domingo, 8 de marzo de 2015

Ángel azul (continúa en !Ángel de la guarda)




En aquel momento recordó la manera en que sucedió todo. La mujer entró en la galería de arte y se dirigió directamente a él, como atraída  por un imán infalible. Con la misma imperiosa autoridad con que Jesús dijo a Lázaro “Levántate y anda” ella le soltó: “Quiero que me pinte usted.”
Se sintió confundido y más todavía cuando fue detrás de ella como si la conociera de toda la vida, impulsado por un resorte que no supo explicar.
- Todo le parecerá muy extraño pero tiene su razón de ser, Alberto.
- Señora… –empezó a decir.
- Mi nombre poco importa –le atajó ella-, Lo esencial es lo que voy a pedirle, el motivo de mi presencia.
- Comprenda mi confusión –se atrevió al fin-. Una dama me saca de mi exposición de cuadros  y me pide que la pinte, sin conocerla de nada, hasta sabe mi nombre. ¿Le parece todo muy normal?
- ¿Cree usted en los ángeles, Alberto?
La pregunta lo sumió en el mayor de los desconciertos.
- ¿Qué tienen que ver los ángeles conmigo, con mis cuadros, con usted?
- Quiero que pinte a un ángel, Alberto.
Era una voz serena y bien modulada quien lo decía, sin atisbo de incoherencia ni delirio. Llegó  a formular otra pregunta pero sus palabras se diluyeron en su inescrutable mirada.
Desapareció de su vista y desde ese mismo momento ya no fue el mismo.
Pasaron los días y su extrañeza fue en aumento al no volver  a saber más de ella. ¿La vio realmente en la galería de arte, sucedió como lo recordaba? Aunque a decir verdad, no sabría decir cuál era su aspecto; cómo iba vestida ni el color de su pelo.
Cuando aquel incidente parecía olvidado y Alberto disfrutaba una noche viendo la televisión en familia, sonó el teléfono.
- Alberto, le avisaré dentro de poco para que pinte a un ángel;  esté preparado –dijo  la voz colgando a continuación.
Un estremecimiento lo sacudió.
- Cariño, ¿quién era? ¿Estás bien, qué te pasa? Te has quedado como si hubieras visto un fantasma.- se interesó su esposa viendo la expresión de su rostro.
- Nadie,  no era nadie -pudo articular cuanto apenas.
Se levantó para prepararse una infusión y se metió en la cama después de dar las buenas noches con un gesto desmañado.
Matilde se asomó a la puerta de la habitación preocupada por la súbita reacción de su marido y al verlo  con la cabeza tapada bajo las sábanas  no se atrevió a decirle nada.
No pudo pegar ojo en toda la noche. ¿Cómo se  había atrevido a telefonearle a casa? ¿Y  si su mujer hubiera cogido el teléfono?
¿Qué pretendía esa desconocida? Cuanto más lo pensaba más absurdo encontraba todo aquello. ¿Qué era lo de pintar un ángel? ¿Acaso existían?
¿Por qué tenían que pasarle a él estas cosas?  Sin duda esto tenía que terminar, la próxima vez le diría que dejase de molestarle.
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Un día, ante un  semáforo en rojo,  aquella mujer de la exposición de cuadros  surgió  de repente sentada a su lado.
- Conduzca hasta donde yo le diga, Alberto. –le ordenó sin mirarle y  llenándole de zozobra por tan inexplicable aparición.
El habitáculo del vehículo se llenó al instante  de un fragante e intenso aroma de azucenas.
A hurtadillas miraba el  perfil de su rostro durante aquel trayecto que acabó frente al mar, en la playa desierta a esas horas de la tarde.  El sol iba desgranando sus tonos más cálidos y en el horizonte  se divisaba la silueta de un  barco.
La mujer lo miró fijamente sin decir nada.
- ¿Puedo saber quién es usted y qué quiere de mí?  -se atropelló al decirlo.
Ella se limitó a estudiar cada uno de los rasgos del hombre pausadamente;  diríase que deleitándose en su escrutinio y sumiendo al hombre en un gran desasosiego.
- Ha sido elegido para pintar a un ángel; eso es por el momento cuanto debe saber. –reveló al fin.
Un rubor acudió a las mejillas del hombre. ¿Qué dirían si le vieran con una mujer en el coche, a esas horas, a orillas de la playa? –se preguntó a sí mismo.
- Nadie le verá conmigo, Alberto, no tema. –le tranquilizó   adivinando sus pensamientos.- Quiero que contemple el mar y el cielo,  que se extasíe en cada una de sus tonalidades, que todo lo vea de ese color y viva pensando en azul. En breve le diré cuándo y dónde nos veremos, Alberto.
Antes de que pudiera responderle ella había desaparecido  misteriosamente.
Permaneció en la playa hasta que el sol se rendía definitivamente a la luna y el pulso de su corazón  recobraba poco a poco su curso normal.
¿Cómo había entrado y salido del  coche sin abrir la puerta?
Su cabeza era un torbellino  de  disparatados pensamientos. No encontraba la menor explicación a cuanto sucedía, aunque alcanzaba a comprender que algo extraño e inexplicable gravitaba sobre él quizá de imprevisibles  consecuencias.
A retazos, más tranquilo,  fueron formándose detalles de los rasgos de tan inquietante mujer.  Media melena rubia enmarcaba un rostro de tez blanca en el que destacaban unos ojos serenos y límpidos como la superficie de un lago tranquilo.
La voz tenía un timbre tan peculiar como imposible de describir. Había que oír cada una de sus palabras para quedar en suspenso, atrapado en la melodía de su voz.
Llegó a su casa bajo el influjo de su intensa y penetrante mirada.  En este estado estuvo días, semanas;  allá donde se encontrase no podía olvidarla.
En ocasiones  parecía un sonámbulo que vagaba  sin rumbo ante  el lienzo  sin decidirse a plasmar un solo trazo;  otras,   permanecía ausente en su día a día con la familia, perdido en el recuerdo de la desconocida dama.
Atendiendo al ruego de la mujer, cada tarde  se quedaba absorto  a orillas de la playa  contemplando el ir y venir de las olas. Desgranando cada partícula de cada nube, de cada porción de cielo, absorbiendo la esencia del color. Recordaba la forma en que le dijo que mirase el mar y el firmamento, que contemplara el mundo a través de  ese prisma azulado. Percibía  ese perfume de azucena que flotaba en el aire en su presencia.  Se estremecía evocando su rostro atractivo y notaba que algo desconocido e inexplicable había surgido dentro de él.

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- Alberto, el momento ha llegado. –aquella frase, en su  móvil, le sobresaltó.
Llamó a la puerta de aquella casa preso de un pánico incontrolable. ¿Qué pasaría si le descubrieran  allí,  acudiendo a la llamada de una mujer, de una completa desconocida? ¿Qué diría su esposa de él, un hombre de conducta intachable y  fidelísimo esposo? Apartó de inmediato estos pensamientos, impaciente porque le franquearan la entrada y supiera a qué atenerse.
La puerta se abrió silenciosamente y se cerró del mismo modo una vez entró en el recibidor. Ante él se abría un largo pasillo al extremo del cual se adivinaba una estancia iluminada. El perfume de azucena, sutil y acogedor, lo invadía todo a modo de bienvenida.
Notó ante su sorpresa que una voz interior le indicaba que siguiera adelante. 
Así, tras reconocer  que era la voz de ella, llegó a aquella habitación. Desprovista de cualquier mueble u ornamento,  sobresalía un gran ventanal abierto de par en par a un luminoso cielo azul poblado de nítidas nubes blancas.
Montó el caballete y fue extendiendo una porción de cada color en la paleta. Por orden expresa de ella el lienzo era de 120 cm  por 85 cm.
Cuando lo tuvo todo dispuesto le dio por pensar en lo absurdo de todo lo  que estaba  haciendo. Se había dejado engatusar como un adolescente por aquella atractiva mujer poniendo en peligro toda una vida de feliz convivencia matrimonial;  ésa era la verdad.
¿Realmente era el Alberto ecuánime y recto de siempre, el que sabía lo que debía hacerse en todo momento y situación? ¿Seguía siendo el pintor brillante y de éxito, resolutivo y cabal? Las dudas le asaltaron. ¿Y si todo era una jugarreta de su mente, una alucinación, una especie de locura repentina?
Tal vez su falta de cordura le hubiera llevado a una trampa, a aquella casa deshabitada en pos de una extraña quimera, siguiendo el eco de una voz que sólo él había escuchado, fruto de su imaginación desbocada. Quizá la torpe presunción de que una joven y hermosa dama podía haberse fijado en él, a sus casi sesenta años, como si ello fuera posible.
Se sintió frágil e indefenso, a merced de una voluntad y una  presencia invisibles que pudieran  materializarse en cualquier momento.
En respuesta a los temores que le atenazaban, sucedió aquel hecho insólito. Una nube blanca, brillante y cegadora, empezó a colarse literalmente por la ventana.  Era una forma vaporosa que comenzó a llenar por completo hasta el último rincón de la estancia, lenta y sigilosamente, como una bruma matutina.  De aquella niebla desconocida y  resplandeciente sobresalía un núcleo todavía más intenso  que deslumbró  momentáneamente al hombre.
Aquel fuerte contraluz   se tornó repentinamente de  un azul luminoso y radiante ante el estupor del hombre. Y más todavía fue mayor su asombro cuando vio la imagen de la mujer brillando  con luz propia, como fruto de una aparición mística.
Flotaba en esa nebulosa, ingrávida,  y una especie de gasa azul cubría su cuerpo dejando al descubierto hombros y rostro.
Sus facciones destacaban nítidas, jamás el pintor había contemplado a una mujer de tan majestuosa belleza.
- Alberto, no intentes comprender lo que está sucediendo porque es imposible. Soy Elvinatel,  un  ángel celestial y por tu buen corazón has sido escogido para plasmar  mi imagen tal cual la contemplas. Sólo tú serás capaz de captar mi presencia terrenal  para la posteridad. –manifestó aquel ser sobrenatural
El hombre  descubrió que la mujer de aquel día  en la Galería de Arte  apenas era una sombra de aquella figura  femenina que se mostraba ante él.
Sería imposible  que alguien fuera capaz de  alcanzar la magnitud de sus rasgos, la conjunción de cada uno de los detalles que la convertían en el ser más insólito y  hermoso que pudiera existir.
El fulgor azul  de sus ojos iba sumiéndole en un letárgico trance del que era imposible sustraerse. Conforme iba deslizando el pincel sobre la tela se abandonaba a  la mirada de ella dejando que   guiara  su mano,   dictase cada tono, cada línea, el más leve matiz.
El pincel recorrió sereno  sus dorados hombros, ascendió con cautela  por su garganta  al suave mentón, y se bifurcó formando sus mejillas sonrosadas de inocente querubín.
Ensimismado,  fraguó su pelo de oro y  fue hilando cada hebra dorada, enmarcando aquella mirada que lo atrapaba sin remedio, embrujándole poderosamente, en simbiosis perfecta pincel y  arrobamiento.
Luego sobrevino  aquel  súbito desvarío de su mano, que cobraba vida propia pintando el estallido rojo de  sus labios entreabiertos, jugosos y tentadores, como la manzana del Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal.
Aquella boca que, descubrió sorprendido, era futo de ese  delirio que lo poseía  y  ese imperioso  deseo que sintió de cubrirla de sus besos de hombre, olvidando su naturaleza celestial.
Cuando acabó el cuadro lo contempló incrédulo, dudando de que hubiera sido el autor de tan impresionante pintura. El corazón le latía desbocado, emocionado, temblaba y casi lloraba.
- Alberto, ese cuadro es mi imagen y semejanza, sólo tú eras capaz de pintarme de forma tan prodigiosa. Me descubro ante tu innato talento, sabía que no me equivocaba contigo.-dijo aquel ser tan fuera de lo común.
No te sientas culpable –una leve sonrisa se dibujó en el ángel- por pintarme esos labios femeninos tan sugerentes. Al fin y al cabo, Alberto, me di a conocer bajo la apariencia de mujer cuando nos conocimos, recuérdalo.
El hombre estaba sumido en un mar de sensaciones imposibles de expresar.
- Debo mudar mi estado, Alberto –anunció tras una breve pausa-.Aunque de momento no entiendas muchas cosas, las irás descubriendo cada vez que contemples el cuadro, poco a poco; y sabrás quién  soy y a que he venido.

Sin previo aviso, cual si un potente aspirador estuviera  situado en la ventana,  la neblina mágica que llenaba la estancia fue absorbida de repente y desapareció.
Con el corazón sobrecogido de la impresión, tambaleándose, se asomó a la ventana y solo pudo ver el nítido azul del cielo.
Aquella insólita aparición se había esfumado tan misteriosamente como hizo acto de presencia.
Entonces se acercó al cuadro, temeroso de que también su imagen se hubiese volatilizado  del mismo modo.
Lanzando un suspiro de alivio descubrió que estaba allí, resplandeciente como el ángel que era, deslumbrante en su inaprensible belleza, fuera de toda comprensión humana.
Sólo un detalle perturbaba el ánimo del autor de tan impresionante obra.
Aquellos labios rojos, brillando tentadores. Como la manzana del Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal. Y quiso ser el Adán de aquel Paraíso...

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1 comentario:

  1. Tenias razón, hay que leer los dos para comprenderlos.
    Todos tenemos una persona ideal en la mente pero tu has escogido nada menos que un angel y lo has traido a tu cuento de una manera sorprendente.
    Da igual si es real o no,espero que siempre acompañe a Alberto

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