jueves, 20 de noviembre de 2014

Lienzo de amor



LIENZO DE AMOR


La exposición de cuadros de María era un éxito. Prácticamente estaban todos vendidos; ella menos que nadie  pudo imaginar  tan gran acogida en su debut en Valencia. Había periodistas para cubrir el evento, estudiantes de Bellas Artes, algunos pintores locales reconocidos, marchantes y un público mucho más numeroso de cuanto cabía esperar.
Algunos asistentes mostraron  curiosidad  por conocerla y con más  de un pintor compartió  los aspectos técnicos de su pintura, llegaron incluso  a elogiar sus cuadros.
- María, ¿me permite un momento?
Quien se lo decía era un hombre bien trajeado de unos cuarenta y tantos años según pudo calibrar al primer golpe de vista. Era alto y vestía  chaqueta azul  y pantalones de color gris.
Era bien parecido y su colonia olía muy bien. Su curiosa e intensa mirada se apoderó de ella.
- Si, claro –dijo tratando de reponerse de la impresión-¿Puedo ayudarle en algo señor...?
- Luis,  Luis  Gisbert, María. Quizá le sorprenda saber que tenía muchos deseos de conocerla en persona aunque lo cierto es que sé de usted desde hace mucho tiempo.
- ¿Sí? –María lo miró sorprendida.
- Soy hijo de Armando Gisbert López. ¿Lo recuerda?
Le bastó apenas un momento para responderle.
- Por supuesto que me acuerdo. ¿Cómo  iba a olvidarlo?

A su mente acudió el recuerdo de su aprendizaje en la academia de pintura. Iba dos días a la semana terminada su jornada laboral  para aprender a pintar, su ilusión de siempre.
Se dedicó con tanto ahínco  que pronto destacó sobre los demás mostrando  un talento natural por el óleo.
Un día se celebró una muestra de los trabajos de los alumnos en una sala de arte concertada al efecto.
Allí se le acercó un caballero de aspecto distinguido.
- Hola, señorita, permítame que me tome la libertad de dirigirme a usted. Me llamo Armando Gisbert y su pintura me ha llamado la atención. ¿Podemos hablar un momento?
- Por supuesto, no faltaría más, me llamo María. –respondió gratamente sorprendida.
Se sentaron en una cafetería próxima delante de unos cafés.
- Me gusta la pintura y tengo una pequeña colección de cuadros de variados estilos. Creo  tener el don de descubrir un pintor fuera de lo común  cuando lo veo. No me equivoco con usted si le digo que le auguro un grandioso porvenir si continúa pintando así, se lo aseguro, mi  instinto no me ha fallado nunca.
María no supo qué decir, estaba arrobada por la presencia  de aquel hombre  que la  miraba con sumo interés.
- Le voy a proponer que pinte para mí. El precio no será ningún problema, desde luego. ¿Qué me dice?
- No sé que decirle –dijo titubeante-. Soy una principiante, no sería capaz de hacer un encargo  y menos a un entendido como usted.
- Paparruchas, créame. Podría habérselo pedido a un pintor de éxito y me haría un trabajo excelente  pagándole   lo que me pidiera. Pero no quiero eso. La escogí a usted, María, porque seria una creación que no seguiría ninguna pauta comercial, dejaría que el pincel interpretase su inspiración libre, sin ataduras académicas,  tal cual lo ha hecho en esos cuadros suyos  que he admirado y me hace decantarme y apostar por usted.
Estaba confundida y sonrojada. Era un hombre subyugante, sin duda,  y su proposición  tentadora, le parecía imposible.
- ¿Qué tipo de cuadro sería?
Todo el poder de la mirada de aquel hombre se volcó sobre   ella.
- Quiero que me pinte a mí- reveló con su bien timbrada voz.
Así fue como cumplió su primer encargo recibiendo una interesante  suma. A partir de entonces, sin dar crédito a lo que vino después, no dejó de pintar. Aquel cuadro de Armando  se comportó como un amuleto de la buena suerte, le llovieron tal multitud de clientes   que  llegó a pedir una excedencia en su bien remunerado trabajo para poder dedicarse de lleno a la labor.

- Celebro que le recuerde, María. Mi padre tampoco  la olvida, me dio recuerdos para usted.
Las palabras de Luis la sacaron de su evocación.
- Por favor, no me hables de usted, ¿quieres?
- De acuerdo, María.
- Conocer a tu padre y tener cierto éxito fue todo una. No sé cómo me atreví a pintarlo, era un reto muy grande y  temí decepcionarle.
- Pues fue todo un acierto, tu cuadro cuelga en su despacho de  fundador y presidente de la empresa y quién lo contempla pregunta invariablemente por la autora, es de un realismo asombroso, captaste su esencia, se muestra  tal cual es.

María estudió con detenimiento el rostro de Luis. Era el vivo retrato de su padre aunque en este caso la firmeza de los rasgos de su progenitor se había atenuado; destacaba su mirada juvenil y mostraba una bondad limpia y auténtica. Sus pómulos eran menos pronunciados y su mentón no tan avanzado,  tenía las mejillas sonrosadas y un díscolo mechón de pelo rubio bailaba  en su frente.
Luis convino en que María tenía un encanto natural. Lucía una feminidad serena y atrayente; de medidas armoniosas,  sus comedidos gestos eran elegantes y  delataban junto con su límpida voz un dulce encanto  que invitaba a descubrir.
- María, pronto expondrás en Madrid y creo  que en un futuro  próximo   Roma y París, ¿no?
- No me lo recuerdes –lució de nuevo su tímida sonrisa.- No sé de dónde sacaré tiempo para prepararlo todo, la verdad; esto me desborda, no pensé que gustase tanto mi pintura, te lo digo sinceramente.
- Te creo, María, mi padre ya me advirtió sobre tu honesta humildad como  artista y sobre todo como persona.
A María le gustaba aquel modo de mirarla. Había algo en él que le daba confianza, una seguridad que le recordaba  lo que sintió con su padre cuando lo pintó en aquel entonces.
- En realidad he venido para llenar  todavía más tu apretada agenda, ponerte  en un compromiso.
Aquella frase  le trajo a la memoria el momento en que su progenitor le pidió que lo pintara.
- Quiero encargarte una serie de cuadros, dependería de ti el número de ellos. Ni qué decir tiene que no voy a discutir tu tarifa, eso carecería de importancia.
- Lo mismo me dijo tu padre cuando lo conocí, la historia se repite. ¿De qué se trataría? –quiso saber intrigada.
- Nací en un pequeño pueblo de la Sierra de Mariola.  Mi trabajo me impide visitarlo las veces que yo quiera, volver a las calles donde corrí de pequeño, a mis raíces. Hace mucho tiempo  que no voy. ¿Comprendes, María? 
El rostro de María había quedado en suspenso, pendiente de sus próximas palabras.
- Quiero que pintes  mi pueblo,  las montañas, sus fuentes, árboles y  flores, plantas sin igual de aquel  paisaje tan recordado y querido por mí. 
Lo rememoró con tal vehemencia que María creyó atisbar la armonía de aquel lugar que tanta añoranza causaba en Luis.
- Los pondré en el  despacho y en mi casa para hacerme la ilusión de que estoy  allí, subiendo por sus callejuelas y recorriendo los senderos de las montañas. Tu pintura es tan real que lo conseguirá.
Luis se dio cuenta de la expectación que había despertado en ella.
- En breve podríamos acomodarnos en la casa donde nací y cada día tomaríamos una ruta para que pintaras. ¿Qué me dices?
Era una oferta muy interesante. Por otro lado una estancia en un ambiente rural respirando aire puro y oyendo los pájaros le servirían  para reponer sus gastadas energías y huir  del estrés de la ciudad.
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Agres resultó ser un idílico lugar. Enclavado en la Sierra de Mariola, era un pueblecito como salido de un cuento. Rodeado de olivos, almendros y árboles frutales, el aire estaba aromatizado por mil esencias de plantas medicinales y era una delicia oír el rumor de sus numerosas fuentes.
La casa era antigua, tenía dos plantas y corral. Las cuadras de antaño eran ahora una confortable estancia de sólidos muebles de madera hechos a medida siguiendo el estilo de la época, con el escudo y apellido de la familia esculpido en cada ángulo del respaldo de sillas y muebles. Una gran banca con coloridos cojines de ganchillo invitaba a gozar de su confort.
Las habitaciones estaban en el piso superior y eran de la misma madera  conservando idéntico  diseño.
Era una casa silenciosa y confortable en la que María se sintió a gusto desde el primer momento. Pronto se adaptó a las costumbres y a las gentes del pueblo, a ese tiempo sin reloj.
Luis resultó ser un solícito y encantador anfitrión. Poco antes de salir el sol cargaban el caballete,  la caja de pinturas y una cesta con el almuerzo. Subían a la montaña buscando perspectivas, los ángulos y la luz que a María le parecían más apropiados.
Volvían cuando el sol incendiaba los contornos del paisaje con su luz rojiza.
Mientras María pintaba sin descanso Luis leía un libro. En realidad pronto  se dio cuenta de que no dejaba de observarla un solo instante, sostenía  el libro para disimular.
El almuerzo era muy esperado y gratificante para María;   degustar  chorizos y morcillas de pueblo, en especial el lomo de orza, sabores inigualables que ya no existían en la gran ciudad.
Luis le indicaba los lugares y detalles que guardaban un especial significado para él; los cerezos en flor y  los olivos, la  fuente oculta  entre matorrales derramando su frescor. La cueva donde oyó decir de pequeño que  se escondía una gran serpiente, las laderas cubiertas de espliego, tomillo, mejorana, salvia, romero,   setas y espárragos en su época.
Un sano color rubí  pintó el rostro de María. Se sentía feliz en aquel ambiente, rodeada de una paz y equilibrio como nunca había vivido.
Contrastaba con Luis los aspectos de su obra,  conversaban hasta que el sueño los vencía en el portal de la casa, como antaño, viendo  lagartijas y dragones perseguir a  los insectos por las paredes encaladas a la luz de las farolas.
El cura  del pueblo los descubrió  un día bajar cogidos de la mano del Santuario de la Virgen con el rostro iluminado de un modo especial.
 Recordó cuando lo bautizó y le dio la comunión, el día de su matrimonio con Beatriz y el posterior entierro de la misma.
Aquel dolor y tristeza infinita que lo acompañarían siempre desde entonces, inconsolable por tan  irreparable pérdida.
La esperanza de que aquella muchacha le devolviera tal vez la alegría perdida a Luis empezó a crecer en el ánimo del sacerdote. 

Una noche, al calor de la lumbre, descubrieron  lo rápidas que habían pasado las hojas del calendario. Las llamas arrancaban destellos oscuros en la copa de coñac que sostenía Luis y en sus ojos María adivinó una emoción contenida.
- Como sabes hace mucho tuve la fatalidad de perder a mi esposa -comenzó a decir con suavidad dejando la copa y tomando las manos de ella-. Todo mi mundo se derrumbó, pensé que ya nunca volvería sonreír y ser feliz. Solo he vivido para trabajar sin descanso, sin otra meta que lograr más y más beneficios, como si con ello pudiese olvidar mi triste  pasado. Ahora, al conocerte, un presente nuevo y prometedor se ha ido abriendo ante mí, una ilusión  que pensé nunca volvería a vivir.
Se quedó mirándola expectante antes de proseguir.
- María, se me ha ocurrido una locura.  
Ella  sonrió levemente y contempló cómo el mechón rubio de su frente destacaba todavía más por resplandor del fuego.
- Ahora quiero pintarte yo a ti –afirmó de golpe.
- ¿A mí?- respondió ella  sonriendo desconcertada.
- Quiero pintar en tu corazón el mío, plasmar madrugadas, atardeceres, los colores más intensos y vibrantes que un hombre sea capaz de pintar con el pincel de su amor, María. Te quiero.
Un cálido y  creciente  calor comenzó a embargar a Maria. Un brillo  intenso asomó en su mirada.
- ¿Sabes…?  He vivido siempre sola y entregada a mi arte sin que nadie fuera capaz de pintar en el lienzo de mi corazón más allá de unos simples trazos. Preguntándome siempre si llegaría a conocer algún día a ese artista que me sorprendería llenándome de  luz y color.
Luis pudo advertir el temblor de las manos de María, esa mirada dulce que lo envolvía y revelaba cuanto agitaba  su interior.
- Llegaste tú y pincelada tras pincelada, has ido pintando  mi tela blanca con tu afecto, tu cariño, con lo mejor de ti mismo, creando  el más grato y auténtico retrato de hombre que pueda existir.
Un anhelo titilaba en los labios de él.
- Por si no lo sabes te diré que hace tiempo está impreso tu corazón en el mío, Luis, eres  el artista que esperaba y siempre soñé. Yo también te quiero.
Se besaron sutilmente, apenas una leve pincelada en sus labios.
- Ahora sólo falta firmar mi obra, cariño –le susurró al oído.
- Sí…-  dijo embelesada.

Amanecía cuando todavía  la paleta de colores pintaba su lienzo de amor.

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