Madre querida:
No sé si recibirás esta carta. Aunque
la guerra parece que vaya a tener fin dentro de muy poco, las comunicaciones no
están seguras y muchas sacas de correos desaparecen sin llegar a sus destinos.
Hace mucho tiempo que no sabes de mí y las noticias serán muy contradictorias. No
sabes cuánto pesar me causa que no sepas qué ha sido de tu hijo Lorenzo. Pero
no tanto como el que siento yo por no saber cómo estás. Sabemos que algunas
ciudades han sido bombardeadas y las victimas inocentes se cuentan por miles.
Que el hambre acucia a la población urbana y se producen situaciones de
angustia insostenible.
El único alivio que tengo es pensar
que en Benlloch la situación será distinta, los pueblos no han sido castigados
especialmente y los alimentos todavía es posible obtenerlos, la huerta siempre
nos proveerá de sus tesoros.
Pienso mucho en ti, madre mía, en el
momento en que me tuve que ir de tu lado, dejándote sola, sin padre y sin Luis.
Si tu dolor fue grande no era menor el mío, sentí como si una espada me atravesara el corazón.
Pero la vida es así y esta guerra un
monstruo cruel que nos arrastra a todos en su locura.
Puedes imaginar mi zozobra y el miedo
que pasé, un labriego en medio del campo de batalla, rodeado de chicos como yo y
de otros mucho más jóvenes. Empuñando un arma, corriendo como un demonio contra
otros semejantes a nosotros pero con una bandera de otro color.
El hambre y la sed, el frío de la
trinchera, la soledad y sobre todo el miedo a morir de este modo tan estúpido e
inútil que es la guerra.
Pero era lo que nos tocaba, salir del
hoyo cada mañana, gritar y disparar, casi siempre sin saber contra quién lo
hacías. Veías un bulto y apretabas el gatillo, rogando no herir de muerte a
nadie. Musitando también una oración para que ninguna bala fuese para ti.
Así, en esta penosa incertidumbre
pasaron dos largos meses. En que ni siquiera tenía el consuelo de poder
escribirte y desahogarme contigo.
Pero la guerra es la guerra, madre, y
vi caer a muchos de mis camaradas y
amigos. Chicos como yo que hacía unos momentos compartíamos un pitillo y reído
juntos. Que tenían pueblo como yo, que eran buena gente, una novia que les
esperaba, con sueños que hacer realidad. Y, ya ves, un simple trozo de metal, y de repente todo desaparece, como si no
hubieran existido. Un hoyo en el suelo y una cruz de madera en el mejor de los
casos. En otros las bombas dispersan tanto los cuerpos que ni con una pala
pueden recogerse.
No debería contarte estas cosas,
madre. Pero no quiero que te engañen diciéndote que es un paseo militar, que
todo está bajo control y volveremos todos sanos y salvos. Ojalá fuese así.
Y un día, madre querida, pasó lo que
tenía que pasar. Había llovido y la niebla no dejaba ver más allá de pocos
metros. El frío nos agarrotaba las manos y los dientes me castañeteaban.
Hay bombas que silban como serpientes
rabiosas, las oyes llegar, y se van
abriendo hueco en el aire que respiras; en cambio otras se dejan caer como
piedras desde los aviones. También hay minas, artefactos que estallan si los
pisas. Y existen unos explosivos, el
último invento para matar, que llaman
“mudos”. Éstos estallan sin avisar,
cogiéndote por sorpresa.
Una bomba de esas explotó en medio de
nosotros, madre. Fue como si una cortina de fuego se levantara frente a mí
penetrándome por la boca, por los oídos, por todas partes. Sentí un calor
abrasador, que me descomponía en mil pedazos, elevándome a las alturas. Después
vino el silencio.
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No sé cuándo desperté. Tenía una
neblina en los ojos que fue disipándose poco a poco. Y fue cuando creí estar en
el cielo. El más bello rostro de mujer me observaba. Me miraba con ternura y su
voz era dulce y melodiosa. Su tez era blanca y su pelo una cortina de rizos
encantadores.
Vestía inmaculadamente de blanco,
y al poco descubrí que estaba en el
hospital de campaña. No sabía el alcance de mis heridas pero no podía moverme. Tenía
una sonda en la boca y las manos y la cabeza vendadas.
Me dolía todo el cuerpo y estaba un
poco aturdido.
Fueron unas semanas muy duras.
Continuamente las ambulancias traían heridos, algunos en muy lamentable estado.
Todo era un ir y venir de médicos y personal sanitario, apenas se concedían el
menor descanso, realizaban una labor encomiable.
Desgraciadamente muchos no volverían
al frente; ni siquiera a sus casas por efecto de las heridas. Faltaba sangre, era
esencial. Y especialmente anestesia, se te ponían los pelos de punta al oír los
alaridos en las intervenciones quirúrgicas.
Dentro de lo que cabía no pasábamos
hambre; por las mañanas unas sopas de malta con galletas y a mediodía sopa de
menudillos con una buena rebanada de pan. Por la noche un poco de fruta y más
pan. Carne de pollo probamos alguna vez. Y una especie de filetes que decían que
eran de caballo pero duros y correosos, casi no se podían masticar.
Según me informaron la bomba no me
mató de milagro. Peor suerte tuvieron mis camaradas Perico y Andrés, y Mateo,
que volaron por los aires. Sus cuerpos me sirvieron de pantalla y no tuve
heridas muy profundas. No obstante tenía el cuero cabelludo medio rapado por
una herida que por fortuna intervinieron a tiempo. Con el tiempo crecería mi cabello y se taparía
la cicatriz.
Después de varias semanas
convaleciente fui recobrando fuerzas. Ya podía levantarme y salir de mi
postración. Había un pequeño bosquecillo que escondía a la vista el hospital y
por el que paseaba por las tardes.
Y entendí aquel refrán que dice que
no hay mal que por bien no venga. ¿Por qué te digo esto, madre? Porque la bomba
que me hirió hizo que conociera a Cecilia, la enfermera que me cuidó y a la que, sin
duda, debo la vida.
Es
como un ángel, va de un lado a otro de la sala, prodigándonos cuidados,
incansable, curando las heridas, y
siempre con esa sonrisa tan hermosa que tiene, que es la mejor medicina para
unos cuerpos atribulados como los nuestros.
Cuando se da un respiro viene a mi
lado y me peina, me pone un poco de colonia sacada de no sé dónde y hablamos
hasta que el cansancio la vence.
Su vida es una historia que merecería
una novela. Es de capital y estudió enfermería privándose de muchas cosas y a
base de sacrificio. Su padrastro era una mala persona que hacía sufrir a su
madre y sus hermanos pequeños.
Su título le sirvió para salir de
aquel ambiente opresivo y dedicarse a su vocación.
Nos hemos hecho amigos, le cuento
cosas del pueblo, que nos despertamos cuando canta el gallo, que ordeñamos las
cabras y las vacas y hacemos las labores del campo. Que respiramos un aire puro
y la vista se nos pierde a lo lejos, en
las montañas. Que tenemos manzanos, perales, una rica huerta que nos provee de
verduras, de patatas, hacemos nuestros quesos. Cecilia se queda con la boca
abierta con estas cosas, dice que nunca cogió caracoles ni se bañó en un río,
ni cogió cangrejos, ni bailó en una
verbena.
Lo que mas le gusta es que le hable
de ti, madre, dice que se me cae la baba contándole cómo eres tú. Que se me
nota que te quiero mucho. Y es verdad.
Pero, ¿sabes por qué me gusta Cecilia?
Porque se parece mucho a ti, madre.
Es muy buena, sencilla y cariñosa, generosa con el prójimo y tiene un
modo de sonreír que te conquista al instante. A veces, cuando el agotamiento la
derrumba, se queda dormida a mi lado. Entonces acaricio suavemente su pelo y
voy deshaciendo sus rizos, uno a uno,
para ver cómo se enredan de nuevo.
Y pienso que me gustaría penetrar en
sus sueños, formar parte de ellos y atreverme a decirle que la quiero, que me
he enamorado perdidamente de ella como nunca lo hice hasta entonces.
Creo que le caigo bien, hasta diría
que siente algo por mí. Su forma de mirarme, de estrechar mis manos entre las
suyas. Sus palabras afectuosas. Ese beso cálido que me da al despertarme y por
las noches. El mimo con que cuida mis heridas y me procura las mejores viandas
posibles.
Y es muy guapa, pero no tanto como tú, ¿eh? Como tú no hay ninguna.
Un día de esta semana le diré que la
quiero, que la guerra terminará muy pronto.
Que la llevaré al pueblo, para que conozcan a la novia tan guapa que
tengo. Y en la ermita, a los pies de la virgen del Remedio, le preguntaré si
quiere casarse conmigo. Que la querré toda mi vida y la haré muy feliz.
Entonces le daré un beso que nunca
olvidará.
Eso haré, madre, espero que Dios me
conceda la gracia de que Cecilia sea la mujer de mi vida.
Ahora debo cerrar la carta. Rufo, el
de transmisiones, la llevará junto con
las demás. Te mando un beso muy grande, madre, si Dios quiere nos veremos
pronto, muy pronto, ya verás.
Tu hijo que te quiere y no te olvida.
Lorenzo.
La noche era tranquila. Una ligera
brisa acentuaba el fresco nocturno. Todos dormían plácidamente. Había sido un
día como los demás, aunque flotaba en el ánimo de todos la esperanza del fin de
la guerra, se veía venir.
Ya no había tantos frentes abiertos,
los heridos que llegaban al hospital eran cada vez menos.
Arriba, en lo alto del cielo, como salido de la nada, surgió un pájaro negro y metálico. Era un trimotor
Grampier SU-234, de 250 Km. de velocidad punta, dos cañones y
tres ametralladoras. En el morro llevaba pintado un faisán multicolor. Y en sus
entrañas quinientos kilos de bombas de fósforo blanco y metralla.
Se dejó caer en silencio. Abrió las
compuertas y su carga mortal cubrió el hospital de fuego y muerte. Todo
desapareció en aquella vorágine destructora.
Como si nada hubiera sucedido, el avión fijó su rumbo de vuelta.
A unos cuantos kilómetros se
distribuía el correo. Cartas de madres a los hijos, de hijos a las madres, de novios a las novias, novias a los novios,
de amantes, de hermanos, de padres, un mar de cartas rezumando nostalgias,
deseos, amor y ternura, esperanzas y calor humano, corazones perdidos en medio
de los avatares de la vida.
Y, allí, en aquel escondido rincón
del bosque que ya no existía, un mar de almas inocentes y puras volaba hacia un
cielo infinito y azul donde la paz y la alegría serían eternas.
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