La enfermera
depositó el sobre en la mesa del despacho del doctor Villagrán y se retiró tras
dedicarle una leve sonrisa. No llevaba remitente y estaba un poco arrugado. Intrigado, el
facultativo lo abrió y unas líneas de cuidada caligrafía se ofrecieron a su vista.
" Mi inolvidable y muy estimado doctor Villagrán -comenzaba así-. Soy
Laura y cuando lea esta carta seguramente no estaré ya en el mundo de los vivos. Pero antes
de que mi extrema gravedad acabe con mi vida, le rogué a don Segundo, -el cura
que asiste de vez en cuando al barrio de
Las Chimbambas-, le escribiera esta
carta en mi nombre, pues no se leer ni
escribir.
No se me
ocurren palabras para agradecerle lo que hizo por mí desde aquel día que llegué
a su Hospital prácticamente muerta de inanición. Una ambulancia me llevó allí
por error y aunque a ese Centro no le
correspondía atenderme pese a mi precario estado, dado que es privado, usted hizo
lo imposible porque fuera acogida bajo
su única y estricta responsabilidad nada más ver cómo me encontraba.
Nunca había
estado en un Hospital ni conocido lo que era la caridad humana hasta que le
conocí a usted.
Fue como si
un verdadero ángel de la guarda se hubiera hecho realidad en su benefactora persona. En mi inconsciente agonía
oía su voz serena y tranquilizadora, sentía los cuidados que me prodigaba y
cómo poco a poco recobraba la lucidez perdida. Notaba una fuerza interior que
se abría paso empujándome a volver a la vida aunque solo fuera por ver su
rostro y darle las gracias.
¿Cómo olvidar
su saludo de cada mañana, su mano sobre mi frente, el... "¡Hasta mañana,
Laura!", antes de abandonar el Hospital?
Fueron
momentos y sensaciones que me acompañarán siempre hasta el fin de mis días, tan
próximo como usted sin duda intuyó.
Si de verdad
existe ese Cielo que don Segundo predica,
tenga por cierto que le estaré mirando desde allá arriba y velaré por usted en
todo momento, porque siga aliviando y dando esperanzas a seres como yo."
A la mente
del doctor vinieron aquellas escenas vividas no hacía mucho tiempo. El impacto que le causó ver a una muchacha en
tal estado de depauperación, con un terrible cuadro clínico, prácticamente
muerta. A fuerza de goteros y estar pendiente de ella en todo momento su
tensión arterial fue recuperando niveles normales y un leve tono sonrosado asomó en sus mejillas.
Cuando no
pudo prolongar más su estancia en el Hospital,
el doctor Villagrán la hizo conducir a su domicilio. Había oído hablar del
barrio de Las Chimbambas pero nunca se hubiera hecho la más mínima idea del
nivel de degradación que allí imperaba.
Las chabolas,
precariamente construidas con lo más inverosímiles materiales, se alzaban en
medio de un lodazal que acentuaba todavía más lo lóbrego e insalubre del lugar.
En el extremo
norte de aquel mísero paisaje, casi lindando con un vertedero, se alzaban unas
tablas formando un habitáculo, a modo de casucha, con plásticos como techo y un
gran trapo mugroso que servía de puerta para acceder a la estancia.
Al doctor
Villagrán se le cayó el alma a los pies al depositarla sobre un sucio y
maloliente jergón. Las condiciones higiénicas eran nulas, como las de todos los
que habitaban aquel emplazamiento espectral. Las Chimbambas estaban habitadas
por los más pobres de la ciudad, los desposeídos de la más ínfima dignidad
humana, aquellos que no existían para el resto de la sociedad. Malvivían como
un dios inclemente les daba a entender y el hambre y las infecciones, entre
otras enfermedades, se cobraban vidas con demasiada frecuencia.
Estaba sola,
sus padres habían muerto, sus únicas compañías eran las gentes que habitaban
aquel inhóspito y terrible lugar alejado
de la mano de dios.
El doctor
Villagrán no podía quedarse con los brazos cruzados y permitir este estado de
cosas. La muchacha necesitaba atenciones para que el débil hálito de vida que
la sustentaba no se apagara todavía. La proveyó de un colchón digno y mandó
limpiar y desinfectar el precario cuchitril que constituía su hogar.
Cada día, al
terminar su labor en el Hospital, el doctor Villagrán la visitaba para
suministrarle dosis de reconstituyentes y alimentos energéticos que pagaba de
su ajustado sueldo.
En su fuero
interno sentía la imperiosa necesidad de velar por ella, porque viviera lo
mejor posible cuanto le quedara de vida, robándole tiempo al tiempo, antes de
ese inevitable final que adivinaba cada
vez más cercano a tenor del irreversible deterioro de su organismo.
Pese a su deplorable
extrema delgadez, la piel pegada a los huesos, un rasgo de ella sobresalía
esplendoroso sobre el conjunto de su persona de un modo que no pasaba
desapercibido. Eran sus ojos, de un azul profundo e intenso, como el del mar al atardecer. Su mirada
serena, acogedora, invitaba a perderse en ese iris que brillaba como una gema
preciosa.
El doctor quedaba
prendado cuando la contemplaba y su
corazón se encogía al sentirse
impotente por no poder sanarla.
Qué no
hubiera dado él para paliar tanta miseria como le rodeaba, tantos seres que carecían de lo
más mínimo, sin horizonte de futuro, sin expectativas de vida siquiera.
Unas lágrimas
empañaron la visión del doctor al recordar a Laura, revivió ese modo de mirarle
agradecida por lo que hacía por ella.
Su voz dulce
y pausada, la tibieza de su piel al tomarle el pulso, la placidez que emanaba
de cada gesto, de cada palabra.
Se percató de
que la carta continuaba y con un suspiro siguió leyendo.
" En el
sobre le adjunto mi posesión más querida; poca cosa es para quien luchó lo
indecible por alargar mi existencia como
mejor pudo, pero nadie mejor que usted
para ser su custodio. Es la medalla de la Virgen del Carmen que mi padre
llevó siempre en su pecho y le protegió en su azarosa vida de pescador;
ésa única herencia me dejó. Es la
patrona de los marineros, aclámese a Ella cuando le haga falta, pues todos
somos marineros en el infinito Mar de la Vida."
Efectivamente,
de un extremo del sobre extrajo una pequeña medalla de oro que refulgió al
sostenerla entre sus manos. Sintió que un fuerte estremecimiento sacudía todo
su ser al recordar de nuevo las palabras que la muchacha le dedicaba cada día
al despedirse.
<Gracias
por venir, doctor Villagrán. Solo le tengo a usted.>
No pudo
contener unos sollozos de emoción al sentir prendida en su alma aquella mirada pura e
inocente de Laura, aquellos ojos azules que anegaron su corazón de la más límpida ternura como
nadie había hecho jamás.
Y deploró con
todas sus fuerzas que el Destino no hubiera sido otro para seguir contemplando
el azul de sus ojos de mar.
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El azul de sus ojos de mar,me gusta este final para una historia entrañable.
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