Cuando compré
aquella casa en Cantacaños, adquirí también, sin saberlo, la maldición que pesaba sobre ella. Nada más llegar al pueblo
los habitantes me obsequiaron con un
hosco e incomprensible silencio. No entendí
el motivo de esa conducta
recelosa, sus miradas de desconfianza.
La casa
parecía muy antigua y se componía de dos
plantas, sótano
y un pequeño jardín. Ni los más
ancianos del lugar la vieron construir. Su estructura era de piedra, y pese a los años transcurridos desde
entonces, se mantenía sólida y
desafiante, como si los años no contasen para ella.
Antes de
aposentarme en mi reciente adquisición me hospedé en el único hostal del pueblo. Mi propósito era saber algo de sus últimos
moradores, visitar los alrededores y conocer algo de las gentes que habitaban
en este perdido pueblo de las montañas.
Por suerte,
nadie como la dueña del hostal para informarme de todo. Aunque, en contrapartida, debería someterme a un completo interrogatorio sobre
mi persona. De mí, poco pude decir; era soltero
y funcionario de la Administración. De costumbres y apetencias sencillas, no
tenía vicios inconfesables siendo mi única afición leer novelas policíacas y
sobre todo la fotografía. Motivo por el cual me interesé por aquella casa
debido a los incomparables paisajes que rodeaban al pueblo
y que retrataría a placer amén de gozar de paz y tranquilidad lejos del
mundanal ruido.
Según me
informó Manuela, la dueña del establecimiento, había sido ocupada en muchas
ocasiones pero nadie pudo pasar más de dos noches seguidas entre sus paredes.
Decían que oían ruidos extraños, voces ininteligibles y un llanto lastimero. Tanto era así que abandonaban el lugar a toda prisa, como si
alguien los persiguiese.
Manuela era
bajita y regordeta, de manos pequeñas pero fuertes; tenía unos ojos
inquisitivos que parecían descubrir hasta el más oculto de tus pensamientos. Llevaba
un mandil limpio como los chorros del oro, al igual que todas las dependencias
del establecimiento mostraban un lustre sin igual.
- ¿Está seguro
de habitar esa casa? -me dijo tras relatarme el episodio de los demás
inquilinos. -Mire que se arrepentirá, no durará más de dos noches, se lo advierto.
Me cayó bien
Manuela. Me recordaba a mi abuela materna, Isabel, siempre trajinando en la cocina de carbón, el puchero de barro hirviendo en el fuego, guisando arroz con conejo,
bacalao con patatas, o habichuelas con morcilla, todo bien espesito y sabroso
como sabía hacer.
- Tranquila,
Manuela, -le sonreí afablemente- Serían gentes de la ciudad, señoritingos de
esos que no están hechos a la vida rural porque viven entre algodones. No
podrían dormir y por eso imaginaban cosas raras.
- No, mire,
salían despavoridos, como si hubieran visto fantasmas.
Solté una
risotada que me pareció exagerada.
- No creo en
fantasmas ni en espíritus, por la sencilla razón de que no existen, son fruto
de una imaginación exacerbada. Precisamente
mis películas favoritas son las de
vampiros, hombres lobo, monstruos a cual
más horrible. Además, me ha costado muy
barata esa casa, era una ocasión de oro que debía aprovechar.
- Claro,
tenían prisa por quitársela de encima, necesitaban un incauto como usted,
perdone que se lo diga.
- No diga
eso, Manuela, está bien situada y en perfecto estado por lo que se ve, me
vendrá de perlas como base de operaciones para mis reportajes fotográficos, a
mis amigos les encantará también.
- ¿Se va a
traer a sus amigos a esa casa con todo lo que le he dicho?
No pude
contener otra risotada.
- Se lo que
está pensando, Manuela, que esto va a ser algo parecido a La Matanza de Texas,
o algo así, ¿verdad?
- Me voy a la
cocina, ya me dará la razón.
- De todos
modos sepa que mis comidas las haré en su comedor.
Pero ya se
había perdido de vista y me dispuse a vaciar el maletero del coche.
La cerradura
respondió a la primera y el interior
aparentaba estar más o menos limpio. Funcionaba la corriente eléctrica,
menos mal. Ocuparía la habitación pequeña, la de una cama. Había otra con dos
en la primera planta, y un sofá que se
extendía, sería más que suficiente para cuando vinieran Ramón y Antonio con
Mercedes y Susana.
Eché a la
lavadora la ropa de las camas, y me dediqué a quitar el polvo con el mayor de los entusiasmos, nada como una casa limpia y
confortable.
A media
semana me dispuse a pasar mi primera noche en la casa embutido en mi confortable
saco de dormir de montaña.
No recuerdo
si me despertó aquel sonido o estaba ya desvelado. El caso es que sonaba como a
un leve siseo, una especie de llanto
infantil o eso me pareció.
No le di
importancia en un principio si bien la persistencia del mismo me hizo aguzar el
oído. No eran imaginaciones mías, se podía oír un gemido; tenue, pero real. Me
levanté de un salto y encendí la luz.
Provenía de
la planta baja. Reparé entonces que no había revisado el sótano.
Estaba a oscuras, la bombilla debía estar
fundida. Tomé la linterna y alumbré lo que parecía ser la leñera o algo parecido.
Pensé en
cuanto me había dicho Manuela sobre que nadie pudo resistir más de dos noches en aquella casa. Máxime cuando descubrí aquella enorme tapa de
hierro rectangular a ras de suelo ocultando sin duda el acceso a un espacio subterráneo. El intrigante sollozo provenía de allí. Quien fuera o lo que fuera estaba bajo mis
pies.
Más intrigado que temeroso, me atreví a tratar
de levantar aquella plancha metálica sin conseguirlo; su peso debía ser considerable.
Pasé el resto
de la noche con aquel sonsonete metido en la cabeza sin encontrar explicación
alguna a la naturaleza del mismo y
pensando que tal vez había sido en exceso temerario al bajar al sótano con tan solo la ayuda de la
linterna.
A la mañana
siguiente busqué quien me ayudase a levantar aquel pesado hierro del sótano sin conseguirlo. Nadie quería saber
nada de esa casa.
Recurrí a Manuela por si conocía de alguien
que pudiera ayudarme.
- Esa casa
tiene mal fario, se lo dije, y usted
erre que erre. Váyase a su ciudad ahora que está a tiempo, hágame caso. Algo
malo guarda esa casa que asusta a quien entra allí. - me exhortó categórica
mirándome muy seria.
Zalamero, la
tomé de los hombros.
- Pues
míreme, he pasado una noche y no me ha pasado nada, ¿lo ve?
- Tienta a la
suerte, Dios quiera que no tenga que arrepentirse. Están de paso unos leñadores
que no saben nada de esa casa, veré qué puedo hacer, cabezota del demonio.
- Gracias,
Manuela, dígales que les pagaré bien.- respondí aliviado.
Así fue cómo,
tras ímprobos esfuerzos y ayudados por largas palancas entre cinco hombres y yo
pudimos abrirlo. Un olor fétido y telarañoso casi nos tumba de espaldas.
- Esto lleva
muchos años sin abrir, yo de usted lo volvería a cerrar; a saber la de bichos que hay ahí abajo -me
advirtió uno de los ellos antes de irse apresuradamente junto con los demás.
Aunque puse
bombilla nueva en el sótano me hice con una fuente extra de luz pues quería verlo todo con detalle.
Siempre tuve
curiosidad por los enigmas, encontrar explicación a lo que pudiera ser un
misterio desafiando riesgos y venciendo temores.
De nuevo volví a oír aquel murmullo lastimero. Bien
pertrechado del potente foco luminoso,
fui descendiendo por unos mugrientos y resbaladizos escalones. Lo que me fue dado contemplar me llenó de estupor.
Tenía aspecto
de ser una lóbrega mazmorra, húmeda y
maloliente. Lo increíble eran las imágenes que descubrí. En cada uno de los
ángulos de la estancia había una figura a tamaño natural de Santiago Apóstol,
tan fielmente talladas que parecían
mirarme como si fueran a hablarme de un momento a otro, semejaban ser de carne
y hueso por su gran realismo.
Había un
pequeño arcón de madera en medio de la habitación que actuaba como caja de
resonancia de aquellos quejumbrosos sonidos, pues de ahí provenían. ¿Descubriría por fin el origen de aquel misterio?
La tapa tenía
grabada una inscripción. Parecía latín. Recordé mis buenas notas en esa lengua
antigua cuando hice el bachillerato. Hacía muchísimos años de eso, desde luego,
pero me puse a la labor.
Conforme
trataba de descifrar aquellas frases, una extraña inquietud se iba apoderando
de mí. No quería reconocerlo pero estaba nervioso. Justamente así es como me
sentía. ¿Qué me estaba pasando, tenía algo que ver con este extraño y
misterioso sótano? Empecé a pensar que sí.
Era un latín arcaico
y mis conocimientos no llegaban a desentrañar del todo lo que estaba escrito.
Vislumbré la palabra demonio. Infierno, diablo, espíritu maligno. Que Santiago
Apóstol era el guardián del lugar. Quien escribió aquello, exhortaba a que el
contenido del cofre no saliera de aquellas cuatro paredes y viera la luz del
día. Era una advertencia.
Justo en el
momento que levantaba la tapa me quedé a oscuras. En esa negrura total dos puntos como brasas se encendieron al unísono.
Un débil resplandor
iluminó una pequeña figura. Era una
muñeca. Sus ojos brillaban. Y mi corazón se desbocó cuando una risa oscura y
lejana salió de aquel esperpento de trapo
que me miraba fieramente, clavando sus ojos rojos como dardos en los
míos.
Creí
desfallecer del miedo que sentía y por más que quise cerrar la tapa no pude,
una fuerza imperiosa me lo impedía.
Sus pequeñas
facciones gesticulaban al mover el trazo borroso de lo que parecía una boca.
- ¿Quién
eres, quién te envía?
Estas
palabras no salieron de cuerda vocal alguna. Las oí dentro de mi cráneo como si
me llegaran desde una dimensión lejana y desconocida.
- ¿ Quien me
habla? -dije temblando.
- Soy
yo, bastardo, ¿no me ves?
La muñeca, de algún modo que desconocía, se comunicaba conmigo. ¿Soñaba o realmente estaba sucediendo todo
aquello? Era lo más aberrante que podía
imaginar, imposible de creer. Despertaría de un momento a otro y la
pesadilla se desvanecería.
El generador
volvió a iluminar el sótano y descubrí con inusitada claridad la muñeca. Me
estremecí de lo horripilante que era. La cabeza tenía cierta consistencia, el
resto del cuerpo era de tela grasienta
y descolorida que acababa en unas
desgarbadas y bamboleantes piernas.
- ¿Quién eres
tú?
Estaba
asustado y temblaba; no me salió sonido
alguno.
- ¿No sabes
quién soy, esbirro ? -volvió a martillearme la cabeza esa voz cavernosa.
Estaba a
punto de desmayarme, todo me daba vueltas por culpa de aquella incomprensible criatura que hablaba y
tenía forma de pepona y seguía dirigiéndose
a mi.
- Soy Fatama.
¿ No has oído hablar de mí?
Negué con la
cabeza como pude.
Una burlona y
estruendosa risotada resonó entre aquellas
cuatro paredes encogiéndome el ánimo más de lo que lo tenía.
- El encantamiento del cofre ha cesado al abrirlo.
-
¿Encantamiento? -me sorprendí a mi mismo
con aquel hilo de voz que salió de mi garganta.
- No sé quién
eres ni que haces vestido de esa extraña
manera pero soy Fatama y he vuelto a la vida de nuevo aunque sea en el cuerpo
de esta deleznable y ridícula figura.
Sentí un nudo
en el estómago al oír esas palabras. Mi pulso estaba descontrolado, se nublaba
mi vista. Aquello no era una película de miedo; estaba despierto y era real lo
que me estaba pasando.
- Has de
sacarme de aquí. Coge las imágenes de
Santiago Apóstol y quémalas para que pueda salir. Obedece, esbirro estúpido.
¡Ya! ¡Rápido!
De súbito, noté
que una fuerza reparadora se iba abriendo paso en mi interior cuando me aclamé
al Santo que esa voz siniestra me ordenaba destruir.
- No entiendo
nada de lo que me está pasando. Voy a cerrar los ojos y contaré hasta diez;
cuando los abra estaré en mi saco de dormir, tú habrás desaparecido y serás una horrenda
pesadilla que nunca recordaré.
Eso hice.
Conté hasta veinte, para estar más seguro. Abrí los ojos y la pesadilla seguía
allí, mirándome burlona y con una insufrible sonrisa.
- Vaya, eres un
espíritu cultivado, sabes contar, ¿eh?
- Soy
licenciado en Empresariales -me sentí raro cuando lo dije.
- ¡No me
hagas perder la paciencia, mamarracho estúpido! -gritó con su voz en falsete.
Sin duda
Santiago Apóstol me ayudaba en este trance, por momentos me iba sintiendo más seguro de mi mismo y envalentonado.
- Mientras
Santiago Apóstol presida este lugar no
puedes hacerme nada, así que deja de
amenazarme y llamarme estúpido. Empieza
por contarme tu historia, el motivo de
que estés aquí.
Se revolvió y
gimoteó cuanto quiso mirándome ladinamente de soslayo para ver mi reacción pero
me mantuve inflexible y no hice caso de su taimado llanto.
- Mi padre
era buhonero, borracho y pendenciero; mi madre una mala mujer, decían que era bruja. Nací con el rostro extrañamente deformado y la calle fue mi hogar, buscándome un mendrugo
de pan como podía, recibiendo nada más que
la crueldad de todos en forma de golpes y burlas. Nunca supe
lo que era una muestra de cariño por parte de nadie.
Creí ver un atisbo
compungido en sus vidriosos ojos.
- Me tiraban
piedras como si fuera un perro sarnoso, nadie se me acercaba, ningún chico me
cogió de la mano nunca. Mi horripilante cara les causaba miedo y repugnancia.
Quizá porque fue tan grande el odio y la rabia
que sentí por todos los que me golpeaban y me despreciaban sucedió lo que sucedió.
Estaba cada
vez más atrapado en su relato y noté que la ira se hacía más intensa en sus
ojillos ardientes.
- Casi muerta
de hambre cogí un trozo de berza que comía un cerdo y el porquero me molió la
espalda a palos. Estaba tan furiosa que le pedí a Lucifer le prodigara el peor
de los males. Y empezó a soltar espumarajos por la boca y contorsionarse grotescamente
hasta que cayó muerto al mismo tiempo que los cerdos morían gruñendo
enloquecidos.
Salió la
arpía de su mujer alertando a los vecinos y gritando que la hija de la bruja
había matado a su marido con un maleficio.
Este suceso y
otros, fueron los que finalmente propiciaron que interviniera la Inquisición.
Se me
pusieron los pelos de punta al oír nombrar aquella temida Institución que mandó
a la hoguera a un sin fin de brujas, entre otros ajusticiados y torturados.
- Me aclamé a
Satanás y a todos cuantos me despreciaron por mi aspecto, se les cubrió el
rostro de terribles y dolorosas bubas;
desbordé ríos que anegaron las cosechas de quienes no me dieron ni un
repizco de pan y quemé casas y cobertizos
de los que me negaron cobijo.
Se me
pusieron los pelos de punta al pensar en lo que podría hacerme si no tuviera la
protección de Santiago Apóstol.
- Me
apresaron junto con mi madre y otras mujeres acusadas de brujería.
Nos iban a
torturar y quemar en la hoguera. Por eso la noche antes mi madre y las demás
brujas realizaron un conjuro y me convirtieron en una muñeca para salvarme del
tormento. Los verdugos se llevaron la mayor
sorpresa de su vida al ver una muñeca de trapo en mi lugar, dijeron que
era magia diabólica.
Por lo que
sé, las dejaron medio muertas antes de
quemarlas en la hoguera y el cruel inquisidor que las atormentó arrojó también la muñeca al fuego, para no dejar rastro de nada. Era
tan implacable en su lucha contra la brujería que rebuscó entre las cenizas para
asegurarse de que se habían abrasado. Y encontró la muñeca. Por todos los medios trató
de destruirla sin conseguirlo, todo el resto de su vida lo dedicó a este empeño. Murió gritando que era
obra del Maligno, de Satanás, que se
apoderaba de las almas de los hombres.
Estaba
estupefacto con las palabras de la muñeca. Era demencial. Traté de imaginarme
aquella turbulenta y oscura época en que la Inquisición imponía su ley
empuñando la Cruz.
- No sé quién
me encerró en este cofre ni me trajo a este lugar, aunque supongo que sería algún servidor de la
Iglesia para impedir que causara más daño. ¿Sabes dónde estoy, si la
Inquisición me persigue?
- Hace
cientos de años que la Inquisición desapareció, estamos en otra época.
- ¿Ha
desaparecido la Inquisición, ya no queman a las brujas?
- Ya no hay
brujas ahora ni queman ni torturan a nadie.
Quedó en
silencio aquel extraño monigote parlante y no supe qué pensar de todo cuanto me
estaba sucediendo. Dudaba de que aquella
historia fuera verdad. Dudaba de mi propio raciocinio, pensé que estaba
volviéndome loco.
- Yo no
quería hacer daño a nadie, de verdad, sólo ansiaba llevar una vida normal.
Vivir con mi padre y mi madre, como cualquier chica de mi edad.
Tener
amigas, bañarme en el río y que un chico
me cogiera de la mano y me llevara al bosque, como hacían con las demás.
Pero mi padre
era un borracho y me pegaba sin motivo alguno y mi madre se despreocupó de la
casa y de nosotros, vivía en otro mundo.
Salía por las noches y venía de madrugada, con una extraña y siniestra mirada que daba miedo verla. Nadie me besó, ni me abrazó, ni me dijo algo cariñoso, ni me llamaban por mi nombre. Mi horrible rostro
los espantaba. ¿Crees que podía vivir así?
Sentí una
repentina lástima por ella, imaginé a una adolescente en aquel mundo despiadado
y cruel, despreciada por todos y luchando por sobrevivir. Sin el calor humano de unos padres que le prodigaran amor y protección. Me dio pena.
Soy un
sentimental, no puedo evitarlo. El dolor y la desgracia ajenas me causan
infelicidad. Comencé a considerar todo aquello bajo otro punto de vista.
Hablaba realmente con un ser vivo. Era un alma la que me hacía sentir toda su
congoja y sufrimiento. ¿Iba yo a
juzgarla, a ser tan insensible como para ignorar lo que el destino me estaba
mostrando en ese momento?
La muñeca
lloraba desconsoladamente. Unas lágrimas resbalaban por su cara agrietada y ennegrecida.
Cada llanto se me clavaba en el corazón
como una espina, sentí que un nudo atenazaba mi espíritu y me sentí
extrañamente culpable sin saber por qué.
Obedeciendo a
un impulso que brotaba de mis entrañas,
con sumo cuidado tomé aquella muñeca y la acuné en mis brazos. Su cuerpecito se
estremeció a mi contacto y noté su tenue
calorcillo. Ordené una greña rebelde en su frente y acaricié su carita
atribulada. Sus ojillos como aceitunas negras me miraron agradecidos. Enjugué
con la mano sus mejillas húmedas del
llanto. Le sonreí y me dedicó una
pequeña sonrisa.
Me sentía
bien con ella en mi regazo, mirándonos con calma, como
si toda la vida hubiéramos estado así.
Entonces la
besé. Acerqué mis labios a sus mejillas descoloridas y apretujándola contra mi le
di unos tiernos besos.
Podría jurar
que oí un insólito y suave suspiro. Y cómo sus desmañados bracitos de trapo
rodeaban mi cuello y su boquita me
besaba también.
Me sentí de
un modo tan especial tras lo sucedido que, ensimismado todavía por ese contacto
increíble, tardé en percatarme de lo que estaba ocurriendo. La muñeca fue
creciendo y creciendo mudando incomprensiblemente su aspecto. Fue asombroso.
De repente
tenía ante mí a una chica que me miraba a través de unos expresivos y
enigmáticos ojos verdes. Su cutis era terso y sonrosado. Me sonrió ampliamente.
- Hola, soy
Fatama.
De repente
tenía un gran problema; una jovencita que había aparecido en mi vida sin saber
cómo ni por qué y debía encontrar una salida lo antes posible pues no podía
camuflarla debajo de un armario como si tal cosa.
Lo primero
fue vestirla; se puso una camisa vieja y unos vaqueros desgastados que iba a
retirar; con esto saldría del paso.
- ¡Qué
palacio tan extraño! Nunca había visto nada igual.-exclamó asombrada al
recorrer la casa.- ¿Dónde estoy, como te llamas?
- Me llamo
Roberto y ésta es mi casa. ¿Puedes decirme quién eres tú realmente?
- Te lo he
dicho; me llamo Fatama y soy la hija de
la bruja que quemaron en la hoguera, acabo de contarte mi historia.
- Si, una
historia increíble, fruto de una alucinación sin duda, es lo más extraño que me
ha pasado nunca.
Me quedé
mirándola haciendo balance de la
situación. Tenía delante una chica de unos veintitantos años, algo delgada y
bonita de cara. Si era cierto, la hija de una bruja, venida de otra época al
siglo veintiuno. ¿Cómo justificaba su presencia, qué hacía con ella? La cabeza me iba a mil por hora buscando una
solución. ¿Por qué tenía que sucederme a mí todo esto, a un simple funcionario
de vida tranquila que nunca se metió en ningún lío?
Aquella chica
que decía llamarse Fatama tomó mis manos y su mirada cándida y juvenil me
envolvió.
- Por un
extraño sortilegio al besarme me has devuelto a la vida en el cuerpo de una muchacha
de aspecto normal, como siempre envidié de las demás. Ahora, mi destino, mi
vida, está ligada a la tuya para siempre, Roberto.
Sentí un
calor sofocante que me abrasaba al oír aquello.
- Salgamos al
jardín, necesito tomar aire puro. -le dije apremiante.
Salimos al
exterior y aunque imperceptible al principio, fui testigo de los cambios que,
inexorables, empezaron a producirse a
continuación.
El sol se
oscureció de repente y el cielo se pobló de nubes negras que adoptaron formas inverosímiles
y tortuosas, cual seres fantasmagóricos
que danzaban macabramente mostrando un aspecto amenazador que infundía
miedo. ¿Qué estaba pasando?
Al volver el
rostro hacia Fatama me llevé el mayor susto de mi vida. La chica atractiva de
ojos verdes había desaparecido. En su lugar había una figura sucia y
zarrapastrosa con el rostro más horrendo que mente humana pueda imaginar. Su
boca era un agujero negro en el que apenas asomaban dientes. Sus ojos ardían al
mirarme y sentí pavor al contemplar aquella figura salida del Averno.
Entonces lo comprendí. Y la verdad me aterrorizó. Al
salir al exterior, fuera del cofre y del escudo protector de Santiago Apóstol,
el señuelo de muchacha inocente se había
convertido en lo que realmente era: una
bruja. Que se situó frente a mí y puso en mi frente su mano fría y huesuda.
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El pastor que estaba con sus ovejas en la colina
desde la que se divisaba el pueblo de Cantacaños, fue testigo del hecho más
insólito y extraordinario que contemplaría nunca. Formando un espeso perímetro alrededor de las casas del pueblo
surgieron de la tierra, súbitamente, árboles y más árboles, arbustos, malezas,
zarzales y todo tipo de matorrales espinosos volviéndolo invisible para quien
pasara por allí. El pastor quedó estupefacto. No se lo podía creer. ¡El pueblo
había desaparecido.!
Por el
empedrado de una calle se movía una oscura e inquietante figura. Le seguía un
gran gato negro que maullaba incesantemente, apremiando a que su ama le prestara
atención. Era un maullido penoso, lastimero, estremecedor por su intensidad, rompía el alma de quien lo
escuchaba.
Pero su dueña,
cruel y salvajemente le propinaba, de
vez en cuando, furiosas patadas. Luego, una risa salida de ultratumba salía de su garganta
y hasta el demonio más terrible se
hubiera escondido para no escucharla.
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