domingo, 18 de octubre de 2015

Chanel nº 5


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El inspector Casimiro Canales no sabia a qué conclusión llegar por más vueltas que le daba a los dos casos pendientes. El primero de ellos contemplaba la cuarta víctima en cuestión de tres meses; el mismo tipo de muerte e idénticas  circunstancias. Varones, de 40 a 50 años y de buena posición social eran las  coincidencias comunes. 
Éste que examinaba  ahora tenía la misma expresión de arrobamiento en su rostro que vio en los otros anteriores. La muerte debió de sorprenderle realizando algún acto sumamente gratificante por lo que se podía deducir.
Estaba desnudo, apenas media sábana cubriéndole. La habitación, en orden. Seguro que los de científica no encontrarían otras huellas que las del muerto y las de las mujeres de la limpieza por mucho que se esmerasen en la labor. 
Era tarde y en vez de irse a dormir, volvió a  comisaría. Con un gesto de cansancio saludó a Adela. Era su ayudante y tenía guardia esa noche. Intuyendo sus pensamientos, depositó sobre la mesa del Inspector los expedientes del  "Caso del hotel" y "La mujer del descampado." Luego le trajo un café doble;  le haría falta.
El inspector tenía claro, en el primer sumario, que los varones  habían pasado la noche con una mujer y  no despertaron jamás. Los hoteles eran de cinco estrellas, los más lujosos de la ciudad. En  las grabaciones de las cámaras de seguridad se veían acompañados de una mujer muy alta, con toda seguridad sobrepasaría el metro ochenta. Tan pronto era rubia como morena; o pelirroja. Vestida de traje chaqueta con pantalón la primera vez y con falda corta en  la segunda ocasión;  con  atuendo informal la última. Se intuían prendas caras, de boutiques exclusivas. Con toda certeza era la misma dama pero alternando diferentes atuendos para despistar aunque su altura de ningún modo  podía disfrazarla para pasar desapercibida. Encima calzaba zapatos de tacón alto.
Cubría los ojos con gafas de sol, para mayor inri;  era de esperar. Contemplándola en conjunto se trataba de una mujer joven y muy atractiva, tenía toda la apariencia de una modelo de pasarela de lujo.
Aunque indudablemente  había mujeres tan atractivas como la que veía en las imágenes, -pensó el inspector- algo en su instinto le indicaba que no era una vulgar dama de compañía ocasional. La experiencia de tantos años de pesquisas le hizo ver sutiles detalles en su forma de andar y desenvolverse que la elevaban por encima de la categoría de cortesana.
Luego estaba ese elemento  que, aunque nimio, quizá fuera una prueba a tener en cuenta;  se trataba del perfume presente  la habitación.
Nuria, la cabo de científica, fue la que detectó esa esencia tenuemente impresa  en la almohada y en las sábanas. Se trataba del conocido Chanel nº 5, de Dior. Ella misma le confesó privadamente al inspector que lo guardaba  en su tocador junto con otras  fragancias.
En sí no era  ninguna prueba de nada, ese aroma  era usado mundialmente por millones de mujeres. El Inspector se sorprendió recordando las declaraciones que en su día hizo la célebre Marylin Monroe afirmando que al acostarse sólo se ponía unas gotas de Chanel nº 5. Se sacudió de la mente el cuerpo de la diva vestida con tan original pijama y se centró de nuevo en los casos.
Debería visitar los lugares de alterne más de moda,  bares y terrazas donde ese tipo de mujeres solían tender sus redes para captar clientes. A no dudar que recurriría a su preferido y asiduo confidente, Manolo Puentes, alias "el Narices", metido en los entresijos de la noche y sus aledaños. Nada sucedía que él, de un modo u otro,  no llegase a saber.
No eran  las típicas muertes causadas por un crimen pasional; normalmente había un cuchillo clavado en el pecho, un tiro a bocajarro, la cabeza rota a martillazos,  al amante o al  infiel, a veces ambos.
Los primeros análisis de laboratorio no detectaron ninguna sustancia sospechosa como causante de las muertes. Se observó el típico alcohol en sangre de unos cubatas, un whisky, lo normal. Sin rastro de drogas y estupefacientes. Ni el menor signo de violencia. Un ataque fulminante al corazón era el detonante de las tres muertes anteriores y ésta última probablemente sería igual. Una intrigante e inusual coincidencia, reconoció el inspector.  En todos los casos había sido  una muerte limpia, por decirlo así.
Los tres finados anteriores eran casados y con hijos;  éste de ahora, a juzgar por las fotos de la cartera, aparentaba serlo igualmente. Posiblemente  buenos padres de familia y  esposos sin tacha, que se supiera.
¿Qué motivo o motivos pudieran existir para que alguien deseara estas muertes? ¿Se conocían entre ellos, compartían algún otro y desconocido  lazo de unión que no fuera  la mujer alta y hermosa.?
Ella era las clave de todo este embrollo. ¿Pero cómo localizarla?
Adela contemplaba al inspector revisar los expedientes una y otra vez, pausadamente, sin ningún signo de precipitación, los folios bien alineados y sin dobleces; tenía fama de escrupuloso en su trabajo, de no perder de vista el menor detalle que pudiera ser crucial a la hora de resolver un caso.
Le gustaba recordar que se conocieron en la academia de policía;  fueron de la misma promoción. Hasta sus destinos coincidieron y trabaron una fuerte y cómplice amistad. Luego ella contrajo matrimonio y se produjo  el ascenso de Casimiro a inspector, no por ello dejando de ser los amigos que siempre fueron.
Ciertamente, le conocía muy bien. Algo indefinible les unió siempre, propició que se apoyaran el uno en el otro en el desempeño de su labor policial más allá de lo estrictamente profesional.
Pocos sabían con tanto detalle como ella que Casimiro, con apenas dieciocho años, se enroló en la marina mercante y  recorrió todos los mares y océanos habidos y por haber. Conoció la más variada y variopinta colección de lugares e individuos de toda clase y condición. Ello le procuró una "mundología" muy útil en la vida -como él decía-, que resultó muy provechosa también en el transcurso de su quehacer policial.
Era comedido en sus actos y sólo se mostraba enérgico y contundente en alguna ocasión que lo requería, aunque todo dentro de cauces normales que no trascendían más allá de su compañero habitual, como era el caso de Adela. Una vez un individuo se le puso chulo y amenazador, el "Gallo" le apodaban;  y en un visto y no visto le puso una navaja en la yugular ante el aterrado estupor  del otro. Ella le reconvino por su insólita acción.
- No iba a sacar la pistola, ¿eh? La "manchega" -su navaja albaceteña de toda la vida- viene bien para estos casos;  además, todo el mundo sabe  que la uso para abrir el pan del bocadillo. - restó importancia.
Otro día, que perseguían a pie  a un ladrón, les salieron sus dos cómplices desde la oscuridad de un callejón. Casimiro  apartó a Adela un lado y sin arredrarse lo más mínimo, les propinó unos certeros golpes dejándolos en el suelo  justo antes de que llegaran refuerzos.
- Trucos de taberna de puerto -le dijo guiñándole el ojo.

Tras la separación matrimonial de Adela,  Casimiro, soltero contumaz, le brindó todo su apoyo para que superara el trance. Gracias a él salió delante de la crisis que la  tuvo en suspenso durante un tiempo.
- ¿Cómo va todo, Casimiro, ves algún hilo de donde tirar? -le llevó otra taza de café bien cargado que él agradeció con una sonrisa.
- Nada, Ade;  me voy a dormir; a ver si soñando se me aparece la solución.
Apuró el café y camino de su casa pensó en Adela, su fiel compañera de siempre. Sin sus observaciones muchos casos no los hubiera resuelto tan favorablemente. Era su mano derecha. Si él era paciente y perseverante, ella aportaba esa chispa que en momentos de ofuscación investigadora saltaba para dejar ver ese detalle, la prueba, el camino que mostraba la luz en el caso a resolver.
Habían  tenido de todo en estos años; momentos de servicio tranquilo y rutinario  y muchos otros donde la adrenalina saltaba sin freno. Lo último  el tiroteo al asalto a un Banco donde Adela resultó herida de bala. Aunque no revistió  la gravedad que se pensaba en un principio, se le vino el mundo abajo al verla en la camilla sangrando abundantemente.
En un inesperado acto reflejo depositó un beso en la mejilla  de su compañera a la que, pese a su estado semiinconsciente, no le pasó desapercibido; una desdibujada sonrisa se reflejó levemente en su rostro.
Fue a todo cuanto se atrevió durante el tiempo que se conocían. Nunca supo por qué no le declaró su amor. Se limitó a quererla en silencio, suspirando cada vez que estaba cerca, dándose ánimos a sí mismo a lanzarse de una vez por todas y dar rienda suelta a lo que sentía por ella. Pero ese momento nunca llegó. 
Luego sus destinos se separaron y un día se enteró  que se había casado. 
En su fuero interno se arrepintió una vez más de no haberle dicho que era la mujer de su vida.
Aunque lo intentó en un  par de ocasiones, nunca cuajó una relación duradera y satisfactoria con ninguna mujer. El recuerdo y la añoranza de Adela se lo impedían.
Ahora, una tenue lucecita iluminaba su corazón. De vez en cuando se veían para tomar algo, como si tal cosa. Incluso la llevó a cenar en dos ocasiones.
Todo muy informal aunque a él no se le escapaba que Adela sabía la predilección que sentía por ella.

Ante la premura de sus superiores y la opinión pública porque se resolviera el "Caso del hotel", el inspector apremió insistentemente a sus informadores y buscó nuevas vías para descubrir indicios que le orientaran en alguna dirección. Todo fue en vano; nadie pudo darle la menor pista de esa mujer que aparecía en los videos de los hoteles.
Un día, hasta se acercó a una perfumería para pedir una muestra de Chanel nº 5. ¿Esperaba que ese perfume  presente en la escena del suceso le mostrara la identidad de la dama en cuestión?
Era el caso más difícil al que se enfrentaba en toda su carrera como detective. Una intensa frustración atenazaba su ánimo.
En sus intentos por solucionar el caso pensó en encargarle a Samuel, el detective de la comisaría, que visitara discretamente los lugares más selectos y sofisticados  fijándose  expresamente en cuantas mujeres altas y atractivas pudiera encontrar  y coincidieran  con las señas físicas de la misteriosa acompañante del hotel.
 Luego abandonó la idea porque sería improbable descubrir en una mujer de estas características cualquier signo, por nimio que fuera, que delatase la autoría de las muertes.
No obstante, desde entonces, ponía especial atención en las  señoras que se  cruzaban  en su camino y que sobrepasaran el metro setenta y cinco, llegando a visitar, compulsivamente, diversos y elegantes  ambientes de reunión que fueran propicios para encontrar a la escultural dama.
Debía de existir, elucubraba en su paranoia, un censo de mujeres altas e impresionantes al que consultar y señalar con el  dedo la que buscaba
Y, maquinaba mentalmente el Inspector, si llegaba el caso  de que su sagacidad la descubría, ¿cómo demostraba  que había sido ella y no otra?
Porque era una verdad incontestable que no existía el arma del crimen. Y sin el  arma homicida con huellas impresas sería difícil probar la autoría de quien fuese. En el supuesto, claro está, de que se tratase de un crimen. No había derramamiento de sangre, ni golpes,  ni cualquier tipo violencia o de actos  causantes de las muertes.  Habían fallecido  de un ataque al corazón. Ni las  autopsias ni los laboratorios hallaron prueba ni  causa alguna que no fuera un paro cardíaco; simple y llanamente.
Quizá las víctimas habían muerto de la fuerte impresión causada tras pasar una noche de lujuria en compañía de semejante monumento  de mujer. ¿Por qué no? Era  una suposición tal vez absurda pero desde luego el corazón de cualquiera se desbocaría hasta estallar sin duda en una situación así.
Vaya pensamientos se le ocurrían, cavilaba. Hasta llegó a imaginarse a él mismo delante de una delicia de criatura así, con su metro sesenta y siete, aupándose cuanto pudiera para llegar a besar  sus carnosos labios.
Sin duda una hembra así no era para él, un hombre con poca iniciativa y  experiencia en el campo amoroso. Le llegaría a la altura del hombro si acaso y se sentiría apocado del todo. No sabría desenvolverse con soltura con un hermosura  de esas características. Nunca se había visto en una situación semejante.
Algo tenía que hacer, desde luego. ¿Pero el qué? No había huellas, sólo un rostro difuso tras unas gafas oscuras y las  imágenes de una dama  camaleónica en  cada ocasión. Solamente su impresionante apostura era el dato a tener en cuenta.
En las  ocasiones que se había topado con  mujeres  de considerable altura, las había seguido discretamente allá donde sus pasos las llevaron. Infructuosamente; nada en especial fue digno de mención ni de sospecha en el seguimiento a que las sometió.


Por si no tenía bastante con "El caso del hotel",  también  estaba inmerso en otra  investigación que tenía visos de ser bastante complicada. Se trataba de una mujer que fue encontrada  desnuda y sin vida  por unos senderistas en un apartado paraje campestre. 
El laboratorio determinó que la causa de la muerte fue la ingesta de gran cantidad de alcohol y drogas. Sin documentación alguna que pudiese determinar  su identidad. En vida debió ser muy hermosa por cuanto se pudo deducir de sus preciosos  rasgos. Y un detalle inquietante: sobrepasaba el metro setenta y cinco de estatura, lo cual perturbó sobremanera al Inspector por cuanto de coincidencia tenía con la misteriosa acompañante femenina en el otro caso.  Mujeres altas eran la constante en ambos sucesos.
Muchos interrogantes acechaban la mente del Inspector. ¿Quién  o quiénes abandonaron a la mujer de ese modo y en tal estado en un  lugar tan poco concurrido? Seguramente serían los causantes de todo ello,  los inductores del cuadro  etílico y tóxico  que propiciaron su muerte.
Aunque antes  que nada sería necesario saber quién era para tener  un hilo conductor que llevase al esclarecimiento del caso.
Tras analizar las piezas dentales se supo que cuatro implantes estaban hechos recientemente. Adela sugirió que se visitara a los odontólogos, estomatólogos  y maxilofaciales de la ciudad para ver si una mujer alta y bella  había acudido a la consulta de uno de ellos. Total, no llegaba a la treintena el número de especialistas en este campo médico.  Y sin duda una mujer de estas características tan peculiares sería recordada. Tendría, por ende, ficha conteniendo sus datos. Detalles que llevarían a saber si vivía sola o en pareja;  hijos, familiares  que pudieran echarla de menos.
Aunque bien era verdad que no había en  comisaría  ninguna denuncia de desaparición de nadie desde que fue encontrada, y de esto hacía tiempo.
Era una línea de investigación que podría llevarle a algo o no, pero sin duda un punto donde apoyarse para esclarecer el caso.


Ningún espejo del mundo sería capaz de evidenciar con toda fidelidad el esplendor y la belleza de la mujer que se reflejaba desnuda en él. Alta. De medidas que se ajustaban a los cánones más puristas del cuerpo femenino más perfecto y deseable que pudiera existir. Parecía ser la encarnación hecha mujer del sueño de un dios en su eterna búsqueda de crear la criatura más excelsa;  una diosa de belleza infinita que fuera digna de él y que ante su incontestable magnificencia y sublimidad todos se rindieran a su fascinación y embrujo.
Sin duda ella sabía que cada centímetro de su piel de caramelo y cada sinuosidad y detalle de su anatomía eran irresistibles sin remisión alguna para quien la contemplase.
Su boca carnosa y sensual lucía un leve carmín, al igual que una discreta sombra de ojos resaltaba todavía más su mirada de ojos grandes y almendrados.
Una nariz de dibujo perfecto y unos graciosos pómulos sonrosados iban  acorde con una rizada y luminosa melena rubia.
Ésta vez el  iris de sus ojos serían de un negro intenso. Peluca de pelo castaño. Sus gafas de sol de Armani de siempre. Iba a ser la última vez que realizaría aquello. Aquel hombre nunca la reconocería, tan solo la vio cuando era pequeña, imposible que llegara a descubrir quién era y por qué.
Al pensar en su madre un rictus de amargura cruzó su bello rostro unos instantes. Desde que perdió a su padre, siendo una niña, la vida sentimental  de su madre estuvo unida a la de  un personaje muy rico e  influyente en el  ámbito social. Una relación de muchos años, de siempre.  Ella se enamoró  de él nada más conocerlo. Las conveniencias sociales no hicieron posible que vivieran juntos.
Su madre era feliz con ese hombre, lo amaba, se lo decía siempre. Era el amor de su vida. Y ella adoraba a su madre por encima de todo aún cuando pocas veces estuvieron juntas. Desde pequeña estuvo internada en los mejores colegios en el extranjero y sufragó sus estudios  en una prestigiosa facultad estadounidense.
 Un aciago día su madre apareció muerta en un paraje perdido. Después de  un tiempo supo la verdad de su absurda muerte. Tras una noche de alcohol, de excesos y extravíos, el que creía era su amor y varios amigos más, embrutecidos y fuera de sí,  la usaron para  abyectos  y perversos  juegos acabando con su vida.
Juró vengarse de tan cruel e incomprensible muerte. Lo pagarían muy caro. Sólo faltaba uno. El que fue el amor de su madre, el que nunca debió permitir lo sucedido.
Se ajustó unas braguitas rojas de encaje y unas medias negras que sujetó en el liguero. Siguió con la falda del traje, por encima de la rodilla. Unos zapatos negros de tacón alto.   
Observó sus pechos, de delirante y proporcionada  turgencia,  en ángulo de noventa grados, de perfección absoluta. Los pezones oscuros, enhiestos, desafiantes y tentadores.
Entonces impregnó las yemas de los  dedos índice y corazón de su  mano derecha en aquel líquido incoloro, inodoro e insípido. Fue frotando lenta y persistentemente las oscuras aréolas de cada mama hasta que la piel se impregnó del  invisible fluido.
Satisfecha, cubrió sus pechos con el sujetador rojo que hacía juego con sus braguitas y se puso la chaqueta que conjuntaba  con la falda.
Un toque de Chanel nº 5 en los sitios estratégicos que tan bien conocía, completó su atuendo.
Si su espejo hubiera sido el de la bruja de Blancanieves y le hubiera preguntado si había  una mujer más hermosa, sin duda le habría dicho que no existía una mujer más irresistible, escultural y deseable que ella.
Estaba brillante, majestuosa;  una auténtica diosa bajada de las estrellas para enloquecer a los mortales.
Esa noche sus pechos recibirían los chupeteos  libidinosos  del hombre. Y poco después su corazón se pararía para siempre. El círculo quedaría cerrado.
Luego ella volaría a Lausana, a sus clases de siempre, en la Universidad. Era Doctora Cum Laude en Ciencias Químicas.
Y la fórmula de aquel líquido incoloro, inodoro e insípido, seguiría siendo su mayor secreto.



El inspector Casimiro Canales no dejaba de pensar en el fracaso en la resolución del "Caso del Hotel" y en el de "La mujer del descampado." Eran dos  espinas que tenía clavadas en lo más hondo de su estima profesional tan grandes que no podía olvidarlas, estaban  presentes en todo momento.
Hasta tal punto que, cuando emprendiera  un nuevo caso, tenía la incómoda sensación de que no a sabría  resolverlo favorablemente, le vendría  el recuerdo de los  que no supo aclarar.
Tras apurar el tercer café en la terraza del parque, sus derrotistas pensamientos se vieron interrumpidos por el estruendo lejano de un avión en lo alto del cielo. Si hubiera volado más bajo el Inspector hubiera leído en el costado del avión el nombre de la compañía aérea: Swissair.
Sentada en un asiento de clase VIP  la mujer  contemplaba la ciudad que, conforme la aeronave alcanzaba altura, se hacía más y más diminuta a sus ojos.
Quizá, por unos instantes, la mirada de aquel policía sentado en el banco de un parque hubiera podido cruzarse con la de ella. Quizá….


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