Cuando los astronautas Conrad y
Thomas descubrieron AQUELLO a través de la ventanilla de su cápsula espacial
creyeron haberse vuelto locos de repente. AQUELLO era lo más insólito y
extraordinario con que podían tropezarse allá arriba. Sucumbieron con la
incredulidad y el espanto pintados en sus rostros.
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Todo empezó la mañana de un día de
Navidad, cuando aquel hombre y su hijo llevaban una veintena de pavos al
mercadillo de la ciudad. Augusto, que así bautizaron al bicho más lozano,
escapó de la varita del chico y corrió a picotear aquella planta que crecía al
borde del camino. Sus hojas grandes y amplias, de vivas tonalidades encarnadas,
atrajeron su atención. Y debieron de satisfacer su gula a juzgar por lo pronto
que las despachó. Con este acto tan simple, tan estúpido si se quiere, la
Ciencia, los botánicos y estudiosos del mundo entero perdieron la oportunidad
de asombrarse con el hallazgo del más fantástico ejemplar vegetal que, extraña
e increíblemente, no figuraba en libro ni catálogo alguno. Era una planta
inédita. Estaba allí y nadie sabría decir desde cuándo, cómo, y por qué.
El
esplendoroso tamaño de Augusto llamó inmediatamente la atención de los
compradores. “¡Vaya pavo imponente!”, pensaban. Pero tuvieron que trocar su
admiración por el pavor. Aquel animalejo comenzó a transformarse por momentos
en una criatura monstruosa. En un visto y no visto adquirió la corpulencia de
un avestruz y al intentar su dueño echarle un lazo, tenía tal altura que se
tragó al pobre hombre como si fuera una lombriz.
Otro
intervalo de tiempo y helo aquí convertido en un gigantesco caballo de Troya emplumado que cacareaba. Bajo sus rugosas
patas las aterrorizadas gentes desaparecían a cada viaje de su voraz pico. El
animal agujereaba los edificios más venerables, los rascacielos altivos que se
deshacían como hojaldres, lo aplastaba todo.
Pronto
una sola de sus patas cubrió toda la ciudad. Horas después, el continente
entero quedaba asolado por aquella mole inabarcable de carne suculenta y
apetitosa. El vasto océano fue para el plumífero una pequeña charca que
atravesó sin esfuerzo.
Todo
se convirtió en una interminable sucesión de cráteres y el agua de todos los
mares no llegó a mitigar la sed de aquel ser que escapaba a todo lo imaginable.
Y
seguía creciendo…
Tanto,
que llegado un momento sobresalía más allá de la estratosfera y se apoyaba
sobre el globo terráqueo al igual que un payaso de circo haría equilibrios
sobre una pelota rodante. Quedó, al dar un pequeño salto, flotando grotescamente
en el espacio. Parecía un inmenso barco negro, sin rumbo, zarandeado por
dóciles corrientes.
Tuvo
hambre. Primero deglutió la Tierra. Después, cual minúsculos granos de arroz,
los planetas, los asteroides, los cometas, cualquier cuerpo celeste fue engullido.
Aquella cabina espacial ni se notó en el asombroso buche de Augusto.
El
sol, tan reluciente, cautivó al pavo. Lo devoró de un picotazo. Le gustó el
calorcillo que embriagó su interior. Se tornó él mismo brillante, despedía
calor.
Y
siguió creciendo y creciendo…
Vaya imaginación que tienes, el mundo acaba y el sistema solar se convierte en un inmenso pavo de navidad brillante.Igual es una metáfora de lo que nos puede pasar por no darnos cuenta de las cosas que hay a nuestro alrededor,no?
ResponderEliminarComo siempre,escribes muy bien y tus relatos los leo con mucho agrado,