Estaba sentada en una Goldwing
grandiosa, reluciente como la lámpara de Aladino recién frotada. Era una rubia
despampanante, con una minifalda que le llegaba al mismo ombligo. Era
consciente de la atención que provocaba. Por eso limaba con parsimonia sus
pulcras uñas de porcelana de color rosa. De vez en cuando levantaba la vista,
miraba a través de las Ray-Ban de color verde, soltaba un lánguido suspiro y
cruzaba lentamente sus largas piernas de escándalo, en un gesto sobradamente
estudiado e intencionado, sabedora de que todas las miradas convergían en ella.
Su acompañante era un coloso de dos
metros, con una larga melena rubia recogida en una larga trenza, tostado por el sol de Benidorm y las calas
mallorquinas e ibicencas. Parecía un dios vikingo, sólo le faltaba el hacha de
Thor en sus manos, su aspecto era imponente.
El resto de moteros ocupaban la casi totalidad del parking del complejo
turístico.
Los miraba embelesado, maravillándome
de aquellas máquinas de ensueño,
aquellas motos impresionantes. La
Harley “Road King”, las Springers, que tenían dos preciosos muelles bajo el
faro en lugar de las horquillas convencionales. La Suzuki Intruder, La Benelly TNT, la gran variedad de BMW, entre
ellas una Cruisser bien conservada y tantas otras.
Y no menos curioso era ver a los
moteros, a cual con la pinta más extravagante. Vestían la mayoría de cuero, algunos con espuelas y chinchetas en las
zamarras, el pelo largo unos y otros de calva
brillante, casi todos rubios. Lucían piercings en orejas, labios y
cejas, formaban un grupo espectacular.
Muchos llevaban una chica detrás,
rubias llamativas o morenas escandalosas, provocativas, parecían cortadas por un mismo patrón.
Cuando se ponían en marcha el rugido era formidable, como una
sonata infernal interpretada por mil demonios que a mí me sonaba a gloria.
Ningún espectáculo era más atractivo que una concentración motera. Me sentía feliz,
en ningún sitio estaba más a gusto.
Aunque hacía unos años no pensaba del
mismo modo. Es más, casi aborrecía a los motoristas, siempre zigzagueando
alrededor de los coches, surgiendo como rayos por el espejo retrovisor y
haciendo adelantamientos suicidas y peligrosos para los conductores. En Benidorm y otras playas, apostados en las puertas de los bares, las grandes
jarras de cerveza en la mano y las motos en las mismas aceras interrumpiendo el
paso. Bebidos, provocativos con los transeúntes, obscenos muchas veces.
Era oír una moto, su estruendo insufrible,
verlos hacer caballitos y me subía la tensión al límite.
No lo soportaba aunque no dejaba de
reconocer que todos los que montaban dos ruedas no eran iguales.
Un día sucedió lo que sucedió. Era
una tórrida tarde de verano, no corría el aire y el asfalto se hundía como un
chicle gigantesco al paso de los coches, las ruedas se pegaban al mismo. El
climatizador del coche no daba para más.
De repente el cataclismo, el más
increíble choque en cadena en la autopista, coches y más coches estrellados
unos contra otros, un estruendo descomunal e indescriptible. El más absoluto
caos antes de que me invadiera la negrura más absoluta.
Desperté en la sala de espera, sólo
perdí el conocimiento. Pero María, mi mujer, y mi hija, Lorena, están en la
U.C.I., su vida peligra, como la de otros muchos. Falta sangre, mucha sangre, los heridos se
multiplican, el tiempo apremia, un minuto puede ser decisivo. Pero no hay
suficiente, los doctores hacen cuanto pueden.
Estaba desesperado, mi esposa, mi
hija, en peligro de muerte, les dije que
me la extrajeran toda, que no me dejaran ni una gota si con ello las salvaba.
Lloré no sé cuanto tiempo, recordaba
momentos antes, la semana en el apartamento, la playa, las paellas y las
barbacoas, las cenas en la terraza mirando las estrellas del firmamento….
Todo mi mundo afectivo iba a desaparecer si perdía a María y a
Lorena.
Y entonces oí el rugido. Era
ensordecedor, su sonido era inconfundible.
Motos y más motos, como un ejército
que avanzaba invadiéndolo todo, una
especie de Séptimo de Caballería motorizado, rugiendo sus motores, los moteros
subidos en las máquinas, sus rostros
hieráticos, melenas al viento, cabezas
rapadas, botas de punta de bola de acero, calaveras pintadas, estandartes en
forma de águilas, todo un muestrario inacabable de variopintos personajes.
Eran los “Red Devils”, los “Diablos
Rojos” el grupo más numeroso y ruidoso
de moteros, cuando salían a la carretera
se apoderaban de ella, eran los reyes del asfalto. Nadie podía circular
tranquilo con semejantes hordas en derredor, pasaban como flechas y se perdían
en el horizonte.
Desmontaron todos a una, como un solo
motero. Y aquello fue el milagro más grande que nadie pudo imaginar. Un mar
inacabable de brazos fuertes y decididos se extendió ante las enfermeras para
ofrecer un río abundante de sangre en la más generosa entrega que un ser humano podía ofrecer.
Aquella sangre, infinita, altruista,
salvó vidas y más vidas, en poco tiempo se recuperó la esperanza en tantos
corazones atribulados por la desgracia.
Vi sonreír de nuevo a María y a Lorena, ya fuera de peligro, y el eco de las
motos al marcharse sonaba incesante dentro de mí, como la más dulce de las
melodías.
Por eso ahora, cuando veo a un motero
en máquina, el motor sonando acompasado, los preciosos cromados, las cartucheras,
los espejos, el cuadro de instrumentación impoluto, veo a un ángel, un corazón
que un día se ofreció a los demás, que salvó vidas.
Todo esto acudía a mi mente acodado
en la barra del bar “El Capricho de Susie”. Apuré mi cubata, me puse los
guantes y salí fuera. María me esperaba ya con el casco puesto sentada en
nuestra Kawasaki Vulcan 1500
La puse en marcha y me uní al resto
de mis compañeros, los “Red Devils”.
María y yo éramos también unos
“Diablos Rojos”.
Caprichoso en los detalles que mimas con pulcritud. Tu relato destila ternura aún en la rudeza de algunos personajes. Pura sensibilidad en las formas.
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