No me gusta
recordar el día que abrí el baúl del desván. Siempre tuve curiosidad por los
cajones cerrados y las habitaciones con
la llave echada. Hasta que no tenía acceso a su interior todo era un cúmulo de cábalas sobre qué posible secretos
guardaban.
El baúl de
tus abuelos parecía retarme cuando pasaba por la escalerilla que conducía a lo
alto de la casa.
Siempre me
habías dicho que eran ropas viejas, trastos inútiles que no servían para nada,
sin importancia.
Una tarde que
saliste con tu madre decidí subir a descubrir su misterio.
La madera era
de roble oscuro, agrietada y como acribillada por andanadas de perdigones. Era
grande y se adivinaba pesado, lo
reforzaban unas tiras anchas de metal manchadas de robín.
La cerradura
estaba tan oxidada como la llave que
tenía puesta, lo cual me causó cierta extrañeza. A simple vista semejaba
el cofre de los tesoros que había visto en las películas de piratas.
Aunque lo
abrí con sumo cuidado chirrió lastimoso y un olor a viejo y telaraña me dio en la cara.
Contenía ropajes
viejos y álbumes de fotos sin tapas muy gastados. Las
fotografías mostraban gentes que pensé eran antepasados tuyos, seguramente del siglo
pasado, cuando el arte fotográfico estaba en sus inicios a juzgar por la ropa
que vestían y el color sepia diluido de las imágenes.
Inspeccioné las
vestimentas someramente; se adivinaban faldas holgadas y chaquetas de tonos
oscuros. Al depositarlas de nuevo en el fondo algo se desprendió de ellas.
Era un
grabado y parecía antiguo. Enseguida captó mi atención porque un rostro
inquietante me miraba desde la pátina incolora que lo contenía.
Era el de una
mujer de facciones alargadas donde
sobresalía por encima de todo una nariz larga y huesuda. Sus ojos estaban atenuados por las sombras y los pómulos eran manchas de gris.
La boca era
una línea oscura y delgada y su fino cuello se perdía sin transición en oscuras
borrosidades. El pelo se ocultaba en una especie de capucha negra que descendía
hasta sus hombros en penumbra.
El otro
grabado me sobresaltó todavía más. Aparecían haces de leña formando una pira gigantesca y figuras humanas ardiendo entre llamas. El
blanco y negro de los detalles acentuaba todavía más la dramática escena.
Una multitud
vociferante se agitaba en derredor pareciendo avivar con gestos amenazadores la
intensidad de la hoguera. Los cuerpos de las infelices aparecían medio
derretidos, como la cera fundiéndose. Sin duda se trataba de una quema de
brujas.
Cuando bajé
las escaleras del desván estaba confuso y sin saber qué pensar aunque llevaba la cara de la
mujer impresa en mi mente.
Cuando
llegaste me notaste raro y te dije que me dolía el estómago aunque por tu
expresión supe que no me creíste.
Poco a poco
fui olvidándome de mi visita al desván si bien de vez en cuando ese rostro intrigante
y extraño se me aparecía en sueños y salía de las sombras acercándose a mí.
Una vez me
mandaste sacar a Laky a pasear mientras pasabas a la vecina a ver unas recetas
de cocina.
No sé cómo el perro salio disparado y por más que lo
llamaba no acudía. Me adentré en el bosque que linda con nuestra urbanización y
cuando me di cuenta se había hecho de noche y recordé que no llevaba linterna.
La niebla
empezó a invadirlo todo y tras andar un
buen rato me había desorientado.
Sentí en la piel aquella humedad tan característica
y que te calaba hasta los huesos. Fui abriéndome paso como pude a través de
helechos, arbustos y sorteando los
troncos de los árboles.
En un momento dado noté que mis instintos me
avisaban de algo y un extraño
presentimiento se apoderó de mí.
Noté una
presencia indefinible muy cerca, la sentía cada vez más.
Entonces la
vi, sumergida en la niebla. Una figura femenina que destacaba en el vapor acuoso que emanaba de la tierra.
La cubría una capucha y cuando avanzó
hacia donde estaba la piel se me puso de gallina.
Conforme se
me acercaba daba la sensación que flotaba, y no supe si era bruma en sí o una
neblina aparte distinta de la misma niebla que llenaba el bosque.
Se detuvo a
pocos pasos y el pánico me paralizó
cuando aquel espectro o lo que fuera se me quedó mirando fijamente.
Tenía rostro
y era tan blanco que destacaba por encima del fulgor neblinoso. Su boca era un trazo apenas dibujado y sus
ojos dos puntitos oscuros. Se clavaron
en los míos como brasas ardientes
cuando me miró.
La intensidad de aquella mirada era tal que me
penetraba, se apoderaba de mi entendimiento y en mi paroxismo creí que me hablaba,
me interrogaba.
¿Quién era en
realidad? ¿Qué pretendía de mí? ¿Acaso podía responderle, darle una respuesta?
De repente
reconocí aterrorizado aquella mirada: ¡Era la del grabado del desván! Estaba
tan asustado que el corazón parecía querer salirse del sitio.
Estuve así un
buen rato, temblando y convulsionado del miedo.
Me pareció
ver un gesto en aquel rostro fantasmal
aunque tal vez fuera fruto de mi pavor.
Cuando quise
escrutar otro signo facial en esa mirada la imagen blanca se fue diluyendo
lentamente en el banco de niebla del mismo modo como había surgido.
Empecé a oír
los ladridos de Laky y fui en la dirección de donde provenían, hasta
encontrarlo. Su presencia reconfortó ni atribulado ánimo y su instinto canino
nos ayudó a salir del bosque.
Nunca tuve
ningún secreto contigo, amor mío, bien lo sabes. Por eso te conté que subí al
desván cuando no estabas, que encontré ropas y fotos antiguas, que
descubrí el grabado de esa mujer extraña, y el de las
brujas en la hoguera.
Tampoco te
oculté que me perdí en el bosque y pasé más miedo que nunca y creí morir del
susto.
Ahora, mientras peinas tus rizos y te lo cuento ni siquiera me miras,
sigues en tus pensamientos, en tus
cosas, en ese mundo tuyo en el que yo no existo.
Por eso te haré siempre la misma pregunta y jamás
dejaré de hacértela.
Mírame y
dime, amor mío, por qué aquella noche de niebla no me dijiste nada…
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