Cuenta una vieja historia que había un
hombre tan anciano que nadie
sabía su edad. Ni él mismo recordaba sus años de tantos que tenía. Sus paisanos
le apodaban “el antiguo”.
Lo mantenían vivo la pena y el dolor que lo embargaban por la
pérdida de su esposa y de su hijo.
Se los llevó un rayo una noche de
tormenta delante mismo de sus atónitos ojos sin que pudiera hacer nada por
salvarlos.
Un día un chamán tan viejo como él y
que pasaba por allí se le quedó mirando muy fijamente y el hombre sintió que
la mente del chamán penetraba en sus pensamientos.
-No sufras más y ve a Talcahuano.
Allí están tu esposa y tu hijo.
El viejo sintió una fuerte conmoción
por las palabras de aquel extraño personaje. Talcahuano significaba en el
idioma mapudungin que hablaba el pueblo mapuche
“Lugar de los Rayos”.
Así que reunió a todos los habitantes
del poblado y les dijo:
-El chamán habló y me dijo que fuera
a Talcahuano a buscar a mi familia. Os
ruego me llevéis allí pues soy demasiado viejo para llegar yo solo.
Así lo hicieron y llevaron con sumo
cuidado y prestancia al venerable y respetado anciano a ese lugar.
Talcahuano fue antaño un paraíso luminoso y acogedor; ahora, como si una
maldición se hubiera cumplido, se había convertido en una tierra
inhóspita y lluviosa cuyos habitantes se ganaban trabajosamente el
sustento. Un mar bravío de indómito oleaje dificultaba la pesca a quienes se
atrevían a buscarla en aquellas gélidas aguas.
Muy pronto se dio cuenta el viejo
de que aquel paisaje hostil hacía honor
al sobrenombre de “Lugar los Rayos”, pues pocos días amanecían que no se iluminara el cielo con las más
pavorosas tormentas.
Una noche de tantas que se preguntaba dónde debía
encontrar a su esposa y su hijo, y como respondiendo a su congoja por no
saberlo, se desencadenó un temporal tan estruendoso y aterrador, que ni los más
ancianos del lugar recordaban haber contemplado uno igual.
Incontables rayos iluminaban de tal modo el cielo que
parecía era de día. El viejo estaba deslumbrado y sobrecogido por aquella
visión tan espectacular.
Se percató de que en lo más alto de
una montaña que los lugareños llamaban
Madanga, convergían los rayos como si un poderoso imán los atrajese.
Una voz interior, como un
presentimiento, le decía que era allí adonde debía ir.
Los habitantes de Talcahuano trataron
de que desistiera de su intención pero fue en vano. Por más que le advirtieron
que en aquel sitio moraban fuerzas poderosas y desconocidas y terribles
misterios oscuros, no lograron cambiara de propósito.
Trabajosamente, arrastrándose como pudo, en medio de una
lluvia fría que le calaba los huesos, emprendió la subida a la montaña.
El ansia por reunirse con los suyos
hizo posible aquella dolorosa ascensión.
Exhausto, casi moribundo, llegó a la cima y lo que vio le
sorprendió en grado sumo.
Había una gran piedra de forma
rectangular, a modo de altar, en la
que incidían los rayos uno tras otro, sin cesar un solo segundo, increíblemente sin hacerla añicos.
El viejo estaba aterrado y al mismo
tiempo fascinado por aquel espectáculo que escapaba a toda comprensión humana.
Sus piernas se movieron fuera de control y le condujeron al mismo epicentro de
aquel mar de relámpagos.
Sucedió que una centella se le
coló por una manga, un chispa por la otra; por las orejas,
por la nariz, por la boca, miles y miles de rayos fueron penetrándole sin
cesar, agitándole como a una marioneta en un
baile indescriptible.
El viejo notaba un tibio calor y un
inquietante cosquilleo le recorría el cuerpo de pies a cabeza. Todo era luz a
su alrededor y percibió que también él era luz, formaba parte de ese mismo
resplandor.
En ese tabernáculo deslumbrador se
fueron perfilando unas luces todavía más
intensas que atrajeron poderosamente su atención. No podía dar crédito a lo que
allí acontecía, aquella visión le sobrecogió el alma. No le salieron
lágrimas porque era pura incandescencia
pero quiso llorar y gritar de alegría al ver a su esposa y a su hijo hechos luz
como él.
- ¡Padre, padre! –gritó su hijo yendo a
su encuentro envuelto en chispas.
-¡Manuel,
esposo mío, por fin has venido! –se alborozó ella desprendiendo
resplandores.
El viejo se sintió por fin dichoso, su
búsqueda había terminado.
Los tres se fundieron en un iridiscente
abrazo que hizo saltar en mil pedazos la piedra del altar de los rayos.
A continuación se oyó un estruendo
ensordecedor y la montaña tembló
sacudiendo y estremeciendo hasta el
último guijarro de tierra, árbol y arbusto de aquel lugar.
Cual si se hubiera obrado un
milagro, un deslumbrante sol
iluminó un nuevo paisaje, verde y armonioso, acogedor y mágico.
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