La veía cada vez
que firmaba ejemplares de mi última
novela publicada. Esto sucedía cada dos o tres años. Ella llevaba gafas de
sol, como siempre
Aunque no era ese el
único detalle por el que la recordaba. Vestía impecable y elegantemente de
azul. Un tono distinto cada vez.
Hoy lucia un traje
chaqueta azul claro que hacia juego con un bolso de moderno diseño y
zapatos de discreto tacón.
Era de estatura normal
y bien proporcionada. Cuidaba el menor detalle de su aspecto personal, no cabía
duda.
Cuando tuve el libro en
mis manos para la dedicatoria la pluma obedeció al dictado de un
inesperado pensamiento.
- ¿Podría invitarla a
un café?
No mostró la menor
sorpresa, más bien escribió a continuación:
- ¿Cómo negárselo a mi
fiel valedor?
Nunca hubiese esperado
tal respuesta. Intrigado, nos acomodamos en un rincón de la cafetería de
aquellos grandes almacenes.
Pidió un café con leche
con ensaimada y yo un cortado.
- Se ha quedado usted
blanco al leer mi frase –espetó dejándome todavía más confuso.
- Desde luego, lo
admito. Estoy por pensar que mi capacidad de sorpresa no alcanzará límites con
lo que vaya a decirme.
La miré más
detenidamente. La pantalla de sus gafas me impedía ver su mirada. Así que fui descubriendo un rostro sereno,
apacible, poblado por una boca pequeña bien dibujada, de labios finos sin
pintar.
Lo completaban unas
mejillas sonrosadas y una delicada naricilla acorde con un suave mentón. Su
frente era amplia y se recogía el largo pelo en una coleta que se mecía con gracia juvenil a cada movimiento suyo.
Percibió mi discreto
escrutinio y sonrió como la Gioconda lo hiciera en su día al ser pintada por Leonardo da Vinci. Me
asombró esa sonrisa, luminosa como un amanecer y tibia como los primeros rayos
de sol.
Me miraba entre
divertida y expectante, dándose cuenta de mi azoramiento, algo inexplicable en
mí, pensé.
- He leído todas las
novelas de Armando López Ibáñez: “El puente del olvido”, “La palabra mágica”,
“Un adiós al amanecer”, entre otras.
Todas, ya le digo. Y esta última, por supuesto, la que tengo en mis
manos.
Dibujé mi mejor
sonrisa.
- Lo sé, Elisa, yo mismo se las dediqué una
tras otra.
Percibí un grato aleteo en su interior al pronunciar su
nombre.
- Las firmé con la
estilográfica Mont Blanc que siempre lleva consigo, un modelo de 1935, edición
especial. Está en el catálogo de las más
buscadas.
Ahora su rostro mostró
franca sorpresa.
- Es un recuerdo de mi
tatarabuelo que pasa de generación en generación. Es usted muy observador, no
creí que reparase en ese detalle.
Volví a sonreír, esta
vez más seguro de mí mismo.
- Le haré una
confesión, Elisa –y de nuevo su nombre en mi voz le agradó-.
Me fijé en usted, en el
mejor de los sentidos, claro, cuando le dediqué mi primera novela, “El Tren”.
Me llamó la atención, al igual que ahora, su elegancia natural, el azul predominante en su
cuidado vestuario. Y no es un halago, es constatar un aspecto de
usted que permanece invariable desde entonces. Afortunadamente.
Mojó un trozo de ensaimada en la taza y se lo llevó
delicadamente a sus labios sin dejar de
mirarme fijamente. Seguía entre curiosa
y distendida.
- Debe de conocer muy
bien a las mujeres, ¿verdad?
La pregunta me dejó
desarmado por completo.
- No es que me
entrometa en su vida personal, Dios me libre. –prosiguió-. Es constatar también
el hecho de que me recuerde tan bien. Y si le pregunto qué vestimenta llevaba
aquel día…. ¿sabría decírmelo?
Claro que me acordaba.
Elisa lo intuía.
- Una falda azul oscuro
y una blusa sin mangas, color cielo difuminado.
Me dedicó una media
carcajada echando la cabeza hacia atrás
y seguí el camino de su coleta, que trazó una bonita cabriola.
- Luego dicen que los
hombres no tienen memoria, que no se fijan en las mujeres. Sin duda usted será
la excepción, ni yo misma sabría decirle qué me puse hace tres días.
Entonces, sin que lo
esperase, se quitó sus gafas de sol. Y el milagro se obró: pude acabar de
dibujar el paisaje de su bonito rostro.
Lucía unos ojos
grandes, de mirada serena y tranquila, con apenas un toque de rimel que
destacaba el marrón de sus pupilas. Aunque algo bullía en ellos.
- ¿Por qué ese interés
tan particular por mí que hasta recuerda cómo iba vestida hace tantos años? A
ver, dígamelo, por favor.
- Verá usted, yo…
- Aún le diré más, me
he dado cuenta de que la protagonista de
su novela, “La Dama de Azul”, además de llevar mi nombre, coincide exactamente con mi descripción
física. Por eso le dije que no podía negarle un café a mi valedor. –dijo y
esperó a que me recobrase de su descubrimiento.
- Touché, Elisa, me
desarma usted. Aunque no siempre, los escritores tomamos los personajes de la
realidad. Tenía el argumento más o menos
en la cabeza aunque me faltaba saber cómo eran
los actores de la historia. El de
la princesa era primordial, el más importante;
debía ser dulce y de gran personalidad, fuerte y abnegada, comprometida
con los acontecimientos que iban a producirse. Sensible y cariñosa y, desde
luego, con una belleza tranquila y acogedora. Y pensé que usted era la imagen
femenina que buscaba.
Se reclinó hacia atrás, distendida, observándome largamente.
- El de la princesa
Elisa, hija del rey Gumersindo y la
reina Claudia. –rió de buena gana-. Jamás hubiera imaginado verme envuelta en
tantas y emocionantes aventuras. ¿De
veras pensó que sería como la heroína de
la novela? Está equivocado, Armando, muy equivocado. –había pronunciado mi
nombre con naturalidad, como si nos
conociéramos de siempre.- Para nada me parezco a la princesa Elisa. Soy una mujer muy tranquila y sosegada, de
rutinarias costumbres, lo normal en un ama de casa corriente.
Consultó el reloj de pulsera brevemente y
prosiguió.
- Esta novela cuenta
una historia de amor en la Edad Media,
un tema quizá manido pero al que usted ha sabido darle un desarrollo original, adictivo diría yo, como en todas sus obras.
Me convierte usted en una princesa prometida desde pequeña al hijo de un
sanguinario y tirano señor feudal.
- Elisa, en este tipo
de historias siempre hay un personaje desalmado y brutal que comete tropelías de
todo tipo, como Sir Faldemor.
- Y ahí está la pobrecilla Elisa, la princesita dulce que
prefiere jugar con el escudero de su
padre antes que con Balfegor, el primogénito de Faldemor. Por eso las represalias contra Richard, el escudero. – contaba ella, aplicada
en el relato.
- Los encuentros furtivos cuando son adolescentes y no quieren asumir que
nunca estarán juntos. Las presiones y amenazas
de Faldemor al rey, acorralado y
sin apenas ejército para defender su
reino -la ayudé en el relato.
Tomó el último sorbo de
la taza y siguió mirándome curiosa.
Todo en ella era
placidez, emanaba tranquilidad y sosiego. Apenas pestañeaba y sus ojos eran
soles suspendidos en el óvalo perfecto de su rostro.
- Qué romántico es Richard, cómo escala la torre de la princesa
para recitarle un verso de amor. Ese beso que describe usted tan
magistralmente, como si el lector estuviera allí delante, viéndolos en su
arrullo de enamorados y….-pareció dudar – deseando sentir un beso así.
El pensamiento de Elisa
se perdió en un lejano lugar recordando la escena.
- Debo confesar que a
las mujeres nos gustan ese tipo de historias, tan llenas de romanticismo, un
bien escaso en los tiempos que vivimos. Y lo mejor es que no lo hace con un
tono rosa, edulcorado y cursi. Sus
personajes siempre son reales, es fácil identificarse con ellos. ¿Qué mujer no
soñó vivir alguna vez una aventura tan
romántica y trepidante como la princesa Elisa, o encontrar de nuevo el amor como Amelia en un viaje de tren?
- Me halaga usted,
Elisa
- En absoluto. Sabe
retratar muy bien el mundo de los sentimientos, en especial el de las mujeres,
Por eso aseguraba al principio que nos debe de conocer muy bien. Desde luego en
cada novela la protagonista no tiene nada que ver con la de otra historia. Se
adentra en rincones íntimos y secretos del alma femenina, cada
vez me sorprende usted más. ¿Cómo lo consigue? Es asombroso, de veras.
Lo pensé antes de
contestar.
- Cada mujer, Elisa, es
todo un universo diferente al de otra mujer. Y cada hombre, estoy convencido,
es un habitante distinto en cada mundo
femenino que haya conocido, conozca o pueda conocer. Por increíble que
le parezca, llego a transformarme en el personaje masculino de cada novela,
siento que estoy dentro de la historia y la vivo como si todo me sucediera a
mí. En “La dama de Azul”, he sido Richard, al igual que en “El tren” fui
Lorenzo. Yo mismo me sorprendo de mi capacidad de cambio; sólo al acabar una
novela vuelvo a ser de nuevo Armando López Ibáñez.
Elisa me miraba con mayor
interés. Mis últimas frases sin duda estaban en concordancia con sus ideas al
respecto, esa sensación me dio.
- No solo el aspecto
sentimental -prosiguió ella- todo cuanto
se refiere al tema bélico, de acción, se visualiza muy fácilmente; estamos tan pronto
en las almenas arrojando aceite hirviendo a los atacantes como dando mandobles cuerpo a cuerpo.
Esbozó una sonrisa
complacida y dijo:
- ¿Imagina usted la
cara que pondrían cuantos me conocen, si supieran que la protagonista de su
novela, la valiente Elisa, soy yo? – rió
de de buena gana- ¿Me imaginarían con
una espada en la mano luchando por el trono de mi padre en lugar de manejar una
batidora de dos velocidades? – su risa hizo cascabelear de nuevo su coleta atrayendo mi atención -. Lo más
terrible fue la lucha final entre Richard y Balfegor. Con mil heridas, Richard,
sangrando por todos los poros de su
piel, cuando la espada de Balfegor iba
directa a su corazón, sacó la aguja del pelo que su amada le regaló y la hundió
en la garganta del malvado.
Hizo un gesto de
alivio, como si ese instante violento
terminase de suceder ante sus ojos, estremeciéndola.
Sin duda Elisa era una
mujer muy singular. Su presencia tranquila y reposada, de mirada acogedora y
serena, semejaba una isla que invitaba a
varar nuestra barca después de una
tormenta.
- Debo marcharme en breve– de nuevo ojeó el reloj-.
Se puso las gafas de
sol dejándome sin el candor de sus ojos.
- Le doy las gracias
por compartir este momento conmigo, -le dije.
- No tiene por qué; si
acaso yo por tantas historias con que nos deleita su pluma. Para mí ha sido
muy revelador este diálogo, se lo
aseguro.
La miré queriendo
atravesar el tinte de los cristales.
- ¿Cuándo podré
invitarla de nuevo a un café?
Quitándose las gafas
me miró enigmática, en una media sonrisa
difícil de interpretar.
- Depende de lo
que tarde usted en publicar otra novela
–sentenció-.
Me incorporé al tiempo
que ella, pues ya se marchaba.
- Entonces la empezaré
ahora mismo.
- Eso espero. –sonrió-.
- No debería decírselo
pero….-tardé un poco en proseguir- quizá las aventuras de la princesa Elisa y
Richard no han terminado todavía….
Al tiempo que se
alejaba exclamé:
- No le dediqué la
novela, Elisa.
- Mañana me pondré de
nuevo en la cola –contestó.
Y se fue dejándome su
enigmática sonrisa de Gioconda.
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Sin duda el mejor relato que he leído.
ResponderEliminarSencillo a la vez que enigmático, emocionante a la vez que cálido. Gracias por compartirlo. Como dice Elisa esperamos una segunda parte.