miércoles, 22 de mayo de 2013

El león que quería ser payaso






Las cinco en punto. El Circo Piramidal empezaba la función. Otra vez por el pasadizo enrejado para desembocar en la pista, y Fleki, el domador, esperándonos con el látigo en la mano. A situarse cada uno en su sitio; cuatro leones, tres leonas y dos tigres siberianos.
El mismo trabajo de siempre: pasar por el aro de fuego, saltar de un taburete a otro, dejarse intimidar a cada latigazo de Fleki contra el suelo.
Abrir la boca mostrando las terribles fauces, lanzar zarpazos al aire como si quisiéramos desgarrar al domador…..Avanzar en estudiada formación: en línea, en horizontal, entrecruzarnos  sin chocar unos contra otros, fingir que luchamos con los tigres y rugir, rugir sin descanso para que la concurrencia disfrute con el espectáculo de las fieras.
Para culminar con el número estrella: el domador que mete la cabeza en la boca del león; y la gente que sostiene la respiración, sobrecogida por el espanto, el atrevimiento del valiente, temiendo que la fiera salvaje cierre la quijada y se trague al domador entero, como un bocadillo cualquiera.
Pero no sucede nada que haya que lamentar. Es un número ensayado de antemano, un juego en el que ambas partes sabemos quiénes somos y el lugar que ocupamos en la partida.
Si es cierto que algún descerebrado rompió las reglas del juego en alguna ocasión y se zampó al domador; pero no suele ocurrir. Algún zarpazo se nos podría escapar y de hecho se nos escapa involuntariamente; porque no hay que olvidar que somos animales feroces, bestias de la selva, armados con garras terribles e imponentes colmillos y dientes para desgarrar la carne de nuestras victimas.
Pero eso era en otros tiempos, tan lejanos que la memoria ni lo recuerda. Nací en la sabana africana de noble alcurnia. Mi padre era el jefe de la manada, éramos una gran familia, dueños de cuanto nos alcanzaba la vista. Mi madre y mis tías eran expertas cazadoras, siempre teníamos carne fresca y jugosa. Ellas me enseñaron el sutil y difícil arte de la caza, el punto exacto dónde morder para doblegar al antílope, la cebra, y otros herbívoros. También a mantener a raya a las hienas que, aunque menos poderosas  que nosotros, tenían también una formidable dentadura y en grupo  atacaban si alguno de nosotros quedaba rezagado.
Todo iba bien hasta que aparecieron aquellos coches de ruedas grandes. Fue  una tarde que descansábamos plácidamente después de darnos un festín con una pareja de ñus. Con redes nos atraparon a varios de nosotros y nos durmieron con los dardos. Mis tíos Darki y Solti y mi hermana pequeña se resistieron con valentía y los mataron  cobardemente.
Nos llevaron de viaje sin saber adónde, recuerdo el hambre y la sed que pasamos.  Cuando me vi entre barrotes en aquella jaula tan pequeña creí morir; tuvieron que ponerme un dardo de lo furioso que me puse.
Al despertar, Shila, una pantera negra en la jaula contigua a la mía, me dijo la cruel y verdadera realidad: estaba en un Circo y era propiedad del dueño del mismo. Ya no sería jamás un león libre.  Pregunté qué era un Circo y me explicó que un lugar horrible donde teníamos que obedecer en todo momento al domador, un hombre con un látigo en la mano que nos diría las cosas que teníamos que hacer. A cambio nos darían agua y comida y nos mantendrían con vida mientras cumpliéramos las órdenes que nos daban.
Sólo había una regla que nunca debía olvidar: bajo ningún concepto  atacaríamos al ser humano. Si lo hacíamos nos matarían de un tiro en la misma pista, ella lo había visto.  
Y, dentro de lo malo, podía considerarme afortunado; el Circo Piramidal era bastante considerado con sus animales; además del sustento me prodigarían cuidados médicos si los precisara. Me informó de la suerte aciaga que habían sufrido los integrantes de otro Circo, de nefando nombre.
El dueño se quedó en bancarrota por su afición al juego y al alcohol. Despidió a los trabajadores y abandonó a los animales a su suerte. Se fueron consumiendo poco  a poco en una granja abandonada en medio de un monte,  sin recibir apenas comida ni agua. Cuando la policía descubrió el lugar, el espectáculo era dantesco. No quedó superviviente alguno; sólo los pellejos resecos de los formidables habitantes de la selva que habían sido. Desde el gracioso chimpancé hasta el león y el majestuoso elefante.
Fue terrible, quedamos consternados. No dejamos de pensar en ello.
Shila me informó de cómo era la vida diaria en el Circo; me fue detallando quienes eran los integrantes del mismo. Los trapecistas, los domadores, los payasos, los acróbatas, la mujer barbuda, el hombre de hielo,  el personal auxiliar, los cuidadores, mecánicos, montadores,  en fin, todos y cada uno de los artistas o no que vivían bajo las carpas, hasta de los hijos de ellos, al cargo de un maestro que les acompañaba a todas partes para darles clase como en un colegio.  
Supe por ella que había leones como yo además de osos, cebras, focas, serpientes, elefantes, monos de todo tipo, gorilas, caballos, la más abundante y variopinta fauna que cabe imaginar. En general había camaradería, aunque cada uno tenía su propio genio. Los leones teníamos cierto status con eso de que éramos los reyes de la selva y el número del domador el que levantaba al público de los asientos. Debía de guardar cierta distancia con los elefantes que, aunque nobles, en ocasiones nuestra presencia les ponía nerviosos y eran muy fuertes y poderosos.
Se explayó con el tema del público. El Circo sólo tenía razón de ser por las gentes que venían a vernos. El Piramidal era uno de los mejores, por no decir el mejor. Siempre llenaba todos los asientos. Visitábamos las ciudades y localidades más importantes, se guardaban largas colas, todos estaban impacientes por ver los más actualizados y emocionantes números circenses.
Con toda esa información pronto me puse bajo las órdenes de Fleki, mi domador. No fue difícil aprender lo que debía hacer; el modo cómo  saltar, reptar.  hacer equilibrios, dar volteretas, levantarme cuan largo era sobre mis patas traseras y subirme con Tilo, un tigre siberiano, a la grupa de Polo, el elefante indio.
Lo que más me costó fue vencer el temor al fuego, si te descuidabas el aro ardiente te quemaba. Pero, vamos, con paciencia y buena voluntad aprendí los trucos del oficio, digámoslo así.
Como era el león más grande Fleki metía la cabeza en mi boca para causar mayor impacto. Y, la verdad, más de una vez quiso el azar y la buena estrella de Fleki que no cerrase la boca y se la arrancara de cuajo. No porque quisiera devorarlo, - los espíritus de  la selva no lo permitan -,  si no porque el pelo del domador me hacía cosquillas en el paladar y a veces tenía ganas de estornudar. ­
Eran dos sesiones al día, terminábamos agotados, la verdad. Nos ganábamos el sustento sobradamente. Terminaba aburriéndome de los mismos gestos feroces, el rugido escalofriante del rey de la selva, los zarpazos al aire, como queriendo alcanzar al domador.
Aunque los aplausos se los llevaba Fleki por ser tan valiente sometiéndonos restallando el látigo, en el fondo quedaban cautivados por la magnificencia de tan bellos y poderosos animales salvajes que éramos, la mayoría no habían visto nunca tan de cerca unos leones y tigres tan espléndidos. Nos hacíamos de respetar con nuestro fiero aspecto.
Después, en la soledad de la jaula, mi ánimo se venía abajo, como un castillo de naipes que es golpeado por una mano inmisericorde.
Pensaba en lo que había llegado a ser, una especie de león titiritero, desprestigiado tontamente  para entretener al público, dominado por Fleki, al que podría derribar  fácilmente con un  simple zarpazo.  
Al igual que Polit y Marit, una pareja de gigantescos osos pardos que les habían puesto un gorrito y una especie de faldita para el número que ejecutaban. Aquello era de lo más vergonzoso;  lo mismo que al oso polar, Norki, subido a un patinete dando vueltas alrededor de la pista.
Todos éramos casi como marionetas y  poco a poco parecía que  nos iba desapareciendo el instinto animal que anidaba en nuestro interior.
Pero debía resignarme, mi destino no podía ser otro que el de terminar mis días en la pista del  Circo Piramidal.

Cuando la niebla del sueño comenzaba a invadirme entonces asomaba el duende de mi otro sueño, el más fantástico que un león podría tener. Era mi secreto más profundo, un deseo fantástico que un día, sin saber por qué, se apoderó de mí. Una fantasía  irrealizable pero que alimentaba mis noches, cada vez con más intensidad, a la cual me entregaba entusiasmado, como si realmente viviera esos momentos que tanto deseaba. Como si, iluso de mí, fueran a llegar a ser  un día ciertos.
Soñaba con ser payaso. Por increíble que pudiera parecer,  yo, Júpiter, el más grande y fiero rey de la selva, deseaba ser un payaso. Sin que nadie lo advirtiera me quedaba embobado viendo a Tontino y Listillo, los  payasos del Circo Piramidal.  Eran fabulosos, no tenían parangón.
Era salir a la pista y todo el mundo les aplaudía. Calzaban unos enormes zapatos y unos pantalones bombachos inmensos, de colores chillones. Listillo iba de rojo y Tontino de blanco con lunares. Su nariz era una bola negra redonda y por manos tenían manoplas. Sólo verlos moverse uno junto al otro ya causaban  hilaridad. Listillo actuaba de maestro y Tontino de alumno. Por más que su compañero se empeñaba Tontino no atinaba una y recibía todos los golpes y calamidades que uno pudiera imaginar.
Sus diálogos eran chispeantes, provocaban las más encendidas y desternillantes  risas.  También cantaban y el público coreaba la música, y hasta se ponían a bailar frenéticamente para, con sus caídas y volteretas, conseguir meterse todavía más al público en el bolsillo.  
Pero Júpiter, el león de la selva, quería ser payaso por otro motivo. Le gustaban los niños. Adoraba contemplar la carita de arrobamiento que se les ponía cuando Listillo y Tontino saltaban a la pista. Sería fantástico tomar un pequeñuelo en brazos y frotarle la nariz de goma contra la suya, mirarle a los ojos y llenarse de su inocencia y candor.
No quería provocar temor por su fiero aspecto, al contrario,  soñaba ser un dulce y caricaturesco payaso, que la gente riera con sus payasadas, llenar el corazón de los niños de ternura y alegría.
Daría lo que fuera por  vestir un extravagante traje de payaso, pintarme la cara de blanco y bermellón,  y actuar  con ellos dos para arrancar los más entusiastas aplausos de todos.
Ese era mi sueño escondido. Mi sueño imposible. Lo tenía en mi cabeza dándome vueltas de un lado para otro, como degustando un caramelo que no deseaba se consumiera.
Después el sueño me vencía y los colores del arco iris, el rojo granate de Listillo y los mil lunares de Tontino se desvanecían como un caleidoscopio infinito.

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Aquella noche un extraño personaje irrumpió en mi sueño. Llevaba una levita negra y su cara era de rasgos  angulosos, con unos pelillos a modo de perilla. La chistera que le cubría la cabeza era desmesurada, nunca vi otra igual. Guantes blancos en  las manos. Su aspecto era hasta siniestro, me pegué lo más que pude a los barrotes para escapar de aquella visión.
Pero el personaje me sonreía y caminaba hacia mí. Cuando más cerca lo tenía me di cuenta de que no iba solo. Reconocí a Lucy, la chica que acompañaba a Blaki, el mago del Circo. ¿Qué hacía allí, con aquel hombre de negro, por qué no estaba ensayando los trucos con Blaki?
Se quitó la chistera y sacó algo de ella. No pude moverme siquiera, algo extraño me paralizaba. Era una varita. Igual que la varita mágica que tenía Blaki en sus actuaciones. La puso delante de mi hocico tembloroso. Y musitó aquellas extrañas palabras. Después sonrió malévolo. Y ya no puedo recordar nada más……..

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Los telediarios y los periódicos lanzaron la voz de alarma. Júpiter, el león estrella del Circo Piramidal, se había escapado de su jaula. Todo el mundo se había puesto a buscarlo;  en libertad un león, y más tratándose de un ejemplar de tan gran tamaño, era una animal muy  peligroso, de reacciones insospechadas. Había que darle caza cuanto antes.
Pero por designios del destino Júpiter no apareció nunca, ni el menor rastro, la más insignificante huella;  fue el suceso más comentado y más extraño con el que las autoridades y la Policía se habían enfrentado jamás.

La vida en el Circo Piramidal siguió su curso. A las cinco empezaba el espectáculo. Los trapecistas seguían volando en las alturas. La mujer barbuda y el hombre de hielo seguían causando curiosidad; el mago Blaki asombraba con sus trucos;  Fleki y sus tigres y leones encogían el corazón de los presentes. Sobre todo cuando metía la cabeza en la boca de Uris, el rey de la selva.
Y los payasos continuaban sembrando la alegría y la felicidad en el alma de  los niños más que nunca. Ahora del  modo más especial. Porque una tarde, de improviso y sin que nadie supiera quién era ni de dónde venía, apareció el  más increíble y fantástico payaso que nadie pudiera imaginar.
Sólo llegó a saberse su nombre. Y desde ese día fueron Listillo, Tontino y…BOBITO…….



















sábado, 18 de mayo de 2013

Urumi el gigante




Las tímidas luces del amanecer que penetraban por el ventanuco fueron rescatando lentamente de la oscuridad las dos figuras que yacían acurrucadas. El primero en incorporarse fue Urumi. Toda la noche había permanecido sobresaltado, intentando en vano conciliar un sueño tranquilo, sintiendo sobre sí los más funestos y terribles presagios. Y no es que no confiara en su valor y destreza. Era la tradición, el miedo a lo desconocido que sintieron en tales instantes todos los hombres que le precedieron, su propio temor, la misma ignorancia de los misterios del pasado lo que caía sobre él como una pesada piedra agarrotando sus músculos y su voluntad. Por otra parte había desistido de hacerse más preguntas. El viejo Totum, que seguía durmiendo a su lado, le dio todas las respuestas y, no obstante, estaba tan confuso como el primer día. ¿Por qué todo tenía necesariamente que cambiar? ¿Era preciso que luchara hasta vencer o morir? ¿Por qué no ocupaba otro su lugar, allí, en la choza, aguardando a que el sol brillara en lo más alto?
“Cada cinco generaciones –tenía aprendido Urumi desde la infancia-  nace un hombre como tú que es diferente a los demás hombres. Ellas le respetan la vida y lo dejan crecer fuerte para que se enfrente a su reina. Tú has nacido así y debes prepararte para ese momento.”
Y ese día, por fin, había llegado. El anciano, ya despierto, le frotaba la espalda con ungüento mientras cantaba la vieja canción. Era un canto a la libertad, a la esperanza, se ensalzaba la figura del héroe que había de liberarlos, de sacarlos a todos de la postración. ¿Sería él –pensaba Urumi-, quien vencería a la reina restableciendo así el orden que imperaba antes de la Gran Explosión? ¡La Gran Explosión! ¡Qué gran misterio!
“-Dicen las leyendas –le contaba Totum cada noche para que se durmiera- que el mundo de antes no se parecía en nada al de ahora. Las gentes de aquellos remotos tiempos habitaban grandes y altísimas casas y fueron tan sabias que llegaron a pisar las estrellas que vemos brillar por la noche. El hombre, dueño y señor de todo, gobernaba las naciones y dominaba a la mujer, pues era más fuerte que ella.
Pero un día sobrevino la Gran Explosión y todo cuanto se erguía sobre la faz de la tierra se derrumbó como la ceniza de una hoguera que pisas con el pie.
- ¿Y qué pasó luego? –quería saber el pequeño,  que se resistía siempre a cerrar los ojos.
- Sólo se salvaron unos pocos hombres y mujeres y varios animales. La vida siguió palpitando a través de ellos pero a partir de entonces el hombre, el macho, nació débil y pequeño y la hembra lo dominó.”
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Oyeron claramente unos vibrantes clarines y la puerta de la choza se abrió.
         El pequeño cortejo, con Urumi al frente, fue abriéndose paso entre la multitud hasta llegar a la explanada. Quedó sólo, en el centro, apoderándose de su ánimo las miradas cargadas de altanería y arrogancia que le dirigían las mujeronas. Aspiró con fuerza el tibio sol del mediodía y rehízo su espíritu. El no era un enano como los demás. Tenía la altura y corpulencia de los hombres de antes de la Gran Explosión, su fuerza, su astucia. Aunque no dejaba de sentir un molesto escalofrío al mirar los cráneos que adornaban el sitial de la reina. Eran las osamentas de los otros hombres,  gigantes que lucharon y perecieron. Más él iba a vencer y después poseería a las que ahora le despreciaban y los hijos que tuvieran no serían enanos, sino altos y robustos como él. Desterraría así, para siempre, la raza de hombrecillos que las mujeres esclavizaban y manejaban ignominiosamente. Esa era su misión, su destino.
         Sonó una trompeta y la soberana se levantó del trono. A ambos lados el pequeño ejército de fecundadores y servidores reales la despojó de su túnica de oro y la preparó para el combate.
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Se hallaban frente a frente. Arnia era bella y Urumi no sentía odio hacia ella, pero la maza que sostenía y el frío mensaje de sus ojos le forzaron a no pensar más que en destruirla. Se le abalanzó como un torbellino y a duras penas logró esquivarla. Era ágil y el hoyo que dejó su maza en la reseca tierra le habló por sí solo de su fuerza. Pero él también sabía defenderse. Totum resultó un excelente maestro. Arnia tuvo que retroceder ante el impetuoso ataque de su oponente. Cada golpe la llenaba de un ciego furor hacia el hombre, quería verlo muerto a sus pies, pero al mismo tiempo y por primera vez, algo en lo más recóndito de su ser se rebelaba contra el destino impuesto por la tradición y las costumbres. Urumi era hermoso y hubiera deseado vivir antes de la Gran Explosión, sentirse amada por hombres como él.
         El agotamiento hizo presa en ambos. Sus ropas se habían desgarrado y las mazas les resbalaban por el sudor. Tras unas fintas, Urumi se sintió alcanzado en una pierna. La visión de la sangre contuvo momentáneamente a la luchadora, pero impulsada por los enardecidos gritos de sus súbditas, redobló su furia.
Un seco golpe del hombre quebró su arma y se halló, de pronto, indefensa. Una fuerte tensión enrareció el ambiente. Urumi, contemplando su pecho agitado, su expresión de miedo, sintió lástima y pensó por un momento abandonar la lucha y alejarse de allí olvidándose de su cometido. Más ella, inesperadamente, le arrojó un puñado de tierra a los ojos al tiempo que saltaba sobre él. Rodaron por el suelo y Arnia experimentó una extraña sensación al tenerle tan cerca. Sus salvajes deseos se disiparon y el contacto de aquellas rudas manos sobre su cuello le pareció una caricia. Notó su aliento, sus fuertes músculos apretados contra su carne, el olor de su sangre y la invadió una súbita dicha. Quiso revolverse, alejar de sí la pesada neblina que comenzaba a apoderársele y no pudo. Apenas sentía ya la presión en su garganta. Estaba empezando a amar a aquel hombre. Sí, lo amaba.

Urumi notó un vacío dentro de sí mismo, cierta repugnancia, le pareció todo una inutilidad. Miró a los tendidos, esperando que le aclamaran, pero el silencio más absoluto lo envolvía todo.
- ¡He vencido! –Gritó con toda la fuerza de sus pulmones-  ¡Sois libres! ¡Sois libres!
Nadie le respondió.
Los miles de hombrecillos estaban avanzando a su encuentro. Pero no venían alegres, portaban armas en alto. Detrás iban sus gigantescas dueñas empujándoles, azuzándoles, ordenándoles.
De repente, el pavor pintó el rostro de Urumi. Había comprendido que también sus huesos adornarían el trono de una reina, que seguirían cantando la vieja canción.
Sólo se oyó un alarido, el alarido del gigante al morir. Y luego, la descomunal risa de las hembras.
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domingo, 5 de mayo de 2013

Los Diablos Rojos





Estaba sentada en una Goldwing grandiosa, reluciente como la lámpara de Aladino recién frotada. Era una rubia despampanante, con una minifalda que le llegaba al mismo ombligo. Era consciente de la atención que provocaba. Por eso limaba con parsimonia sus pulcras uñas de porcelana de color rosa. De vez en cuando levantaba la vista, miraba a través de las Ray-Ban de color verde, soltaba un lánguido suspiro y cruzaba lentamente sus largas piernas de escándalo, en un gesto sobradamente estudiado e intencionado, sabedora de que todas las miradas convergían en ella.
Su acompañante era un coloso de dos metros, con una larga melena rubia recogida en una larga trenza,  tostado por el sol de Benidorm y las calas mallorquinas e ibicencas. Parecía un dios vikingo, sólo le faltaba el hacha de Thor en sus manos, su aspecto era imponente.
El resto de  moteros ocupaban  la casi totalidad del parking del complejo turístico.
Los miraba embelesado, maravillándome de aquellas máquinas de ensueño,
aquellas motos impresionantes. La Harley “Road King”, las Springers, que tenían dos preciosos muelles bajo el faro en lugar de las horquillas convencionales. La Suzuki Intruder,  La Benelly TNT, la gran variedad de BMW, entre ellas una  Cruisser bien conservada y tantas  otras.     
Y no menos curioso era ver  a  los moteros, a cual con la pinta más extravagante. Vestían la mayoría de cuero,  algunos con espuelas y chinchetas en las zamarras, el pelo largo unos y otros de calva  brillante, casi todos rubios. Lucían piercings en orejas, labios y cejas, formaban un grupo espectacular.
Muchos llevaban una chica detrás, rubias llamativas o morenas escandalosas,  provocativas,  parecían cortadas por un mismo patrón.
Cuando se ponían  en marcha el rugido era formidable, como una sonata infernal interpretada por mil demonios que a mí me sonaba a gloria.
Ningún espectáculo era más atractivo  que una concentración motera. Me sentía feliz, en ningún sitio estaba más a gusto.

Aunque  hacía unos años no pensaba del mismo modo. Es más, casi aborrecía a los motoristas, siempre zigzagueando alrededor de los coches, surgiendo como rayos por el espejo retrovisor y haciendo adelantamientos suicidas y peligrosos para los conductores.  En Benidorm y otras playas, apostados  en las puertas de los bares, las grandes jarras de cerveza en la mano y las motos en las mismas aceras interrumpiendo el paso.  Bebidos, provocativos  con los transeúntes, obscenos muchas veces.
Era oír una moto, su estruendo insufrible, verlos hacer caballitos y me subía la tensión al límite.
No lo soportaba aunque no dejaba de reconocer que todos los que montaban dos ruedas no eran iguales.
Un día sucedió lo que sucedió. Era una tórrida tarde de verano, no corría el aire y el asfalto se hundía como un chicle gigantesco al paso de los coches, las ruedas se pegaban al mismo. El climatizador del coche no daba para más.
De repente el cataclismo, el más increíble choque en cadena en la autopista, coches y más coches estrellados unos contra otros, un estruendo descomunal e indescriptible. El más absoluto caos antes de que me invadiera la negrura más absoluta.
Desperté en la sala de espera, sólo perdí el conocimiento. Pero María, mi mujer, y mi hija, Lorena, están en la U.C.I., su vida peligra, como la de otros muchos.  Falta sangre, mucha sangre, los heridos se multiplican, el tiempo apremia, un minuto puede ser decisivo. Pero no hay suficiente, los doctores hacen cuanto pueden.
Estaba desesperado, mi esposa, mi hija, en peligro de muerte,  les dije que me la extrajeran toda, que no me dejaran ni una gota si con ello las salvaba.
Lloré no sé cuanto tiempo, recordaba momentos antes, la semana en el apartamento, la playa, las paellas y las barbacoas, las cenas en la terraza mirando las estrellas del firmamento….
Todo mi mundo afectivo  iba a desaparecer si perdía a María y a Lorena.
Y entonces oí el rugido. Era ensordecedor, su sonido era inconfundible.
Motos y más motos, como un ejército que avanzaba invadiéndolo  todo, una especie de Séptimo de Caballería motorizado, rugiendo sus motores, los moteros subidos en las  máquinas, sus rostros hieráticos,  melenas al viento, cabezas rapadas, botas de punta de bola de acero, calaveras pintadas, estandartes en forma de águilas, todo un muestrario inacabable de variopintos personajes.
Eran los “Red Devils”, los “Diablos Rojos”  el grupo más numeroso  y  ruidoso  de moteros, cuando salían a la carretera se apoderaban de ella, eran los reyes del asfalto. Nadie podía circular tranquilo con semejantes hordas en derredor, pasaban como flechas y se perdían en el horizonte.
Desmontaron todos a una, como un solo motero. Y aquello fue el milagro más grande que nadie pudo imaginar. Un mar inacabable de brazos fuertes y decididos se extendió ante las enfermeras para ofrecer un río abundante de sangre en la más generosa entrega que un  ser humano podía ofrecer.
Aquella sangre, infinita, altruista, salvó vidas y más vidas, en poco tiempo se recuperó la esperanza en tantos corazones atribulados por la desgracia.
Vi sonreír de nuevo a María y a  Lorena, ya fuera de peligro, y el eco de las motos al marcharse sonaba incesante dentro de mí, como la más dulce de las melodías.
Por eso ahora, cuando veo a un motero en máquina, el motor sonando acompasado, los preciosos cromados, las cartucheras, los espejos, el cuadro de instrumentación impoluto, veo a un ángel, un corazón que un día se ofreció a los demás, que salvó vidas.

Todo esto acudía a mi mente acodado en la barra del bar “El Capricho de Susie”. Apuré mi cubata, me puse los guantes y salí fuera. María me esperaba ya con el casco puesto sentada en nuestra Kawasaki Vulcan 1500
La puse en marcha y me uní al resto de mis compañeros, los “Red Devils”.
María y yo éramos también unos “Diablos Rojos”.