martes, 16 de junio de 2015

El vagón nº 13




Otra vez huyendo, como siempre. Toda mi vida es una huída. Huyendo de todo, de todos, hasta de mí mismo. Escapando de insolidarias ciudades, de actitudes, de racismos y xenofobias; porque  cualquiera  que no sea como ellos quieren que sea les molesta, sobra en su sociedad lineal y aséptica, es un bulto incómodo, - a veces no llego a ser ni eso- que hay que descartar, o cuando menos esconder donde nadie lo vea ni sospeche que existe.
Los mendigos, los indigentes, los pordioseros,  no somos nadie, ni nada, no merecemos la más mínima consideración; como un estigma nos marca para siempre, sin remisión ni esperanza de que cambie  nuestra suerte y nos vean como semejantes a ellos, que es lo que somos.
Voy dando tumbos por la ciudad, como un perro viejo, hambriento  y sediento siempre, con la mugre tan pegada a la piel que forma otra epidermis, una costra ignominiosa que me  degrada  y me  hace sentir sucio hasta la médula.
Me miran con indisimulado asco cuando llegan a verme o,  si no,  me laceran con  la más dolorosa indiferencia, como si no existiera, invisible aun  estando rodeado de gente  en medio de una plaza, donde quiera que esté.
Arrastrando un  carrito con mis magras pertenencias, o cargado de bolsas descoloridas  de un supermercado que en su día se llenaron de  viandas apetecibles fuera de mi alcance ahora y con las que sueño cada día para mi desespero. Porque no es fácil encontrar algo que echarme a la boca, siquiera remojar la garganta con agua fresca. Tengo mis necesidades básicas, como persona que soy. En invierno escondo mi frío por las noches en cualquier rincón extendiendo cartones y alguna vez, con suerte,  en la entrada de un Banco, donde pueda pasar la noche  y estar  más caliente.
Me canso de andar y andar, sin rumbo fijo, todas las calles y plazas me llevan al mismo lugar: al desconsuelo, a una rabia que siento contra mí mismo y  este destino que me ha sido impuesto y con  el que no puedo luchar.
En mis recuerdos cada vez más lejanos surgen  una mujer y unos hijos. Perdido todo por avatares de la vida, sucesos que me golpearon injustamente y  me abocaron a esta situación.
De tener un confortable hogar y un trabajo bien remunerado pasé a estar a la intemperie en cualquier lugar de cualquier ciudad.
A merced de los elementos de la naturaleza y al  desamparo más absoluto, compitiendo con otros que, como yo, luchan también por sobrevivir en esta sociedad indiferente  y cruel para la que no tenemos voz ni rostro, que nos esconde en un rincón cuando se celebra algo en la ciudad para que no causemos mala imagen en esta mentira que es la comunidad  de bienestar social.
Lo peor fue cuando intentaron quemarme dentro de una cabina telefónica. Unos mocosos, que el diablo se los lleve.  Menos mal que tengo los brazos fuertes todavía y derribé a uno y los otros desistieron.
Por eso salí otra vez al asfalto  ardiendo, al destino incierto. Agotado y exhausto llegué a este extraño lugar. Pronto supe dónde estaba. Era un cementerio de trenes y  locomotoras en desuso, de material ferroviario inservible; montañas y montañas de chatarra y maderas de la más variada índole, amontonado todo de cualquier forma, sin orden ni concierto, la  tierra manchada del  óxido desprendido y un olor intenso a madera y metal, a podredumbre antigua que me impresionó sobremanera.
Una campanilla dorada asomaba suspendida milagrosamente en su soporte y la hice sonar  como si quisiera dejar constancia de mi llegada al lugar, cual tarjeta de presentación.
Me aventuré por el desconcierto del material, echando un somero vistazo a cuanto se ofrecía a mi  vista, buscando un sitio donde acomodarme y descansar. Tarea ardua, desde luego, todo estaba destrozado. Tras ímprobos esfuerzos por dar con algo medianamente confortable, o por lo menos soportable, me topé con aquel vagón. En su día estaría  pintado de un verde intenso y brillante pero ahora costaba descubrir alguna perdida nota de color en su madera. Me llamó la atención el número que llevaba impreso en un lateral y que conservaba  el tono y el contraste del negro original que lució antaño: el 13. Impar. Martes y trece, pensé. ¿Mala suerte, número maldito en el argot cabalístico?
Qué más me daba, reconvine. Yo era la viva encarnación de la mala suerte, el número me venía que ni pintado. Al menos dormiría al abrigo de un techo.
Sucedió inesperadamente, como un cataclismo que rompió el silencio de la noche envolviéndome en aquella vorágine que parecía no tener fin. Cuerpos que se desmembraban a cada sacudida del vagón; brazos, piernas cortadas, sesos desparramados,  vísceras sueltas e intestinos que parecían reptar fuera de su cavidad abdominal;  y sangre, sangre a doquier que pintaba macabramente cada rincón del habitáculo.
Y aquel ensordecedor estruendo al descarrilar el vagón que sonó con el estrépito de un trueno y me paralizó el ánimo al instante. Los gritos desgarradores de los que pudieron gritar y el sordo silencio de aquellos que dormían plácidamente.
En  una catarsis indescriptible me vi   envuelto en ese mar de muerte y horror, flotando en medio del siniestro sinfín de restos humanos como si yo formara parte de ellos.
Luego vino un extraño silencio. Quedé suspendido en una especie de nada tangible, esperando que volviera a suceder algo. Pero sólo existieron ecos de hierros que crujían y jirones de carne y hueso que se contraían.
Cerré los ojos hasta hacerme daño y aún así, empezaron a desfilar los rostros de  los muertos, llenando hasta el último lugar  de mi cabeza.
En días sucesivos fueron presentándose uno a uno. Era una suerte de espíritu, de alma inconsistente pero real que había quedado impresa para siempre en el vagón número trece y que me hacía partícipe de su dolor.
Me hablaron de los motivos de su viaje.  Niños que quedaron sin llenar sus pozalitos de colores de arena y  padres sin extender sombrillas frente al mar, negocios sin llegar a término, familias deshechas, parejas que no subirían al altar; afanes y destinos todos rotos para siempre entre los raíles del tren.
Pasa el tiempo y me acostumbro a ellos; y ellos a mi, tal vez porque mi existencia es   un descarrilamiento detrás de otro.
Ya no oigo estertores, tan sólo me dirigen  miradas cansinas a costa de decirme lo que ya sé. Les consuelo como puedo y les acompaño en este deambular por el vagón que compartimos y donde sus espíritus quedaron para siempre.
Como un ritual macabro, a las 13 horas de cada día, el vagón sufre una sacudida, un lúgubre recordatorio del momento exacto que tenían las manecillas del reloj en el momento del desastre.
La luna me visita  por las noches ofreciéndome su luz perlada; entra cada vez,  según su estado, por una ventana diferente. Ahora mismo la tengo mirándome de frente, acentuando todavía más mi descolorido rostro. Cuando está menguante no se atreve a entrar, se queda difuminada  en el quicio de cualquier decrépita  ventana.
Llego a preguntarme si no seré yo también un espectro, a medias,  porque aún me sostiene un simulacro de cuerpo cada vez más enfermizo.
No siento miedo al pensar en el día que ellos,  que son esencia tan solo, descubran  que mi último hálito de vida expiró y vaga al unísono con sus fantasmales  e intangibles cuerpos.
¿A qué más puedo aspirar? A respirar mientras sea posible. Al menos aquí nadie me mira mal, ni me apartan a un rincón como si fuera un apestado. Soy casi como ellos, un desahuciado de la vida.
Que espera el día del Juicio Final para dormir el sueño de los Justos. Si es que, en mi existencia, lo fui de verdad.

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1 comentario:

  1. La luz de la luna te ha visitado a ti también y ha transformado tu relato en una alegoría de la soledad e ingratitud de estos tiempos que corren,contada con un dramatismo que impresiona.
    Es magnifica, te felicito.

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