jueves, 25 de abril de 2013

Niebla errante






No me gusta recordar el día que abrí el baúl del desván. Siempre tuve curiosidad por los cajones cerrados  y las habitaciones con la llave echada. Hasta que no tenía acceso a su interior todo era un  cúmulo de cábalas sobre qué posible secretos guardaban.
El baúl de tus abuelos parecía retarme cuando pasaba por la escalerilla que conducía a lo alto de la casa.
Siempre me habías dicho que eran ropas viejas, trastos inútiles que no servían para nada, sin importancia.
Una tarde que saliste con tu madre decidí subir a descubrir su misterio.
La madera era de roble oscuro, agrietada y como acribillada por andanadas de perdigones. Era grande y se adivinaba pesado,  lo reforzaban unas tiras anchas de metal manchadas de robín.  
La cerradura estaba tan oxidada como  la llave que tenía puesta, lo cual me causó cierta extrañeza. A simple vista semejaba el  cofre de los tesoros que  había visto en las películas de piratas.
Aunque lo abrí con sumo cuidado chirrió lastimoso y un olor a viejo y telaraña me dio en  la cara.  
Contenía ropajes viejos  y  álbumes de fotos sin tapas muy gastados. Las fotografías mostraban gentes que pensé  eran antepasados tuyos, seguramente del siglo pasado, cuando el arte fotográfico estaba en sus inicios a juzgar por la ropa que vestían y el color sepia diluido de las imágenes.
Inspeccioné las vestimentas someramente; se adivinaban faldas holgadas y chaquetas de tonos oscuros. Al depositarlas de nuevo en el fondo algo se desprendió de ellas.
Era un grabado y parecía antiguo. Enseguida captó mi atención porque un rostro inquietante me miraba desde la pátina incolora  que lo contenía.
Era el de una  mujer de facciones alargadas donde sobresalía por encima de todo una nariz larga y huesuda. Sus ojos  estaban atenuados  por las sombras y  los  pómulos eran manchas  de gris.
La boca era una línea oscura y delgada y su fino cuello se perdía sin transición en oscuras borrosidades. El pelo se  ocultaba  en una especie de capucha negra que descendía hasta sus hombros en penumbra.
El otro grabado me sobresaltó todavía más. Aparecían haces de leña formando una  pira gigantesca y  figuras humanas ardiendo entre llamas. El blanco y negro de los detalles acentuaba todavía más la dramática escena.
Una multitud vociferante se agitaba en derredor pareciendo avivar con gestos amenazadores la intensidad de la hoguera. Los cuerpos de las infelices aparecían medio derretidos, como la cera fundiéndose. Sin duda se trataba de una quema de brujas.

Cuando bajé las escaleras del desván estaba confuso y sin saber qué pensar aunque llevaba  la cara de la  mujer impresa en mi mente.
Cuando llegaste me notaste raro y te dije que me dolía el estómago aunque por tu expresión supe que no me creíste.
Poco a poco fui olvidándome de mi visita al desván si bien de vez en cuando ese rostro intrigante y extraño se me aparecía en sueños y salía de las sombras acercándose a mí.
Una vez me mandaste sacar a Laky a pasear mientras pasabas a la vecina a ver unas recetas de cocina.
No sé cómo  el perro salio disparado y por más que lo llamaba no acudía.  Me adentré en  el bosque que linda con nuestra urbanización y cuando me di cuenta se había hecho de noche y recordé que  no llevaba linterna.
La niebla empezó a invadirlo  todo y tras andar un buen rato me había desorientado. 
Sentí  en la piel aquella humedad tan característica y que te calaba hasta los huesos. Fui abriéndome paso como pude a través de helechos,  arbustos y sorteando los troncos de los árboles.
En un  momento dado noté que mis instintos me avisaban de algo y un extraño  presentimiento se apoderó de mí.
Noté una presencia indefinible  muy cerca, la  sentía cada vez más.
Entonces la vi, sumergida en la niebla. Una figura femenina que destacaba  en el vapor acuoso que emanaba de la tierra. La cubría una  capucha y cuando avanzó hacia donde estaba la piel se me puso de gallina.
Conforme se me acercaba daba la sensación que flotaba, y no supe si era bruma en sí o una neblina aparte distinta de la misma niebla que llenaba el bosque.
Se detuvo a pocos pasos y el pánico me paralizó  cuando aquel espectro o lo que  fuera se me quedó mirando fijamente.
Tenía rostro y era tan blanco que destacaba por encima del fulgor neblinoso.  Su boca era un trazo apenas dibujado y sus ojos dos puntitos oscuros. Se clavaron  en los míos  como brasas ardientes cuando me miró.
 La intensidad de aquella mirada era tal que me penetraba, se apoderaba de mi entendimiento y en mi paroxismo creí que me hablaba, me interrogaba.    
¿Quién era en realidad? ¿Qué pretendía de mí? ¿Acaso podía responderle, darle una respuesta?
De repente reconocí aterrorizado aquella mirada: ¡Era la del grabado del desván! Estaba tan asustado que el corazón parecía querer salirse del sitio.
Estuve así un buen rato, temblando y convulsionado del miedo.
Me pareció ver un gesto  en aquel rostro fantasmal aunque tal vez  fuera fruto de mi pavor.
Cuando quise escrutar otro signo facial en esa mirada la imagen blanca se fue diluyendo lentamente en el banco de niebla del mismo modo como había surgido.
Empecé a oír los ladridos de Laky y fui en la dirección de donde provenían, hasta encontrarlo. Su presencia reconfortó ni atribulado ánimo y su instinto canino nos ayudó a salir del bosque.

Nunca tuve ningún secreto contigo, amor mío, bien lo sabes. Por eso te conté que subí al desván cuando no estabas, que encontré ropas y fotos antiguas, que descubrí  el  grabado de esa mujer extraña, y el de las brujas en la hoguera.
Tampoco te oculté que me perdí en el bosque y pasé más miedo que nunca y creí morir del susto.
Ahora,  mientras peinas  tus rizos y te lo cuento ni siquiera me miras, sigues  en tus pensamientos, en tus cosas, en ese mundo tuyo en el que yo no existo.
Por eso  te haré siempre la misma pregunta y jamás dejaré de hacértela.
Mírame y dime, amor mío, por qué aquella noche de niebla no me dijiste nada…














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