Las tímidas luces del amanecer que penetraban por
el ventanuco fueron rescatando lentamente de la oscuridad las dos figuras que
yacían acurrucadas. El primero en incorporarse fue Urumi. Toda la noche había
permanecido sobresaltado, intentando en vano conciliar un sueño tranquilo,
sintiendo sobre sí los más funestos y terribles presagios. Y no es que no
confiara en su valor y destreza. Era la tradición, el miedo a lo desconocido
que sintieron en tales instantes todos los hombres que le precedieron, su
propio temor, la misma ignorancia de los misterios del pasado lo que caía sobre
él como una pesada piedra agarrotando sus músculos y su voluntad. Por otra
parte había desistido de hacerse más preguntas. El viejo Totum, que seguía
durmiendo a su lado, le dio todas las respuestas y, no obstante, estaba tan
confuso como el primer día. ¿Por qué todo tenía necesariamente que cambiar?
¿Era preciso que luchara hasta vencer o morir? ¿Por qué no ocupaba otro su
lugar, allí, en la choza, aguardando a que el sol brillara en lo más alto?
“Cada cinco generaciones –tenía aprendido Urumi
desde la infancia- nace un hombre como
tú que es diferente a los demás hombres. Ellas le respetan la vida y lo dejan
crecer fuerte para que se enfrente a su reina. Tú has nacido así y debes
prepararte para ese momento.”
Y ese día, por fin, había llegado.
El anciano, ya despierto, le frotaba la espalda con ungüento mientras cantaba
la vieja canción. Era un canto a la libertad, a la esperanza, se ensalzaba la
figura del héroe que había de liberarlos, de sacarlos a todos de la postración.
¿Sería él –pensaba Urumi-, quien vencería a la reina restableciendo así el
orden que imperaba antes de la Gran Explosión? ¡La Gran Explosión! ¡Qué gran
misterio!
“-Dicen las leyendas –le contaba Totum cada noche
para que se durmiera- que el mundo de antes no se parecía en nada al de ahora.
Las gentes de aquellos remotos tiempos habitaban grandes y altísimas casas y
fueron tan sabias que llegaron a pisar las estrellas que vemos brillar por la noche.
El hombre, dueño y señor de todo, gobernaba las naciones y dominaba a la mujer,
pues era más fuerte que ella.
Pero un día sobrevino la Gran Explosión y todo
cuanto se erguía sobre la faz de la tierra se derrumbó como la ceniza de una
hoguera que pisas con el pie.
- ¿Y qué pasó luego? –quería saber el pequeño, que se resistía siempre a cerrar los ojos.
- Sólo se salvaron unos pocos hombres y mujeres y
varios animales. La vida siguió palpitando a través de ellos pero a partir de
entonces el hombre, el macho, nació débil y pequeño y la hembra lo dominó.”
- - - - - - -
Oyeron claramente unos vibrantes clarines y la
puerta de la choza se abrió.
El
pequeño cortejo, con Urumi al frente, fue abriéndose paso entre la multitud
hasta llegar a la explanada. Quedó sólo, en el centro, apoderándose de su ánimo
las miradas cargadas de altanería y arrogancia que le dirigían las mujeronas.
Aspiró con fuerza el tibio sol del mediodía y rehízo su espíritu. El no era un
enano como los demás. Tenía la altura y corpulencia de los hombres de antes de
la Gran Explosión, su fuerza, su astucia. Aunque no dejaba de sentir un molesto
escalofrío al mirar los cráneos que adornaban el sitial de la reina. Eran las osamentas
de los otros hombres, gigantes que
lucharon y perecieron. Más él iba a vencer y después poseería a las que ahora
le despreciaban y los hijos que tuvieran no serían enanos, sino altos y
robustos como él. Desterraría así, para siempre, la raza de hombrecillos que
las mujeres esclavizaban y manejaban ignominiosamente. Esa era su misión, su
destino.
Sonó
una trompeta y la soberana se levantó del trono. A ambos lados el pequeño
ejército de fecundadores y servidores reales la despojó de su túnica de oro y
la preparó para el combate.
- - - - - - -
Se hallaban frente a frente. Arnia era bella y
Urumi no sentía odio hacia ella, pero la maza que sostenía y el frío mensaje de
sus ojos le forzaron a no pensar más que en destruirla. Se le abalanzó como un
torbellino y a duras penas logró esquivarla. Era ágil y el hoyo que dejó su maza
en la reseca tierra le habló por sí solo de su fuerza. Pero él también sabía
defenderse. Totum resultó un excelente maestro. Arnia tuvo que retroceder ante
el impetuoso ataque de su oponente. Cada golpe la llenaba de un ciego furor
hacia el hombre, quería verlo muerto a sus pies, pero al mismo tiempo y por
primera vez, algo en lo más recóndito de su ser se rebelaba contra el destino
impuesto por la tradición y las costumbres. Urumi era hermoso y hubiera deseado
vivir antes de la Gran Explosión, sentirse amada por hombres como él.
El
agotamiento hizo presa en ambos. Sus ropas se habían desgarrado y las mazas les
resbalaban por el sudor. Tras unas fintas, Urumi se sintió alcanzado en una
pierna. La visión de la sangre contuvo momentáneamente a la luchadora, pero
impulsada por los enardecidos gritos de sus súbditas, redobló su furia.
Un seco golpe del hombre quebró su
arma y se halló, de pronto, indefensa. Una fuerte tensión enrareció el
ambiente. Urumi, contemplando su pecho agitado, su expresión de miedo, sintió
lástima y pensó por un momento abandonar la lucha y alejarse de allí
olvidándose de su cometido. Más ella, inesperadamente, le arrojó un puñado de
tierra a los ojos al tiempo que saltaba sobre él. Rodaron por el suelo y Arnia
experimentó una extraña sensación al tenerle tan cerca. Sus salvajes deseos se
disiparon y el contacto de aquellas rudas manos sobre su cuello le pareció una
caricia. Notó su aliento, sus fuertes músculos apretados contra su carne, el
olor de su sangre y la invadió una súbita dicha. Quiso revolverse, alejar de sí
la pesada neblina que comenzaba a apoderársele y no pudo. Apenas sentía ya la
presión en su garganta. Estaba empezando a amar a aquel hombre. Sí, lo amaba.
Urumi notó un vacío dentro de sí
mismo, cierta repugnancia, le pareció todo una inutilidad. Miró a los tendidos,
esperando que le aclamaran, pero el silencio más absoluto lo envolvía todo.
- ¡He vencido! –Gritó con toda la fuerza de sus
pulmones- ¡Sois libres! ¡Sois libres!
Nadie le respondió.
Los miles de hombrecillos estaban
avanzando a su encuentro. Pero no venían alegres, portaban armas en alto.
Detrás iban sus gigantescas dueñas empujándoles, azuzándoles, ordenándoles.
De repente, el pavor pintó el
rostro de Urumi. Había comprendido que también sus huesos adornarían el trono
de una reina, que seguirían cantando la vieja canción.
Sólo se oyó un alarido, el alarido
del gigante al morir. Y luego, la descomunal risa de las hembras.
- - - - - - -
No hay comentarios:
Publicar un comentario