jueves, 2 de octubre de 2014

Bella Dama



Como todos los jueves, allí estaba la  nota en su  buzón del zaguán de la finca. Un folio cortado a mano por la mitad dentro de un sobre.
Esta vez eran cuatro frases escritas con su letra de cuidada caligrafía y perfecta norma ortográfica. La semana pasada fue una especie de poema de los que acostumbraba a dedicarle.
De nuevo la pregunta de siempre: ¿quién  era aquel hombre que desde hacía meses le escribía todos los jueves?
Elvira vivía en una finca de muchos vecinos y por más que trató discretamente de averiguar quién pudo ver al que dejaba esas misivas no obtuvo nada en claro.
Por mucho que trataba de comprender lo que le estaba pasando no encontró explicación alguna. Que un hombre le escribiese amparado en el anonimato  nunca le había sucedido. Se expresaba con educación y una galantería comedida,  para nada pedante y le transmitía cuanto ella le inspiraba.
¿Cómo podía decirle aquella retahíla de bonitas palabras a una mujer desconocida? Eso pensó al principio; justo hasta cuando en una carta le escribió…”¡ Qué bien le sentaba el vestido azul, estaba preciosa!”
Aquello la descolocó por completo. Efectivamente, hacia poco se vistió de azul; una falda plisada por encima de la rodilla y chaqueta de algodón haciendo juego.
Contrastó su letra con la de sus amigos, con todos cuantos conocía y formaban parte de su entorno.
Intentó sin éxito adentrarse en la personalidad de su desconocido admirador, ni su nombre sabía.
Cuidaba sus frases con esmero, la palabra justa y en su orden, sin rebuscamientos, una prosa  que se apoderaba suavemente de ella y que la inducía a querer leer más, a esperar con impaciencia el próximo jueves.

Elvira era maestra de Reiki, un método de vida para sanar y lograr el equilibrio de cuerpo y mente, aumentar la fuerza universal que todos poseemos y llevamos dentro.
Pese a su autocontrol, algo en su interior estaba sufriendo un cambio que no sabría definir. Con la llegada de esas insólitas cartas cargadas de una devoción  inesperada,  acudió  a su mente  el recuerdo de todos los episodios sentimentales que había vivido y creía desterrados para siempre.
Aquellos hombres que desfilaron por su corazón sin que ninguno de ellos dejase raíces tan profundas como para llenar y compartir su vida plenamente.
Era una mujer de acusada personalidad, profunda, como un océano tan inmenso y desconocido que cuantos hombres intentaron navegar en sus aguas fracasaron en las primeras corrientes adversas.
Decían de ella que pocos, tal vez nadie,  podían  mantenerle la mirada más allá de cuatro segundos dada la fuerza y fulgor  que emanaba.
De una feminidad natural y nada artificiosa, era elegante y su armonía corporal se veía coronada por una melena rubia que refulgía como el oro. Ciertamente encandilaba al sexo masculino, era imposible sustraerse a su encanto. Ella se sabía el centro de un sistema planetario formado por hombres que la ensalzaban y la adulaban para lograr sus favores.
Pese a ello no era vanidosa  ni prepotente en su trato como cabría suponer.  Su trabajo y experiencia, su entrega y generosidad sin límites a los demás en el desempeño del Reiki y de las Flores de Bach, la habían hecho muy popular y apreciada.
Su consulta estaba a rebosar siempre y cuando llegaba por la noche a su casa, rendida y exhausta, sólo la satisfacción de hacer felices a los demás la compensaban de su ingente trabajo.

Pocos conocían su faceta más intima, lo hogareña que era. Rodeada de sus plantas, arropada por sus libros y  cotidianos enseres, encontraba el sosiego y la paz para reponer sus gastadas energías.
La serena presencia  de su gato Sivi le devolvía también el equilibrio perdido. Era un mimoso ejemplar de gato blanquinegro  que nada más la veía entrar frotaba su lomo entre sus piernas y buscaba sus caricias.
Como era costumbre en los felinos domésticos, recorría la casa hasta el último rincón para cerciorarse de que todo estaba en su lugar correspondiente. Elvira sabía leer  en la mirada de su gato que todo estaba como lo había dejado, que nada había cambiado, que podía estar tranquila.
Guardaba cuidadosamente los escritos de ese hombre y los releía diariamente.
Le mostraba un fervoroso interés, la hacía partícipe de su vida contándole detalles particulares en sus cada vez más extensas cartas. La involucraba sin pretenderlo en una desconocida curiosidad, inconscientemente pensaba en él y se hacía insospechadas preguntas sin posibles respuestas.
Elvira deseaba amar y ser amada. Un invisible reloj, incansable, la apremiaba. Su corazón estaba vacío desde siempre, falto de un caballero, de un rey que gobernase sus dominios y guiara el caudal de sus sentimientos, colmándola de dicha como nadie lo había logrado.
Hubo príncipes, vanos e inconstantes, curiosos y fatuos galanes que quisieron  conquistar sus ricos y vastos dominios amorosos sin conseguirlo.
Ella nunca se dejó engañar por falsos espejismos, por ilusiones pasajeras, por caballos de Troya  ni astutos Ulises.  Una voz interior, su faro espiritual  más íntimo, su fiel  escudo, la guiaba por el buen camino.

Una carta la desconcertaba por encima de las demás, desbordaba el  curso natural de sus pensamientos. Quería conocerla, concertar una cita. Se lo haría saber en breve.
Desde ese momento estaba inquieta, como una adolescente en su primera cita con un chico. ¿Qué era todo aquel alboroto, ese arrebol en sus mejillas?
No, de ningún modo podía perder la calma, precisamente ella que dominaba el arte del Reiki  y sus técnicas de moderación interior.
Luego, en el espejo, se sentía bajo la mirada de aquel desconocido que  la veía sin ella saberlo, deleitándose en la contemplación de sus movimientos.
“¡Qué bien le sentaba el vestido azul, estaba preciosa¡” Esta frase la martilleaba  sin cesar. Era una chiquillada pensarlo pero le gustaba que ese alguien desconocido la encontrase preciosa. Todos se lo repetían a diario en una adoración a la que estaba demasiado acostumbrada. Ahora era diferente, sus palabras cobraban un enigmático significado. Sin saber por qué,  se encontró dibujando el rostro y el aspecto de su corresponsal misterioso.
Lo hubiera desechado al instante de haber tenido la oportunidad de contestar a su primera carta y atajar lo que  parecía la  absurda pretensión  de un desatinado, de un loco quizá.
 Imaginó  su  frente amplia y un mechón de pelo al que no supo darle color. Unos pómulos bien delineados, piel tersa y un firme mentón. De hombros… ¡Basta! Se dijo a sí misma. Era una ilusoria extravagancia fantasear sobre la fisonomía de ese hombre que sólo crecía en su imaginación, sin tener por qué.
Sin embargo unos ojos bien definidos le sostenían su mirada, sin pestañear siquiera. Tan insistentemente que tuvo que claudicar y cerrar los suyos, rendirse a la evidencia de su influjo.
Elvira salió a la calle con paso apresurado, sin saber a dónde dirigirse, sintiéndose presa de la mirada de ese hombre que sin duda la seguiría.
Por fin,  la cita: a las cinco de la tarde el  próximo jueves en el estanque  del Retiro. “Me agradaría  vistiera  su delicioso vestido azul, ¿me lo concede?”, le sugirió.
 Su ruego la sorprendió gratamente. Debió gustarle verla con aquel atuendo más que con ningún otro, no cabía dudar de  su  buen gusto.
Los días se le hicieron eternos a Elvira. El jueves parecía una lejana aunque inexorable meta. Iba a ser una cita a ciegas. No del todo puesto que él la conocía. Estaría allí, en el parque, mirando a todas partes esperando apareciera inesperadamente y pusiese fin a aquel despropósito que nunca hubiera imaginado.
¿Cómo sería? ¿Apuesto y varonil? ¿Un hombre corriente, sin rasgos destacables? Fuese como fuese, solo faltaba poner acento y timbre a tantas impensables  palabras como nadie supo decirle de ese modo tan sutil y cercano.
Jueves. Estanque del Retiro. Las cinco de la tarde. Una calma soleada aromatizada por macizos de flores y plantas.
Elvira escrutaba en derredor con el ánimo en suspenso, cual si fuera   una orquesta que espera el primer movimiento de la batuta para iniciar el concierto. No  recordaba una intriga  semejante en su vida.
Debieron  pasar unos incontables instantes hasta que sintió su presencia.
Aquella mirada se fue apoderando de ella conforme se acercaba. Lentamente, cual pintor sublime, dio forma a su frente, sus mejillas, a su pelo; vistió su rostro con  la  que sería su inigualable sonrisa.
Y la venció sin remedio el poder de aquella mirada que la subyugó para siempre.
Todas y cada una de sus palabras fueron cobrando sentido antes de que las pronunciaran sus finos labios. Elvira las fue decantando, emocionada,  en la solera más recóndita de su corazón. Allí estaría en exclusiva, por fin, el hombre esperado, el amor de su vida.



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