miércoles, 4 de septiembre de 2013

Dragolandia




Era un dragón muy singular. Más que ningún otro. Su apariencia era la que debía tener un dragón que se preciara de ello. O sea, tenía un tamaño gigantesco comparado con la figura humana, su piel estaba formada por unas placas de queratina durísimas, la espalda se reforzaba con unas protuberancias que se alzaban como espinas amenazadoras y su enorme cuerpo terminaba en una cola larguísima y robusta que podía dirigir en todas direcciones. Las patas terminaban en prensiles y poderosas manos con uñas afiladas del tamaño de una espada. Pero lo que más llamaba la atención de un dragón era su impresionante cabeza. Una boca aterradora con hileras de dientes espantosos y cortantes, una lengua larga y negra como el carbón y unos ojos enormes y penetrantes cuya mirada era la del diablo personificado.

También era consustancial de su fisonomía un par de alas inmensas, acordes con su tamaño. Este dragón era, con todas las de la ley, un ejemplar de los de mayor magnitud y desasosegador aspecto. Daba miedo verlo.

Pero tenía una característica muy peculiar que le diferenciaba de cualquier otro de los de  su especie que iban sembraban el pánico por todas partes.

Era un dragón bueno, sus intenciones no eran malévolas y perversas.

No era un dragón sanguinario que se comía los rebaños de ovejas y se merendaba de postre a los campesinos que sembraban las mieses. Ni incendiaba aldeas y bosques y se  llevaba entre las garras la torre de alguna iglesia.

Ni tan siquiera aniquiló al ejército que el rey mandó para matarlo. Simplemente sopló un fuego suave para derretir las armaduras de los caballeros y  les diera tiempo a quitárselas.

Solamente se limitaba, eso sí, a volar amenazadoramente por todo el reino, para dar fe de su naturaleza de dragón y poblar de pesadillas los sueños infantiles.

 

Como todos los días la Princesa fue con sus doncellas a coger flores y frutos del bosque. Era una primavera radiante. La temperatura era muy agradable y las recientes lluvias habían esponjado y beneficiado de tal modo la tierra que la cosecha se prometía más abundante que nunca.

Solamente debían tener la precaución de no traspasar los lindes del bosque.

Mas allá estaba el volcán y era allí donde se suponía vivía el dragón.

La Princesa se quedó rezagada cogiendo trufas y sin  darse cuenta dejó atrás el bosque buscando caracoles, que eran su plato favorito. Crecían abundantes en los campos cercanos al volcán. Se dio cuenta de que aquéllos caracoles eran más grandes de lo normal y tenían un bonito caparazón de color rojo. Y casi corrían cuando ella acercaba la mano para cogerlos, hubiera preferido fueran a su encuentro.

Entretenida, no se percibió de que se hizo sombra a su alrededor de repente, pese al día tan soleado. Ni tampoco oyó sonido alguno, ni se dio cuenta que los pájaros habían dejado de cantar.

Miró hacia arriba y el dragón estaba  allí. La Princesa se quedó petrificada. No hubiera podido escapar aunque corriese como una liebre.

La Princesa era valiente pero la visión del dragón tan cerca superaba todo asomo de valentía. Apenas era nada comparada con tan descomunal criatura.

El monstruo la miraba feroz, aunque curioso y complacido de su fragilidad, sabedor que con un gesto podía engullirla,  era como una muñequita, apenas un principio de aperitivo.

Ella se tapaba los ojos con las manos y temblaba sin disimulo. Estaba a punto de llorar cuando ocurrió lo más insólito que nadie hubiese imaginado.

El dragón le dijo a la Princesa:

- Tranquilízate, por favor, no voy a hacerte daño alguno.

La Princesa no pudo dar crédito a aquéllas palabras. Miró desconcertada alrededor buscando a  quien  las había pronunciado.

- Soy yo el que te habla, el dragón. Mírame, no tienes nada que temer de mí, verás cómo no pasa nada, anda, no te asustes.

La Princesa lo contempló todavía sin comprender lo que sucedía. Estaba viva, no la había tragado de un bocado con aquella boca de espanto. Y cuando los latidos de su corazón se amansaron se dio cuenta que la voz del dragón era dulce y melodiosa. Que aquélla terrible cara del dragón se había ablandado en una mirada cordial y  agradable. Hasta comprobó que tenía unas pestañas muy largas y unos ojos azules muy bonitos. Sin saber por qué encontró hasta guapo al dragón. Pero era una locura pensar  tales cosas. Aquello no estaba sucediendo, estaba a merced de aquél monstruo y la devoraría  en un periquete.

- Sé lo que estás pensando, que estas viviendo una pesadilla o algo así, pero te aseguro que es real,  estás delante del dragón, la terrible fiera que tiene atemorizado a tu reino. Pero todo tiene su explicación. Cuando llegue su momento se sabrá.

- Pensé me ibas a comer, ¿los dragones no devoráis a la gente?

- Los dragones no estamos a todas horas comiendo personas. Nunca me comí a nadie ni pienso hacerlo. No sería capaz de comerme siquiera una mosca. Mi comida es la lava del volcán y bebo fuego. Así tengo mis llamaradas a punto siempre. ¿Sabes lo que me gustaría comerme? Un par de butifarras catalanas y de postre un  gran tocino de cielo del tamaño de la plaza del pueblo.

La Princesa no sabía qué pensar del dragón. Era desconcertante.

- Eres  un dragón muy tonto. Ningún dragón dice esas cosas.

La Princesa se asombraba de su audacia ante el dragón. Aquél dragón parecía bobo.  O por lo menos lo aparentaba. Le miraba la cara y le veía una expresión bobalicona que le hacía diferente.

- No sé tu nombre pero te llamaré Bobo, por la cara de bobalicón que pones cuando me miras. Jajajajaja- y rió acompasadamente con esa gracia que sólo las Princesas tenían.

 

                                        ---------------------------------------

 

El tiempo fue pasando y la Princesa y Bobo, así  llamaba al dragón, se hicieron muy amigos. Casi todos los días la Princesa y sus doncellas salían en busca de setas y flores silvestres. Y de caracoles. El cocinero de palacio ya no sabía de qué forma cocinarlos, tanta era la cantidad de este molusco que la primogénita del Rey traía en sus cestas.

Hablaban de todas las cosas que se les ocurría, tal era la confianza que se tenían. Así, la Princesa fue conociendo el fascinante y desconocido mundo de los dragones. Y Bobo supo de la vida de Palacio y la Corte del Reino, el nombre del Rey y la Reina, sus padres, y  sus hermanos los príncipes David y Judith.

Reían y se lo pasaban muy bien, el tiempo se les pasaba volando. Cuando se despedían siempre se decían lo mismo.

- No me iría

- Ni yo tampoco.

           

                                   ---------------------------------------

 

Pero la Felicidad es una flor muy efímera cuando la maldad, la inquina y la envidia soplan con fuerza sobre los sentimientos más nobles y sinceros.

Malvada, la hija de la condesa Odiosa, descubrió un día los encuentros de la Princesa y el dragón. Y celosa y envidiosa de la belleza de la Princesa y la admiración que despertaba allá por donde iba, la denunció a los Inquisidores.

El asunto despertó una gran conmoción en la Corte y el Rey y toda su familia quedó en entredicho. Nada menos que la Princesa, la hija del Rey, la flor y la nata de la Corte, la hija predilecta, era amiga de un dragón, el ser más malvado y terrible que podía existir.

Sus padres y hermanos estaban compungidos, no paraban de llorar, pero apenas pudieron  oponerse al gran poder de los Inquisidores.

El pueblo permaneció fiel a la familia real, no le dio importancia a la conducta de la Princesa. Porque también era cierto que el dragón de la Princesa nunca había atacado la ciudad ni cometido desmanes, así como  tampoco otro dragón había hecho acto de presencia estando tan cerca el dragón de la Princesa.

Pero los Inquisidores eran tan malvados que conspiraron y predispusieron con sus malas artes a la mayoría de la Corte contra la Princesa y prepararon un juicio contra ella para llevarla a la hoguera por bruja.

El juicio, pese a la fuerte oposición del pueblo, que adoraba a la Princesa por ser tan buena, quedó en celebrarse muy pronto y  a puerta cerrada. 

Avisado Bobo, el dragón de la Princesa, de todos estos sucesos por una doncella, salió de su guarida en el volcán y voló raudo y veloz al castillo.

El descomunal dragón apareció en el cielo de la ciudad lanzando amenazadoras llamaradas de fuego y bramando furioso se dejó caer en la plaza mayor.

El revuelo que se armó fue indescriptible. Los aldeanos y burgueses huían despavoridos, las madres abrazaron a sus hijitos y nadie encontraba un escondite para librarse de la presencia de la bestia.

Los Reyes, la Corte entera y el cuerpo de Inquisidores, la Princesa, el cuerpo de guardia, todos estaban aterrorizados y quedaron a merced del dragón.

El dragón tenía los ojos inyectados en sangre y humeaba por la nariz vapores de azufre, estaba enfurecido y los miró a todos desde su descomunal tamaño, eran seres insignificantes a su lado, hubiera podido barrerlos a todos de una sola llamarada.

La Princesa era la única que no estaba asustada, y se alegró al instante de ver a  Bobo, su amigo el dragón.  En un descuido se zafó de sus guardianes y corrió al lado de Bobo.

La multitud lanzó un grito de horror al ver a su linda Princesa junto al dragón.

De nuevo sucedió lo que mente alguna hubiera podido imaginar. Aquel dragón, aquella criatura que parecía salida del más profundo de los infiernos, volvió a hablar, esta vez para  todos los habitantes del Reino que allí estaban congregados.

- Rey, Reina, Corte del Reino, Inquisidores,  habitantes todos, os ruego detengáis este acto  de injusticia que estáis a punto de cometer.

 Se miraron unos a otros,  estupefactos y sorprendidos, sin creerse para nada lo que allí estaba sucediendo.  Como Bobo vio la incredulidad  pintada en sus rostros, prosiguió.

-No soy  un dragón pese a la apariencia que tengo. Por  insólito que os parezca soy Valiente, el Príncipe heredero de Naranjalandia, hijo de Afortunada, mi madre y Bondadoso, mi padre, el Rey. Siendo un apuesto y gallardo joven,  heredero del trono de mi Reino,  la condesa  Odiosa me propuso desposara a su hija Malvada. Como quiera que la rechacé por no sentir amor hacia ella, condición indispensable para casarme algún día, la condesa, una auténtica bruja,  despechada me lanzó una maldición. Y  me convirtió en lo que veis, un feo y horrible dragón.  Podéis imaginaros el terrible dolor de mis padres por la pérdida de su hijo primogénito, y la vida tan terrible y miserable  a que me sometió la maldad de la bruja, condenado de por vida a ser despreciado y odiado por todos, a esconderme  y alimentarme de lava y fuego.

Y, lo que es peor, verme privado de sentir el más bello sentimiento que un ser humano pueda experimentar: el amor.

Sólo si se diera una condición dejaría de ser un dragón: que lograse el amor de una doncella y que ésta, en prueba de ello, me diera un beso de enamorada.

Pero…¿Quién en su sano juicio se acercaría a mi sin miedo a ser devorado?  ¿Qué tierna y gentil muchacha me daría un beso, sería tan loca de enamorarse de un dragón?  Nadie sería capaz, estoy condenado a ser un dragón para siempre.

Bobo miro a todos apesadumbrado y no hubo ningún presente que no sintiera lástima por él.

Pero aquel era sin duda un día que pasaría a la historia del Reino y seria recordado para siempre por las generaciones presentes y  futuras.

La Princesa, con una voz de cristal que era la de un ángel bajado del Cielo, levantó la mirada  y dijo:

- Yo soy  esa doncella, Bobo.

Un terrible grito de horror y espanto surgió de las gargantas de todos los allí congregados. Luego siguió un silencio sepulcral, ni las nubes se atrevieron a moverse.

La Princesa tenía una linda sonrisa en su cara y miraba afectuosamente a Bobo. Y, dirigiéndose a los habitantes del Reino, les dijo:

- Quiero que sepáis que yo, la Princesa, legítima heredera del Reino de Manzalandia, jamás he conocido un ser tan tierno y dulce como este dragón al que he puesto el nombre de Bobo. A través de su amistad he descubierto un corazón falto de cariño y afecto, deseoso de encontrar un alma gemela que le acompañe en su vida. Quiero ser su compañera, liberarlo de su ignominia.

La Princesa miró de un modo especial a Bobo, apenas podía contener la emoción cuando le dijo:

- Bobo, mi querido y entrañable dragón, quiero decirte que estoy profundamente enamorada de ti, desde el primer día, que nunca me importó cómo eras ni lo que pensaran de ti, que sólo me importó el fondo de tu gran corazón, esa manera tan tierna y delicada con que me has tratado.

El dragón dejó caer unas enormes y blancas lágrimas de sus grandes ojos.

Su cara tenía una expresión de gozo y alegría. No era la cara de un monstruo, se había suavizado y hasta resultaba agradable.

Los súbditos, los personajes reales, todos seguían con interés creciente el devenir de cuanto sucedía entre su Princesa y el dragón. Nadie hubiera imaginado la historia que empezaba a desarrollarse ante sus ojos.

- Princesa, -dijo Bobo el dragón,- me haces el ser más feliz del universo. Nadie me dijo nunca palabras tan hermosas como las tuyas. Yo también te amo, es imposible conocerte y no llegar a sentir ese sentimiento. No es sólo tu bello rostro, enmarcado en esos rizos prodigiosos, es la serena hermosura que florece en tu alma, tu generosidad sin fin, esa sonrisa que iluminó desde el primer día a este atribulado dragón. Me aceptaste tal como era, hiciste bonita mi bestial fealdad.

Quisiera desposarme contigo, Princesa, unir nuestras almas y nuestros corazones, romper las fronteras y desterrar los dragones para siempre.

Con tu ayuda y nuestro amor lo haremos posible. Seremos el uno para el otro para siempre jamás. ¿Me aceptas como tu Príncipe enamorado?

La Princesa se acurrucó contra Bobo y con  voz trémula y emocionada, dijo:

- Si, Bobo, tu serás mi Príncipe enamorado y yo seré tu Princesa enamorada. Te besaré y dejarás de ser dragón para siempre.

La  multitud guardó más silencio todavía, el momento  crucial había llegado.

Bobo bajó su impresionante  y terrorífica cabeza a la altura de la diminuta

Princesa. Ella se acerco al labio inferior del dragón, valiente y decidida, sin temer para nada sus dientes de pesadilla.

Y con toda la gentil presteza de su encanto femenino, le dio un largo y apasionado beso a su querido Bobo.

De momento no sucedió nada. Se podía cortar el aire con una espada.

Luego sobrevino la maravilla que nadie hubiese podido imaginar.

El cuerpo del dragón se iluminó de repente con una cegadora luz blanca. Y de cada escama de su rugosa piel surgió un sorprendente arco iris que se elevó a las alturas. En el cielo, poco a poco, fueron engarzándose las estelas de colores, como si un ser celestial e invisible las entretejiera con sumo mimo, hasta formar una increíble y luminosa sombrilla de inusitada hermosura.

Después, la sombrilla cubrió a todos los presentes inundándoles y penetrándoles con su fulgor.

Todos notaron un tibio y agradable bienestar bañados por aquella misteriosa luz.

Cuando cesó el mágico momento, el dragón había  desaparecido. En su lugar estaba un apuesto doncel que abrazaba a la Princesa. Era alto y rubio, nadie le hubiera ganado en apostura varonil.

Los reyes de Naranjalandia abrazaron presurosos al hijo que creían perdido y la emoción inundaba el lugar a raudales.

Mientras tanto los soldados habían apresado a la condesa Odiosa y llevado a presencia del Rey de Manzalandia. La condesa suplicaba perdón, se arrastraba por los suelos para impresionarlos y obtener clemencia.

El Príncipe se adelantó hacia ella y le dijo con ademán condescendiente:

- Condesa Odiosa, bruja perversa y mala, me lanzaste un maleficio para que no pudiera encontrar a mi amada. Ahora yo te lanzo el mío: a partir de ahora serás buena y vivirás al servicio de los demás, procurando su bienestar y no interferirás en   los asuntos del corazón.

Por los aires se elevó un OHHHHHHHHHHHH clamoroso que llego hasta las mismas puertas de San Pedro en el Cielo.

Los Príncipes, a cuál de ellos más guapo y gentil, se miraron y se besaron apasionadamente.

Y cuentan las leyendas, y escrito está, que el Príncipe recibió un besazo de la Princesa que le hizo olvidar su vida de dragón.

Y fueron felices y comieron perdices……………..”

 

                                           - - - - - - - - - -

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

sábado, 1 de junio de 2013

El acantilado



                                              

El viento zarandeaba a las gaviotas,  parecían bailar al son de las fuertes rachas. Silbaba al entrar por los farallones de las cuevas marinas, gritaba y ululaba, como un fantasma que huye asustado de sí mismo, buscando un refugio imposible.
El hombre lo  miraba todo desde lo alto del acantilado. La línea del horizonte, borrosa por el oleaje, el sol marchitándose al atardecer,  las nubes de formas grotescas, cargadas de lluvia, las olas rompiendo estruendosamente sobre las rocas….
Tenía los ojos perdidos en un pensamiento tan lejano como el barco negro que se adivinaba en la lejanía.
Avanzó poco a poco al extremo de la peña. Sus pasos parecían los de un niño que aprendía a andar. Vestía traje chaqueta en buen estado aunque la ascensión al promontorio le había cubierto de polvo.
Esperó un buen rato, inquieto, con  la respiración entrecortada.
Entonces la vio. La mujer estaba muy cerca de él. No había reparado en ella. Sus miradas se cruzaron por unos instantes. Indecisa, empujada por el ventarrón llegó junto al hombre. Este la miró sin verla, no le dijo nada.
Ignorando su presencia,  el hombre  inició un paso al vacío. Una ventolera casi le hace perder el equilibrio y la mujer le sujeta como puede.
- Espera, hagámoslo al mismo tiempo.
Un gruñido es la respuesta.
- ¿Por qué?
- Queda más solemne.  Imagínate la noticia: un hombre y una mujer se arrojan del acantilado del Cabo del Águila. O,  mejor, dos enamorados que se despeñan cogidos de la mano.
- ¡Qué cosas dices!  Nadie se ocuparía de nosotros, dos desconocidos, ¿a quién le importaríamos?  Además, ¿qué sabrás tú del amor, de dos enamorados  que se tiran a un barranco?
- Pues sé muchas cosas, demasiadas. O quizá por no saber todavía más estoy aquí. Terminemos de una vez, venga, los dos al mismo tiempo….
El hombre la sujetó ésta vez, clavándole los dedos  en el brazo hasta hacerle daño.
-  Espera, hay tiempo, el precipicio no se irá de aquí. No esperaba tener compañera de viaje. Es el sito menos indicado para compartir esto con otro.
Pero yo llegué antes –rió forzado-,  me tiraré el primero, me verás caer  y quizá no lo hagas tú, ojalá  el horror te impida hacerlo.
- El horror es mi vida, llena de equivocaciones, de mala suerte.
- Dos almas gemelas, por lo que veo. Dos tristes parias que quieren irse para no sufrir más.  Terminar de una vez por todas, hacerle una jodida pedorreta al mundo, a la vida.
- Trabajando desde niña, sin  descanso, de sitio en sitio, mal pagada, tragando carros y carretas, haciendo lo que nadie quería hacer. Un marido, borracho siempre,  me pegaba,  me tuvo como una coneja de cría, seis hijos me hizo. La droga se llevó tres.  De los otros sólo uno me salió bueno.  Una tarde la policía me avisó que mi marido había muerto de un navajazo. Me había quedado sola, libre, y para qué quería la libertad. Pero lo que más me duele en esta vida es que nunca tuve amor, ternura alguna, nadie me dijo algo tan simple y bonito como  “te quiero”.
La mujer lloró. El hombre la miró confundido, quiso decirle algo pero no supo qué. Después le pasó una mano por el hombro, en plan conciliador.
- Aquí donde me ves, ninguna mujer se fijó en mí, no tuve oportunidad de fundar un hogar, tener unos hijos en los que mirarme en la vejez. Y mira que lo intenté, pero en vano, o quizá no supe buscarla. Al contrario que tú, no encontré a quién decirle eso que tu siempre esperaste oír, soltar un “te quiero” como la copa de un pino. Pero ahora ya es tarde para eso.
Guardaron silencio,  escuchando el bramido de la tempestad que no arreciaba.
Se cogieron las manos. En el fondo de ellos mismos se leía idéntico desencanto,  la misma tristeza. El momento había llegado.
Se asomaron al precipicio y un pavoroso vértigo se apoderó de ellos. Una salvaje corriente de aire les empujó  de lleno.
En ese momento unos excrementos de gaviota les manchó la cara a los dos.
Se contemplaron el uno al otro, con aquella suciedad en  el rostro.
Y,  de repente, estallaron a reír. Era una risa absurda, tan absurda como la situación que la provocaba.
Estaban todavía fuertemente cogidos de la mano, mirándose mutuamente sin dejar de reír a carcajadas. Cuando cesó la risa notaron que  algo había cambiando entre ellos.
- ¿Sabes? –dijo el hombre-, Hacía ni se sabe que no me reía de este modo.
- Yo tampoco, olvidé cómo había que hacerlo.
- No me importaría hasta decirte algo que nunca pude decir a nadie.
- Dímelo, puedes decirme lo que quieras y como quieras.
- ¿Qué te parece si te digo que te quiero? –dijo él ansioso-.
- Que son las palabras más bonitas que podrían decirme.
Poco a poco fueron separándose del acantilado. El viento había amainado. Y un tibio y vergonzoso rayo de sol iluminó por unos momentos a un hombre y una mujer que, cogidos de la mano, iban hacia un  nuevo y esperanzador paisaje.

                                  -----------------------------------------







miércoles, 22 de mayo de 2013

El león que quería ser payaso






Las cinco en punto. El Circo Piramidal empezaba la función. Otra vez por el pasadizo enrejado para desembocar en la pista, y Fleki, el domador, esperándonos con el látigo en la mano. A situarse cada uno en su sitio; cuatro leones, tres leonas y dos tigres siberianos.
El mismo trabajo de siempre: pasar por el aro de fuego, saltar de un taburete a otro, dejarse intimidar a cada latigazo de Fleki contra el suelo.
Abrir la boca mostrando las terribles fauces, lanzar zarpazos al aire como si quisiéramos desgarrar al domador…..Avanzar en estudiada formación: en línea, en horizontal, entrecruzarnos  sin chocar unos contra otros, fingir que luchamos con los tigres y rugir, rugir sin descanso para que la concurrencia disfrute con el espectáculo de las fieras.
Para culminar con el número estrella: el domador que mete la cabeza en la boca del león; y la gente que sostiene la respiración, sobrecogida por el espanto, el atrevimiento del valiente, temiendo que la fiera salvaje cierre la quijada y se trague al domador entero, como un bocadillo cualquiera.
Pero no sucede nada que haya que lamentar. Es un número ensayado de antemano, un juego en el que ambas partes sabemos quiénes somos y el lugar que ocupamos en la partida.
Si es cierto que algún descerebrado rompió las reglas del juego en alguna ocasión y se zampó al domador; pero no suele ocurrir. Algún zarpazo se nos podría escapar y de hecho se nos escapa involuntariamente; porque no hay que olvidar que somos animales feroces, bestias de la selva, armados con garras terribles e imponentes colmillos y dientes para desgarrar la carne de nuestras victimas.
Pero eso era en otros tiempos, tan lejanos que la memoria ni lo recuerda. Nací en la sabana africana de noble alcurnia. Mi padre era el jefe de la manada, éramos una gran familia, dueños de cuanto nos alcanzaba la vista. Mi madre y mis tías eran expertas cazadoras, siempre teníamos carne fresca y jugosa. Ellas me enseñaron el sutil y difícil arte de la caza, el punto exacto dónde morder para doblegar al antílope, la cebra, y otros herbívoros. También a mantener a raya a las hienas que, aunque menos poderosas  que nosotros, tenían también una formidable dentadura y en grupo  atacaban si alguno de nosotros quedaba rezagado.
Todo iba bien hasta que aparecieron aquellos coches de ruedas grandes. Fue  una tarde que descansábamos plácidamente después de darnos un festín con una pareja de ñus. Con redes nos atraparon a varios de nosotros y nos durmieron con los dardos. Mis tíos Darki y Solti y mi hermana pequeña se resistieron con valentía y los mataron  cobardemente.
Nos llevaron de viaje sin saber adónde, recuerdo el hambre y la sed que pasamos.  Cuando me vi entre barrotes en aquella jaula tan pequeña creí morir; tuvieron que ponerme un dardo de lo furioso que me puse.
Al despertar, Shila, una pantera negra en la jaula contigua a la mía, me dijo la cruel y verdadera realidad: estaba en un Circo y era propiedad del dueño del mismo. Ya no sería jamás un león libre.  Pregunté qué era un Circo y me explicó que un lugar horrible donde teníamos que obedecer en todo momento al domador, un hombre con un látigo en la mano que nos diría las cosas que teníamos que hacer. A cambio nos darían agua y comida y nos mantendrían con vida mientras cumpliéramos las órdenes que nos daban.
Sólo había una regla que nunca debía olvidar: bajo ningún concepto  atacaríamos al ser humano. Si lo hacíamos nos matarían de un tiro en la misma pista, ella lo había visto.  
Y, dentro de lo malo, podía considerarme afortunado; el Circo Piramidal era bastante considerado con sus animales; además del sustento me prodigarían cuidados médicos si los precisara. Me informó de la suerte aciaga que habían sufrido los integrantes de otro Circo, de nefando nombre.
El dueño se quedó en bancarrota por su afición al juego y al alcohol. Despidió a los trabajadores y abandonó a los animales a su suerte. Se fueron consumiendo poco  a poco en una granja abandonada en medio de un monte,  sin recibir apenas comida ni agua. Cuando la policía descubrió el lugar, el espectáculo era dantesco. No quedó superviviente alguno; sólo los pellejos resecos de los formidables habitantes de la selva que habían sido. Desde el gracioso chimpancé hasta el león y el majestuoso elefante.
Fue terrible, quedamos consternados. No dejamos de pensar en ello.
Shila me informó de cómo era la vida diaria en el Circo; me fue detallando quienes eran los integrantes del mismo. Los trapecistas, los domadores, los payasos, los acróbatas, la mujer barbuda, el hombre de hielo,  el personal auxiliar, los cuidadores, mecánicos, montadores,  en fin, todos y cada uno de los artistas o no que vivían bajo las carpas, hasta de los hijos de ellos, al cargo de un maestro que les acompañaba a todas partes para darles clase como en un colegio.  
Supe por ella que había leones como yo además de osos, cebras, focas, serpientes, elefantes, monos de todo tipo, gorilas, caballos, la más abundante y variopinta fauna que cabe imaginar. En general había camaradería, aunque cada uno tenía su propio genio. Los leones teníamos cierto status con eso de que éramos los reyes de la selva y el número del domador el que levantaba al público de los asientos. Debía de guardar cierta distancia con los elefantes que, aunque nobles, en ocasiones nuestra presencia les ponía nerviosos y eran muy fuertes y poderosos.
Se explayó con el tema del público. El Circo sólo tenía razón de ser por las gentes que venían a vernos. El Piramidal era uno de los mejores, por no decir el mejor. Siempre llenaba todos los asientos. Visitábamos las ciudades y localidades más importantes, se guardaban largas colas, todos estaban impacientes por ver los más actualizados y emocionantes números circenses.
Con toda esa información pronto me puse bajo las órdenes de Fleki, mi domador. No fue difícil aprender lo que debía hacer; el modo cómo  saltar, reptar.  hacer equilibrios, dar volteretas, levantarme cuan largo era sobre mis patas traseras y subirme con Tilo, un tigre siberiano, a la grupa de Polo, el elefante indio.
Lo que más me costó fue vencer el temor al fuego, si te descuidabas el aro ardiente te quemaba. Pero, vamos, con paciencia y buena voluntad aprendí los trucos del oficio, digámoslo así.
Como era el león más grande Fleki metía la cabeza en mi boca para causar mayor impacto. Y, la verdad, más de una vez quiso el azar y la buena estrella de Fleki que no cerrase la boca y se la arrancara de cuajo. No porque quisiera devorarlo, - los espíritus de  la selva no lo permitan -,  si no porque el pelo del domador me hacía cosquillas en el paladar y a veces tenía ganas de estornudar. ­
Eran dos sesiones al día, terminábamos agotados, la verdad. Nos ganábamos el sustento sobradamente. Terminaba aburriéndome de los mismos gestos feroces, el rugido escalofriante del rey de la selva, los zarpazos al aire, como queriendo alcanzar al domador.
Aunque los aplausos se los llevaba Fleki por ser tan valiente sometiéndonos restallando el látigo, en el fondo quedaban cautivados por la magnificencia de tan bellos y poderosos animales salvajes que éramos, la mayoría no habían visto nunca tan de cerca unos leones y tigres tan espléndidos. Nos hacíamos de respetar con nuestro fiero aspecto.
Después, en la soledad de la jaula, mi ánimo se venía abajo, como un castillo de naipes que es golpeado por una mano inmisericorde.
Pensaba en lo que había llegado a ser, una especie de león titiritero, desprestigiado tontamente  para entretener al público, dominado por Fleki, al que podría derribar  fácilmente con un  simple zarpazo.  
Al igual que Polit y Marit, una pareja de gigantescos osos pardos que les habían puesto un gorrito y una especie de faldita para el número que ejecutaban. Aquello era de lo más vergonzoso;  lo mismo que al oso polar, Norki, subido a un patinete dando vueltas alrededor de la pista.
Todos éramos casi como marionetas y  poco a poco parecía que  nos iba desapareciendo el instinto animal que anidaba en nuestro interior.
Pero debía resignarme, mi destino no podía ser otro que el de terminar mis días en la pista del  Circo Piramidal.

Cuando la niebla del sueño comenzaba a invadirme entonces asomaba el duende de mi otro sueño, el más fantástico que un león podría tener. Era mi secreto más profundo, un deseo fantástico que un día, sin saber por qué, se apoderó de mí. Una fantasía  irrealizable pero que alimentaba mis noches, cada vez con más intensidad, a la cual me entregaba entusiasmado, como si realmente viviera esos momentos que tanto deseaba. Como si, iluso de mí, fueran a llegar a ser  un día ciertos.
Soñaba con ser payaso. Por increíble que pudiera parecer,  yo, Júpiter, el más grande y fiero rey de la selva, deseaba ser un payaso. Sin que nadie lo advirtiera me quedaba embobado viendo a Tontino y Listillo, los  payasos del Circo Piramidal.  Eran fabulosos, no tenían parangón.
Era salir a la pista y todo el mundo les aplaudía. Calzaban unos enormes zapatos y unos pantalones bombachos inmensos, de colores chillones. Listillo iba de rojo y Tontino de blanco con lunares. Su nariz era una bola negra redonda y por manos tenían manoplas. Sólo verlos moverse uno junto al otro ya causaban  hilaridad. Listillo actuaba de maestro y Tontino de alumno. Por más que su compañero se empeñaba Tontino no atinaba una y recibía todos los golpes y calamidades que uno pudiera imaginar.
Sus diálogos eran chispeantes, provocaban las más encendidas y desternillantes  risas.  También cantaban y el público coreaba la música, y hasta se ponían a bailar frenéticamente para, con sus caídas y volteretas, conseguir meterse todavía más al público en el bolsillo.  
Pero Júpiter, el león de la selva, quería ser payaso por otro motivo. Le gustaban los niños. Adoraba contemplar la carita de arrobamiento que se les ponía cuando Listillo y Tontino saltaban a la pista. Sería fantástico tomar un pequeñuelo en brazos y frotarle la nariz de goma contra la suya, mirarle a los ojos y llenarse de su inocencia y candor.
No quería provocar temor por su fiero aspecto, al contrario,  soñaba ser un dulce y caricaturesco payaso, que la gente riera con sus payasadas, llenar el corazón de los niños de ternura y alegría.
Daría lo que fuera por  vestir un extravagante traje de payaso, pintarme la cara de blanco y bermellón,  y actuar  con ellos dos para arrancar los más entusiastas aplausos de todos.
Ese era mi sueño escondido. Mi sueño imposible. Lo tenía en mi cabeza dándome vueltas de un lado para otro, como degustando un caramelo que no deseaba se consumiera.
Después el sueño me vencía y los colores del arco iris, el rojo granate de Listillo y los mil lunares de Tontino se desvanecían como un caleidoscopio infinito.

- - - - - - - - - - -

Aquella noche un extraño personaje irrumpió en mi sueño. Llevaba una levita negra y su cara era de rasgos  angulosos, con unos pelillos a modo de perilla. La chistera que le cubría la cabeza era desmesurada, nunca vi otra igual. Guantes blancos en  las manos. Su aspecto era hasta siniestro, me pegué lo más que pude a los barrotes para escapar de aquella visión.
Pero el personaje me sonreía y caminaba hacia mí. Cuando más cerca lo tenía me di cuenta de que no iba solo. Reconocí a Lucy, la chica que acompañaba a Blaki, el mago del Circo. ¿Qué hacía allí, con aquel hombre de negro, por qué no estaba ensayando los trucos con Blaki?
Se quitó la chistera y sacó algo de ella. No pude moverme siquiera, algo extraño me paralizaba. Era una varita. Igual que la varita mágica que tenía Blaki en sus actuaciones. La puso delante de mi hocico tembloroso. Y musitó aquellas extrañas palabras. Después sonrió malévolo. Y ya no puedo recordar nada más……..

                                                 - - - - - - - - - - - -


Los telediarios y los periódicos lanzaron la voz de alarma. Júpiter, el león estrella del Circo Piramidal, se había escapado de su jaula. Todo el mundo se había puesto a buscarlo;  en libertad un león, y más tratándose de un ejemplar de tan gran tamaño, era una animal muy  peligroso, de reacciones insospechadas. Había que darle caza cuanto antes.
Pero por designios del destino Júpiter no apareció nunca, ni el menor rastro, la más insignificante huella;  fue el suceso más comentado y más extraño con el que las autoridades y la Policía se habían enfrentado jamás.

La vida en el Circo Piramidal siguió su curso. A las cinco empezaba el espectáculo. Los trapecistas seguían volando en las alturas. La mujer barbuda y el hombre de hielo seguían causando curiosidad; el mago Blaki asombraba con sus trucos;  Fleki y sus tigres y leones encogían el corazón de los presentes. Sobre todo cuando metía la cabeza en la boca de Uris, el rey de la selva.
Y los payasos continuaban sembrando la alegría y la felicidad en el alma de  los niños más que nunca. Ahora del  modo más especial. Porque una tarde, de improviso y sin que nadie supiera quién era ni de dónde venía, apareció el  más increíble y fantástico payaso que nadie pudiera imaginar.
Sólo llegó a saberse su nombre. Y desde ese día fueron Listillo, Tontino y…BOBITO…….