viernes, 26 de abril de 2013

La dama de azul






La veía cada vez que  firmaba ejemplares de mi última novela publicada. Esto sucedía cada dos o tres años. Ella llevaba gafas de sol,  como  siempre
Aunque no era ese el único detalle por el que la recordaba. Vestía impecable y elegantemente de azul. Un tono distinto cada vez.
Hoy lucia un traje chaqueta azul claro que hacia juego con un bolso de moderno  diseño y  zapatos de discreto  tacón.
Era de estatura normal y bien proporcionada. Cuidaba el menor detalle de su aspecto personal, no cabía duda.
Cuando tuve el libro en mis manos para la dedicatoria la pluma obedeció al dictado de un inesperado  pensamiento.
- ¿Podría invitarla a un café?
No mostró la menor sorpresa, más bien escribió a continuación:
- ¿Cómo negárselo a mi fiel valedor?
Nunca hubiese esperado tal respuesta. Intrigado, nos acomodamos en un rincón de la cafetería de aquellos grandes almacenes.
Pidió un café con leche con  ensaimada y yo un cortado.
- Se ha quedado usted blanco al leer mi frase –espetó dejándome todavía más confuso.
- Desde luego, lo admito. Estoy por pensar que mi capacidad de sorpresa no alcanzará límites con lo que vaya a decirme.
La miré más detenidamente. La pantalla de sus gafas me impedía ver su mirada.  Así que fui descubriendo un rostro sereno, apacible, poblado por una boca pequeña bien dibujada, de labios finos sin pintar.
Lo completaban unas mejillas sonrosadas y una delicada naricilla acorde con un suave mentón. Su frente era amplia y se recogía el largo pelo en una coleta  que se mecía con gracia juvenil  a cada movimiento suyo.
Percibió mi discreto escrutinio y sonrió como la Gioconda lo hiciera en su  día al ser pintada por Leonardo da Vinci. Me asombró esa sonrisa, luminosa como un amanecer y tibia como los primeros rayos de sol. 
Me miraba entre divertida y expectante, dándose cuenta de mi azoramiento, algo inexplicable en mí, pensé.
- He leído todas las novelas de Armando López Ibáñez: “El puente del olvido”, “La palabra mágica”, “Un adiós al amanecer”, entre otras.  Todas, ya le digo. Y esta última, por supuesto, la que tengo en mis manos.
Dibujé mi mejor sonrisa.
 - Lo sé, Elisa, yo mismo se las dediqué una tras otra.
Percibí un  grato aleteo en su interior al pronunciar su nombre.
- Las firmé con la estilográfica Mont Blanc que siempre lleva consigo, un modelo de 1935, edición especial. Está en el catálogo  de las más buscadas.
Ahora su rostro mostró franca sorpresa.
- Es un recuerdo de mi tatarabuelo que pasa de generación en generación. Es usted muy observador, no creí que reparase en ese detalle.
Volví a sonreír, esta vez más seguro de mí mismo.
- Le haré una confesión, Elisa –y de nuevo su nombre en mi voz le agradó-.
Me fijé en usted, en el mejor de los sentidos, claro, cuando le dediqué mi primera novela, “El Tren”. Me llamó la atención, al igual que ahora, su elegancia natural, el azul predominante  en  su cuidado  vestuario.  Y no es un halago, es constatar un aspecto de usted que permanece invariable desde entonces. Afortunadamente.
Mojó un trozo de  ensaimada en la taza y se lo llevó delicadamente  a sus labios sin dejar de mirarme fijamente. Seguía entre curiosa  y distendida.
- Debe de conocer muy bien a las mujeres, ¿verdad?
La pregunta me dejó desarmado por completo.
- No es que me entrometa en su vida personal, Dios me libre. –prosiguió-. Es constatar también el hecho de que me recuerde tan bien. Y si le pregunto qué vestimenta llevaba aquel día…. ¿sabría decírmelo?
Claro que me acordaba. Elisa lo intuía.
- Una falda azul oscuro y una blusa sin mangas, color cielo difuminado.
Me dedicó una media carcajada echando la cabeza hacia  atrás y seguí el camino de su coleta, que trazó una bonita cabriola.
- Luego dicen que los hombres no tienen memoria, que no se fijan en las mujeres. Sin duda usted será la excepción, ni yo misma sabría decirle qué me puse hace tres días.
Entonces, sin que lo esperase, se quitó sus gafas de sol. Y el milagro se obró: pude acabar de dibujar el paisaje de su bonito rostro.
Lucía unos ojos grandes, de mirada serena y tranquila, con apenas un toque de rimel que destacaba el marrón de sus pupilas. Aunque algo bullía en ellos.
- ¿Por qué ese interés tan particular por mí que hasta recuerda cómo iba vestida hace tantos años? A ver, dígamelo, por favor.
- Verá usted, yo…
- Aún le diré más, me he dado cuenta de  que la protagonista de su novela, “La Dama de Azul”, además de llevar mi nombre,  coincide exactamente con mi descripción física. Por eso le dije que no podía negarle un café a mi valedor. –dijo y esperó a que me recobrase de su descubrimiento.
- Touché, Elisa, me desarma usted. Aunque no siempre, los escritores tomamos los personajes de la realidad.  Tenía el argumento más o menos en la cabeza aunque me faltaba saber cómo eran  los actores  de la historia. El de la princesa era primordial, el más importante;  debía ser dulce y de gran personalidad, fuerte y abnegada, comprometida con los acontecimientos que iban a producirse. Sensible y cariñosa y, desde luego, con una belleza tranquila y acogedora. Y pensé que usted era la imagen femenina que buscaba.
Se reclinó hacia atrás,  distendida, observándome  largamente.
- El de la princesa Elisa,  hija del rey Gumersindo y la reina Claudia. –rió de buena gana-. Jamás hubiera imaginado verme envuelta en tantas y  emocionantes aventuras. ¿De veras pensó que sería  como la heroína de la novela? Está equivocado, Armando, muy equivocado. –había pronunciado mi nombre con  naturalidad, como si nos conociéramos de siempre.- Para nada me parezco a la princesa Elisa.  Soy una mujer muy tranquila y sosegada, de rutinarias costumbres, lo normal en un ama de casa corriente.
 Consultó el reloj de pulsera brevemente y prosiguió.
- Esta novela cuenta una historia de amor en  la Edad Media, un tema quizá manido pero al que usted ha sabido darle un desarrollo original,  adictivo diría yo, como en todas sus obras. Me convierte usted en una princesa prometida desde pequeña al hijo de un sanguinario y  tirano señor feudal.
- Elisa, en este tipo de historias siempre hay un personaje  desalmado y brutal que comete tropelías de todo tipo, como  Sir Faldemor.
- Y ahí está  la pobrecilla Elisa, la princesita dulce que prefiere jugar con el  escudero de su padre antes que con Balfegor, el primogénito de Faldemor. Por eso  las represalias  contra  Richard, el escudero. – contaba ella,  aplicada  en el relato.
-  Los encuentros furtivos cuando  son adolescentes y no quieren asumir que nunca estarán juntos. Las presiones y amenazas  de Faldemor al rey,  acorralado y sin apenas  ejército para defender su reino  -la ayudé en el relato.
Tomó el último sorbo de la taza  y siguió mirándome curiosa.
Todo en ella era placidez, emanaba tranquilidad y sosiego. Apenas pestañeaba y sus ojos eran soles suspendidos en el óvalo perfecto de su rostro.
- Qué romántico es  Richard, cómo escala la torre de la princesa para recitarle un verso de amor. Ese beso que describe usted tan magistralmente, como si el lector estuviera allí delante, viéndolos en su arrullo de enamorados y….­-pareció dudar – deseando sentir un beso  así.
El pensamiento de Elisa se perdió en un lejano lugar recordando la escena.
- Debo confesar que a las mujeres nos gustan ese tipo de historias, tan llenas de romanticismo, un bien escaso en los tiempos que vivimos. Y lo mejor es que no lo hace con un tono rosa, edulcorado y cursi.  Sus personajes siempre son reales, es fácil identificarse con ellos. ¿Qué mujer no soñó vivir alguna  vez una aventura tan romántica y trepidante como la princesa Elisa, o encontrar de nuevo  el amor como Amelia en un viaje de tren?
- Me halaga usted, Elisa
- En absoluto. Sabe retratar muy bien el mundo de los sentimientos, en especial el de las mujeres, Por eso aseguraba al principio que nos debe de conocer muy bien. Desde luego en cada novela la protagonista no tiene nada que ver con la de otra historia. Se adentra en  rincones  íntimos y secretos del alma femenina, cada vez me sorprende usted más. ¿Cómo lo consigue? Es asombroso, de veras.
Lo pensé antes de contestar.  
- Cada mujer, Elisa, es todo un universo diferente al de otra mujer. Y cada hombre, estoy convencido, es un habitante distinto en cada mundo  femenino que haya conocido, conozca o pueda conocer. Por increíble que le parezca, llego a transformarme en el personaje masculino de cada novela, siento que estoy dentro de la historia y la vivo como si todo me sucediera a mí. En “La dama de Azul”, he sido Richard, al igual que en “El tren” fui Lorenzo. Yo mismo me sorprendo de mi capacidad de cambio; sólo al acabar una novela vuelvo a ser de nuevo Armando López Ibáñez.
Elisa me miraba con mayor interés. Mis últimas frases sin duda estaban en concordancia con sus ideas al respecto, esa sensación me dio.
- No solo el aspecto sentimental -prosiguió ella-  todo cuanto se refiere al tema bélico, de acción, se visualiza muy fácilmente; estamos tan pronto en las almenas arrojando aceite hirviendo a los atacantes  como dando mandobles cuerpo a cuerpo.
Esbozó una sonrisa complacida y dijo:
- ¿Imagina usted la cara que pondrían cuantos me conocen, si supieran que la protagonista de su novela,  la valiente Elisa, soy yo? – rió de de buena gana-  ¿Me imaginarían con una espada en la mano luchando por el trono de mi padre en lugar de manejar una batidora de dos velocidades? – su risa hizo cascabelear de nuevo  su coleta atrayendo mi atención -. Lo más terrible fue la lucha final entre Richard y Balfegor. Con mil heridas, Richard,  sangrando por todos los poros de su piel, cuando la espada de  Balfegor iba directa a su corazón, sacó la aguja del pelo que su amada le regaló y la hundió en la  garganta del malvado.
Hizo un gesto de alivio, como si ese instante  violento terminase de suceder ante sus ojos, estremeciéndola.
Sin duda Elisa era una mujer muy singular. Su presencia tranquila y reposada, de mirada acogedora y serena, semejaba  una isla que invitaba a  varar nuestra barca después de una tormenta.
- Debo marcharme  en breve– de nuevo ojeó  el reloj-. 
Se puso las gafas de sol dejándome sin el candor  de sus ojos.
- Le doy las gracias por compartir este momento conmigo, -le dije.
- No tiene por qué; si acaso yo por tantas historias con que nos deleita su pluma. Para mí ha sido muy  revelador este diálogo, se lo aseguro.
La miré queriendo atravesar el tinte de los cristales.
- ¿Cuándo podré invitarla de nuevo a un café?
Quitándose las gafas me  miró enigmática, en una media sonrisa difícil de interpretar.
- Depende de lo que  tarde usted en publicar otra novela –sentenció-.
Me incorporé al tiempo que ella, pues ya se marchaba.
- Entonces la empezaré ahora mismo.
- Eso espero. –sonrió-.
- No debería decírselo pero….-tardé un poco en proseguir- quizá las aventuras de la princesa Elisa y Richard no han terminado todavía….
Al tiempo que se alejaba exclamé:
- No le dediqué la novela, Elisa.
- Mañana me pondré de nuevo en la cola –contestó.
Y se fue dejándome su enigmática  sonrisa de Gioconda.

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1 comentario:

  1. Sin duda el mejor relato que he leído.
    Sencillo a la vez que enigmático, emocionante a la vez que cálido. Gracias por compartirlo. Como dice Elisa esperamos una segunda parte.

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