Como todos
los jueves, allí estaba la nota en su buzón del zaguán de la finca. Un folio cortado
a mano por la mitad dentro de un sobre.
Esta vez eran
cuatro frases escritas con su letra de cuidada caligrafía y perfecta norma
ortográfica. La semana pasada fue una especie de poema de los que acostumbraba
a dedicarle.
De nuevo la
pregunta de siempre: ¿quién era aquel
hombre que desde hacía meses le escribía todos los jueves?
Elvira vivía
en una finca de muchos vecinos y por más que trató discretamente de averiguar
quién pudo ver al que dejaba esas misivas no obtuvo nada en claro.
Por mucho que
trataba de comprender lo que le estaba pasando no encontró explicación alguna. Que
un hombre le escribiese amparado en el anonimato nunca le había sucedido. Se expresaba con
educación y una galantería comedida,
para nada pedante y le transmitía cuanto ella le inspiraba.
¿Cómo podía
decirle aquella retahíla de bonitas palabras a una mujer desconocida? Eso pensó
al principio; justo hasta cuando en una carta le escribió…”¡ Qué bien le
sentaba el vestido azul, estaba preciosa!”
Aquello la
descolocó por completo. Efectivamente, hacia poco se vistió de azul; una falda
plisada por encima de la rodilla y chaqueta de algodón haciendo juego.
Contrastó su
letra con la de sus amigos, con todos cuantos conocía y formaban parte de su
entorno.
Intentó sin
éxito adentrarse en la personalidad de su desconocido admirador, ni su nombre
sabía.
Cuidaba sus
frases con esmero, la palabra justa y en su orden, sin rebuscamientos, una
prosa que se apoderaba suavemente de
ella y que la inducía a querer leer más, a esperar con impaciencia el próximo
jueves.
Elvira era
maestra de Reiki, un método de vida para sanar y lograr el equilibrio de cuerpo
y mente, aumentar la fuerza universal que todos poseemos y llevamos dentro.
Pese a su
autocontrol, algo en su interior estaba sufriendo un cambio que no sabría
definir. Con la llegada de esas insólitas cartas cargadas de una devoción inesperada,
acudió a su mente el recuerdo de todos los episodios
sentimentales que había vivido y creía desterrados para siempre.
Aquellos
hombres que desfilaron por su corazón sin que ninguno de ellos dejase raíces
tan profundas como para llenar y compartir su vida plenamente.
Era una mujer
de acusada personalidad, profunda, como un océano tan inmenso y desconocido que
cuantos hombres intentaron navegar en sus aguas fracasaron en las primeras
corrientes adversas.
Decían de
ella que pocos, tal vez nadie,
podían mantenerle la mirada más
allá de cuatro segundos dada la fuerza y fulgor
que emanaba.
De una
feminidad natural y nada artificiosa, era elegante y su armonía corporal se
veía coronada por una melena rubia que refulgía como el oro. Ciertamente
encandilaba al sexo masculino, era imposible sustraerse a su encanto. Ella se
sabía el centro de un sistema planetario
formado por hombres que la ensalzaban y la adulaban para lograr sus favores.
Pese a ello
no era vanidosa ni prepotente en su
trato como cabría suponer. Su trabajo y
experiencia, su entrega y generosidad sin límites a los demás en el desempeño
del Reiki y de las Flores de Bach, la habían hecho muy popular y apreciada.
Su consulta
estaba a rebosar siempre y cuando llegaba por la noche a su casa, rendida y
exhausta, sólo la satisfacción de hacer felices a los demás la compensaban de
su ingente trabajo.
Pocos
conocían su faceta más intima, lo hogareña que era. Rodeada de sus plantas,
arropada por sus libros y cotidianos
enseres, encontraba el sosiego y la paz para reponer sus gastadas energías.
La serena
presencia de su gato Sivi le devolvía también
el equilibrio perdido. Era un mimoso ejemplar de gato blanquinegro que nada más la veía entrar frotaba su lomo
entre sus piernas y buscaba sus caricias.
Como era costumbre
en los felinos domésticos, recorría la casa hasta el último rincón para
cerciorarse de que todo estaba en su lugar correspondiente. Elvira sabía
leer en la mirada de su gato que todo
estaba como lo había dejado, que nada había cambiado, que podía estar
tranquila.
Guardaba cuidadosamente
los escritos de ese hombre y los releía diariamente.
Le mostraba
un fervoroso interés, la hacía partícipe de su vida contándole detalles
particulares en sus cada vez más extensas cartas. La involucraba sin
pretenderlo en una desconocida curiosidad, inconscientemente pensaba en él y se
hacía insospechadas preguntas sin posibles respuestas.
Elvira
deseaba amar y ser amada. Un invisible reloj, incansable, la apremiaba. Su
corazón estaba vacío desde siempre, falto de un caballero, de un rey que gobernase
sus dominios y guiara el caudal de sus sentimientos, colmándola de dicha como
nadie lo había logrado.
Hubo
príncipes, vanos e inconstantes, curiosos y fatuos galanes que quisieron conquistar sus ricos y vastos dominios
amorosos sin conseguirlo.
Ella nunca se
dejó engañar por falsos espejismos, por ilusiones pasajeras, por caballos de
Troya ni astutos Ulises. Una voz interior, su faro espiritual más íntimo, su fiel escudo, la guiaba por el buen camino.
Una carta la desconcertaba
por encima de las demás, desbordaba el curso natural de sus pensamientos. Quería
conocerla, concertar una cita. Se lo haría saber en breve.
Desde ese
momento estaba inquieta, como una adolescente en su primera cita con un chico.
¿Qué era todo aquel alboroto, ese arrebol en sus mejillas?
No, de ningún
modo podía perder la calma, precisamente ella que dominaba el arte del
Reiki y sus técnicas de moderación
interior.
Luego, en el
espejo, se sentía bajo la mirada de aquel desconocido que la veía sin ella saberlo, deleitándose en la
contemplación de sus movimientos.
“¡Qué bien le
sentaba el vestido azul, estaba preciosa¡” Esta frase la martilleaba sin cesar. Era una chiquillada pensarlo pero
le gustaba que ese alguien desconocido la encontrase preciosa. Todos se lo
repetían a diario en una adoración a la que estaba demasiado acostumbrada.
Ahora era diferente, sus palabras cobraban un enigmático significado. Sin saber
por qué, se encontró dibujando el rostro
y el aspecto de su corresponsal misterioso.
Lo hubiera
desechado al instante de haber tenido la oportunidad de contestar a su primera
carta y atajar lo que parecía la absurda pretensión de un desatinado, de un loco quizá.
Imaginó
su frente amplia y un mechón de
pelo al que no supo darle color. Unos pómulos bien delineados, piel tersa y un
firme mentón. De hombros… ¡Basta! Se dijo a sí misma. Era una ilusoria
extravagancia fantasear sobre la fisonomía de ese hombre que sólo crecía en su
imaginación, sin tener por qué.
Sin embargo
unos ojos bien definidos le sostenían su mirada, sin pestañear siquiera. Tan
insistentemente que tuvo que claudicar y cerrar los suyos, rendirse a la
evidencia de su influjo.
Elvira salió
a la calle con paso apresurado, sin saber a dónde dirigirse, sintiéndose presa
de la mirada de ese hombre que sin duda la seguiría.
Por fin, la cita: a las cinco de la tarde el próximo jueves en el estanque del Retiro. “Me agradaría vistiera
su delicioso vestido azul, ¿me lo concede?”, le sugirió.
Su ruego la sorprendió gratamente. Debió
gustarle verla con aquel atuendo más que con ningún otro, no cabía dudar de su buen
gusto.
Los días se
le hicieron eternos a Elvira. El jueves parecía una lejana aunque inexorable
meta. Iba a ser una cita a ciegas. No del todo puesto que él la conocía. Estaría
allí, en el parque, mirando a todas partes esperando apareciera inesperadamente
y pusiese fin a aquel despropósito que nunca hubiera imaginado.
¿Cómo sería?
¿Apuesto y varonil? ¿Un hombre corriente, sin rasgos destacables? Fuese como
fuese, solo faltaba poner acento y timbre a tantas impensables palabras como nadie supo decirle de ese modo
tan sutil y cercano.
Jueves. Estanque
del Retiro. Las cinco de la tarde. Una calma soleada aromatizada por macizos de
flores y plantas.
Elvira
escrutaba en derredor con el ánimo en suspenso, cual si fuera una
orquesta que espera el primer movimiento de la batuta para iniciar el
concierto. No recordaba una intriga semejante en su vida.
Debieron pasar unos incontables instantes hasta que
sintió su presencia.
Aquella mirada
se fue apoderando de ella conforme se acercaba. Lentamente, cual pintor
sublime, dio forma a su frente, sus mejillas, a su pelo; vistió su rostro
con la
que sería su inigualable sonrisa.
Y la venció
sin remedio el poder de aquella mirada que la subyugó para siempre.
Todas y cada
una de sus palabras fueron cobrando sentido antes de que las pronunciaran sus
finos labios. Elvira las fue decantando, emocionada, en la solera más recóndita de su corazón. Allí
estaría en exclusiva, por fin, el hombre esperado, el amor de su vida.
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