Estabas todavía atontada por el efecto del tranquilizante.
Había sido una mañana demencial. Perdiste los nervios finalmente y arremetiste
contra todos y contra todo, fue algo irracional que te hizo estallar sin
poderte contener. Tu esposo te separó
cuando ya tenías medio agarrada por los pelos a tu nuera, agitando los
brazos y gritando desaforadamente.
Ahora empezabas a recordarlo todo poco a poco. La semana
anterior fue una locura, sin poder dormir, siempre en el pensamiento el próximo
juicio.
El ánimo meditabundo y la mirada perdida en mil sórdidos
pensamientos.
Las palabras se
quedaban pegadas en tu reseca garganta, ni te reconocías la voz. Deambulabas
por la casa deslizándote ajena a cuanto te rodeaba. Eras una sombra de ti
misma.
Nunca aprobasteis que apenas con diecinueve años vuestro hijo se uniera a
aquella muchacha. Eran demasiado jóvenes, tiempo habría de todo, pensabais.
Estaban muy acaramelados sentimentalmente, daba gusto verlos tan unidos y
entusiasmados. Parecían el uno para el otro.
Tu hijo siempre buscó en tu mirada que aprobaras aquella
relación, que le animaras y le dijeras ¡adelante¡ pero siempre un velo de duda y de temor era tu respuesta.
Sólo cuando vino al mundo Ainara recobraste la esperanza y
apostaste por aquella temprana unión. La niña fue una bendición celestial. Una criaturita
deliciosa que hizo las delicias de la familia. Y en la que volcaste tu entrega
de abuela más entusiasta y cariñosa.
Casi la criaste tú, siempre en tus brazos, mimándola como
hiciste con tus hijos cuando eran pequeños. Ainara fue tu locura, la alegría que
te recompensaba de tantos sinsabores como te atenazaban.
Su pelo y sus ojos eran los tuyos, la piel blanquita, los
andares….
No sabíais qué haceros con ella. Os la rifabais para tomarla
en brazos.
Un día todo se trastocó; la pareja empezó a discutir y la
unión que tan fuerte mantenían se vino abajo. Parecía que ello no fuera a
ocurrir nunca pero era un hecho palpable que no se llevaban bien.
Los reproches, las palabras fuera de contexto; y aquellos
mensajitos por el móvil que tan relevantes iba a ser.
De la noche a
la mañana la citación ante el juez; los
abogados, procuradores, toda la parafernalia que rodea un juicio.
Vuestra
abogada fue clara desde un principio: habría que luchar y muy bien para ganar
ante el estrado. Casi siempre le daban la razón a la madre y por ello la
custodia de los pequeños. Este hecho era el que te sublevaba, que tu hijo no
pudiera tener a Ainara; que tú misma no pudieras disfrutar de la compañía de tu
querida nieta.
No era sólo
la custodia lo que se barajaba; podía
ser condenado a la cárcel durante un tiempo y esta noticia te hizo estremecer
hasta lo más profundo de tu ser. Tu hijo, carne de tu carne, entre rejas, como un vulgar delincuente.
Aquello no podía ser cierto, sin duda era una confusión, algo que no iba a
suceder nunca.
Otra
alternativa eran los trabajos comunitarios; seria preferible a la cárcel, sin
dudarlo.
Los mensajes
por el móvil eran un arma peligrosa que esgrimiría el abogado de la parte contraria. Todo se confabulaba en
contra, eso era cierto. Y más que nada sería la sarta de mentiras que saldrían
de la boca de tu nuera; sabría hacer muy bien su papel frente al estrado.
Se te
llevaban los demonios al verla mirándote desafiante, segura de su victoria
sobre vosotros.
Tanto que la
quisiste, acogiéndola casi como a una hija. Y ese era el pago que os daba,
acusar al padre de su propia hija, sin el menor miramiento, amenazarlo con
quitarle la custodia de la niña.
El día del
juicio Ainara se quedó en casa de un familiar. La niña no habría comprendido el
por qué de todo aquello, sin duda se habría visto afectada por la gran tensión
que flotaba en el ambiente.
Por suerte
para ti en algunos momentos te venía al pensamiento la ilusión que tenías por
la tienda; los pormenores y trámites que iniciaste y los que todavía tenías que
llevar a cabo, una ingente tarea que te absorbía todo el poco tiempo que te quedaba libre.
También te
reconfortaban las palabras de ánimo y esperanza que te dedicaban todos tus
amigos y amistades.
No era poco,
desde luego, contar con tanta gente sincera a tu favor en estos momentos.
Aunque la pena y la desazón eran finalmente tuyas y de nadie más.
Te levantaste
por inercia cuando todos lo hicieron. El juez y el jurado entraban en la sala.
Iban a dictar sentencia. La suerte estaba ya echada, pensaste. Sólo cabía rezar
la última plegaria y desear una sentencia justa.
El rostro del
juez era una página en blanco. Sus labios apenas se movieron al pronunciar la
decisión del jurado. No llegaste a oírla, sólo notaste los abrazos de los tuyos
y sin saber por qué tus lágrimas afloraron.
Tu querido
hijo no iría a la cárcel. Pagaría una multa y cumpliría una orden de
alejamiento. Y podría estar con su hija cada quince días.
Era para
estar contentos, la verdad. El fantasma de la prisión se alejaba
definitivamente de tu hijo. La multa no era excesiva y el alejamiento sería
conveniente después de lo sucedido. Y podríais disfrutar de Ainara cuando
correspondiera.
Notaste cómo
un nudo espeso y doloroso aflojaba tu ánimo poco a poco liberándote de tanta
tensión acumulada. Y resonaron de nuevo aquellas palabras que nunca dejaron de
acompañarte en todo el tiempo que duró la pesadilla. De aquella persona tan
lejana pero a la vez tan próxima. “Sé fuerte”. “Ánimo, vencerás”. “Tendréis
suerte, todo irá bien.”.
Y lloraste de
nuevo. Pero esta vez fue de inmensa alegría.
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