sábado, 18 de mayo de 2013

Urumi el gigante




Las tímidas luces del amanecer que penetraban por el ventanuco fueron rescatando lentamente de la oscuridad las dos figuras que yacían acurrucadas. El primero en incorporarse fue Urumi. Toda la noche había permanecido sobresaltado, intentando en vano conciliar un sueño tranquilo, sintiendo sobre sí los más funestos y terribles presagios. Y no es que no confiara en su valor y destreza. Era la tradición, el miedo a lo desconocido que sintieron en tales instantes todos los hombres que le precedieron, su propio temor, la misma ignorancia de los misterios del pasado lo que caía sobre él como una pesada piedra agarrotando sus músculos y su voluntad. Por otra parte había desistido de hacerse más preguntas. El viejo Totum, que seguía durmiendo a su lado, le dio todas las respuestas y, no obstante, estaba tan confuso como el primer día. ¿Por qué todo tenía necesariamente que cambiar? ¿Era preciso que luchara hasta vencer o morir? ¿Por qué no ocupaba otro su lugar, allí, en la choza, aguardando a que el sol brillara en lo más alto?
“Cada cinco generaciones –tenía aprendido Urumi desde la infancia-  nace un hombre como tú que es diferente a los demás hombres. Ellas le respetan la vida y lo dejan crecer fuerte para que se enfrente a su reina. Tú has nacido así y debes prepararte para ese momento.”
Y ese día, por fin, había llegado. El anciano, ya despierto, le frotaba la espalda con ungüento mientras cantaba la vieja canción. Era un canto a la libertad, a la esperanza, se ensalzaba la figura del héroe que había de liberarlos, de sacarlos a todos de la postración. ¿Sería él –pensaba Urumi-, quien vencería a la reina restableciendo así el orden que imperaba antes de la Gran Explosión? ¡La Gran Explosión! ¡Qué gran misterio!
“-Dicen las leyendas –le contaba Totum cada noche para que se durmiera- que el mundo de antes no se parecía en nada al de ahora. Las gentes de aquellos remotos tiempos habitaban grandes y altísimas casas y fueron tan sabias que llegaron a pisar las estrellas que vemos brillar por la noche. El hombre, dueño y señor de todo, gobernaba las naciones y dominaba a la mujer, pues era más fuerte que ella.
Pero un día sobrevino la Gran Explosión y todo cuanto se erguía sobre la faz de la tierra se derrumbó como la ceniza de una hoguera que pisas con el pie.
- ¿Y qué pasó luego? –quería saber el pequeño,  que se resistía siempre a cerrar los ojos.
- Sólo se salvaron unos pocos hombres y mujeres y varios animales. La vida siguió palpitando a través de ellos pero a partir de entonces el hombre, el macho, nació débil y pequeño y la hembra lo dominó.”
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Oyeron claramente unos vibrantes clarines y la puerta de la choza se abrió.
         El pequeño cortejo, con Urumi al frente, fue abriéndose paso entre la multitud hasta llegar a la explanada. Quedó sólo, en el centro, apoderándose de su ánimo las miradas cargadas de altanería y arrogancia que le dirigían las mujeronas. Aspiró con fuerza el tibio sol del mediodía y rehízo su espíritu. El no era un enano como los demás. Tenía la altura y corpulencia de los hombres de antes de la Gran Explosión, su fuerza, su astucia. Aunque no dejaba de sentir un molesto escalofrío al mirar los cráneos que adornaban el sitial de la reina. Eran las osamentas de los otros hombres,  gigantes que lucharon y perecieron. Más él iba a vencer y después poseería a las que ahora le despreciaban y los hijos que tuvieran no serían enanos, sino altos y robustos como él. Desterraría así, para siempre, la raza de hombrecillos que las mujeres esclavizaban y manejaban ignominiosamente. Esa era su misión, su destino.
         Sonó una trompeta y la soberana se levantó del trono. A ambos lados el pequeño ejército de fecundadores y servidores reales la despojó de su túnica de oro y la preparó para el combate.
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Se hallaban frente a frente. Arnia era bella y Urumi no sentía odio hacia ella, pero la maza que sostenía y el frío mensaje de sus ojos le forzaron a no pensar más que en destruirla. Se le abalanzó como un torbellino y a duras penas logró esquivarla. Era ágil y el hoyo que dejó su maza en la reseca tierra le habló por sí solo de su fuerza. Pero él también sabía defenderse. Totum resultó un excelente maestro. Arnia tuvo que retroceder ante el impetuoso ataque de su oponente. Cada golpe la llenaba de un ciego furor hacia el hombre, quería verlo muerto a sus pies, pero al mismo tiempo y por primera vez, algo en lo más recóndito de su ser se rebelaba contra el destino impuesto por la tradición y las costumbres. Urumi era hermoso y hubiera deseado vivir antes de la Gran Explosión, sentirse amada por hombres como él.
         El agotamiento hizo presa en ambos. Sus ropas se habían desgarrado y las mazas les resbalaban por el sudor. Tras unas fintas, Urumi se sintió alcanzado en una pierna. La visión de la sangre contuvo momentáneamente a la luchadora, pero impulsada por los enardecidos gritos de sus súbditas, redobló su furia.
Un seco golpe del hombre quebró su arma y se halló, de pronto, indefensa. Una fuerte tensión enrareció el ambiente. Urumi, contemplando su pecho agitado, su expresión de miedo, sintió lástima y pensó por un momento abandonar la lucha y alejarse de allí olvidándose de su cometido. Más ella, inesperadamente, le arrojó un puñado de tierra a los ojos al tiempo que saltaba sobre él. Rodaron por el suelo y Arnia experimentó una extraña sensación al tenerle tan cerca. Sus salvajes deseos se disiparon y el contacto de aquellas rudas manos sobre su cuello le pareció una caricia. Notó su aliento, sus fuertes músculos apretados contra su carne, el olor de su sangre y la invadió una súbita dicha. Quiso revolverse, alejar de sí la pesada neblina que comenzaba a apoderársele y no pudo. Apenas sentía ya la presión en su garganta. Estaba empezando a amar a aquel hombre. Sí, lo amaba.

Urumi notó un vacío dentro de sí mismo, cierta repugnancia, le pareció todo una inutilidad. Miró a los tendidos, esperando que le aclamaran, pero el silencio más absoluto lo envolvía todo.
- ¡He vencido! –Gritó con toda la fuerza de sus pulmones-  ¡Sois libres! ¡Sois libres!
Nadie le respondió.
Los miles de hombrecillos estaban avanzando a su encuentro. Pero no venían alegres, portaban armas en alto. Detrás iban sus gigantescas dueñas empujándoles, azuzándoles, ordenándoles.
De repente, el pavor pintó el rostro de Urumi. Había comprendido que también sus huesos adornarían el trono de una reina, que seguirían cantando la vieja canción.
Sólo se oyó un alarido, el alarido del gigante al morir. Y luego, la descomunal risa de las hembras.
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