domingo, 5 de julio de 2015

El último lobo





El hombre sostiene la pluma con mano fría y trémula. Sus hinchados y enrojecidos ojos, antes de fijarse en el papel, vigilan una vez más el aire que le rodea. Aguza su oído, intentando percibir algún leve sonido en el aterrador silencio del que forma parte. La pluma araña por fin la cuartilla…

“No sé qué me impulsa a escribir. Tal vez lo haga por descargar mi conciencia. Anochece. ¿Cuántas veces lo ha hecho desde entonces? Los que quedamos perdimos la cuenta. Un día, el superviviente a todos también morirá. Yo he renunciado a ser el último lobo sobre la Tierra. El peso de su panza será demasiado grande. En ella estarán todos los hijos del Progreso y el postrer Adán dormirá el definitivo sueño del horror y la condenación de cada uno de ellos y suya. ¡Los hijos del Progreso! ¡Ciego empeño el de la ciencia en trazar infinitos caminos al bienestar! La técnica mataba al mundo mientras sus adoradores nos alborozábamos por una nueva estación espacial, mientras brindábamos por los altos índices de producción de las factorías, por las favorables y elocuentes estadísticas de bienes y conquistas sociales…

         Las lenguas de hormigón de las ciudades lamieron insaciables la tierra, el menor espacio abierto. ¡Cada día era necesario acorralar al campo un poco más! ¡Hacían falta industrias! ¡Miles de fábricas, de chimeneas que lanzaran al viento su poderoso rugido de producción! ¡Rascacielos! ¡Construcciones de todo tipo! ¡Más altos hornos! ¡Más polos de desarrollo! ¡Cuánto más humo mejor, hay que producir, como sea! ¡Consumir, consumir! ¡Dinero! ¡Felicidad!...

         Y, aguardando tras la fastuosa “renta per cápita”, la muerte…

         Un día se buscó las selvas, los prados, los montes, los surcos esperando la simiente fresca. Pero ¿dónde estaban? En el desierto de cemento que era el mundo, todavía quedaba -¡Oh, portento!-, algún que otro pedazo de tierra auténtica. La Humanidad se lanzó ávida sobre esos oasis que creyó milagrosos. Y eran tan pequeños…

         Entonces… ¡El mar! ¡Sus peces! ¡Sobrevivir! Nada pudo ofrecer un océano de manchas infinitas. Sus olas, en interminable rotación depositaban en las playas el vómito del progreso y de la ciencia, como una inútil e impotente acusación. ¡Sobrevivir! ¡Resucitar la tierra! Se levantó la piel del monstruo, afanosamente, el tiempo apremiaba…

         La madre Tierra había muerto, su carne era gris, dura… La gigantesca y triunfal risa del Hambre retembló en todo el orbe. No quedaban reservas. Los stocks de animales criados artificialmente fueron pronto consumidos. Las flores del jardín de acero y piedra elevaron al cielo sus inacabables y fláccidas bocas.

         Apareció el primer lobo. Y a éste siguió otro, y otro. La jauría humana se revolvió contra sí misma, dejó oír su grito de guerra por la supervivencia. Pero los ejemplares más fuertes triunfaban. No me siento con fuerzas para describir el caos que se desató. Sólo pido a Dios con todas mis fuerzas que se apiade de nosotros, que disculpe la locura de estos tiempos. Quisiera asomarme a la ventana y hablarle en voz alta, despojarme del pecado que llevo dentro, pero es muy tenue mi voz. Alguien  ha olido su presa. En otros tiempos me hubiera maravillado el límite de resistencia y de adaptación a todas las circunstancias que posee el hombre. Hoy me asquea y me humilla. Ahora suenan unos pasos ligeros, casi imperceptibles. Oigo también el batir de su respiración. La ciudad está a oscuras y los rascacielos suman miles, pero alguien ha dado conmigo. Yo también, en mis búsquedas hallé caza en los lugares más insospechados. Aprendí pronto las leyes de esta Sociedad  en la que el hombre es al mismo tiempo cazador y víctima. ¡Que Dios me perdone! ¡Debo preparar mi encuentro con Él!

         Las pisadas se han vuelto más consistentes. Una furia brutal se estrella sobre la puerta. Una vez. Y otra, y otra. La madera resiste. Dos puños la golpean al tiempo que salvajes alaridos producen un siniestro eco en la noche estremecida. Por un agujero astillado las miradas se calibran mutuamente en una fracción de segundo que es el preludio de la fatal lucha.

         Nada se interpone en el camino de los dos lobos. Se enzarzan en una vorágine sangrienta. ¿En cuántos lugares más de la Tierra, en ese mismo instante, un ser transfigurado acomete contra su semejante?

         La quietud, el apagón del vencido se funde para siempre con el silencio, con el reposo universal. El más fuerte, con un gesto de resignado cansancio, acerca sus anhelantes cuchillos faciales. Apenas presta atención a la cuartilla que una racha de viento sustrae por la ventana. Ésta, vuela sobre la ciudad, sobre otra,  siempre el mismo panorama bajo ella: asfalto, un caudaloso e insensible mar de asfalto, amorfo, tétrico y  opaco…

         Pero algo se cruza unos instantes con el papel. No la conduce el viento. No ha surgido de la hecatombe. Desciende de lo más alto y se sostiene por sí misma, con una bella y plástica gracilidad.

         La paloma, con suave aleteo, trae una simiente de esperanza.

2 comentarios:

  1. Que preciosidad de relato para una visión tan apocalíptica del mundo.
    Aunque no hace falta llegar a esos extremos para darnos cuenta de que los hombres vamos camino de la destrucción si no cambiamos en nuestra relación con la tierra.
    Bonito símbolo el de la Paloma que has elegido para acabar tu historia , pues ella representa la paz y la concordia y un nuevo empezar.
    Tiene fuerza tu relato,enhorabuena.

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  2. Poco a poco, paso a paso,vamos siguiendo la angustia,la tristeza y ese lento caminar del último lobo hacia su final.
    Has conseguido que sienta la inquietud que tu has puesto al escribir este relato.
    Y sin levantar un momento la vista ,atrapada por él ,he deseado contigo que la humanidad no acabe asi

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