En aquel
momento recordó la manera en que sucedió todo. La mujer entró en la galería de
arte y se dirigió directamente a él, como atraída por un imán infalible. Con la misma imperiosa
autoridad con que Jesús dijo a Lázaro “Levántate y anda” ella le soltó: “Quiero
que me pinte usted.”
Se sintió
confundido y más todavía cuando fue detrás de ella como si la conociera de toda
la vida, impulsado por un resorte que no supo explicar.
- Todo le
parecerá muy extraño pero tiene su razón de ser, Alberto.
- Señora…
–empezó a decir.
- Mi nombre
poco importa –le atajó ella-, Lo esencial es lo que voy a pedirle, el motivo de
mi presencia.
- Comprenda
mi confusión –se atrevió al fin-. Una dama me saca de mi exposición de
cuadros y me pide que la pinte, sin
conocerla de nada, hasta sabe mi nombre. ¿Le parece todo muy normal?
- ¿Cree usted
en los ángeles, Alberto?
La pregunta
lo sumió en el mayor de los desconciertos.
- ¿Qué tienen
que ver los ángeles conmigo, con mis cuadros, con usted?
- Quiero que
pinte a un ángel, Alberto.
Era una voz
serena y bien modulada quien lo decía, sin atisbo de incoherencia ni delirio.
Llegó a formular otra pregunta pero sus
palabras se diluyeron en su inescrutable mirada.
Desapareció
de su vista y desde ese mismo momento ya no fue el mismo.
Pasaron los
días y su extrañeza fue en aumento al no volver
a saber más de ella. ¿La vio realmente en la galería de arte, sucedió
como lo recordaba? Aunque a decir verdad, no sabría decir cuál era su aspecto;
cómo iba vestida ni el color de su pelo.
Cuando aquel
incidente parecía olvidado y Alberto disfrutaba una noche viendo la televisión
en familia, sonó el teléfono.
- Alberto, le
avisaré dentro de poco para que pinte a un ángel; esté preparado –dijo la voz colgando a continuación.
Un
estremecimiento lo sacudió.
- Cariño,
¿quién era? ¿Estás bien, qué te pasa? Te has quedado como si hubieras visto un
fantasma.- se interesó su esposa viendo la expresión de su rostro.
- Nadie, no era nadie -pudo articular cuanto apenas.
Se levantó
para prepararse una infusión y se metió en la cama después de dar las buenas
noches con un gesto desmañado.
Matilde se
asomó a la puerta de la habitación preocupada por la súbita reacción de su
marido y al verlo con la cabeza tapada
bajo las sábanas no se atrevió a decirle
nada.
No pudo pegar
ojo en toda la noche. ¿Cómo se había
atrevido a telefonearle a casa? ¿Y si su
mujer hubiera cogido el teléfono?
¿Qué
pretendía esa desconocida? Cuanto más lo pensaba más absurdo encontraba todo
aquello. ¿Qué era lo de pintar un ángel? ¿Acaso existían?
¿Por qué
tenían que pasarle a él estas cosas? Sin
duda esto tenía que terminar, la próxima vez le diría que dejase de molestarle.
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-
Un día, ante
un semáforo en rojo, aquella mujer de la exposición de cuadros surgió de repente sentada a su lado.
- Conduzca
hasta donde yo le diga, Alberto. –le ordenó sin mirarle y llenándole de zozobra por tan inexplicable
aparición.
El habitáculo
del vehículo se llenó al instante de un
fragante e intenso aroma de azucenas.
A hurtadillas
miraba el perfil de su rostro durante
aquel trayecto que acabó frente al mar, en la playa desierta a esas horas de la
tarde. El sol iba desgranando sus tonos
más cálidos y en el horizonte se divisaba
la silueta de un barco.
La mujer lo
miró fijamente sin decir nada.
- ¿Puedo
saber quién es usted y qué quiere de mí?
-se atropelló al decirlo.
Ella se
limitó a estudiar cada uno de los rasgos del hombre pausadamente; diríase que deleitándose en su escrutinio y
sumiendo al hombre en un gran desasosiego.
- Ha sido
elegido para pintar a un ángel; eso es por el momento cuanto debe saber.
–reveló al fin.
Un rubor acudió
a las mejillas del hombre. ¿Qué dirían si le vieran con una mujer en el coche,
a esas horas, a orillas de la playa? –se preguntó a sí mismo.
- Nadie le
verá conmigo, Alberto, no tema. –le tranquilizó adivinando sus pensamientos.- Quiero que
contemple el mar y el cielo, que se
extasíe en cada una de sus tonalidades, que todo lo vea de ese color y viva
pensando en azul. En breve le diré cuándo y dónde nos veremos, Alberto.
Antes de que
pudiera responderle ella había desaparecido misteriosamente.
Permaneció en
la playa hasta que el sol se rendía definitivamente a la luna y el pulso de su
corazón recobraba poco a poco su curso
normal.
¿Cómo había
entrado y salido del coche sin abrir la
puerta?
Su cabeza era
un torbellino de disparatados pensamientos. No encontraba la
menor explicación a cuanto sucedía, aunque alcanzaba a comprender que algo
extraño e inexplicable gravitaba sobre él quizá de imprevisibles consecuencias.
A retazos,
más tranquilo, fueron formándose
detalles de los rasgos de tan inquietante mujer. Media melena rubia enmarcaba un rostro de tez
blanca en el que destacaban unos ojos serenos y límpidos como la superficie de
un lago tranquilo.
La voz tenía
un timbre tan peculiar como imposible de describir. Había que oír cada una de
sus palabras para quedar en suspenso, atrapado en la melodía de su voz.
Llegó a su casa
bajo el influjo de su intensa y penetrante mirada. En este estado estuvo días, semanas; allá donde se encontrase no podía olvidarla.
En
ocasiones parecía un sonámbulo que
vagaba sin rumbo ante el lienzo sin decidirse a plasmar un solo trazo; otras, permanecía ausente en su día a día con la
familia, perdido en el recuerdo de la desconocida dama.
Atendiendo al
ruego de la mujer, cada tarde se quedaba
absorto a orillas de la playa contemplando el ir y venir de las olas. Desgranando
cada partícula de cada nube, de cada porción de cielo, absorbiendo la esencia
del color. Recordaba la forma en que le dijo que mirase el mar y el firmamento,
que contemplara el mundo a través de ese
prisma azulado. Percibía ese perfume de
azucena que flotaba en el aire en su presencia.
Se estremecía evocando su rostro atractivo y notaba que algo desconocido
e inexplicable había surgido dentro de él.
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- Alberto, el
momento ha llegado. –aquella frase, en su
móvil, le sobresaltó.
Llamó a la
puerta de aquella casa preso de un pánico incontrolable. ¿Qué pasaría si le
descubrieran allí, acudiendo a la llamada de una mujer, de una completa
desconocida? ¿Qué diría su esposa de él, un hombre de conducta intachable
y fidelísimo esposo? Apartó de inmediato
estos pensamientos, impaciente porque le franquearan la entrada y supiera a qué
atenerse.
La puerta se
abrió silenciosamente y se cerró del mismo modo una vez entró en el recibidor.
Ante él se abría un largo pasillo al extremo del cual se adivinaba una estancia
iluminada. El perfume de azucena, sutil y acogedor, lo invadía todo a modo de
bienvenida.
Notó ante su
sorpresa que una voz interior le indicaba que siguiera adelante.
Así, tras
reconocer que era la voz de ella, llegó
a aquella habitación. Desprovista de cualquier mueble u ornamento, sobresalía un gran ventanal abierto de par en
par a un luminoso cielo azul poblado de nítidas nubes blancas.
Montó el
caballete y fue extendiendo una porción de cada color en la paleta. Por orden
expresa de ella el lienzo era de 120 cm por 85 cm.
Cuando lo
tuvo todo dispuesto le dio por pensar en lo absurdo de todo lo que estaba haciendo. Se había dejado engatusar como un
adolescente por aquella atractiva mujer poniendo en peligro toda una vida de
feliz convivencia matrimonial; ésa era
la verdad.
¿Realmente
era el Alberto ecuánime y recto de siempre, el que sabía lo que debía hacerse
en todo momento y situación? ¿Seguía siendo el pintor brillante y de éxito,
resolutivo y cabal? Las dudas le asaltaron. ¿Y si todo era una jugarreta de su
mente, una alucinación, una especie de locura repentina?
Tal vez su
falta de cordura le hubiera llevado a una trampa, a aquella casa deshabitada en
pos de una extraña quimera, siguiendo el eco de una voz que sólo él había
escuchado, fruto de su imaginación desbocada. Quizá la torpe presunción de que
una joven y hermosa dama podía haberse fijado en él, a sus casi sesenta años,
como si ello fuera posible.
Se sintió
frágil e indefenso, a merced de una voluntad y una presencia invisibles que pudieran materializarse en cualquier momento.
En respuesta
a los temores que le atenazaban, sucedió aquel hecho insólito. Una nube blanca,
brillante y cegadora, empezó a colarse literalmente por la ventana. Era una forma vaporosa que comenzó a llenar
por completo hasta el último rincón de la estancia, lenta y sigilosamente, como
una bruma matutina. De aquella niebla
desconocida y resplandeciente sobresalía
un núcleo todavía más intenso que
deslumbró momentáneamente al hombre.
Aquel fuerte
contraluz se tornó repentinamente de un azul luminoso y radiante ante el estupor
del hombre. Y más todavía fue mayor su asombro cuando vio la imagen de la mujer
brillando con luz propia, como fruto de
una aparición mística.
Flotaba en
esa nebulosa, ingrávida, y una especie
de gasa azul cubría su cuerpo dejando al descubierto hombros y rostro.
Sus facciones
destacaban nítidas, jamás el pintor había contemplado a una mujer de tan
majestuosa belleza.
- Alberto, no
intentes comprender lo que está sucediendo porque es imposible. Soy Elvinatel, un
ángel celestial y por tu buen corazón has sido escogido para plasmar mi imagen tal cual la contemplas. Sólo tú
serás capaz de captar mi presencia terrenal para la posteridad. –manifestó aquel ser sobrenatural
El hombre descubrió que la mujer de aquel día en la Galería de Arte apenas era una sombra de aquella figura femenina que se mostraba ante él.
Sería
imposible que alguien fuera capaz de alcanzar la magnitud de sus rasgos, la conjunción
de cada uno de los detalles que la convertían en el ser más insólito y hermoso que pudiera existir.
El fulgor azul de sus ojos iba sumiéndole en un letárgico
trance del que era imposible sustraerse. Conforme iba deslizando el pincel
sobre la tela se abandonaba a la mirada
de ella dejando que guiara su mano, dictase cada tono, cada línea, el más leve
matiz.
El pincel
recorrió sereno sus dorados hombros,
ascendió con cautela por su garganta al suave mentón, y se bifurcó formando sus
mejillas sonrosadas de inocente querubín.
Ensimismado, fraguó su pelo de oro y fue hilando cada hebra dorada, enmarcando
aquella mirada que lo atrapaba sin remedio, embrujándole poderosamente, en
simbiosis perfecta pincel y arrobamiento.
Luego
sobrevino aquel súbito desvarío de su mano, que cobraba vida
propia pintando el estallido rojo de sus
labios entreabiertos, jugosos y tentadores, como la manzana del Árbol de la
Ciencia del Bien y del Mal.
Aquella boca
que, descubrió sorprendido, era futo de ese
delirio que lo poseía y ese imperioso deseo que sintió de cubrirla de sus besos de
hombre, olvidando su naturaleza celestial.
Cuando acabó
el cuadro lo contempló incrédulo, dudando de que hubiera sido el autor de tan
impresionante pintura. El corazón le latía desbocado, emocionado, temblaba y
casi lloraba.
- Alberto,
ese cuadro es mi imagen y semejanza, sólo tú eras capaz de pintarme de forma
tan prodigiosa. Me descubro ante tu innato talento, sabía que no me equivocaba
contigo.-dijo aquel ser tan fuera de lo común.
No te sientas
culpable –una leve sonrisa se dibujó en el ángel- por pintarme esos labios
femeninos tan sugerentes. Al fin y al cabo, Alberto, me di a conocer bajo la
apariencia de mujer cuando nos conocimos, recuérdalo.
El hombre
estaba sumido en un mar de sensaciones imposibles de expresar.
- Debo mudar
mi estado, Alberto –anunció tras una breve pausa-.Aunque de momento no
entiendas muchas cosas, las irás descubriendo cada vez que contemples el
cuadro, poco a poco; y sabrás quién soy
y a que he venido.
Sin previo
aviso, cual si un potente aspirador estuviera
situado en la ventana, la neblina
mágica que llenaba la estancia fue absorbida de repente y desapareció.
Con el
corazón sobrecogido de la impresión, tambaleándose, se asomó a la ventana y
solo pudo ver el nítido azul del cielo.
Aquella
insólita aparición se había esfumado tan misteriosamente como hizo acto de
presencia.
Entonces se
acercó al cuadro, temeroso de que también su imagen se hubiese volatilizado del mismo modo.
Lanzando un
suspiro de alivio descubrió que estaba allí, resplandeciente como el ángel que
era, deslumbrante en su inaprensible belleza, fuera de toda comprensión humana.
Sólo un
detalle perturbaba el ánimo del autor de tan impresionante obra.
Aquellos
labios rojos, brillando tentadores. Como la manzana del Árbol de la Ciencia del
Bien y del Mal. Y quiso ser el Adán de aquel Paraíso...
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Tenias razón, hay que leer los dos para comprenderlos.
ResponderEliminarTodos tenemos una persona ideal en la mente pero tu has escogido nada menos que un angel y lo has traido a tu cuento de una manera sorprendente.
Da igual si es real o no,espero que siempre acompañe a Alberto