jueves, 2 de abril de 2015

Laura




La enfermera depositó el sobre en la mesa del despacho del doctor Villagrán y se retiró tras dedicarle una leve sonrisa.  No  llevaba remitente  y estaba un poco arrugado. Intrigado, el facultativo lo abrió y unas líneas de cuidada caligrafía se ofrecieron   a su vista.
 " Mi inolvidable y muy  estimado doctor Villagrán -comenzaba así-. Soy Laura y cuando lea esta carta seguramente  no estaré ya en el mundo de los vivos. Pero antes de que mi  extrema gravedad  acabe  con mi vida, le rogué a don Segundo, -el cura que asiste de vez en cuando al  barrio de Las Chimbambas-,  le escribiera esta carta en mi nombre, pues no se  leer ni escribir.
No se me ocurren palabras para agradecerle lo que hizo por mí desde aquel día que llegué a su Hospital prácticamente muerta de inanición. Una ambulancia me llevó allí por error  y aunque a ese Centro no le correspondía atenderme pese a mi precario estado, dado que es privado, usted hizo lo imposible porque fuera acogida  bajo su única y estricta responsabilidad nada más ver cómo  me encontraba.
Nunca había estado en un Hospital ni conocido lo que era la caridad humana hasta que le conocí a usted.
Fue como si un verdadero ángel de la guarda se hubiera hecho realidad  en su benefactora persona. En mi inconsciente agonía oía su voz serena y tranquilizadora, sentía los cuidados que me prodigaba y cómo poco a poco recobraba la lucidez perdida. Notaba una fuerza interior que se abría paso empujándome a volver a la vida aunque solo fuera por ver su rostro y darle las gracias.
¿Cómo olvidar su saludo de cada mañana, su mano sobre mi frente, el... "¡Hasta mañana, Laura!", antes de abandonar el Hospital?
Fueron momentos y sensaciones que me acompañarán siempre hasta el fin de mis días,  tan  próximo como usted sin duda intuyó.
Si de verdad existe ese Cielo que don Segundo  predica, tenga por cierto que le estaré mirando desde allá arriba y velaré por usted en todo momento, porque siga aliviando y dando esperanzas a seres como yo."
A la mente del doctor vinieron aquellas escenas vividas no hacía mucho tiempo.  El impacto que le causó ver a una muchacha en tal estado de depauperación, con un terrible cuadro clínico, prácticamente muerta. A fuerza de goteros y estar pendiente de ella en todo momento su tensión arterial fue recuperando niveles normales y un leve tono sonrosado  asomó en sus mejillas.
Cuando no pudo prolongar más su  estancia en el Hospital, el doctor Villagrán la hizo conducir a su domicilio. Había oído hablar del barrio de Las Chimbambas pero nunca se hubiera hecho la más mínima idea del nivel de degradación que allí imperaba.
Las chabolas, precariamente construidas con lo más inverosímiles materiales, se alzaban en medio de un lodazal que acentuaba todavía más lo lóbrego e insalubre del lugar.
En el extremo norte de aquel mísero paisaje, casi lindando con un vertedero, se alzaban unas tablas formando un habitáculo, a modo de casucha, con plásticos como techo y un gran trapo mugroso que servía de puerta para acceder a la estancia.
Al doctor Villagrán se le cayó el alma a los pies al depositarla sobre un sucio y maloliente jergón. Las condiciones higiénicas eran nulas, como las de todos los que habitaban aquel emplazamiento espectral. Las Chimbambas estaban habitadas por los más pobres de la ciudad, los desposeídos de la más ínfima dignidad humana, aquellos que no existían para el resto de la sociedad. Malvivían como un dios inclemente les daba a entender y el hambre y las infecciones, entre otras enfermedades, se cobraban vidas con demasiada frecuencia.
Estaba sola, sus padres habían muerto, sus únicas compañías eran las gentes que habitaban aquel inhóspito y terrible  lugar alejado de la mano de dios. 
El doctor Villagrán no podía quedarse con los brazos cruzados y permitir este estado de cosas. La muchacha necesitaba atenciones para que el débil hálito de vida que la sustentaba no se apagara todavía. La proveyó de un colchón digno y mandó limpiar y desinfectar el precario cuchitril que constituía su hogar.
Cada día, al terminar su labor en el Hospital, el doctor Villagrán la visitaba para suministrarle dosis de reconstituyentes y alimentos energéticos que pagaba de su ajustado sueldo.
En su fuero interno sentía la imperiosa necesidad de velar por ella, porque viviera lo mejor posible cuanto le quedara de vida, robándole tiempo al tiempo, antes de ese  inevitable final que adivinaba cada vez más cercano a tenor del irreversible deterioro de su organismo. 
Pese a su deplorable extrema delgadez, la piel pegada a los huesos, un rasgo de ella sobresalía esplendoroso sobre el conjunto de su persona de un modo que no pasaba desapercibido. Eran sus ojos, de un azul profundo e intenso,  como el del mar al atardecer. Su mirada serena, acogedora, invitaba a perderse en ese iris que brillaba como una gema preciosa.
El doctor quedaba prendado cuando la contemplaba  y su corazón se encogía al sentirse  impotente  por no poder sanarla.
Qué no hubiera dado él para paliar tanta miseria como  le rodeaba, tantos seres que carecían de lo más mínimo, sin horizonte de futuro, sin expectativas  de vida siquiera.
Unas lágrimas empañaron la visión del doctor al recordar a Laura, revivió ese modo de mirarle agradecida por lo que  hacía por ella.
Su voz dulce y pausada, la tibieza de su piel al tomarle el pulso, la placidez que emanaba de cada gesto, de cada palabra.
Se percató de que la carta continuaba y con un suspiro siguió leyendo.
" En el sobre le adjunto mi posesión más querida; poca cosa es para quien luchó lo indecible por alargar  mi existencia como mejor pudo,  pero nadie mejor que usted para ser su custodio. Es la medalla de la Virgen del Carmen que mi padre llevó  siempre en su pecho  y le protegió en su azarosa vida de pescador;  ésa única herencia me dejó. Es la patrona de los marineros, aclámese a Ella cuando le haga falta, pues todos somos marineros en el infinito Mar de la Vida."
Efectivamente, de un extremo del sobre extrajo una pequeña medalla de oro que refulgió al sostenerla entre sus manos. Sintió que un fuerte estremecimiento sacudía todo su ser al recordar de nuevo las palabras que la muchacha le dedicaba cada día al despedirse.
<Gracias por venir, doctor Villagrán. Solo le tengo a usted.>
No pudo contener unos sollozos de emoción al sentir  prendida en su alma aquella mirada pura e inocente de Laura, aquellos ojos azules  que anegaron  su corazón de la más límpida ternura como nadie había hecho jamás.
Y deploró con todas sus fuerzas que el Destino no hubiera sido otro para seguir contemplando el azul de sus ojos de mar.

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1 comentario:

  1. El azul de sus ojos de mar,me gusta este final para una historia entrañable.

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