jueves, 10 de febrero de 2022

Dama blanca

 


Elisa no dejaba de mirar apesadumbrada a su marido. Aquellas lucecitas verdes y azules de los aparatos la ponían nerviosa, al igual que los goteros llenos de líquidos de varios  tamaños y colores. El hombre  dormía en ese inconsciente y agitado vacío  amortiguado por los fármacos,  esas horas de la noche en que el silencio de la planta del hospital se veía truncado tan solo por el deambular sigiloso de alguna enfermera.   

Había sido una operación a corazón abierto, a vida o muerte. Elisa no quiso ni pensar en lo que pasaría si  su Lorenzo muriera, lo desamparada y sola que se quedaría en el caserón del pueblo, con los chicos  cada uno por su lado. Si valdría la pena seguir viviendo o no.

Toda una vida juntos los dos, pasando  penurias y estrecheces para criar a cinco hijos; también alegrías, que las hubo. Su cavilar sombrío se vio interrumpido por María, la enfermera que les asistía. Comprobó la mascarilla, sondas y  catéteres, que los goteros fluían  a su ritmo adecuado y posó una mano sobre su hombro suavemente.

- ¿Has dormido, Elisa?  -su voz era un susurro apenas audible al ofrecerle un vaso de leche caliente.

- Sí, dormí –respondió vacilante la mujer.

- No has descansado, Elisa –advirtió  la cama supletoria sin extender – Te dije que durmieras, estás agotada. Quédate tranquila porque todo ha ido muy bien y  se recuperará, su corazón es fuerte. El doctor Ballesteros tiene mano de santo. Además, mira el panel: ninguna señal roja, todo es normal,  como debe ser

Elisa se tranquilizó  con las palabras de aquella enfermera tan solícita y pendiente de ellos. Seguidamente  María siguió su ronda por las plantas quinta y sexta. Se detuvo especialmente en el joven del accidente y su atribulada familia;  cambió sus vendas y les confortó el ánimo lo mejor que supo, siempre con su mejor sonrisa. El peor caso era Rosendo, trasplantado de médula. No pintaba bien, había recaído, aunque ésta vez su recuperación ofrecía un débil rayo de esperanza. Lo que más la descorazonaba eran los niños de la segunda planta; ver sus cabecitas rapadas y esa tristeza infinita esperando verla aparecer cada mediodía para alborotarlos  con sus juegos y ocurrencias, la nariz de payaso y las manoplas puestas,  su voz chillona,  bulliciosa y juguetona como si fuera una niña más. En realidad lo que más deseaban  era  que les  hicieran soñar. Se colocaban en derredor y ella hacía  que cerraran  los ojos y pensaran que eran  palomas que  salían por la ventana. Que volaran sin dejar  de aletear, cuanto más alto pudieran, sobrevolando ríos, mares,  montañas, pueblos  y ciudades,  jugando con  las nubes y  el arco iris como tobogán. Y al llegar  a la luna se tomaran  un descanso y vieran qué lejos se puede llegar si uno sueña lo que más desea y lucha por hacerlo realidad.   Terminaban emocionados  y cubriéndola  de besos.

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Estaba rendida cuando, por fin,  se sentaba en su mesa con el segundo  café de la noche en la  mano. Aunque  feliz y contenta porque  había sido capaz  de que los enfermos olvidaran un poco sus tribulaciones, que no era poco logro en muchos casos. 

En esos instantes siempre recordaba a su madre. Eran los más momentos más especiales del día. También los más dolorosos. La lucha entre la vida y la muerte, el combate cruel y engañoso. Las vanas esperanzas: cuando ya se creía ganada la batalla para vivir, la verdad inapelable y sin vuelta atrás. El dolor y la angustia ante esa pérdida irreparable. Su madre, el ser más adorado por ella, la que luchó lo indecible porque viniera al mundo y no se fuera prematuramente el mismo día que nació.  Aquellas lágrimas que le acudían resbalaban sobre la taza y eran siempre más amargas que el propio café. Después el timbre de una habitación sonaba y volvía a su realidad presente.

 

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María acababa de ponerse la bata blanca cuando Esperanza, la matrona, la avisó de que se presentase en el despacho del Director.

El despacho del Doctor Anselmo López, Doctor en Medicina Interna, Hematólogo  y  Director del Hospital era tan austero y parco en detalles como la misma expresión de su rostro. Un par de estanterías repletas de libros en riguroso orden, un diván de piel y dos sillas frente a su mesa eran el único mobiliario. La réplica de un cráneo de Cro-Magnon y un ordenador de última generación completaban sus pertenencias visibles.

La mirada aparentemente vacua del director contempló su melena de pelo negro, las firmes caderas que destacaban nítidas pese al uniforme y la porción de sus bien modeladas piernas que quedaban al descubierto. Pese a que no quedara patente el menor gesto que declarase  aquel escrutinio al que fue sometida,  María reconoció aquella mirada,  idéntica  a la  que descubrió las dos veces que estuvo en su presencia anteriormente. Le hizo un gesto con la mano para que tomara asiento.  

- En los tres últimos años, María,  he seguido muy estrechamente el funcionamiento de las plantas segunda, tercera, y quinta. –comenzó a decir con  su característico tono didáctico- .Ayudado por otros doctores del Hospital hemos llegado a una evidente y contrastada conclusión que, como sospechaba,  refuerza la tesis que defendí en mi doctorado.

Una especie de alarma se encendió en la mente de María. Ella era la responsable de esas plantas y que supiera no tenía conocimiento de deficiencia alguna. El rostro de la Esfinge, ese era el mote que le dedicaban muchos médicos y casi todo el cuerpo de Enfermería, permanecía inescrutable, semejando al terrible ser mitológico. Nadie deseaba estar en aquel despacho por si ello traía consecuencias.

- Fíjese, María, prácticamente todos  los enfermos de estas habitaciones han  experimentado mejorías sorprendentes y por tanto se ha reducido el tiempo de hospitalización –los ojillos del Director cobraron vida brevemente-. Hemos descubierto que hay un elemento catalizador que ha hecho posible toda esta…-dudó un instante- esta especie de milagro, por decirlo así.

El Director del Hospital, el Doctor Anselmo López, se le quedó mirando fijamente sin que María pudiera calibrar el alcance de sus pensamientos.

- Usted es el milagro, María.

Aquella afirmación la dejó sin capacidad de respuesta.

- Doctor, me está diciendo que yo…dijo sorprendida.

- Si, yo, el Director de este Hospital,  afirmo que usted está detrás de todo esto.

Como viera la sorpresa pintada en su rostro, el doctor prosiguió antes de que respondiese.

- Nos movemos entre la vida y la muerte, María.  Vida que se agarra a detalles ínfimos para sobrevivir y lo hace sin que exista explicación. Muerte que nos roba al enfermo cuando ya respira de nuevo,

María estaba atenta a sus palabras, en vilo. El Director se arrellanó cómodamente en su  sillón en un gesto familiar, alejado  del ser temible que era la Esfinge.

- Su presencia, su actitud con los enfermos consigue que sanen más rápidamente. Sus palabras tan persuasivas, esa sonrisa suya  dulce y encantadora, -María creyó ver una emoción brotando en los ojos del Director- , sus gestos amables, de familiar afecto. Las jornadas inacabables fuera de turno, su abnegación por los demás, esa generosidad sin límites.

- No  hago más  que cumplir con mi deber –expresó.

- Hay fuerzas ocultas que escapan a nuestra condición humana, María. –dijo obviando su frase-. Que actúan sobre nosotros y los demás de manera inexplicable. Llámele dios o como prefiera. Usted, por un arcano poder que desconozco, sana a los enfermos, alivia sus males.

Conforme le hablaba mudaban sus gestos en un lenguaje corporal cercano, su rostro era otro, se había vuelto amable y acogedor.

- Doctor, por favor, no me diga eso, sin duda está bromeando, se burla de mí y yo…

- María, se lo digo yo, Anselmo López, director de este hospital, alias la Esfinge,  como me llaman la mayoría de ustedes.

El doctor descubrió el súbito  rubor que iba cubriendo  las facciones de la mujer y le dedicó una amplia y simpática  sonrisa.

- Tranquila. ¿Quién no puso un mote en su vida? En mi época de estudiante al rector le apodábamos Gordito Relleno porque era un poco obeso. –le hizo un guiño al recordarlo- Mire, sé todo cuanto pasa en este hospital;  desde el cuarto donde se guardan las escobas hasta la existencia de todos los elementos del arqueo de nuestra Farmacia. Y sé lo suficiente de medicina y de seres humanos como para saber que las palabras son muy poderosas, que sus efectos  en el enfermo  muchas veces son  la mejor medicina que existe.

María seguía confusa, sin entender nada. Decidió asentir en todo cuanto su superior le iba diciendo.

- Y…dígame Don Anselmo, ¿cuándo sané a alguien y fui capaz de hacer semejantes prodigios? –quiso saber María mirándole fijamente.

El Director la contempló complacido. Un gesto distendido y de complicidad le embargaba.

- Hay muchos, María. El caso del joven que se quiso suicidar porque la  novia  le abandonó, por ejemplo. Demostró ser la mejor psicóloga del mundo haciéndole ver lo hermosa que era la vida, que aquello no era una tragedia irremediable. Es más, se presentó al cabo  de un año con su futura mujer y le invitó a usted a la boda. ¿Es cierto o no?

María estaba confundida, no sabía qué decir.

- Luego tenemos a Julián, el fondista,  casi paralítico por un accidente y que se negaba a andar porque no se sentía capaz de conseguirlo. Hoy corre maratones como si tal cosa gracias a usted. Y no quiero recordarle tantos y tantos casos en que su actitud y presencia han logrado lo que parecía imposible. Ni tampoco le hablo del circo que tiene montado en la segunda planta con los niños; los payasos de la tele se quedan pequeños a su lado.

Sucedió entonces que el Director se levantó de su sillón para sentarse al lado de María. No era el mismo hombre que la recibiera momentos antes. Su actitud era amigable y cercana, para nada el envarado y escueto Director.

- María, no me pregunte cómo lo consigo –empezó a decir en tono confidencial y amistoso –pero pocos  saben lo que lucho para que  la plantilla de este Hospital siga intacta y nos llegue todo el material que precisamos. La de enfermos que hacen lo imposible porque les atendamos nosotros, ni se lo imagina. Y todo ello es realidad porque existen  personas como usted, mi Dama Blanca.

María balbució al oír  aquellas palabras. El Director mostró una atractiva y amplia sonrisa, reía cómplice  de la sorpresa en el rostro de María.

- Así la llamo yo, la Dama Blanca, le ruego no se incomode por ello. Y Nubes Blancas a sus colaboradoras más cercanas;  crea escuela, se lo aseguro. Por eso estoy en el deber de nombrarla jefa y supervisora de personal del Hospital. Le tengo preparado un despacho junto al mío y…

- ¡No, por favor, doctor! –le salió  un grito repentino- No me haga usted eso, no me aparte de los enfermos, se lo ruego, no.

Casi se carcajeó el Director por su exclamación.

-No, tranquila, María, esperaba esa respuesta. Sería una pena esconder en un triste despacho a la gran Dama Blanca, ¿no le parece? Seguirá usted en su puesto. Aún le diré más, María, y acepte en su justa medida lo que le voy a decir. Si pudiera, si fuera posible, la clonaba a usted infinitas veces.  Nos hacen falta muchas Damas Blancas,  se lo aseguro,  cada día más.

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Todavía siguieron conversando largo rato, como dos amigos que se descubren al cabo de mucho tiempo.

Cuando María salió del despacho estaba impregnada de la cálida y humilde  humanidad que aquel hombre, aquel temido e incomprendido Director, había sabido transmitirle.

Camino a su puesto se cruzó con la doctora Rosa, neumóloga y Luis, el fisioterapeuta.

. Qué, ¿cómo te ha ido con la Esfinge? – interrogaron-.

- ¿Quién dijo Esfinge? ¡Nadie diga eso nunca jamás!¡Es un santo!  ¡Nuestro santo patrón particular!

Y rieron su ocurrencia.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                

 

 

 

 

 

 

 

     

 

 

 

 

 

2 comentarios:

  1. Pascual, sensacional y además te tengo que decir que precisamente lo acabo de leer a las 02:30' esperando a ver si sale mi hija de urgencias del Hospital Peset - por un problema de rodilla- y espero que se haya encontrado con una Dama Blanca, como la que tan bien describes! Y ojala Que hayan muchas en la Sanidad Pública! Salu2

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  2. Como todas tus historias...me cautivan...

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