sábado, 11 de abril de 2015

Aquella Navidad




Cuando los astronautas Conrad y Thomas descubrieron AQUELLO a través de la ventanilla de su cápsula espacial creyeron haberse vuelto locos de repente. AQUELLO era lo más insólito y extraordinario con que podían tropezarse allá arriba. Sucumbieron con la incredulidad y el espanto pintados en sus rostros.
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Todo empezó la mañana de un día de Navidad, cuando aquel hombre y su hijo llevaban una veintena de pavos al mercadillo de la ciudad. Augusto, que así bautizaron al bicho más lozano, escapó de la varita del chico y corrió a picotear aquella planta que crecía al borde del camino. Sus hojas grandes y amplias, de vivas tonalidades encarnadas, atrajeron su atención. Y debieron de satisfacer su gula a juzgar por lo pronto que las despachó. Con este acto tan simple, tan estúpido si se quiere, la Ciencia, los botánicos y estudiosos del mundo entero perdieron la oportunidad de asombrarse con el hallazgo del más fantástico ejemplar vegetal que, extraña e increíblemente, no figuraba en libro ni catálogo alguno. Era una planta inédita. Estaba allí y nadie sabría decir desde cuándo, cómo, y por qué.
         El esplendoroso tamaño de Augusto llamó inmediatamente la atención de los compradores. “¡Vaya pavo imponente!”, pensaban. Pero tuvieron que trocar su admiración por el pavor. Aquel animalejo comenzó a transformarse por momentos en una criatura monstruosa. En un visto y no visto adquirió la corpulencia de un avestruz y al intentar su dueño echarle un lazo, tenía tal altura que se tragó al pobre hombre como si fuera una lombriz.
         Otro intervalo de tiempo y helo aquí convertido en un gigantesco caballo de Troya  emplumado que cacareaba. Bajo sus rugosas patas las aterrorizadas gentes desaparecían a cada viaje de su voraz pico. El animal agujereaba los edificios más venerables, los rascacielos altivos que se deshacían como hojaldres, lo aplastaba todo.
         Pronto una sola de sus patas cubrió toda la ciudad. Horas después, el continente entero quedaba asolado por aquella mole inabarcable de carne suculenta y apetitosa. El vasto océano fue para el plumífero una pequeña charca que atravesó sin esfuerzo.
         Todo se convirtió en una interminable sucesión de cráteres y el agua de todos los mares no llegó a mitigar la sed de aquel ser que escapaba a todo lo imaginable.
         Y seguía creciendo…
         Tanto, que llegado un momento sobresalía más allá de la estratosfera y se apoyaba sobre el globo terráqueo al igual que un payaso de circo haría equilibrios sobre una pelota rodante. Quedó, al dar un pequeño salto, flotando grotescamente en el espacio. Parecía un inmenso barco negro, sin rumbo, zarandeado por dóciles corrientes.
         Tuvo hambre. Primero deglutió la Tierra. Después, cual minúsculos granos de arroz, los planetas, los asteroides, los cometas, cualquier cuerpo celeste fue engullido. Aquella cabina espacial ni se notó en el asombroso buche de Augusto.
         El sol, tan reluciente, cautivó al pavo. Lo devoró de un picotazo. Le gustó el calorcillo que embriagó su interior. Se tornó él mismo brillante, despedía calor.
         Y siguió creciendo y creciendo…

1 comentario:

  1. Vaya imaginación que tienes, el mundo acaba y el sistema solar se convierte en un inmenso pavo de navidad brillante.Igual es una metáfora de lo que nos puede pasar por no darnos cuenta de las cosas que hay a nuestro alrededor,no?
    Como siempre,escribes muy bien y tus relatos los leo con mucho agrado,

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