El hombre
avanzó a través de la oscuridad de la discoteca. La música o lo que fuera aquel
ruido era estridente y le molestaba, los oídos le retumbaban, no era ése el tipo de música que él prefería.
Pero la juventud se movía dando saltos a su alrededor, poseídos por el influjo
de los acordes que salían de los grandes altavoces. La iluminación también acompañaba,
imperaba una luz tenue y neblinosa, sorprendida de vez en cuando por rayos
multicolores que parecían ir al compás del estruendo musical.
Buscaba a
alguien, no cabía duda. Fue a la barra del bar y echó un vistazo, esperó en los
lavabos largo rato hasta asegurarse que todos cuantos entraron habían salido.
Después se dispuso a mirar por todos los rincones de las pistas de la
discoteca, el aforo era muy grande.
La verdad es
que desentonaba en aquel ambiente. Era alto y se le adivinaba en excelente
forma física; aunque pasaba con creces los cincuenta, se movía con agilidad a
cada paso que daba. Vestía traje
chaqueta y corbata, zapatos ingleses, de la mejor factura todo, y un halo de sutil colonia
varonil le envolvía.
Su búsqueda
tuvo éxito finalmente. Allí estaba. Soledad. Ese era su nombre. Y viéndola
sentada, sola y dejada caer como una muñeca abandonada el hombre pensó que su
nombre hacía justicia a la imagen que
ofrecía. Sostenía una bebida y la mirada perdida en un punto desconocido.
Llevaba
minifalda y una blusa estampada. Estuvo pensando cómo presentarse a ella, qué
le diría y cómo reaccionaría. Estaba confuso.
- Hola –dijo
el hombre cortésmente.
La chica
seguía indiferente, ni pestañeó
siquiera.
- Hola –
volvió a saludar.
Ella pareció
despertar de repente y le miró sin verle.
- ¿Puedo
hablar contigo? Será sólo un momento, por
favor.
Al levantar el vaso para un nuevo trago descubrió al hombre a través del cristal. Lo miró sin comprender.
- ¿Qué
quieres? –su voz era ronca.
- Hablar
contigo, Soledad. Pero en otro sitio más tranquilo.
- No quiero
hablar con nadie, no te conozco, ¿de qué podemos hablar? Todos queréis lo
mismo.
- Soledad, no
quiero nada, sólo darte una noticia, pero aquí es imposible. Vengo de muy
lejos, por favor, te lo ruego, déjame decirte por lo que he venido. Será un
momento.
La chica lo
miró largamente. Su voz era decidida, bien modulada, era educado y tenía una
planta impecable. No se parecía en nada a los demás que se le acercaban. Y
sabía su nombre. ¿Qué podía perder por hablar?
Al levantarse
el hombre comprobó que era casi tan alta como el. La tomó levemente del brazo y
la condujo a una cafetería de lujo.
Allí pudo
observarla con más detenimiento. Era bonita, con rasgos muy bien dibujados, suaves, unos ojos
verdes muy expresivos y una melena rubia recogida en una simple goma. No estaba
pintada, el ligero rubor de las mejillas era natural. Sus manos eran blancas y
tenía las uñas rotas.
Toda ella
daba sensación de abandono, de belleza en
horas bajas.
También la
chica observó al hombre que la había llevado hasta allí. Aunque mayor,
conservaba un atractivo masculino que, años atrás, debió de causar estragos
entre las mujeres. Era más alto que ella y vestía ropa cara. Sus manos grandes
denotaban el pulcro cuidado de una manicura. La corbata debía ser de seda
italiana y el reloj era un Omega de precio escandaloso.
Su colonia
era penetrante, embriagaba. Pese a su imponente aspecto no mostraba prepotencia
alguna, su tono de voz era acogedor y suave, invitaba a la confidencia. Y había
algo en él que le causaba una especie de desasosiego, no sabría definir qué era
pero una extraña premonición empezó a
apoderarse de su ánimo.
- Me llamo
Andrés; cómo sé tu nombre y por qué he venido hasta aquí es una larga historia
que debes conocer. En realidad hace muchísimo tiempo que debí venir. Pero la vida a veces no deja
que cojamos el tren cuando queremos, por decirlo así.
Se detuvo un
momento y Soledad advirtió en el fondo de sus ojos una inquietud que inundó su
franca mirada.
- Soledad,
debes saber que tu madre, Esperanza, ha fallecido.
La muchacha
acusó el golpe poco a poco. Sus ojos se nublaron por un instante, conteniendo
unas lágrimas que se diluyeron finalmente sin prisas, como un fino rocío.
Andrés se
sintió incómodo de repente. Aquella situación le sobrepasaba.
- Estuve en su lecho de muerte y me dijo que
te buscara por encima de todo y te avisara cuando llegase el día. Por eso estoy
aquí, Soledad.
La chica miró
en derredor. Se estaba bien allí. La temperatura era agradable, todo bien
iluminado, las gentes se veían acomodadas y felices, charlaban despreocupadas.
Se sintió fuera de lugar, con aquellas ropas tan manidas, el pelo desaliñado,
sin una ducha reciente. Ni un toque de colonia encima. Pero por primera vez en
mucho tiempo se sentía a gusto, cómoda y relajada en aquella butaca tan
confortable y charlando con aquel hombre que parecía un artista de cine.
- Tu madre me
habló mucho de ti, la estuve visitando en el hospital.
Te quería más
que a nadie, jamás dejó pasar un día sin
que estuvieras en su pensamiento. Sé que nunca tuvisteis una relación de cariño
mutuo, de madre e hija que se quieren, como habría sido de desear. Pero te
llevó en su corazón toda la vida, sufrió lo indecible por no tenerte a su lado.
- No diga eso, Andrés, no quiso saber de mí.
–su voz adquirió viveza de repente-. ¿Quiere que le cuente mi vida a grandes
rasgos, que le diga quién era mi madre y
qué hizo por mí, de verdad quiere saberlo?
Se lió con un
hombre casado y me metió interna en un colegio de pago de monjas. Así estaba más a disposición de ese
hombre, sólo vivía para él, siempre pendiente de estar a punto apenas sonase el
teléfono. Me escapé un día de las monjas y aprendí a vivir a mi modo, hoy aquí,
mañana allá. Con éste ahora y después con el otro, nunca me faltaron
acompañantes. Un día mi madre dio conmigo y me pidió que fuera a vivir con
ella. Estaba sola, el hombre al que había estado atada durante tantos años la
había abandonado. Ahora quería mi compañía, a la que renunció cuando me encerró
en aquel horrible colegio de monjas.
Le dije que
no, que de una forma u otra ya tenía mi vida hecha, que me las apañaba como podía,
que no me iba mal del todo. Me echó en
cara que me entregara a los hombres con tanta facilidad y le contesté que era
la persona menos indicada para darme ese tipo de consejos, que en eso de los
hombres era una maestra.
Fueron unos
momentos muy tensos y terribles, quizá luego me arrepintiera pero solté toda la
rabia que llevaba dentro por tantos años de soledad sin ella. Nos separamos y
no volví a verla. No recuerdo quién me dijo que se marchó a otra provincia.
El hombre
notó que el nudo que le atenazaba la garganta iba apretando con más fuerza. Era
el momento oportuno.
- Soledad,
creo que debes saber toda la verdad sobre tu madre. Y también saber quién es
éste hombre que se ha presentado de repente, que sabe tu nombre y una parte de
tu historia.
La miraba
fijamente conectando a través de sus pupilas grises las palabras que iba a
pronunciar seguidamente. Soledad le sostuvo la mirada, con creciente ansiedad,
curiosa e impaciente.
- Soledad,
soy tu padre, del que nunca has sabido y
quizá siempre has
querido
conocer. Si te fijas un poco verás que tienes mis ojos, mi andar, la estatura,
ese gesto tan peculiar que haces con las manos cuando las apoyas sobre la mesa.
Soledad quedó
perpleja, la noticia la dejó sin habla. Recordó la sensación que tuvo al principio
de conocerle. Así que era él, por fin había aparecido, pensó.
- Todos los
días me preguntaba quién sería, cómo era
mi padre, si le conocería alguna vez. Y ahora……
La voz le
salía quebrada a la muchacha y los ojos se le pusieron vidriosos de la emoción.
Andrés le alargó un pañuelo de seda.
-Yo también
quería conocerte, Soledad, siempre lo
desee y parecía
que nunca iba
a conseguirlo. Siento mucho que la muerte de tu madre haya propiciado el
encuentro, hubiera querido que fuera en otras circunstancias. Te contaré la
parte de historia que no conoces, la mía.
La muchacha
no creía lo que le estaba pasando. Toda la vida preguntándose quién era su
padre, deseando encontrarle para echarle en cara tantas y tantas cosas por
haberle robado el cariño de su madre y se encontraba inerme, incapaz de
descargar toda la rabia contenida durante todo ese tiempo.
Andrés se
percató de la lucha interior que sostenía Soledad y tomó una mano de la
muchacha con suavidad.
- Soledad,
quise a tu madre más que a nadie en este mundo. Nos conocimos por azar, ella
trabajaba en la relojería de unos grandes almacenes. Me impactó tanto que la
esperé a la salida. Después nos vimos otras veces, poco a poco fue naciendo un
cariño mutuo. Hasta que nos dimos cuenta de que nos habíamos enamorado.
Entonces, Soledad, le confesé que estaba casado, no quise ocultárselo.
- Imagino
cómo debió sentirse, engañada hasta el último momento. Nunca debiste
ocultárselo, ni siquiera dar lugar a que se enamorase de ti. Además…..no
querías a tu mujer, ¿pensaste en el daño que le hacías a otra persona?
- Ninguno
imaginamos que esto podría suceder. Para mí fue muy doloroso, pensé que podía
perderla si lo sabía; pero no quise que nuestro amor se basara en una mentira,
ella nunca se lo hubiera merecido. Y….. -su voz adquirió un tinte de
pesadumbre-. Lo que me unía a la otra persona era diferente, tu madre me hizo
sentir lo que nunca hasta entonces había sentido. Fue un amor arrollador, llenó
mi vida por completo.
- Vaya, toda
una historia romántica por lo que veo, como las novelas rosa. ¿Y qué pasó a estos
dos personajes del cuento? Quisiera saberlo.
- No fue un
cuento, era una realidad. Un día…..sin saber por qué desapareció sin dejar
rastro. No encontraba explicación al hecho de su huida, por más que lo pensé.
Nunca tuvimos un mal entendimiento, ni una sola palabra más alta que otra, nos
queríamos de verdad.
Removí cielos
y tierra sin el menor éxito, parecía que se la había tragado la tierra. Hasta
que un día recibí una llamada inesperada del hospital. Era ella. Quería verme
cuanto antes.
Soledad notó
que la emoción quebraba la voz de Andrés. No supo qué pensar. En un momento se
habían acumulado en su vida demasiados acontecimientos; el fallecimiento de su
madre y, lo que nunca pensó iba a suceder, acababa de conocer a su padre. Y
algo colgado en el aire le indicaba que su existencia iba a tomar tal vez un
rumbo diferente.
- Le quedaba
poco tiempo de vida, Soledad. ¿Sabes.? Estaba igual de guapa que cuando se
marchó de mi lado. Su melena de pelo negro, su tez clara y sobre todo sus ojos,
brillando de emoción al verme. Me sentí preso de dos emociones contrapuestas.
Por un lado verla de nuevo, después de tanto tiempo…. y el dolor de que
estuviera en ese estado…. Se me partió
el alma, apenas pude contener las lágrimas….
Entonces me
confesó la razón por la que se apartó de mi vida. Me ocultó que estaba
embarazada. Sabía que mi mujer no podía darme hijos y cuánto ansiaba ser padre,
tener descendencia, era mi mayor deseo. Tu madre pensó que si me confesaba su
estado de buena esperanza abandonaría a mi esposa por ella porque iba a darme el goce que más ansiaba, una hija,
mi sueño más esperado. No quiso ser la responsable de la desdicha de otra mujer y desapareció de mi vida.
Fue un paso
muy duro para ella, le causó un dolor indecible.
En la mente de Soledad iban procesándose todas y cada
una de las palabras de aquel hombre que tan inesperadamente se había presentado
en su vida. Que aseguraba ser su padre.
Era una historia conmovedora, una mujer que se sacrifica por otra mujer, un hombre en medio, como una barca
entre dos orillas, al vaivén de ambas; intentó comprender el quid del
comportamiento de su madre, le vino a la
mente el día en que le dijo que no quería ir con ella. Una niebla acuosa nubló
sus ojos por unos instantes.
- Soledad... -comenzó a decir el hombre- siempre estuviste en el corazón
de tu madre; quiso que te buscase para verte por última vez. Quería contarte
muchas cosas, que la perdonaras, que llegases a quererla como la madre tuya que
era.
- Muchas veces pensé en ella, Andrés, me arrepentí de mí proceder.
Ahora…. ya es tarde para tantas cosas….realmente hubiera sido feliz viéndome a
su lado. Me siento mal, toda mi vida he estado dando tumbos, sin raíces, sin el
calor de un hogar….
- Ahora estoy
aquí, Soledad, quiero decirte que no estás sola; enviudé hace tiempo y sin tu
madre también mi vida ha sido un ir y venir a ninguna parte, siempre ocupado en
hacer crecer mis negocios, privado del cariño de los seres que más quería.
Andrés tomó
las manos de su hija y la miró de un modo tan intenso que Soledad se
estremeció. La voz del hombre sonó con un ruego prendido en cada palabra.
- Soledad, me
encuentro solo, muy solo; no sé si tengo
derecho a pedirte que vengas conmigo, que estemos juntos ahora que nuestros
destinos se han cruzado. Quisiera darte todo el cariño de un padre que recibe
el regalo de una hija de la que no sabía su existencia. Nunca podríamos
recuperar el tiempo perdido aunque quisiéramos, pero sólo nos tenemos a
nosotros mismos, Soledad, démonos la oportunidad de conocernos, de ser la
familia que nunca fuimos. Ven a la casa donde vivo que será la tuya si tu
quieres; toma las riendas de los bienes
que poseo y te pertenecen.
- -
- - - - - - - - - - -
Andrés miró el reloj. Pasaban quince minutos de las diez. Tenía el corazón en un puño. La elección era de Soledad. Si no acudía a la
cita, más tarde o más temprano lo
comprendería; no tenía ningún derecho a
pedirle que dejara su actual vida para
irse con su padre, un padre salido repentinamente de la nada. Esa era la
verdad. Ciertamente los acontecimientos se habían precipitado inesperadamente;
el desenlace de los mismos no dependía de ellos.
Giró la llave y sonó poderoso el rugido del Masserati. Al doblar la
esquina la vio. Corría apresurada con una maleta en la mano. Cuando Andrés le
abrió la portezuela los ojos de Soledad lo decían todo.
Y cuando besó su mejilla la
muchacha gozó de un beso largamente esperado.
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Si quieres dar tu opinión al Autor puedes dirigirte a su correo electrónico:
unnkelule@hotmail.com
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Que bonita y buena narración, palabras hermosas para describir una situación difícil que algunas mujeres han sufrido y sufren,enamorarse y que ese amor en lugar
ResponderEliminarde dar felicidad, pueda hacer sufrir a otras personas.
Me gusta como lo cuentas,con sencillez y desde el corazón