miércoles, 4 de junio de 2014

El Rayo



Cuenta una vieja historia que  había un  hombre tan anciano  que nadie sabía su edad. Ni él mismo recordaba sus años de tantos que tenía. Sus paisanos le apodaban “el antiguo”.
Lo mantenían vivo  la pena y el dolor que lo embargaban por la pérdida de su esposa y de su hijo.
Se los llevó un rayo una noche de tormenta delante mismo de sus atónitos ojos sin que pudiera hacer nada por salvarlos.
Un día un chamán tan viejo como él y que pasaba por allí se le quedó mirando muy fijamente y el hombre  sintió que  la mente del chamán penetraba en sus pensamientos.
-No sufras más y ve a Talcahuano. Allí están tu esposa y tu hijo.

El viejo sintió una fuerte conmoción por las palabras de aquel extraño personaje. Talcahuano significaba en el idioma mapudungin que hablaba el pueblo mapuche  “Lugar de los Rayos”.
Así que reunió a todos los habitantes del poblado y les dijo:
-El chamán habló y me dijo que fuera a Talcahuano a buscar a  mi familia. Os ruego me llevéis allí pues soy demasiado viejo para llegar yo solo.

Así lo hicieron y llevaron con sumo cuidado y prestancia al venerable y respetado anciano a ese lugar.
Talcahuano fue antaño un paraíso  luminoso y acogedor; ahora, como si una maldición se hubiera cumplido, se había convertido en  una tierra  inhóspita y lluviosa cuyos habitantes se ganaban trabajosamente el sustento. Un mar bravío de indómito oleaje dificultaba la pesca a quienes se atrevían a buscarla en aquellas gélidas aguas.
Muy pronto se dio cuenta el viejo de  que aquel paisaje hostil hacía honor al sobrenombre de “Lugar los Rayos”, pues pocos días amanecían  que no se iluminara el cielo con las más pavorosas tormentas.

Una noche  de tantas que se preguntaba dónde debía encontrar a su esposa y su hijo, y como respondiendo a su congoja por no saberlo, se desencadenó un temporal tan estruendoso y aterrador, que ni los más ancianos del lugar recordaban haber contemplado uno igual.
Incontables  rayos iluminaban de tal modo el cielo que parecía era de día. El viejo estaba deslumbrado y sobrecogido por aquella visión tan espectacular.
Se percató de que en lo más alto de una  montaña que los lugareños llamaban Madanga, convergían los rayos como si un poderoso imán los atrajese.
Una voz interior, como un presentimiento, le decía que era allí adonde debía ir.
Los habitantes de Talcahuano trataron de que desistiera de su intención pero fue en vano. Por más que le advirtieron que en aquel sitio moraban fuerzas poderosas y desconocidas y terribles misterios oscuros, no lograron cambiara de propósito. 
Trabajosamente,  arrastrándose como pudo, en medio de una lluvia fría que le calaba los huesos, emprendió la subida a la montaña.
El ansia por reunirse con los suyos hizo posible aquella dolorosa ascensión.
Exhausto, casi moribundo,  llegó a la cima y lo que vio le sorprendió  en grado sumo.
Había una gran piedra de forma rectangular,  a modo de altar, en la que  incidían los rayos  uno tras otro,  sin cesar un solo segundo,  increíblemente  sin hacerla añicos. 
El viejo estaba aterrado y al mismo tiempo fascinado por aquel espectáculo que escapaba a toda comprensión humana.
Sus piernas se movieron fuera de  control y le condujeron al mismo epicentro de aquel mar de relámpagos.
Sucedió que una centella se le coló  por una  manga, un chispa por la otra; por las orejas, por la nariz, por la boca, miles y miles de rayos fueron penetrándole sin cesar, agitándole como a una marioneta en un  baile indescriptible. 
El viejo notaba un tibio calor y un inquietante cosquilleo le recorría el cuerpo de pies a cabeza. Todo era luz a su alrededor y percibió que también él era luz, formaba parte de ese mismo resplandor.
En ese tabernáculo deslumbrador se fueron  perfilando unas luces todavía más intensas que atrajeron poderosamente su atención. No podía dar crédito a lo que allí acontecía, aquella visión le sobrecogió el alma. No le salieron lágrimas  porque era pura incandescencia pero quiso llorar y gritar de alegría al ver a su esposa y a su hijo hechos luz como él.
- ¡Padre, padre! –gritó su hijo yendo a su encuentro  envuelto en chispas.
-¡Manuel,  esposo mío, por fin has venido! –se alborozó ella desprendiendo resplandores.
El viejo se sintió por fin dichoso, su búsqueda había terminado.
Los tres se fundieron en un iridiscente abrazo que hizo saltar en mil pedazos la piedra del altar de los rayos.
A continuación se oyó un estruendo ensordecedor y   la montaña tembló sacudiendo y estremeciendo  hasta el último guijarro de tierra, árbol y arbusto de aquel lugar.
Cual si se hubiera obrado un milagro,  un deslumbrante sol iluminó  un nuevo paisaje,  verde y armonioso, acogedor y mágico.


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