin. Engullimos la moteada amarillez de unos plátanos y comienza la sesión.
         Remigio, con su voz llorona de acordeón desfasado, anuncia que va a decidirse sobre si emprendemos o no la revolución.
         El Presidente suelta entonces un largo discurso y nos convence, más por la mole de sus puños y ademanes de boxeador que por lo aquilatado de ideas y doctrina. Pero está clara una cosa: que tenemos que derrocar al actual gobierno de Palacio, exterminar a sus soldados y ocupar nosotros su lugar.
         Luego se levanta el Vice-Presidente. Una vez nos ha observado, especulando con todos con una tranquilidad inadmisible, descarga una risotada estúpida e intolerable. Comienza a hablar y deja caer las palabras con lentitud, como ricas migajas de las que tuviéramos que nutrirnos. La mayoría le odiamos. Es el típico hombre de política al que todos los sistemas de administración y poder se acoplan a sus intereses privados. Es característica su forma de disfrazar las antiguas perrerías que nos hizo con una careta de penitente inocuo que nos recuerda la de un payaso. Cuando nos ha llenado la cabeza de incongruentes hipótesis, se larga para alivio de todos.
         Por fin, aparece Apolodoro. Desbroza con agilidad el tedio y el desinterés que ensucian nuestros rostros. A todos nos gusta su presencia. A mí me da envidia su estridente jovialidad de 70 años. Su escueto discurso, preciso y efectivo como una máquina, logra su objetivo : incitarnos a la Revolución. Dos frescas se suben a la mesa y nos enseñan las patazas al son de una desenvuelta tonadilla.
         Quedo mirando una cabeza de piel amojamada que luce pelos desgarbados y sucios. Alguien da una palmada en mi espalda y me inocula el frenesí de la lucha. Empuñamos las armas disponibles y nos lanzamos a la contienda alocadamente.
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Brígida, la muchachota cuyo escote es un bazar de constantes sugestiones trata en vano de quitarse de encima a unos parroquianos. Pablo, que dormitaba en mi cama, se balancea en una mecedora ensartando sucios lamentos. Tendremos que seguir prisioneros en nuestro Palacio hasta la próxima Revolución. Los largos fusiles de estos soldados tiran un agua muy fría.
- Antonia, Antonia…
         Debo cerrar el diario por hoy. Mi Pablo me reclama.
Día 5 del mes del año de la sexta fallida Revolución.