martes, 13 de enero de 2015

Caleidoscopio




Suenan en mi puerta unos golpes suaves como pasos de pajarillo. Abro. Es Pablo, que me da los buenos días con la más diamantífera de sus sonrisas. Lo noto aureolado de una festiva alegría. Y es que, por fin, ha atrapado a las musas de lo infinito. ¡Nada menos! Brindamos por ello y me confiesa que sin mi ayuda no lo hubiese logrado nunca. Siento un dulce halago y, con la misma imprevisión de una tormentilla veraniega, empezamos a hilvanar pasados tiempos. Algunos recuerdos salen con envoltura de telaraña, pero todos conservan una limpia tibieza que los hace muy queridos. Nos gustamos apenas nos vimos. Las singladuras de nuestros sueños y afanes eran idénticas y estábamos embebidos del mismo ilusionado furor por la vida. Así que fuimos como dos aves que después de volar toda una vida solitarias, alinearon sus alas en un mismo destino. Con sus ojos hechiceros supo encender prontamente mis más fulgurantes pasiones. Por la noche, en mi habitación, aprendimos a ser hojas que arrastra el viento sin importarles adónde las conducirá. Me sentí desde el primer instante débil sirena de un mar embravecido. Me enamoró su aire de bohemio revestido de clásica genialidad y me subyugaron sus manos, solícitas ejecutoras de mis mejores deseos y caprichos. Nos queremos con un mutuo amor cuya solidez rivaliza con la de los monumentos milenarios.
         Se agota el poso de nostalgia que descansa en nuestras evocaciones y miradas. Volvemos al presente con una seca contemplación del despertador. Me comunica entonces que a mediodía, después de la comida, habrá junta del gobierno, pues el presidente ha de tomar hoy mismo una decisión. La noticia me hace formular un pronóstico. Los labios de Pablo anidan en los míos un instante que tiene el valor de una eternidad y nos separamos tras una mirada que arrastra el alma detrás.
         Salgo al pasillo. La exultante claridad que mitigan las persianas me transmite un poco de su reposado silencio. Flota una extraña esencia de paz. Dos soldados de blancos y resplandecientes uniformes pasan por mi lado haciendo gala de una controlada indiferencia. Más allá veo a Anita. Siempre me reconforta encontrármela porque cuando la niña corre y grita en medio de sus juegos, suenan las únicas notas de vida que se oyen en el inmenso órgano que es el Palacio. Esta vez me presenta a su hijita recién nacida, un adefesio de plástico despintado que yo beso ante su complacencia.
         Atisbo por la ventana. Siempre que miramos a través de ella salta a nosotros un mundo que parece una fotografía pescada de un baúl pintado de olvido. A los demás el exterior les parece inmóvil y anclado desde siempre. Yo percibo entre las brumas del amanecer el cerco cada vez más estrecho de las avanzadillas de la insolidaria ciudad.
         En el jardín, me siento al lado de don Jorge. Su cara de cuadro impresionista con tufillo de arrugas me examina cuidadosamente antes de que su galopante miopía le revele quién soy y me salude. Hecho esto, vuelve a sus oscuras divagaciones.
         Nicanor apenas puede caminar a causa del enorme talego de grasa que tiene por barriga. Lo suyo es estar apoltronado todo el día tocando la trompeta. Pero como su reserva de aire parecía inagotable, tuvimos que quitársela, so pena de que estallasen nuestros tímpanos. Junto a él, las carnosidades de doña Consuelo también emprenden un baile sambito especial cuando anda.
         Sigo el vuelo de una mariposa y descubro que Rodolfo, que me mira con la salvaje expresión de un cocodrilo con las fauces abiertas, mostrándome con rápidos gestos la antesala de lo que sería pasar una noche en sus asquerosos brazos.
         Don José le iguala en resbaladizas intenciones. Sus ojos de basilisco ascienden al extremo de mi falda y, a pesar de la distancia le noto ayudarse de la imaginación para remontar el suave curso de mis doradas piernas.
         Me levantó con una explosiva indignación encima. Tras corretear un poco oliendo mil perfumes, termino acomodándome con doña Úrsula, que, aunque muda, su pensamiento hace tal ruido que nadie desconoce sus opiniones.
         El espectáculo de la Naturaleza, a través del discurrir de insectos, orugas, caracoles y el grandioso abanico de las flores, me distrae hasta que tocan la campanilla. Entramos en el comedor como formando parte de una imponente manifestación de duelo. La sensación de movimiento y sonido se reanuda en la distribución de platos y cucharas. La sopa humea su calentura igual que una locomotora enfurecida.
         Rodolfo, el odiado Rodolfo, queda enfrente. En su forma de comer hay algo de voracidad caníbal y yo tiemblo cuando sostiene los cubiertos y, observándome, parece calibrar mi blanda carne. Menos mal que tengo junto a mí a Pablo. Aprieto su mano y la visión de Rodolfo ya no me parece tan terrible.
         A mi izquierda se sienta don José. Sus insípidas y descaradas zalamerías y arrumacos me dejan igual de indiferente que una puesta de sol en un día de lluvia. Le doy un puntapié. ¡Pero qué se habrá creído!
         La señora Concha, que oye su gemido, me saluda con un gesto de aprobación. En la mesa contigua Apolodoro, el consejero principal del nuevo gobierno me escruta como si mi cara fuese una playa que tatarease pacíficas canciones marineras.
         La espartana comida toca a su fin. Engullimos la moteada amarillez de unos plátanos y comienza la sesión.
         Remigio, con su voz llorona de acordeón desfasado, anuncia que va a decidirse sobre si emprendemos o no la revolución.
         El Presidente suelta entonces un largo discurso y nos convence, más por la mole de sus puños y ademanes de boxeador que por lo aquilatado de ideas y doctrina. Pero está clara una cosa: que tenemos que derrocar al actual gobierno de Palacio, exterminar a sus soldados y ocupar nosotros su lugar.
         Luego se levanta el Vice-Presidente. Una vez nos ha observado, especulando con todos con una tranquilidad inadmisible, descarga una risotada estúpida e intolerable. Comienza a hablar y deja caer las palabras con lentitud, como ricas migajas de las que tuviéramos que nutrirnos. La mayoría le odiamos. Es el típico hombre de política al que todos los sistemas de administración y poder se acoplan a sus intereses privados. Es característica su forma de disfrazar las antiguas perrerías que nos hizo con una careta de penitente inocuo que nos recuerda la de un payaso. Cuando nos ha llenado la cabeza de incongruentes hipótesis, se larga para alivio de todos.
         Por fin, aparece Apolodoro. Desbroza con agilidad el tedio y el desinterés que ensucian nuestros rostros. A todos nos gusta su presencia. A mí me da envidia su estridente jovialidad de 70 años. Su escueto discurso, preciso y efectivo como una máquina, logra su objetivo : incitarnos a la Revolución. Dos frescas se suben a la mesa y nos enseñan las patazas al son de una desenvuelta tonadilla.
         Quedo mirando una cabeza de piel amojamada que luce pelos desgarbados y sucios. Alguien da una palmada en mi espalda y me inocula el frenesí de la lucha. Empuñamos las armas disponibles y nos lanzamos a la contienda alocadamente.
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Brígida, la muchachota cuyo escote es un bazar de constantes sugestiones trata en vano de quitarse de encima a unos parroquianos. Pablo, que dormitaba en mi cama, se balancea en una mecedora ensartando sucios lamentos. Tendremos que seguir prisioneros en nuestro Palacio hasta la próxima Revolución. Los largos fusiles de estos soldados tiran un agua muy fría.
- Antonia, Antonia…
         Debo cerrar el diario por hoy. Mi Pablo me reclama.
Día 5 del mes del año de la sexta fallida Revolución.

1 comentario:

  1. Que prosa más bonita y que análisis más acertado de los deseos de las personas,pero lo que más me gusta es las ganas que todos tendríamos de ser esas hojas que arrastra el viento sin importar donde nos lleven.

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