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El inspector
Casimiro Canales no sabia a qué conclusión llegar por más vueltas que le daba a
los dos casos pendientes. El primero de ellos contemplaba la cuarta víctima en
cuestión de tres meses; el mismo tipo de muerte e idénticas circunstancias. Varones, de 40 a 50 años y de
buena posición social eran las
coincidencias comunes.
Éste que
examinaba ahora tenía la misma expresión
de arrobamiento en su rostro que vio en los otros anteriores. La muerte debió
de sorprenderle realizando algún acto sumamente gratificante por lo que se
podía deducir.
Estaba
desnudo, apenas media sábana cubriéndole. La habitación, en orden. Seguro que
los de científica no encontrarían otras huellas que las del muerto y las de las
mujeres de la limpieza por mucho que se esmerasen en la labor.
Era tarde y
en vez de irse a dormir, volvió a
comisaría. Con un gesto de cansancio saludó a Adela. Era su ayudante y
tenía guardia esa noche. Intuyendo sus pensamientos, depositó sobre la mesa del
Inspector los expedientes del "Caso
del hotel" y "La mujer del descampado." Luego le trajo un café
doble; le haría falta.
El inspector
tenía claro, en el primer sumario, que los varones habían pasado la noche con una mujer y no despertaron jamás. Los hoteles eran de
cinco estrellas, los más lujosos de la ciudad. En las grabaciones de las cámaras de seguridad
se veían acompañados de una mujer muy alta, con toda seguridad sobrepasaría el
metro ochenta. Tan pronto era rubia como morena; o pelirroja. Vestida de traje
chaqueta con pantalón la primera vez y con falda corta en la segunda ocasión; con
atuendo informal la última. Se intuían prendas caras, de boutiques exclusivas.
Con toda certeza era la misma dama pero alternando diferentes atuendos para
despistar aunque su altura de ningún modo
podía disfrazarla para pasar desapercibida. Encima calzaba zapatos de
tacón alto.
Cubría los
ojos con gafas de sol, para mayor inri;
era de esperar. Contemplándola en conjunto se trataba de una mujer joven
y muy atractiva, tenía toda la apariencia de una modelo de pasarela de lujo.
Aunque
indudablemente había mujeres tan
atractivas como la que veía en las imágenes, -pensó el inspector- algo en su
instinto le indicaba que no era una vulgar dama de compañía ocasional. La
experiencia de tantos años de pesquisas le hizo ver sutiles detalles en su
forma de andar y desenvolverse que la elevaban por encima de la categoría de
cortesana.
Luego estaba
ese elemento que, aunque nimio, quizá
fuera una prueba a tener en cuenta; se
trataba del perfume presente la
habitación.
Nuria, la
cabo de científica, fue la que detectó esa esencia tenuemente impresa en la almohada y en las sábanas. Se trataba
del conocido Chanel nº 5, de Dior. Ella misma le confesó privadamente al inspector
que lo guardaba en su tocador junto con
otras fragancias.
En sí no
era ninguna prueba de nada, ese
aroma era usado mundialmente por
millones de mujeres. El Inspector se sorprendió recordando las declaraciones
que en su día hizo la célebre Marylin Monroe afirmando que al acostarse sólo se
ponía unas gotas de Chanel nº 5. Se sacudió de la mente el cuerpo de la diva
vestida con tan original pijama y se centró de nuevo en los casos.
Debería
visitar los lugares de alterne más de moda, bares y terrazas donde ese tipo de mujeres solían
tender sus redes para captar clientes. A no dudar que recurriría a su preferido
y asiduo confidente, Manolo Puentes, alias "el Narices", metido en
los entresijos de la noche y sus aledaños. Nada sucedía que él, de un modo u
otro, no llegase a saber.
No eran las típicas muertes causadas por un crimen
pasional; normalmente había un cuchillo clavado en el pecho, un tiro a
bocajarro, la cabeza rota a martillazos,
al amante o al infiel, a veces
ambos.
Los primeros
análisis de laboratorio no detectaron ninguna sustancia sospechosa como
causante de las muertes. Se observó el típico alcohol en sangre de unos
cubatas, un whisky, lo normal. Sin rastro de drogas y estupefacientes. Ni el
menor signo de violencia. Un ataque fulminante al corazón era el detonante de
las tres muertes anteriores y ésta última probablemente sería igual. Una
intrigante e inusual coincidencia, reconoció el inspector. En todos los casos había sido una muerte limpia, por decirlo así.
Los tres
finados anteriores eran casados y con hijos;
éste de ahora, a juzgar por las fotos de la cartera, aparentaba serlo
igualmente. Posiblemente buenos padres
de familia y esposos sin tacha, que se
supiera.
¿Qué motivo o
motivos pudieran existir para que alguien deseara estas muertes? ¿Se conocían
entre ellos, compartían algún otro y desconocido lazo de unión que no fuera la mujer alta y hermosa.?
Ella era las
clave de todo este embrollo. ¿Pero cómo localizarla?
Adela
contemplaba al inspector revisar los expedientes una y otra vez, pausadamente,
sin ningún signo de precipitación, los folios bien alineados y sin dobleces;
tenía fama de escrupuloso en su trabajo, de no perder de vista el menor detalle
que pudiera ser crucial a la hora de resolver un caso.
Le gustaba
recordar que se conocieron en la academia de policía; fueron de la misma promoción. Hasta sus
destinos coincidieron y trabaron una fuerte y cómplice amistad. Luego ella
contrajo matrimonio y se produjo el
ascenso de Casimiro a inspector, no por ello dejando de ser los amigos que
siempre fueron.
Ciertamente,
le conocía muy bien. Algo indefinible les unió siempre, propició que se
apoyaran el uno en el otro en el desempeño de su labor policial más allá de lo
estrictamente profesional.
Pocos sabían
con tanto detalle como ella que Casimiro, con apenas dieciocho años, se enroló
en la marina mercante y recorrió todos
los mares y océanos habidos y por haber. Conoció la más variada y variopinta
colección de lugares e individuos de toda clase y condición. Ello le procuró
una "mundología" muy útil en la vida -como él decía-, que resultó muy
provechosa también en el transcurso de su quehacer policial.
Era comedido
en sus actos y sólo se mostraba enérgico y contundente en alguna ocasión que lo
requería, aunque todo dentro de cauces normales que no trascendían más allá de
su compañero habitual, como era el caso de Adela. Una vez un individuo se le
puso chulo y amenazador, el "Gallo" le apodaban; y en un visto y no visto le puso una navaja
en la yugular ante el aterrado estupor
del otro. Ella le reconvino por su insólita acción.
- No iba a
sacar la pistola, ¿eh? La "manchega" -su navaja albaceteña de toda la
vida- viene bien para estos casos;
además, todo el mundo sabe que la
uso para abrir el pan del bocadillo. - restó importancia.
Otro día, que
perseguían a pie a un ladrón, les
salieron sus dos cómplices desde la oscuridad de un callejón. Casimiro apartó a Adela un lado y sin arredrarse lo
más mínimo, les propinó unos certeros golpes dejándolos en el suelo justo antes de que llegaran refuerzos.
- Trucos de
taberna de puerto -le dijo guiñándole el ojo.
Tras la
separación matrimonial de Adela,
Casimiro, soltero contumaz, le brindó todo su apoyo para que superara el
trance. Gracias a él salió delante de la crisis que la tuvo en suspenso durante un tiempo.
- ¿Cómo va
todo, Casimiro, ves algún hilo de donde tirar? -le llevó otra taza de café bien
cargado que él agradeció con una sonrisa.
- Nada,
Ade; me voy a dormir; a ver si soñando
se me aparece la solución.
Apuró el café
y camino de su casa pensó en Adela, su fiel compañera de siempre. Sin sus
observaciones muchos casos no los hubiera resuelto tan favorablemente. Era su
mano derecha. Si él era paciente y perseverante, ella aportaba esa chispa que
en momentos de ofuscación investigadora saltaba para dejar ver ese detalle, la
prueba, el camino que mostraba la luz en el caso a resolver.
Habían tenido de todo en estos años; momentos de
servicio tranquilo y rutinario y muchos
otros donde la adrenalina saltaba sin freno. Lo último el tiroteo al asalto a un Banco donde Adela
resultó herida de bala. Aunque no revistió
la gravedad que se pensaba en un principio, se le vino el mundo abajo al
verla en la camilla sangrando abundantemente.
En un
inesperado acto reflejo depositó un beso en la mejilla de su compañera a la que, pese a su estado
semiinconsciente, no le pasó desapercibido; una desdibujada sonrisa se reflejó
levemente en su rostro.
Fue a todo
cuanto se atrevió durante el tiempo que se conocían. Nunca supo por qué no le
declaró su amor. Se limitó a quererla en silencio, suspirando cada vez que
estaba cerca, dándose ánimos a sí mismo a lanzarse de una vez por todas y dar
rienda suelta a lo que sentía por ella. Pero ese momento nunca llegó.
Luego sus
destinos se separaron y un día se enteró
que se había casado.
En su fuero
interno se arrepintió una vez más de no haberle dicho que era la mujer de su
vida.
Aunque lo
intentó en un par de ocasiones, nunca
cuajó una relación duradera y satisfactoria con ninguna mujer. El recuerdo y la
añoranza de Adela se lo impedían.
Ahora, una
tenue lucecita iluminaba su corazón. De vez en cuando se veían para tomar algo,
como si tal cosa. Incluso la llevó a cenar en dos ocasiones.
Todo muy
informal aunque a él no se le escapaba que Adela sabía la predilección que
sentía por ella.
Ante la
premura de sus superiores y la opinión pública porque se resolviera el
"Caso del hotel", el inspector apremió insistentemente a sus
informadores y buscó nuevas vías para descubrir indicios que le orientaran en
alguna dirección. Todo fue en vano; nadie pudo darle la menor pista de esa
mujer que aparecía en los videos de los hoteles.
Un día, hasta
se acercó a una perfumería para pedir una muestra de Chanel nº 5. ¿Esperaba que
ese perfume presente en la escena del
suceso le mostrara la identidad de la dama en cuestión?
Era el caso
más difícil al que se enfrentaba en toda su carrera como detective. Una intensa
frustración atenazaba su ánimo.
En sus
intentos por solucionar el caso pensó en encargarle a Samuel, el detective de
la comisaría, que visitara discretamente los lugares más selectos y
sofisticados fijándose expresamente en cuantas mujeres altas y
atractivas pudiera encontrar y
coincidieran con las señas físicas de la
misteriosa acompañante del hotel.
Luego abandonó la idea porque sería improbable
descubrir en una mujer de estas características cualquier signo, por nimio que
fuera, que delatase la autoría de las muertes.
No obstante,
desde entonces, ponía especial atención en las
señoras que se cruzaban en su camino y que sobrepasaran el metro
setenta y cinco, llegando a visitar, compulsivamente, diversos y elegantes ambientes de reunión que fueran propicios
para encontrar a la escultural dama.
Debía de
existir, elucubraba en su paranoia, un censo de mujeres altas e impresionantes
al que consultar y señalar con el dedo
la que buscaba
Y, maquinaba
mentalmente el Inspector, si llegaba el caso
de que su sagacidad la descubría, ¿cómo demostraba que había sido ella y no otra?
Porque era
una verdad incontestable que no existía el arma del crimen. Y sin el arma homicida con huellas impresas sería
difícil probar la autoría de quien fuese. En el supuesto, claro está, de que se
tratase de un crimen. No había derramamiento de sangre, ni golpes, ni cualquier tipo violencia o de actos causantes de las muertes. Habían fallecido de un ataque al corazón. Ni las autopsias ni los laboratorios hallaron prueba
ni causa alguna que no fuera un paro
cardíaco; simple y llanamente.
Quizá las
víctimas habían muerto de la fuerte impresión causada tras pasar una noche de
lujuria en compañía de semejante monumento
de mujer. ¿Por qué no? Era una
suposición tal vez absurda pero desde luego el corazón de cualquiera se
desbocaría hasta estallar sin duda en una situación así.
Vaya
pensamientos se le ocurrían, cavilaba. Hasta llegó a imaginarse a él mismo
delante de una delicia de criatura así, con su metro sesenta y siete, aupándose
cuanto pudiera para llegar a besar sus
carnosos labios.
Sin duda una
hembra así no era para él, un hombre con poca iniciativa y experiencia en el campo amoroso. Le llegaría
a la altura del hombro si acaso y se sentiría apocado del todo. No sabría
desenvolverse con soltura con un hermosura
de esas características. Nunca se había visto en una situación
semejante.
Algo tenía
que hacer, desde luego. ¿Pero el qué? No había huellas, sólo un rostro difuso
tras unas gafas oscuras y las imágenes
de una dama camaleónica en cada ocasión. Solamente su impresionante
apostura era el dato a tener en cuenta.
En las ocasiones que se había topado con mujeres
de considerable altura, las había seguido discretamente allá donde sus
pasos las llevaron. Infructuosamente; nada en especial fue digno de mención ni
de sospecha en el seguimiento a que las sometió.
Por si no
tenía bastante con "El caso del hotel", también
estaba inmerso en otra
investigación que tenía visos de ser bastante complicada. Se trataba de
una mujer que fue encontrada desnuda y
sin vida por unos senderistas en un
apartado paraje campestre.
El laboratorio
determinó que la causa de la muerte fue la ingesta de gran cantidad de alcohol
y drogas. Sin documentación alguna que pudiese determinar su identidad. En vida debió ser muy hermosa
por cuanto se pudo deducir de sus preciosos
rasgos. Y un detalle inquietante: sobrepasaba el metro setenta y cinco
de estatura, lo cual perturbó sobremanera al Inspector por cuanto de
coincidencia tenía con la misteriosa acompañante femenina en el otro caso. Mujeres altas eran la constante en ambos
sucesos.
Muchos
interrogantes acechaban la mente del Inspector. ¿Quién o quiénes abandonaron a la mujer de ese modo
y en tal estado en un lugar tan poco
concurrido? Seguramente serían los causantes de todo ello, los inductores del cuadro etílico y tóxico que propiciaron su muerte.
Aunque
antes que nada sería necesario saber
quién era para tener un hilo conductor
que llevase al esclarecimiento del caso.
Tras analizar
las piezas dentales se supo que cuatro implantes estaban hechos recientemente.
Adela sugirió que se visitara a los odontólogos, estomatólogos y maxilofaciales de la ciudad para ver si una
mujer alta y bella había acudido a la
consulta de uno de ellos. Total, no llegaba a la treintena el número de
especialistas en este campo médico. Y
sin duda una mujer de estas características tan peculiares sería recordada.
Tendría, por ende, ficha conteniendo sus datos. Detalles que llevarían a saber
si vivía sola o en pareja; hijos,
familiares que pudieran echarla de
menos.
Aunque bien
era verdad que no había en comisaría ninguna denuncia de desaparición de nadie
desde que fue encontrada, y de esto hacía tiempo.
Era una línea
de investigación que podría llevarle a algo o no, pero sin duda un punto donde
apoyarse para esclarecer el caso.
Ningún espejo
del mundo sería capaz de evidenciar con toda fidelidad el esplendor y la
belleza de la mujer que se reflejaba desnuda en él. Alta. De medidas que se
ajustaban a los cánones más puristas del cuerpo femenino más perfecto y
deseable que pudiera existir. Parecía ser la encarnación hecha mujer del sueño
de un dios en su eterna búsqueda de crear la criatura más excelsa; una diosa de belleza infinita que fuera digna
de él y que ante su incontestable magnificencia y sublimidad todos se rindieran
a su fascinación y embrujo.
Sin duda ella
sabía que cada centímetro de su piel de caramelo y cada sinuosidad y detalle de
su anatomía eran irresistibles sin remisión alguna para quien la contemplase.
Su boca
carnosa y sensual lucía un leve carmín, al igual que una discreta sombra de
ojos resaltaba todavía más su mirada de ojos grandes y almendrados.
Una nariz de
dibujo perfecto y unos graciosos pómulos sonrosados iban acorde con una rizada y luminosa melena
rubia.
Ésta vez
el iris de sus ojos serían de un negro
intenso. Peluca de pelo castaño. Sus gafas de sol de Armani de siempre. Iba a
ser la última vez que realizaría aquello. Aquel hombre nunca la reconocería,
tan solo la vio cuando era pequeña, imposible que llegara a descubrir quién era
y por qué.
Al pensar en
su madre un rictus de amargura cruzó su bello rostro unos instantes. Desde que
perdió a su padre, siendo una niña, la vida sentimental de su madre estuvo unida a la de un personaje muy rico e influyente en el ámbito social. Una relación de muchos años,
de siempre. Ella se enamoró de él nada más conocerlo. Las conveniencias
sociales no hicieron posible que vivieran juntos.
Su madre era
feliz con ese hombre, lo amaba, se lo decía siempre. Era el amor de su vida. Y
ella adoraba a su madre por encima de todo aún cuando pocas veces estuvieron
juntas. Desde pequeña estuvo internada en los mejores colegios en el extranjero
y sufragó sus estudios en una
prestigiosa facultad estadounidense.
Un aciago día su madre apareció muerta en un
paraje perdido. Después de un tiempo
supo la verdad de su absurda muerte. Tras una noche de alcohol, de excesos y
extravíos, el que creía era su amor y varios amigos más, embrutecidos y fuera
de sí, la usaron para abyectos
y perversos juegos acabando con
su vida.
Juró vengarse
de tan cruel e incomprensible muerte. Lo pagarían muy caro. Sólo faltaba uno.
El que fue el amor de su madre, el que nunca debió permitir lo sucedido.
Se ajustó
unas braguitas rojas de encaje y unas medias negras que sujetó en el liguero.
Siguió con la falda del traje, por encima de la rodilla. Unos zapatos negros de
tacón alto.
Observó sus
pechos, de delirante y proporcionada
turgencia, en ángulo de noventa
grados, de perfección absoluta. Los pezones oscuros, enhiestos, desafiantes y
tentadores.
Entonces
impregnó las yemas de los dedos índice y
corazón de su mano derecha en aquel
líquido incoloro, inodoro e insípido. Fue frotando lenta y persistentemente las
oscuras aréolas de cada mama hasta que la piel se impregnó del invisible fluido.
Satisfecha,
cubrió sus pechos con el sujetador rojo que hacía juego con sus braguitas y se
puso la chaqueta que conjuntaba con la
falda.
Un toque de
Chanel nº 5 en los sitios estratégicos que tan bien conocía, completó su
atuendo.
Si su espejo
hubiera sido el de la bruja de Blancanieves y le hubiera preguntado si
había una mujer más hermosa, sin duda le
habría dicho que no existía una mujer más irresistible, escultural y deseable
que ella.
Estaba
brillante, majestuosa; una auténtica
diosa bajada de las estrellas para enloquecer a los mortales.
Esa noche sus
pechos recibirían los chupeteos
libidinosos del hombre. Y poco
después su corazón se pararía para siempre. El círculo quedaría cerrado.
Luego ella
volaría a Lausana, a sus clases de siempre, en la Universidad. Era Doctora Cum
Laude en Ciencias Químicas.
Y la fórmula
de aquel líquido incoloro, inodoro e insípido, seguiría siendo su mayor
secreto.
El inspector
Casimiro Canales no dejaba de pensar en el fracaso en la resolución del
"Caso del Hotel" y en el de "La mujer del descampado." Eran
dos espinas que tenía clavadas en lo más
hondo de su estima profesional tan grandes que no podía olvidarlas,
estaban presentes en todo momento.
Hasta tal punto que, cuando emprendiera un nuevo caso, tenía la incómoda sensación de
que no a sabría resolverlo
favorablemente, le vendría el recuerdo
de los que no supo aclarar.
Tras apurar
el tercer café en la terraza del parque, sus derrotistas pensamientos se vieron
interrumpidos por el estruendo lejano de un avión en lo alto del cielo. Si
hubiera volado más bajo el Inspector hubiera leído en el costado del avión el
nombre de la compañía aérea: Swissair.
Sentada en un
asiento de clase VIP la mujer contemplaba la ciudad que, conforme la
aeronave alcanzaba altura, se hacía más y más diminuta a sus ojos.
Quizá, por
unos instantes, la mirada de aquel policía sentado en el banco de un parque
hubiera podido cruzarse con la de ella. Quizá….
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