domingo, 5 de mayo de 2013

Los Diablos Rojos





Estaba sentada en una Goldwing grandiosa, reluciente como la lámpara de Aladino recién frotada. Era una rubia despampanante, con una minifalda que le llegaba al mismo ombligo. Era consciente de la atención que provocaba. Por eso limaba con parsimonia sus pulcras uñas de porcelana de color rosa. De vez en cuando levantaba la vista, miraba a través de las Ray-Ban de color verde, soltaba un lánguido suspiro y cruzaba lentamente sus largas piernas de escándalo, en un gesto sobradamente estudiado e intencionado, sabedora de que todas las miradas convergían en ella.
Su acompañante era un coloso de dos metros, con una larga melena rubia recogida en una larga trenza,  tostado por el sol de Benidorm y las calas mallorquinas e ibicencas. Parecía un dios vikingo, sólo le faltaba el hacha de Thor en sus manos, su aspecto era imponente.
El resto de  moteros ocupaban  la casi totalidad del parking del complejo turístico.
Los miraba embelesado, maravillándome de aquellas máquinas de ensueño,
aquellas motos impresionantes. La Harley “Road King”, las Springers, que tenían dos preciosos muelles bajo el faro en lugar de las horquillas convencionales. La Suzuki Intruder,  La Benelly TNT, la gran variedad de BMW, entre ellas una  Cruisser bien conservada y tantas  otras.     
Y no menos curioso era ver  a  los moteros, a cual con la pinta más extravagante. Vestían la mayoría de cuero,  algunos con espuelas y chinchetas en las zamarras, el pelo largo unos y otros de calva  brillante, casi todos rubios. Lucían piercings en orejas, labios y cejas, formaban un grupo espectacular.
Muchos llevaban una chica detrás, rubias llamativas o morenas escandalosas,  provocativas,  parecían cortadas por un mismo patrón.
Cuando se ponían  en marcha el rugido era formidable, como una sonata infernal interpretada por mil demonios que a mí me sonaba a gloria.
Ningún espectáculo era más atractivo  que una concentración motera. Me sentía feliz, en ningún sitio estaba más a gusto.

Aunque  hacía unos años no pensaba del mismo modo. Es más, casi aborrecía a los motoristas, siempre zigzagueando alrededor de los coches, surgiendo como rayos por el espejo retrovisor y haciendo adelantamientos suicidas y peligrosos para los conductores.  En Benidorm y otras playas, apostados  en las puertas de los bares, las grandes jarras de cerveza en la mano y las motos en las mismas aceras interrumpiendo el paso.  Bebidos, provocativos  con los transeúntes, obscenos muchas veces.
Era oír una moto, su estruendo insufrible, verlos hacer caballitos y me subía la tensión al límite.
No lo soportaba aunque no dejaba de reconocer que todos los que montaban dos ruedas no eran iguales.
Un día sucedió lo que sucedió. Era una tórrida tarde de verano, no corría el aire y el asfalto se hundía como un chicle gigantesco al paso de los coches, las ruedas se pegaban al mismo. El climatizador del coche no daba para más.
De repente el cataclismo, el más increíble choque en cadena en la autopista, coches y más coches estrellados unos contra otros, un estruendo descomunal e indescriptible. El más absoluto caos antes de que me invadiera la negrura más absoluta.
Desperté en la sala de espera, sólo perdí el conocimiento. Pero María, mi mujer, y mi hija, Lorena, están en la U.C.I., su vida peligra, como la de otros muchos.  Falta sangre, mucha sangre, los heridos se multiplican, el tiempo apremia, un minuto puede ser decisivo. Pero no hay suficiente, los doctores hacen cuanto pueden.
Estaba desesperado, mi esposa, mi hija, en peligro de muerte,  les dije que me la extrajeran toda, que no me dejaran ni una gota si con ello las salvaba.
Lloré no sé cuanto tiempo, recordaba momentos antes, la semana en el apartamento, la playa, las paellas y las barbacoas, las cenas en la terraza mirando las estrellas del firmamento….
Todo mi mundo afectivo  iba a desaparecer si perdía a María y a Lorena.
Y entonces oí el rugido. Era ensordecedor, su sonido era inconfundible.
Motos y más motos, como un ejército que avanzaba invadiéndolo  todo, una especie de Séptimo de Caballería motorizado, rugiendo sus motores, los moteros subidos en las  máquinas, sus rostros hieráticos,  melenas al viento, cabezas rapadas, botas de punta de bola de acero, calaveras pintadas, estandartes en forma de águilas, todo un muestrario inacabable de variopintos personajes.
Eran los “Red Devils”, los “Diablos Rojos”  el grupo más numeroso  y  ruidoso  de moteros, cuando salían a la carretera se apoderaban de ella, eran los reyes del asfalto. Nadie podía circular tranquilo con semejantes hordas en derredor, pasaban como flechas y se perdían en el horizonte.
Desmontaron todos a una, como un solo motero. Y aquello fue el milagro más grande que nadie pudo imaginar. Un mar inacabable de brazos fuertes y decididos se extendió ante las enfermeras para ofrecer un río abundante de sangre en la más generosa entrega que un  ser humano podía ofrecer.
Aquella sangre, infinita, altruista, salvó vidas y más vidas, en poco tiempo se recuperó la esperanza en tantos corazones atribulados por la desgracia.
Vi sonreír de nuevo a María y a  Lorena, ya fuera de peligro, y el eco de las motos al marcharse sonaba incesante dentro de mí, como la más dulce de las melodías.
Por eso ahora, cuando veo a un motero en máquina, el motor sonando acompasado, los preciosos cromados, las cartucheras, los espejos, el cuadro de instrumentación impoluto, veo a un ángel, un corazón que un día se ofreció a los demás, que salvó vidas.

Todo esto acudía a mi mente acodado en la barra del bar “El Capricho de Susie”. Apuré mi cubata, me puse los guantes y salí fuera. María me esperaba ya con el casco puesto sentada en nuestra Kawasaki Vulcan 1500
La puse en marcha y me uní al resto de mis compañeros, los “Red Devils”.
María y yo éramos también unos “Diablos Rojos”.




1 comentario:

  1. Caprichoso en los detalles que mimas con pulcritud. Tu relato destila ternura aún en la rudeza de algunos personajes. Pura sensibilidad en las formas.

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