Otra vez
huyendo, como siempre. Toda mi vida es una huída. Huyendo de todo, de todos,
hasta de mí mismo. Escapando de insolidarias ciudades, de actitudes, de
racismos y xenofobias; porque cualquiera
que no sea como ellos quieren que sea les
molesta, sobra en su sociedad lineal y aséptica, es un bulto incómodo, - a
veces no llego a ser ni eso- que hay que descartar, o cuando menos esconder
donde nadie lo vea ni sospeche que existe.
Los mendigos,
los indigentes, los pordioseros, no
somos nadie, ni nada, no merecemos la más mínima consideración; como un estigma
nos marca para siempre, sin remisión ni esperanza de que cambie nuestra suerte y nos vean como semejantes a
ellos, que es lo que somos.
Voy dando
tumbos por la ciudad, como un perro viejo, hambriento y sediento siempre, con la mugre tan pegada a
la piel que forma otra epidermis, una costra ignominiosa que me degrada y me
hace sentir sucio hasta la médula.
Me miran con
indisimulado asco cuando llegan a verme o, si no, me
laceran con la más dolorosa indiferencia,
como si no existiera, invisible aun estando rodeado de gente en medio de una plaza, donde quiera que esté.
Arrastrando
un carrito con mis magras pertenencias,
o cargado de bolsas descoloridas de un
supermercado que en su día se llenaron de viandas apetecibles fuera de mi alcance ahora
y con las que sueño cada día para mi desespero. Porque no es fácil encontrar
algo que echarme a la boca, siquiera remojar la garganta con agua fresca. Tengo
mis necesidades básicas, como persona que soy. En invierno escondo mi frío por
las noches en cualquier rincón extendiendo cartones y alguna vez, con suerte, en la entrada de un Banco, donde pueda pasar la
noche y estar más caliente.
Me canso de
andar y andar, sin rumbo fijo, todas las calles y plazas me llevan al mismo lugar:
al desconsuelo, a una rabia que siento contra mí mismo y este destino que me ha sido impuesto y con el que no puedo luchar.
En mis
recuerdos cada vez más lejanos surgen
una mujer y unos hijos. Perdido todo por avatares de la vida, sucesos
que me golpearon injustamente y me
abocaron a esta situación.
De tener un
confortable hogar y un trabajo bien remunerado pasé a estar a la intemperie en
cualquier lugar de cualquier ciudad.
A merced de
los elementos de la naturaleza y al desamparo más absoluto, compitiendo con otros
que, como yo, luchan también por sobrevivir en esta sociedad indiferente y cruel para la que no tenemos voz ni rostro,
que nos esconde en un rincón cuando se celebra algo en la ciudad para que no
causemos mala imagen en esta mentira que es la comunidad de bienestar social.
Lo peor fue
cuando intentaron quemarme dentro de una cabina telefónica. Unos mocosos, que
el diablo se los lleve. Menos mal que
tengo los brazos fuertes todavía y derribé a uno y los otros desistieron.
Por eso salí
otra vez al asfalto ardiendo, al destino
incierto. Agotado y exhausto llegué a este extraño lugar. Pronto supe dónde
estaba. Era un cementerio de trenes y locomotoras en desuso, de material ferroviario
inservible; montañas y montañas de chatarra y maderas de la más variada índole,
amontonado todo de cualquier forma, sin orden ni concierto, la tierra manchada del óxido desprendido y un olor intenso a madera y
metal, a podredumbre antigua que me impresionó sobremanera.
Una
campanilla dorada asomaba suspendida milagrosamente en su soporte y la hice
sonar como si quisiera dejar constancia
de mi llegada al lugar, cual tarjeta de presentación.
Me aventuré
por el desconcierto del material, echando un somero vistazo a cuanto se ofrecía
a mi vista, buscando un sitio donde
acomodarme y descansar. Tarea ardua, desde luego, todo estaba destrozado. Tras
ímprobos esfuerzos por dar con algo medianamente confortable, o por lo menos soportable,
me topé con aquel vagón. En su día estaría
pintado de un verde intenso y brillante pero ahora costaba descubrir
alguna perdida nota de color en su madera. Me llamó la atención el número que
llevaba impreso en un lateral y que conservaba el tono y el contraste del negro original que
lució antaño: el 13. Impar. Martes y trece, pensé. ¿Mala suerte, número maldito
en el argot cabalístico?
Qué más me
daba, reconvine. Yo era la viva encarnación de la mala suerte, el número me
venía que ni pintado. Al menos dormiría al abrigo de un techo.
Sucedió
inesperadamente, como un cataclismo que rompió el silencio de la noche
envolviéndome en aquella vorágine que parecía no tener fin. Cuerpos que se
desmembraban a cada sacudida del vagón; brazos, piernas cortadas, sesos
desparramados, vísceras sueltas e
intestinos que parecían reptar fuera de su cavidad abdominal; y sangre, sangre a doquier que pintaba
macabramente cada rincón del habitáculo.
Y aquel
ensordecedor estruendo al descarrilar el vagón que sonó con el estrépito de un
trueno y me paralizó el ánimo al instante. Los gritos desgarradores de los que
pudieron gritar y el sordo silencio de aquellos que dormían plácidamente.
En una catarsis indescriptible me vi envuelto en ese mar de muerte y horror,
flotando en medio del siniestro sinfín de restos humanos como si yo formara
parte de ellos.
Luego vino un
extraño silencio. Quedé suspendido en una especie de nada tangible, esperando
que volviera a suceder algo. Pero sólo existieron ecos de hierros que crujían y
jirones de carne y hueso que se contraían.
Cerré los
ojos hasta hacerme daño y aún así, empezaron a desfilar los rostros de los muertos, llenando hasta el último lugar de mi cabeza.
En días
sucesivos fueron presentándose uno a uno. Era una suerte de espíritu, de alma
inconsistente pero real que había quedado impresa para siempre en el vagón
número trece y que me hacía partícipe de su dolor.
Me hablaron
de los motivos de su viaje. Niños que
quedaron sin llenar sus pozalitos de colores de arena y padres sin extender sombrillas frente al mar,
negocios sin llegar a término, familias deshechas, parejas que no subirían al
altar; afanes y destinos todos rotos para siempre entre los raíles del tren.
Pasa el
tiempo y me acostumbro a ellos; y ellos a mi, tal vez porque mi existencia es un
descarrilamiento detrás de otro.
Ya no oigo
estertores, tan sólo me dirigen miradas
cansinas a costa de decirme lo que ya sé. Les consuelo como puedo y les acompaño
en este deambular por el vagón que compartimos y donde sus espíritus quedaron
para siempre.
Como un
ritual macabro, a las 13 horas de cada día, el vagón sufre una sacudida, un
lúgubre recordatorio del momento exacto que tenían las manecillas del reloj en
el momento del desastre.
La luna me
visita por las noches ofreciéndome su
luz perlada; entra cada vez, según su
estado, por una ventana diferente. Ahora mismo la tengo mirándome de frente,
acentuando todavía más mi descolorido rostro. Cuando está menguante no se
atreve a entrar, se queda difuminada en
el quicio de cualquier decrépita ventana.
Llego a
preguntarme si no seré yo también un espectro, a medias, porque aún me sostiene un simulacro de cuerpo
cada vez más enfermizo.
No siento
miedo al pensar en el día que ellos, que
son esencia tan solo, descubran que mi
último hálito de vida expiró y vaga al unísono con sus fantasmales e intangibles cuerpos.
¿A qué más
puedo aspirar? A respirar mientras sea posible. Al menos aquí nadie me mira
mal, ni me apartan a un rincón como si fuera un apestado. Soy casi como ellos,
un desahuciado de la vida.
Que espera el
día del Juicio Final para dormir el sueño de los Justos. Si es que, en mi
existencia, lo fui de verdad.
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La luz de la luna te ha visitado a ti también y ha transformado tu relato en una alegoría de la soledad e ingratitud de estos tiempos que corren,contada con un dramatismo que impresiona.
ResponderEliminarEs magnifica, te felicito.