miércoles, 25 de junio de 2014

Ainara




Estabas todavía atontada por el efecto del tranquilizante. Había sido una mañana demencial. Perdiste los nervios finalmente y arremetiste contra todos y contra todo, fue algo irracional que te hizo estallar sin poderte contener. Tu esposo te separó  cuando ya tenías medio agarrada por los pelos a tu nuera, agitando los brazos y gritando desaforadamente.
Ahora empezabas a recordarlo todo poco a poco. La semana anterior fue una locura, sin poder dormir, siempre en el pensamiento el próximo juicio.
El ánimo meditabundo y la mirada perdida en mil sórdidos pensamientos.
Las palabras  se quedaban pegadas en tu reseca garganta, ni te reconocías la voz. Deambulabas por la casa deslizándote ajena  a  cuanto te rodeaba. Eras una sombra de ti misma.
Nunca aprobasteis que apenas con  diecinueve años vuestro hijo se uniera a aquella muchacha. Eran demasiado jóvenes, tiempo habría de todo, pensabais. Estaban muy acaramelados sentimentalmente, daba gusto verlos tan unidos y entusiasmados. Parecían el uno para el otro.
Tu hijo siempre buscó en tu mirada que aprobaras aquella relación, que le animaras y le dijeras ¡adelante¡  pero siempre un velo de duda y  de temor era tu respuesta.
Sólo cuando vino al mundo Ainara recobraste la esperanza y apostaste por aquella temprana unión. La niña fue una bendición celestial. Una criaturita deliciosa que hizo las delicias de la familia. Y en la que volcaste tu entrega de abuela más entusiasta y cariñosa.
Casi la criaste tú, siempre en tus brazos, mimándola como hiciste con tus hijos cuando eran  pequeños. Ainara fue tu locura, la alegría que te recompensaba de tantos sinsabores como te atenazaban.
Su pelo y sus ojos eran los tuyos, la piel blanquita, los andares….
No sabíais qué haceros con ella. Os la rifabais para tomarla en brazos.
Un día todo se trastocó; la pareja empezó a discutir y la unión que tan fuerte mantenían se vino abajo. Parecía que ello no fuera a ocurrir nunca pero era un hecho palpable que no se llevaban bien.
Los reproches, las palabras fuera de contexto; y aquellos mensajitos por el móvil que tan relevantes iba a ser.
De la noche a la mañana la citación ante el juez;  los abogados, procuradores, toda la parafernalia que rodea un juicio.
Vuestra abogada fue clara desde un principio: habría que luchar y muy bien para ganar ante el estrado. Casi siempre le daban la razón a la madre y por ello la custodia de los pequeños. Este hecho era el que te sublevaba, que tu hijo no pudiera tener a Ainara; que tú misma no pudieras disfrutar de la compañía de tu querida nieta.
No era sólo la custodia lo que se barajaba;  podía ser condenado a la cárcel durante un tiempo y esta noticia te hizo estremecer hasta lo más profundo de tu ser. Tu hijo, carne de tu carne,  entre rejas, como un vulgar delincuente. Aquello no podía ser cierto, sin duda era una confusión, algo que no iba a suceder nunca.
Otra alternativa eran los trabajos comunitarios; seria preferible a la cárcel, sin dudarlo.
Los mensajes por el móvil eran un arma peligrosa que esgrimiría el abogado  de la parte contraria. Todo se confabulaba en contra, eso era cierto. Y más que nada sería la sarta de mentiras que saldrían de la boca de tu nuera; sabría hacer muy bien su papel frente al estrado.
Se te llevaban los demonios al verla mirándote desafiante, segura de su victoria sobre vosotros.
Tanto que la quisiste, acogiéndola casi como a una hija. Y ese era el pago que os daba, acusar al padre de su propia hija, sin el menor miramiento, amenazarlo con quitarle la custodia de la niña.
El día del juicio Ainara se quedó en casa de un familiar. La niña no habría comprendido el por qué de todo aquello, sin duda se habría visto afectada por la gran tensión que flotaba en el ambiente.
Por suerte para ti en algunos momentos te venía al pensamiento la ilusión que tenías por la tienda; los pormenores y trámites que iniciaste y los que todavía tenías que llevar a cabo, una ingente tarea que te absorbía todo  el poco tiempo que te quedaba libre.
También te reconfortaban las palabras de ánimo y esperanza que te dedicaban todos tus amigos y amistades.
No era poco, desde luego, contar con tanta gente sincera a tu favor en estos momentos. Aunque la pena y la desazón eran finalmente tuyas y de nadie más.
Te levantaste por inercia cuando todos lo hicieron. El juez y el jurado entraban en la sala. Iban a dictar sentencia. La suerte estaba ya echada, pensaste. Sólo cabía rezar la última plegaria y desear una sentencia justa.
El rostro del juez era una página en blanco. Sus labios apenas se movieron al pronunciar la decisión del jurado. No llegaste a oírla, sólo notaste los abrazos de los tuyos y sin saber por qué tus lágrimas afloraron.
Tu querido hijo no iría a la cárcel. Pagaría una multa y cumpliría una orden de alejamiento. Y podría estar con su hija cada quince días.
Era para estar contentos, la verdad. El fantasma de la prisión se alejaba definitivamente de tu hijo. La multa no era excesiva y el alejamiento sería conveniente después de lo sucedido. Y podríais disfrutar de Ainara cuando correspondiera.
Notaste cómo un nudo espeso y doloroso aflojaba tu ánimo poco a poco liberándote de tanta tensión acumulada. Y resonaron de nuevo aquellas palabras que nunca dejaron de acompañarte en todo el tiempo que duró la pesadilla. De aquella persona tan lejana pero a la vez tan próxima. “Sé fuerte”. “Ánimo, vencerás”. “Tendréis suerte, todo irá bien.”.
Y lloraste de nuevo. Pero esta vez fue de inmensa alegría.

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