viernes, 21 de noviembre de 2014

La momia





Ésta no es una historia corriente. La protagonista de todo cuanto sucedió es una muchacha muy singular. Tan especial como para que sus andanzas sean increíbles, fuera de toda lógica y comprensión.
Su nombre es Mar. Nombre ciertamente acorde con el lugar donde nació.
En un barco, en alta mar; una noche de tormenta espantosa. Poseidón  mostraba una de sus peores caras, estaba furioso y fuera de sí y no cesaba de poner a prueba a aquel insignificante cascarón que flotaba obstinado en no ir al fondo del océano. Por lo menos hasta que aquella frágil criatura pudiera ver cuanto apenas su primera luz.
Y la vio. Pero eso no fue todo, y aquí comenzó el sorprendente principio de su no menos sorprendente existencia.
De súbito la ira de Poseidón cesó; el señor de las aguas se retiró a lo más profundo al oír el primer llanto de aquella niña. Quizá alguien pudiera  pensar que fue por no oírla, tal era la potencia  de sus lloros.
Dada la precariedad de la travesía se apresuraron a bautizarla.  Mar seria su nombre, y marina fue el agua que un improvisado capellán dejó caer sobre su cabecita mientras hacía el signo de la cruz.
Creció hasta llegar a  ser una muchacha de increíble belleza. Tuvo a sus pies a reyes y príncipes, los más apuestos galanes le rindieron pleitesía.
Gozó  de los dones que tan generosamente le ofrecía la vida.
Pero Mar no era feliz. Todo le aburría, no encontraba placer ni sosiego en nada.
Sintió en sí misma todas las sensaciones que un ser humano pudiera sentir.
Desde la satisfacción más plena al desencanto más desalentador.
Todo lo experimentó. Menos una cosa. Jamás sintió miedo por nada ni por nadie, nunca se le puso la piel de gallina.
Se sentía incompleta, necesitaba que su piel se erizara por algún acontecimiento o causa, temblar de miedo, asustarse, acurrucarse en un rincón buscando refugio.
Había dormido en cementerios, jugado con fieras salvajes, se entregó  a los desafíos físicos más temerarios.
Incluso vivió una temporada en un castillo escocés. Y ni siquiera los fantasmas que se le aparecieron consiguieron asustarla lo más mínimo.
Hasta tuvo la descortés ocurrencia de echar aceite lubricante a las cadenas de aquellos lúgubres seres para que sus chirridos espeluznantes la dejasen dormir en paz. Los cuales, desalentados,  indignados e impotentes pese a sus esfuerzos por aterrorizarla volvieron a sus tumbas para no salir jamás.

Un día sus pasos la llevaron a Egipto. Y estaba en un oasis buscando dónde echar su saco de dormir cuando la tierra se la tragó.
Fue deslizándose como por un largo tobogán hasta aterrizar como un fardo en el suelo.
Cayó en medio de un lujoso salón, rodeada de gente elegantemente vestida.
Apenas tuvo tiempo de recobrarse cuando se vio apresada por dos robustos guardias. La llevaron ante un majestuoso trono y se dio cuenta que eran egipcios y que aquel imponente personaje  que la miraba con arrogancia debía ser un faraón o algo por el estilo.
- ¿Quién eres tú, que osas irrumpir en la pirámide sagrada?
- Soy Mar –fue lo único que se atrevió a decir.
- Muerte, muerte –gritó  a una el coro de sumos sacerdotes- Arrojémosla a Gusanofis, muerte, muerte a la intrusa.
Fue dicho y hecho. Se encontró en una estrecha cueva oscura y silenciosa. Aunque pronto oyó como un siseo que iba aumentando progresivamente.
Aquel extraño ser era como un gusano de grandes proporciones, tan grande que ocuparía pronto el espacio donde estaba  la muchacha. Pasaría por encima de ella y la disolvería con sus jugos gástricos sin remisión.
Mar no perdió la serenidad. Sacó de su mochila la lamparilla de luz del  camping-gas, la encendió y arrojándola sobre la enorme oruga contempló cómo ardía con la misma tranquilidad con que uno ve arder una falla valenciana.
Los perversos sumos sacerdotes no daban crédito a lo que habían visto. Rojos de ira gritaron de nuevo enardecidos:
- Gallinofis, la soltaremos a Gallinofis, ése será su fin.
La echaron a un corral de granja gigante. Era increíble. Todo era descomunal a su lado. Gallinofis era,  ni más ni menos una gallina gigante. Y bien sabido es que las gallinas picotean el suelo buscando alimento. Y Mar era una cosa blandita a los ojos de aquella ave que se aproximaba hambrienta hacia ella. En una demostración de astucia que hubiera asombrado al mismo Ulises de Ítaca, se cubrió con el chubasquero amarillo y simuló dos ojitos como pudo y empezó a dar saltitos  emitiendo sin cesar unos “pío, pio” de lo más convincentes.
La gallina quedó sorprendida por aquel improvisado pollito y, en un acto maternal, ahuecó sus plumas y la cubrió cobijándola.
Así estuvo la muchacha un buen rato sintiendo el  calor tan reconfortante de aquella improvisada madre adoptiva.  
El caso es que salió corriendo tan pronto tuvo ocasión para refugiarse en el granero.
Pero aquello fue como saltar de la sartén al fuego. Una nueva y pavorosa criatura la amenazaba de nuevo.
Primero descubrió el par de ojos negros y asesinos que la miraban. A continuación el cuerpo de la impresionante araña quedó al descubierto.
Sus proporciones eran increíbles, nunca imaginó un monstruo así.
El animal no tenía prisa. Aquella presa no podría escapar corriendo y zafarse tranquilamente. La alcanzaría sin dificultad.
El terrible arácnido se puso encima de ella rodeándola con sus peludas patas. De nuevo Mar permaneció tranquila. Su lógica natural, tan valiosa   siempre para salir airosa de cualquier situación, se puso en funcionamiento.
Y tuvo que hacerlo rápidamente pues el largo y puntiagudo aguijón de la araña iba directo hacia ella.
Sacó el spray contra insectos y mosquitos y le cubrió generosamente los ojos hasta cegarla por completo. La enorme araña se revolvió dolorida, dando tumbos torpemente,  sin rumbo;  se frotaba los ojos con las patas en un vano intento por recobrar la visión.
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De nuevo el faraón y su cuerpo de consejeros y los despiadados sacerdotes no sabían a qué nuevo y terrible  tormento someter  a aquella desdichada que los ponía a prueba sin cesar. Pero lo que de verdad les desconcertaba no era el ingenio y el éxito de los ardides empleados en su salvación. Lo realmente sorprendente en ella es que en ningún momento sintió miedo ni perdió la compostura, ni suplicó la gracia de que le perdonaran la vida.
No podían creérselo, era imposible doblegarla.
Entonces, Kaka -Fis, la esposa del faraón, que había permanecido observando la escena sin pronunciarse, bajo de su sitial de oro y se puso delante de Mar, mirándola desafiante a los ojos.
De aquella mirada saltaron chispas, rayos y centellas, pero ninguna bajó la vista. Hasta que, por fin, Kaka-Fis, en una amplia sonrisa triunfal, dijo:
- Polifemosis, la arrojaremos a Polifemosis y la historia de esta estúpida muchacha terminará para siempre.
Un ¡ohhhhhh¡ generalizado llenó la sala. Sin duda –pensó Mar- aquel Polifemosis sería su definitivo fin. O eso pretendían aquellos egipcios salidos de no se sabe dónde. Pero no entraba en sus planes morir todavía.
La abandonaron en un desierto y los soldados que la llevaron allí salieron corriendo como alma que lleva el diablo espoleando los caballos salvajemente. Pronto supo por qué.
Polifemosis era un gigante en  toda la extensión de la palabra. Tan alto como un edificio. Iba desnudo y era tan infinitamente feo como nadie podría imaginar.  Peludo casi como un oso aunque su rasgo más inquietante y aterrador era su único ojo en medio de la frente. Un ojo grande como el ojo de buey del mayor transatlántico. Aunque, eso sí, era bonito; los dioses que crearon a aquel ser tan abominable y descomunal lo dotaron de un iris de insólito azul marino de sorprendentes reflejos.
Sea como fuere Mar comprendió que no escaparía de Polifemosis. Éste la contempló curioso, sin comprender qué era aquello que tenía a sus pies.
La tomó con la mano fácilmente, como si fuera una muñequita.
Eso era en su enorme mano, igual que una Barriguita con las que jugaba de niña.  
El gigante puso a Mar a la altura de su ojo y el apestoso aliento de Polifemosis casi la tumba de espaldas. Su boca parecía el hueco de una gruta, de grande; sus dientes como palas de hornero, sucios y desiguales.
La verdad es que –pensó Mar- si quisiera se la tragaría como si fuera un perrito caliente. Y sin ketchup, eso sí.
La muchacha puso los brazos en jarras y se quedó mirando  fijamente  aquel ojo de Polifemosis. Si aquel único ojo era increíblemente azul, los de Mar eran de un negro azabache profundo y amenazador;  brillaban como puñales en una noche sin luna.
- Bájame al suelo ahora mismo, venga.
Polifemosis no podía dar crédito a lo que oía.
- Te digo que me bajes ahora mismo, tontorrón, no me hagas perder la paciencia.
Y como el deforme gigantón no le hacía caso, sacó su navaja de Albacete de la faltriquera y se la clavó en el enorme labio inferior que le colgaba fláccido y sin gracia.
Así que se vio la sangre,  Polifemosis lanzó un alarido de dolor y Mar casi estuvo a punto de caer al suelo. En su vida de gigante nunca le había pasado nada igual.
Mar sintió su rabia hacia ella y aprovechó el momento para decirle:
- Dame las gracias, Polifemosis, que no te la clavé en el único ojo que tienes.
El hombretón no salía de su asombro, una muñequita insignificante diciéndole esas cosas.
- ¿Sabes por qué no lo hice? Porque nunca vi ojo tan hermoso como el tuyo. Es como el mar a media tarde, cuando lo contemplo desde mi duna.
Eres el hombre más grande y más fuerte que existe y yo la chica más pequeña que nunca has visto. Deja que me vaya y diré por todas partes que he visto al hijo de un dios, que era más alto  que una montaña y con un corazón tan generoso e inmenso como el mismo sol.
Éstas y otras palabras de Mar abrieron poco a poco ventanas de luz en el laberinto de la inteligencia de Polifemosis, de tal modo que se quedo mirándola arrobado escuchando la dulce vocecita de aquella muñequita.
Cuando habló el hombretón Mar descubrió una voz varonil deliciosa que no casaba para nada en aquel rostro brutal.
- Nunca he visto nada como tú; no echaste a correr cuando fui a cogerte. Y me provocaste sin pensar en las consecuencias. Eres muy valiente, nadie lo es como tú. Soy Polifemosis, también conocido como el Guardián. Debo impedir que nadie llegue al valle que hay poco más abajo. Pero después de ver cómo has vencido a los monstruos del faraón y la determinación de tu mirada, no seré yo quien te impida seguir tu camino. Sí te advertiré que tu destino final quizá no dependa tanto de ti como del curso de los acontecimientos. Ve en paz.
Entonces Mar, conmovida por aquellas palabras, besó el labio lastimado de Polifemosis arrancándole una calida sonrisa de agradecimiento.

Un camino bordeado de flores conducía a lo alto del montículo desde donde divisó un pequeño valle. Conforme bajaba por la pendiente, el canto de los pájaros dejaba de escucharse y cualquier signo de vegetación desaparecía; de tal modo que pisó tierra del desierto sin saber dónde estaba realmente. Unas  hienas surgieron de improviso y Mar echó a correr para librarse de su ferocidad. Tropezó en una piedra y cuando ya los colmillos de las hienas buscaban su blanca piel, el suelo se abrió inesperadamente tragándola sin remisión.

Unos hachones iluminaban lúgubremente la pequeña estancia. Mar se quitó el polvo de los ojos y recompuso su vestimenta. Aquello parecía una tumba. Lo era, pues un sarcófago presidía el lugar. No había dibujos en las paredes como era habitual en las tumbas faraónicas. Ninguna alusión a los sirvientes, tesoros, comidas, detalles que representaran todo cuanto acompañaría al difunto al Más Allá.
Mar sintió inquietud por primera vez. No sabría definirla, pero notó que un nudo iba formándose en la boca del estómago. ¿Acaso era miedo lo que sentía? ¿Pero de qué?  ¿De quién? Solo estaba ella aunque iba haciéndose patente una presencia invisible. Mar miró ansiosa por los cuatro costados, la luz permitía ver hasta el último rincón. Nada. Se sintió observada. Una creciente angustia fue germinando en su ánimo siempre intrépido y valiente. ¿Realmente aquello era miedo, la opresión que atenazaba su corazón? Notó los latidos que se desbocaban por momentos. No podía ni moverse.
En  ese momento la vio. Salida de la nada. Una momia. Una andrajosa y polvorienta momia que parecía haberse despegado de una de aquellas paredes sin darse ella cuenta. La miraba a través de aquellos negros y profundos huecos que semejaban ojos. Y su boca era un girón estrafalario y deforme. Empezaba a temblar cuando una voz sin timbre ni sonido se abrió paso en su mente.
Tenía ecos de cueva oscura, de murciélagos volando, de rasgar de telarañas. Primero una palabra. Luego otra. Desesperadamente lentas. Dejadas caer una a una, como gotas taladrando la piedra.
“Sabía que vendrías”  “Te esperaba”, dijo “¿Quién eres?” –repuso Mar.
“No importa quién soy. Importa a qué has venido.”  
Aquella extraña conversación no hizo más que aumentar la zozobra de Mar. Eran palabras oscuras, de ecos surgidos de un lugar impensable para la mente humana. Ella nunca hubiera deseado estar allí sintiendo el  absurdo e incontrolable pavor que sentía. Aquello no podía ser cierto.
La momia se fue acercando. Y cuando la tuvo delante mismo de ella se le erizaron todos los pelos de su cuerpo. Por primera vez en su vida sintió terror, le castañetearon los dientes y no pudo controlar las convulsiones de su cuerpo, presa del pánico como estaba.
Pero eso no fue todo. La momia pegó su nariz inexistente a la suya y la besó. Mar sintió que un universo infinito penetraba dentro de ella. Todo Egipto llenó hasta el último rincón de su cuerpo. De norte a sur desfilaron los fértiles valles alimentados por el limo del Nilo; sus gentes, sus campos, sus casas. Palacios, templos, divinidades todas que se asomaron a la mente de Mar en una catarsis imparable. Y sobresaliendo de todo aquel maremágnum insólito el soberbio guerrero. Montado en su carro de guerra. Insolente y retador, desafiante.
Su lanza y su arco de marfil con el carcaj de plata y las flechas adornadas con plumas de faisán. Pa-Ska-Ratis, apodado el “Sin Piedad”, el faraón más guerrero y más temido por amigos y enemigos. Tan odiado y repulsivo por su crueldad que ni siquiera hubo amor de mujer que pudiera calmar el río de lava que corría por sus venas y desembocaba en el volcán siempre activo que era su corazón.
Una a una Mar revivió sus batallas, cómo desgajaba con su espada el cuerpo de sus enemigos, abría las cabezas  con su maza. Cómo emprendía una campaña tras otra, en una vorágine que no tenía fin de muerte y destrucción. Pa-Ska-Ratis, el “Sin Piedad”, la viva encarnación del diablo en la tierra.
Asistió a su vida desde su nacimiento hasta convertirse en una momia.
Quiso escapar de aquel horror, salirse de aquella vida que no era la suya pero no pudo. El beso la ataba y le robaba la libertad de escapar de Pa-Ska-Ratis. Lloró, imploró, suplicó por primera vez en su existencia, pero sus gritos se perdían en la nada, no había lugar donde esconderse de aquella pesadilla.
Alcanzó entonces al lugar más secreto del alma del guerrero. Donde la soledad invadía al ser despiadado y cruel. Donde unas insólitas lágrimas anegaban sus ojos suplicando la paz y el descanso que nunca encontraba y tanto ansiaba. Donde pedía con todas las fuerzas de que era capaz un alma que atravesara la coraza de su insensible corazón y endulzara su azarosa y dura vida de luchas sin fin; el  amor verdadero en el rostro de una mujer que parecía no existir para él y cuya ausencia le causaba  la infelicidad más absoluta.  
Sólo en esa soledad del faraón comprendió el drama que asolaba su espíritu, y una compasión repentina afloró en ella.
Sin embargo ese refugio era efímero, duraba lo que una muralla en ser derribada, una ciudad incendiada.
Por eso no existía ninguna alegoría que acompañase al faraón a la otra vida.
La razón era que su ba, su alma, el ka de Pa-Ska-Ratis,  permanecía intacto y se mantendría  vivo mientras su propio espíritu no encontrara el oasis reconfortante de otra alma que lo amase y se apiadara de la suya.
Éstas y otras muchas vivencias sintió Mar mientras duró aquel increíble beso de la momia.
Notó que no era la misma. Se sintió poseída por algo que escapaba de su conocimiento. La Mar que escuchó de nuevo sus palabras,  “Éste soy yo”,  no era la muchacha que había bajado a la tumba momentos antes.
Y de repente un impulso poderoso y desconocido la empujó a los brazos de la momia  y le besó con toda la fuerza y pasión de que fue capaz.
Aquel ser milenario y rudo, impío, inmoral, despiadado y sin sentimientos  llegó a la  orilla hermosa de un mar de azul infinito, donde las gaviotas saludan a tu paso y el rumor de las olas y las caracolas componen para quien la escucha la más increíble de las sinfonías.
De la mano de Mar descubrió un mundo de armoniosa concordia, de tranquila convivencia;  poco a poco las palabras de aquella muchacha pintaron en su incandescente corazón la dulzura que nunca antes conociera.
Ella, al igual que él, buscaba algo que su azarosa vida no le había reportado pese a que  lo intentó por todo el ancho mundo afanosamente, pero  fue inútil.
Y ella, a través sus labios, le transmitía la buena nueva de que por fin su largo y azaroso viaje en busca de realizarse a sí misma, había llegado a su término.
Se sentía realizada, completa, era una mujer nacida de sí misma pero totalmente diferente. Y el artífice de todo ello había sido él, Pa-Ska-Ratis, el fiero e inhumano guerrero. Y así le habló: “Voy a quererte, momia infame, corazón cruel, manos manchadas de sangre. Porque has poseído mi alma con el calor de  tu alma atribulada y he visto tanto arrepentimiento,  bondad y dulzura  como muerte sembraste. Yo redimiré para siempre tus pecados y los convertiré en buenas obras. Escribiremos juntos una nueva historia para ti y para mí. Tu espera no ha sido en vano, amor, tu ba y mi ba serán el mismo. Deja que descubra bajo ese feo sudario tu rostro hermoso y libere el esplendor de tu alma. Déjame vivir a tu lado,  amor, que el mundo entero sepa que fuiste el más grande faraón de la historia. Y saldremos a la luz de la vida, lejos de esta cárcel de muerte y lo proclamaremos a los cuatro vientos”
“Me conmueves, ablandas mi corazón de piedra con tus palabras. Eres el sueño que nunca me atreví a soñar ni yo mismo. Pero no puede ser, muchacha, soy una momia, un ser milenario, de otro tiempo que no es el  tuyo, somos estrellas inalcanzables en firmamentos diferentes.  Una burla de Cronos, que juega poniendo las fichas en tableros diferentes.
Eres la criatura más hermosa que nunca he visto. Y yo el ser más horrendo y feo que pudieras imaginar. Eres joven, en plenitud de tu vida, nunca te faltarán pretendientes con los que serás feliz.”
“Ya tuve amores y ninguno llenó mi corazón. Algo me decía que lo encontraría  donde menos imaginaba. Eres insoportablemente único, momia, mi momia querida. Contigo seré la mujer más feliz del mundo. “

Parecía imposible que pudiera suceder pero de las cuencas vacías de la momia brotaron unas lágrimas negras que semejaban  perlas.
“Muchacha, no seas insensata. Regresa a tu mundo y déjame purgar mi desdichado destino. Una momia es muy poderosa pero ante el amor se convierte en un cervatillo. Vete, te lo ruego, porque si nos besamos de nuevo y pedimos el mismo deseo al mismo tiempo se cumplirá. Si no es así el dios Tebi-Tofis podría destruirnos. Aléjate, te lo ruego, no quiero que sufras el menor daño por una horrible momia.”

En el mismo momento que unieron sus labios  en  aquel mágico beso, dos infinitos chocaron el uno contra el otro y  dos seres se fundieron para siempre. Dos almas formaron una sola y el dios sonrió complacido.

Y si creéis en los milagros,  un día de abril que ya  os diré, mirad al cielo en la quietud de la noche. Veréis un valiente  guerrero  y la muchacha más hermosa subidos a un carro formado de estrellas….


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