miércoles, 24 de abril de 2013

La noche de San Juan





Érase una vez un pececito de colores. De vez en cuando se asomaba a la orilla de una  playa que lindaba con un verde prado. A lo lejos se distinguía el pueblo, bonito y recogido, como salido de un cuento.
Lo que veía era tan diferente a su mundo marino que le fascinaba. Especialmente desde que descubrió a aquel ser que deambulaba de aquí por allá comiendo hierba. Era enorme, de color negro, y dos extrañas protuberancias coronaban una grande  y armoniosa cabeza sujeta por un poderoso cuello.
Era curioso verlo escoger con cuidado cada brizna de tierno verde antes de llevársela a la boca, masticándola con deleite.
Pese al riesgo que corría en la orilla no podía evitar contemplar a ese habitante del prado que tanto le intrigaba,
El toro, que no era otro que el ser que tanta expectación causaba en el pececito, también se acercaba adonde llegaban las olas. Gustaba de contarlas, una tras otra; mirar de frente el sol allá en el horizonte. Sentir en su cara la brisa húmeda y vivificante.
Un día descubrió algo en el agua; como  una mancha de color que se movía difusa y ágilmente, que se acercaba ante su presencia y se retiraba después presurosa, en un ir y venir que parecía un juego.
El toro lo miraba fijamente, curioso y complacido, nunca había visto nada igual. Finalmente volvía al campo una vez que aquel prodigio  desaparecía en el infinito azul.
Algunas noches, desafiando toda lógica, el pececito volvía a la playa a ver  al toro. Lo hacía desde que lo veía quedarse absorto mirando la luna. Era una larga contemplación;  la cabeza grande y magnífica levantada, sin moverse siquiera.
Al toro le gustaba la luna; su blanca palidez, sus variadas formas según la estación del año. También el toro, una noche, llegó a distinguir aquel enigmático brillo rojo en las aguas. Los destellos lunares lo pusieron en evidencia ante sus ojos; apenas unos instantes fueron suficientes para saber que era el mismo de cada mañana.
El pececito no podía evitar acudir día y noche a la playa. Y el toro era incapaz de no asomarse al mar para ver esa mancha de color  bailando en el azul.
Un día no hubo recato alguno. Quedaron de frente mirándose el uno al otro: el pececito flotando graciosamente y el astado como hechizado. 
-  Hola, ¿quién eres tú? –apenas se le oyó al pez
El toro se asombró al oír estas palabras.
- Soy un toro. –se apresuró a decir por no parecer descortés.
- Pues eres el primero que veo, la verdad.  Me llamo Wanda y  soy un pez; uno de los incontables habitantes que poblamos el mar. ¿Todos los toros son como tu?
- Los toros somos animales, pez. Hay animales de muchas formas y tamaños. Soy un toro, eso dicen que soy.
- También hay muchos tipos de peces. Yo soy un pez-payaso, uno de los más bonitos que hay. Mira mi brillante color rojo, mis franjas blancas, qué chulas son –y el pececito se contoneó coqueto,  con elegancia.
- Nunca había visto ningún pez y desde luego me dejas maravillado, eres precioso.
- Gracias, toro, por tu cumplido. En realidad… ¿sabes?.. Soy pececita –y al decirlo movió sus pequeñas aletas dorsales,  pizpireta-. Vivo entre los  corales; ellos son mi casa y como son venenosos me defienden de los peces más grandes.
- Mi casa, Wanda, es una granja cerca de aquí. Los  dueños me llaman Thor. Mi madre murió en el parto una noche de tormenta; de rayos y truenos como todavía se recuerda. Mi vida es muy sosegada; pasto en los prados de este bonito paisaje y mi única distracción es ver las olas del mar y mirar la luna todas las noches. Soy muy tranquilo, me conformo con bien poco.
El pececito, se acercó cuanto pudo al límite del agua y la arena para conversar mejor.
- Lo mismo me sucede a mí, Thor. Escondida entre las anémonas ponzoñosas, apenas salgo para comer y otra vez buscando su protección.
Un día me decidí a ver mundo, fuera de mi cobijo de siempre. Me traje este collar de coral urticante que llevo puesto para que no me coman. Te asombrarías de la voracidad de muchos peces que viven bajo el mar.
Me sorprendiste al verte, tan grande y corpulento. A tu lado nadie me atacaría. Estaría muy segura.
- No puedo entrar en el agua, Wanda, y mira que me gustaría. No sabes cuánto te envidio; bucear en las profundidades y  descubrir tesoros de barcos hundidos, flotar como una medusa, ser  delfín y acompañar a los barcos en su travesía. Descubrir una sirena y oír su dulce melodía. Ser como tu, el pez más vistoso del mar. Nadar entre corales y posidonias.
La ensoñación de Thor acabó con su última frase, se había emocionado.
- Thor  -dijo la pececita conmovida por sus palabras - el mar es bonito pero lleno de peligros;  el pez grande siempre se come al chico. Yo sí quisiera vivir en tierra como tú. Respirar el aire puro y tumbarme en la hierba para ver correr las nubes. Beber agua dulce y que alguien me acaricie el lomo, tener el techo de un establo y  sin miedo a que nadie me devore. Sería maravilloso intercambiar  nuestras vidas por un momento, ¿no crees?
El toro asintió y continuaron hablando hasta que perdieron la noción del tiempo. Así continuaron sucesivas veces; días, semanas, meses. Llegaron a sentir una amistad, una complicidad tal, un cariño tan grande  que cuando no se veían por cualquier causa estaban tristes y no sabían qué hacer por la falta del otro.
Una noche Thor llegó cabizbajo y compungido a la playa. Wanda se lo notó enseguida.
- ¿Qué te pasa, Thor? –le pregunto realmente alarmada.
- Algo terrible, Wanda, ni te lo imaginas.
- Cuenta, cuenta, me tienes muy preocupada, nunca te había visto así.
- Vinieron unos hombres a la granja –empezó a decir el toro balbuceando-. Dijeron que yo era el toro bravo de liria más grande y espectacular que nunca habían visto. Me miraron de arriba abajo sorprendidos del todo.
- ¿Qué significa toro bravo de lidia, Thor, que tiene eso que ver contigo?
- Soy de una raza de toro diferente a los demás toros. Existimos para dar espectáculo a la gente en una plaza. Estos hombres nos buscan  para las corridas, así se llama al acto: corrida de toros. Tendría que salir a la arena de la plaza y un torero, así lo llaman, me provocaría  con una tela roja.
Se supone que debería embestir al trapo y cuando estuviera cansado, después de que un hombre montado a caballo me pinchara con una lanza, me clavaría una larga espada para atravesarme el corazón.
Thor, al decir esto último, dio un respingo angustiado.
- ¡Qué horror, Thor, estoy asustada por lo que quieren hacerte!
- Hasta me clavarían unos palos en la espalda, los muy salvajes. Estoy aterrado, Wanda, hacerme esto a mí, con lo pacífico y bueno que soy, que jamás hice daño a nadie.  Todo por un montón de dinero para mi dueño.
Vino un prolongado silencio. Unos oscuros lagrimones resbalaron por la cara de Thor.  El pececito sollozaba quedamente.
- Estoy desesperado, Wanda, no quiero morir. Menos de este modo.
- Escápate, Thor, corre campo a través, sin mirar hacia atrás siquiera, hasta que estés a salvo –dijo con vehemencia Wanda.
- Ojalá pudiera. Me cogerían enseguida; un toro no pasa desapercibido así como así. Además, no podemos huir eternamente de nuestro destino, por muy terrible  que éste sea.
El río de sus lágrimas se confundió con  el rizo  de las olas. Los más negros presentimientos azotaban el ánimo de Wanda. Y Thor sufría como nunca con sólo pensar que ya no volvería a ver a su lindo pececito.
En el lienzo negro de la noche las estrellas brillaban rutilantes, acompañando a una luna resplandeciente que lucía sus mejores galas.
Ambos la miraron embobados al unísono, olvidando por unos instantes sus penas.
- Esta es  la noche  mágica de San Juan, Thor. Dicen que si te metes en el agua y pides un deseo con fé, se te concederá. Es la noche de los duendes,  de los seres celestiales que bajan por un momento a la tierra para escuchar a los hombres y apiadarse de ellos concediéndoles sus deseos.
- Nunca oí hablar de eso, Wanda. Sería maravilloso pensar  en algo  y que se cumpliera. Me dan ganas de pedir un deseo con toda mi fe, con la esperanza de verlo cumplido. Hagámoslo, Wanda. Juntemos nuestros labios y pidamos a la luna el mismo deseo.
Wanda se estremeció, era justo lo que ella iba a pedirle.
Cuando los labios de Thor y Wanda se unieron en aquel insólito beso, la luna los iluminó en un particular destello de flash de su  blancura sin igual.

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Unos incipientes  rayos de sol asomaban tímidamente a través de las últimas sombras de la noche. El rumor de las olas parecía ir  al compás de  la creciente luz.
En la orilla, los únicos habitantes en aquella madrugada,  cubiertos de espuma blanca, se miraron ensimismados el uno al otro.
Ella tenía el pelo de precioso rojo coral. El cabello del joven era negro azabache. La mirada azul de la muchacha se posó en sus ojos verdes.  
- Wanda…- dijo él en un susurro de amor-.
- Thor...- se acurrucó ella en sus brazos-.
Y se besaron de nuevo en el primer amanecer de su mágica vida.

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1 comentario:

  1. Es muy emocionante esta historia.Quien sabe los sentimientos que poseen los animales pero lo que si sabemos es los que poseen las personas ,el deseo de un mundo mejor para todos y nuestro anhelo de encontrar el amor y la felicidad.
    Me ha gustado mucho.

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