sábado, 27 de abril de 2013

Madre





Madre querida:
No sé si recibirás esta carta. Aunque la guerra parece que vaya a tener fin dentro de muy poco, las comunicaciones no están seguras y muchas sacas de correos desaparecen sin llegar a sus destinos. Hace mucho tiempo que no sabes de mí y las noticias serán muy contradictorias. No sabes cuánto pesar me causa que no sepas qué ha sido de tu hijo Lorenzo. Pero no tanto como el que siento yo por no saber cómo estás. Sabemos que algunas ciudades han sido bombardeadas y las victimas inocentes se cuentan por miles. Que el hambre acucia a la población urbana y se producen situaciones de angustia insostenible.
El único alivio que tengo es pensar que en Benlloch la situación será distinta, los pueblos no han sido castigados especialmente y los alimentos todavía es posible obtenerlos, la huerta siempre nos proveerá de sus tesoros.
Pienso mucho en ti, madre mía, en el momento en que me tuve que ir de tu lado, dejándote sola, sin padre y sin Luis. Si tu dolor fue grande no era menor el mío, sentí  como si una espada me atravesara el corazón.
Pero la vida es así y esta guerra un monstruo cruel que nos arrastra a todos en su locura.
Puedes imaginar mi zozobra y el miedo que pasé, un labriego en medio del campo de batalla, rodeado de chicos como yo y de otros mucho más jóvenes. Empuñando un arma, corriendo como un demonio contra otros semejantes a nosotros pero con una bandera de otro color.
El hambre y la sed, el frío de la trinchera, la soledad y sobre todo el miedo a morir de este modo tan estúpido e inútil que es la guerra. 
Pero era lo que nos tocaba, salir del hoyo cada mañana, gritar y disparar, casi siempre sin saber contra quién lo hacías. Veías un bulto y apretabas el gatillo, rogando no herir de muerte a nadie. Musitando también una oración para que ninguna bala fuese para ti.
Así, en esta penosa incertidumbre pasaron dos largos meses. En que ni siquiera tenía el consuelo de poder escribirte y desahogarme contigo.
Pero la guerra es la guerra, madre, y vi caer  a muchos de mis camaradas y amigos. Chicos como yo que hacía unos momentos compartíamos un pitillo y reído juntos. Que tenían pueblo como yo, que eran buena gente, una novia que les esperaba, con sueños que hacer realidad. Y, ya ves, un simple trozo de metal,  y de repente todo desaparece, como si no hubieran existido. Un hoyo en el suelo y una cruz de madera en el mejor de los casos. En otros las bombas dispersan tanto los cuerpos que ni con una pala pueden recogerse. 
No debería contarte estas cosas, madre. Pero no quiero que te engañen diciéndote que es un paseo militar, que todo está bajo control y volveremos todos sanos y salvos. Ojalá fuese así.
Y un día, madre querida, pasó lo que tenía que pasar. Había llovido y la niebla no dejaba ver más allá de pocos metros. El frío nos agarrotaba las manos y los dientes me castañeteaban.
Hay bombas que silban como serpientes rabiosas, las oyes llegar, y  se van abriendo hueco en el aire que respiras; en cambio otras se dejan caer como piedras desde los aviones. También hay minas, artefactos que estallan si los pisas.  Y existen unos explosivos, el último invento para matar,  que llaman “mudos”.  Éstos estallan sin avisar, cogiéndote por sorpresa.
Una bomba de esas explotó en medio de nosotros, madre. Fue como si una cortina de fuego se levantara frente a mí penetrándome por la boca, por los oídos, por todas partes. Sentí un calor abrasador, que me descomponía en mil pedazos, elevándome a las alturas. Después vino el silencio.
                             
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No sé cuándo desperté. Tenía una neblina en los ojos que fue disipándose poco a poco. Y fue cuando creí estar en el cielo. El más bello rostro de mujer me observaba. Me miraba con ternura y su voz era dulce y melodiosa. Su tez era blanca y su pelo una cortina de rizos encantadores.
Vestía inmaculadamente de blanco, y  al poco descubrí que estaba en el hospital de campaña. No sabía el alcance de mis heridas pero no podía moverme. Tenía una sonda en la boca y las manos y la cabeza vendadas.
Me dolía todo el cuerpo y estaba un poco aturdido.
Fueron unas semanas muy duras. Continuamente las ambulancias traían heridos, algunos en muy lamentable estado. Todo era un ir y venir de médicos y personal sanitario, apenas se concedían el menor descanso, realizaban una labor encomiable.
Desgraciadamente muchos no volverían al frente; ni siquiera a sus casas por efecto de las heridas. Faltaba sangre, era esencial. Y especialmente anestesia, se te ponían los pelos de punta al oír los alaridos en las intervenciones quirúrgicas.
Dentro de lo que cabía no pasábamos hambre; por las mañanas unas sopas de malta con galletas y a mediodía sopa de menudillos con una buena rebanada de pan. Por la noche un poco de fruta y más pan. Carne de pollo probamos alguna vez. Y una especie de filetes que decían que eran  de caballo pero  duros y correosos, casi no se podían masticar.
Según me informaron la bomba no me mató de milagro. Peor suerte tuvieron mis camaradas Perico y Andrés, y Mateo, que volaron por los aires. Sus cuerpos me sirvieron de pantalla y no tuve heridas muy profundas. No obstante tenía el cuero cabelludo medio rapado por una herida que por fortuna intervinieron a tiempo.  Con el tiempo crecería mi cabello y se taparía la cicatriz.
Después de varias semanas convaleciente fui recobrando fuerzas. Ya podía levantarme y salir de mi postración. Había un pequeño bosquecillo que escondía a la vista el hospital y por el que paseaba por las tardes.
Y entendí aquel refrán que dice que no hay mal que por bien no venga. ¿Por qué te digo esto, madre? Porque la bomba que me hirió hizo que conociera a Cecilia,  la enfermera que me cuidó y a la que, sin duda, debo la vida.  
Es  como un ángel, va de un lado a otro de la sala, prodigándonos cuidados, incansable, curando  las heridas, y siempre con esa sonrisa tan hermosa que tiene, que es la mejor medicina para unos cuerpos atribulados como los nuestros.
Cuando se da un respiro viene a mi lado y me peina, me pone un poco de colonia sacada de no sé dónde y hablamos hasta que el cansancio la vence.
Su vida es una historia que merecería una novela. Es de capital y estudió enfermería privándose de muchas cosas y a base de sacrificio. Su padrastro era una mala persona que hacía sufrir a su madre y sus hermanos pequeños.
Su título le sirvió para salir de aquel ambiente opresivo y dedicarse a su vocación.
Nos hemos hecho amigos, le cuento cosas del pueblo, que nos despertamos cuando canta el gallo, que ordeñamos las cabras y las vacas y hacemos las labores del campo. Que respiramos un aire puro y la vista se nos  pierde a lo lejos, en las montañas. Que tenemos manzanos, perales, una rica huerta que nos provee de verduras, de patatas, hacemos nuestros quesos. Cecilia se queda con la boca abierta con estas cosas, dice que nunca cogió caracoles ni se bañó en un río, ni cogió cangrejos,  ni bailó en una verbena.   
Lo que mas le gusta es que le hable de ti, madre, dice que se me cae la baba contándole cómo eres tú. Que se me nota que  te quiero mucho. Y es verdad.
Pero, ¿sabes por qué me gusta Cecilia? Porque se  parece mucho a ti, madre.
Es muy buena, sencilla y  cariñosa, generosa con el prójimo y tiene un modo de sonreír que te conquista al instante. A veces, cuando el agotamiento la derrumba, se queda dormida a mi lado. Entonces acaricio suavemente su pelo y voy deshaciendo  sus rizos, uno a uno, para ver cómo se enredan de nuevo.
Y pienso que me gustaría penetrar en sus sueños, formar parte de ellos y atreverme a decirle que la quiero, que me he enamorado perdidamente de ella como nunca lo hice hasta entonces. 
Creo que le caigo bien, hasta diría que siente algo por mí. Su forma de mirarme, de estrechar mis manos entre las suyas. Sus palabras afectuosas. Ese beso cálido que me da al despertarme y por las noches. El mimo con que cuida mis heridas y me procura las mejores viandas posibles.
Y es muy guapa, pero  no tanto como tú, ¿eh? Como tú no hay ninguna.
Un día de esta semana le diré que la quiero, que la guerra terminará muy pronto.  Que la llevaré al pueblo, para que conozcan a la novia tan guapa que tengo. Y en la ermita, a los pies de la virgen del Remedio, le preguntaré si quiere casarse conmigo. Que la querré toda mi vida y la haré muy feliz.
Entonces le daré un beso que nunca olvidará.
Eso haré, madre, espero que Dios me conceda la gracia de que Cecilia sea la mujer de mi vida.
Ahora debo cerrar la carta. Rufo, el de transmisiones,  la llevará junto con las demás. Te mando un beso muy grande, madre, si Dios quiere nos veremos pronto, muy pronto,  ya verás.  
Tu hijo que te quiere y no te olvida.
Lorenzo.


La noche era tranquila. Una ligera brisa acentuaba el fresco nocturno. Todos dormían plácidamente. Había sido un día como los demás, aunque flotaba en el ánimo de todos la esperanza del fin de la guerra, se veía venir.
Ya no había tantos frentes abiertos, los heridos que llegaban al hospital eran cada vez menos.
Arriba, en lo alto del cielo,  como salido de la nada, surgió un  pájaro negro y metálico. Era un trimotor Grampier SU-234, de 250 Km. de velocidad punta, dos cañones y tres ametralladoras. En el morro llevaba pintado un faisán multicolor. Y en sus entrañas quinientos kilos de bombas de fósforo blanco y metralla.
Se dejó caer en silencio. Abrió las compuertas y su carga mortal cubrió el hospital de fuego y muerte. Todo desapareció en aquella vorágine destructora.
Como si nada hubiera sucedido,  el avión fijó su rumbo de vuelta.

A unos cuantos kilómetros se distribuía el correo. Cartas de madres a los hijos, de hijos a las madres,  de novios a las novias, novias a los novios, de amantes, de hermanos, de padres, un mar de cartas rezumando nostalgias, deseos, amor y ternura, esperanzas y calor humano, corazones perdidos en medio de los avatares de la vida.
Y, allí, en aquel escondido rincón del bosque que ya no existía, un mar de almas inocentes y puras volaba hacia un cielo infinito y azul donde la paz y la alegría serían eternas.










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