Suenan en mi puerta unos golpes
suaves como pasos de pajarillo. Abro. Es Pablo, que me da los buenos días con
la más diamantífera de sus sonrisas. Lo noto aureolado de una festiva alegría.
Y es que, por fin, ha atrapado a las musas de lo infinito. ¡Nada menos!
Brindamos por ello y me confiesa que sin mi ayuda no lo hubiese logrado nunca.
Siento un dulce halago y, con la misma imprevisión de una tormentilla
veraniega, empezamos a hilvanar pasados tiempos. Algunos recuerdos salen con
envoltura de telaraña, pero todos conservan una limpia tibieza que los hace muy
queridos. Nos gustamos apenas nos vimos. Las singladuras de nuestros sueños y
afanes eran idénticas y estábamos embebidos del mismo ilusionado furor por la
vida. Así que fuimos como dos aves que después de volar toda una vida
solitarias, alinearon sus alas en un mismo destino. Con sus ojos hechiceros
supo encender prontamente mis más fulgurantes pasiones. Por la noche, en mi
habitación, aprendimos a ser hojas que arrastra el viento sin importarles
adónde las conducirá. Me sentí desde el primer instante débil sirena de un mar
embravecido. Me enamoró su aire de bohemio revestido de clásica genialidad y me
subyugaron sus manos, solícitas ejecutoras de mis mejores deseos y caprichos.
Nos queremos con un mutuo amor cuya solidez rivaliza con la de los monumentos
milenarios.
Se
agota el poso de nostalgia que descansa en nuestras evocaciones y miradas.
Volvemos al presente con una seca contemplación del despertador. Me comunica
entonces que a mediodía, después de la comida, habrá junta del gobierno, pues
el presidente ha de tomar hoy mismo una decisión. La noticia me hace formular
un pronóstico. Los labios de Pablo anidan en los míos un instante que tiene el
valor de una eternidad y nos separamos tras una mirada que arrastra el alma
detrás.
Salgo
al pasillo. La exultante claridad que mitigan las persianas me transmite un
poco de su reposado silencio. Flota una extraña esencia de paz. Dos soldados de
blancos y resplandecientes uniformes pasan por mi lado haciendo gala de una
controlada indiferencia. Más allá veo a Anita. Siempre me reconforta
encontrármela porque cuando la niña corre y grita en medio de sus juegos,
suenan las únicas notas de vida que se oyen en el inmenso órgano que es el
Palacio. Esta vez me presenta a su hijita recién nacida, un adefesio de
plástico despintado que yo beso ante su complacencia.
Atisbo
por la ventana. Siempre que miramos a través de ella salta a nosotros un mundo
que parece una fotografía pescada de un baúl pintado de olvido. A los demás el
exterior les parece inmóvil y anclado desde siempre. Yo percibo entre las
brumas del amanecer el cerco cada vez más estrecho de las avanzadillas de la
insolidaria ciudad.
En
el jardín, me siento al lado de don Jorge. Su cara de cuadro impresionista con
tufillo de arrugas me examina cuidadosamente antes de que su galopante miopía
le revele quién soy y me salude. Hecho esto, vuelve a sus oscuras divagaciones.
Nicanor
apenas puede caminar a causa del enorme talego de grasa que tiene por barriga.
Lo suyo es estar apoltronado todo el día tocando la trompeta. Pero como su
reserva de aire parecía inagotable, tuvimos que quitársela, so pena de que
estallasen nuestros tímpanos. Junto a él, las carnosidades de doña Consuelo
también emprenden un baile sambito especial cuando anda.
Sigo
el vuelo de una mariposa y descubro que Rodolfo, que me mira con la salvaje
expresión de un cocodrilo con las fauces abiertas, mostrándome con rápidos gestos
la antesala de lo que sería pasar una noche en sus asquerosos brazos.
Don
José le iguala en resbaladizas intenciones. Sus ojos de basilisco ascienden al
extremo de mi falda y, a pesar de la distancia le noto ayudarse de la
imaginación para remontar el suave curso de mis doradas piernas.
Me
levantó con una explosiva indignación encima. Tras corretear un poco oliendo
mil perfumes, termino acomodándome con doña Úrsula, que, aunque muda, su
pensamiento hace tal ruido que nadie desconoce sus opiniones.
El
espectáculo de la Naturaleza, a través del discurrir de insectos, orugas,
caracoles y el grandioso abanico de las flores, me distrae hasta que tocan la
campanilla. Entramos en el comedor como formando parte de una imponente
manifestación de duelo. La sensación de movimiento y sonido se reanuda en la
distribución de platos y cucharas. La sopa humea su calentura igual que una
locomotora enfurecida.
Rodolfo,
el odiado Rodolfo, queda enfrente. En su forma de comer hay algo de voracidad
caníbal y yo tiemblo cuando sostiene los cubiertos y, observándome, parece
calibrar mi blanda carne. Menos mal que tengo junto a mí a Pablo. Aprieto su
mano y la visión de Rodolfo ya no me parece tan terrible.
A
mi izquierda se sienta don José. Sus insípidas y descaradas zalamerías y
arrumacos me dejan igual de indiferente que una puesta de sol en un día de
lluvia. Le doy un puntapié. ¡Pero qué se habrá creído!
La
señora Concha, que oye su gemido, me saluda con un gesto de aprobación. En la
mesa contigua Apolodoro, el consejero principal del nuevo gobierno me escruta
como si mi cara fuese una playa que tatarease pacíficas canciones marineras.
La
espartana comida toca a su fin. Engullimos la moteada amarillez de unos
plátanos y comienza la sesión.
Remigio,
con su voz llorona de acordeón desfasado, anuncia que va a decidirse sobre si
emprendemos o no la revolución.
El
Presidente suelta entonces un largo discurso y nos convence, más por la mole de
sus puños y ademanes de boxeador que por lo aquilatado de ideas y doctrina.
Pero está clara una cosa: que tenemos que derrocar al actual gobierno de
Palacio, exterminar a sus soldados y ocupar nosotros su lugar.
Luego
se levanta el Vice-Presidente. Una vez nos ha observado, especulando con todos
con una tranquilidad inadmisible, descarga una risotada estúpida e intolerable.
Comienza a hablar y deja caer las palabras con lentitud, como ricas migajas de
las que tuviéramos que nutrirnos. La mayoría le odiamos. Es el típico hombre de
política al que todos los sistemas de administración y poder se acoplan a sus
intereses privados. Es característica su forma de disfrazar las antiguas
perrerías que nos hizo con una careta de penitente inocuo que nos recuerda la
de un payaso. Cuando nos ha llenado la cabeza de incongruentes hipótesis, se
larga para alivio de todos.
Por
fin, aparece Apolodoro. Desbroza con agilidad el tedio y el desinterés que
ensucian nuestros rostros. A todos nos gusta su presencia. A mí me da envidia
su estridente jovialidad de 70 años. Su escueto discurso, preciso y efectivo
como una máquina, logra su objetivo : incitarnos a la Revolución. Dos frescas
se suben a la mesa y nos enseñan las patazas al son de una desenvuelta
tonadilla.
Quedo
mirando una cabeza de piel amojamada que luce pelos desgarbados y sucios.
Alguien da una palmada en mi espalda y me inocula el frenesí de la lucha. Empuñamos
las armas disponibles y nos lanzamos a la contienda alocadamente.
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Brígida, la muchachota cuyo escote
es un bazar de constantes sugestiones trata en vano de quitarse de encima a
unos parroquianos. Pablo, que dormitaba en mi cama, se balancea en una mecedora
ensartando sucios lamentos. Tendremos que seguir prisioneros en nuestro Palacio
hasta la próxima Revolución. Los largos fusiles de estos soldados tiran un agua
muy fría.
- Antonia, Antonia…
Debo
cerrar el diario por hoy. Mi Pablo me reclama.
Día 5 del mes del año de la sexta fallida Revolución.
Que prosa más bonita y que análisis más acertado de los deseos de las personas,pero lo que más me gusta es las ganas que todos tendríamos de ser esas hojas que arrastra el viento sin importar donde nos lleven.
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