sábado, 1 de agosto de 2015

Soledad 3 (epílogo)





 El Mercedes descapotable aparcó frente a la cafetería “Blanco Pirineo”. Era un coche espectacular, el último modelo de la prestigiosa marca de coches alemana. Aunque nunca llegaría a ser tan sensacional ni despampanante como la chica que descendió de él. Seguiría siendo muy alta aunque hubiera pisado la acera sin la ayuda de unos finos zapatos de diseño italiano con  tacones de vértigo.  Llevaba un elegante traje chaqueta color pastel de un famoso modisto parisino con la falda por encima de sus bonitas rodillas.
Sobre sus hombros una cascada de rizos que con el sol a contraluz convertía en oro precioso cada uno de sus cabellos.
Caminó como si desfilara por una pasarela hasta la mesa de la esquina poniendo de manifiesto su grácil figura y dejando una estela de sutil perfume.
A su cimbreante paso el paisaje hasta entonces tranquilo del establecimiento  sufrió una repentina conmoción. A un vejete se le cayó la dentadura sobre el café con leche al verla y una mujer le dio un  pescozón al marido por mojar la magdalena en el cubata del vecino de mesa al quedar  hipnotizado en su contemplación.
Hasta Mario quedó absorto con aquella chica tan deslumbrante. Y se dio cuenta de  que iba hacia su mesa.  ¿Era cierto lo que veían sus ojos? No podía ser…Era una increíble alucinación.
- Hola, Mario, buenos días –dijo Soledad tomando asiento a su lado.
No supo qué pensar. Aquella beldad de mujer era Soledad, su querida Soledad. Y por más que la miraba tardó un tiempo en hacerse a la idea.
- Jajajajaj, No me mires como si fuera un fantasma, por favor. -reía ella mostrando sus perfectos y bien alineados dientes de perla.
- Pues me has dejado con la boca abierta, la verdad. Creí que eras una artista de cine de las que pisan la alfombra roja en  el festival de Cannes o en el de Berlín. Me cuesta creer que seas tú, Soledad.  Salvo en el pelo no te pareces en nada a la chica que ayer tarde  tomó conmigo un chocolate con churros en el bar de Paco.
- Pues soy yo, la misma que te quitó la mancha de la camisa y te llamó patoso. –y de nuevo aquella risa luminosa que deslumbraba a Mario.
Como por ensalmo  cuanto les rodeaba fue desapareciendo poco a poco. Sólo estaban ellos dos; el resto de los presentes en la cafetería, el tráfico, los edificios de la calle, todo se fue diluyendo hasta hacerse invisible.
- Mario, quiero que sepas quién soy realmente. Presentarte a Soledad Carvajal Gómez, hija de Andrés Carvajal y de Correa y Esperanza Gómez López. Mi padre es el gran industrial y financiero que sale en los medios de comunicación,  conocido  nacional e internacionalmente, lo habrás visto en la televisión.
- Mmmm, no caigo ahora mismo.
- No importa, Mario. Es una historia larga y un poco gris. Era una chica que vivía a trompicones, hoy aquí, mañana allá, alguna vez con una persona y otro día tropezaba con  otra. Malvivía del sueldo de una editorial, y de vender productos de belleza. Cuando llegaba a la habitación alquilada miraba mis manos y las tenía vacías, como vacío de sentimientos tenía el corazón.
Una noche conocí a un chico que me salvó de un buen atolladero. Día a día  me hizo sentir una ilusión desconocida hasta entonces. Me hizo creer que también tenía derecho a mirar al futuro, que podía ser feliz.
Soledad tomó la mano de Mario y la acarició con ternura.
- Al poco conocí a Andrés. Dijo que era mi padre y que hasta hacía poco no sabía de mi existencia. Ese día gané un padre y perdí a mi madre, pues me notificó su  muerte. No sabes el dolor que sentí, la abandoné  cuando era una adolescente. Entonces me di cuenta de cuán equivocada estuve alejándome de ella, privándola de mi cariño de hija, dejada a su suerte.  
Mario la miraba comprensivo y con afecto.
- Mi padre se hizo cargo de mí y me preparó para sustituirle un día al frente  de sus negocios. Durante ese tiempo mi ánimo estaba dividido, Mario. Por un lado la felicidad del hogar que nunca tuve y el cariño de un padre siempre añorado y el temor a perderte en una  ausencia más prolongada de lo que supuse.  
- Llegué a pensar que no querías veme más. Por eso se me abrió el cielo cuando coincidimos aquella tarde. Como sabes, era una especie de ave sin nido, sin musa para mi guitarra. Conocerte fue el mayor acontecimiento de mi vida. Llegué a pensar que eras un sueño, una nube fantástica que se deshilacharía sin llegar a  gozar de su belleza.
- Lo sé, siempre temías que me fuera, que no apareciera al día siguiente. Y yo no cesaba de decirte que estaba a tu lado, que ahí me tendrías.
- Es que eres….
- ¿Qué soy? Anda, dímelo –aproximó su bello rostro al de Mario.- Sé muy bien lo que soy para ti, me lo has dicho en mil canciones, en tus poesías, en la voz de tu guitarra cada vez que la acariciabas deseando oír tu música  en mi piel blanca. Los hombres ignoráis que intuimos lo que no os atrevéis a confesar y guardamos golosas ese secreto hasta que lo soltáis cuando no podéis resistir más. Sois como niños muchas veces.
Y le envolvió de nuevo en su nívea sonrisa. La emoción embargaba a Mario. Había estado meditando toda la noche. Largamente.
- Soledad…yo….
Ella advertía el nudo que atenazaba a Mario, casi adivinaba las palabras que se atropellaban en su mente para salir como pajarillos en busca de libertad.
- Venía dispuesto a pedirle a la chica de ayer, la del chocolate con churros y el gorrito en la cabeza, algo que sólo ella puede concederme.  Aunque ahora…. – un velo desconocido asomó en su expresión.
- ¿Qué pasa ahora, Mario? Dímelo, ¿quieres?
- De repente eres una mujer totalmente opuesta a la que conozco. Llevas una ropa increíble y yo, mírame bien, una cazadora y vaqueros, con  mis chirucas  de siempre. Hueles a todo el perfume de París junto, y hasta tu voz suena de otro modo. Y no te digo nada del Mercedes que te gastas, parece hecho a medida para ti. Creo que todo ha cambiado, que estoy fuera de lugar.
- Mario, suéltalo de una vez… ¿quieres? Siempre has sido sincero conmigo. ¿Deseas que me quite toda esta ropa, que vuelva vestida  como ayer, con mis pantalones azules y mi blusa blanca? Si quieres vengo en el autobús numero veinte y rebobinamos la escena. No me importaría hacerlo si con ello te quedas más tranquilo, te lo aseguro. –casi suplicó.
- No digas eso, por favor –la voz de Mario quería ser  tranquilizadora-. Pero reconoce que es para estar confundido. La Soledad que conozco no es la hija de un magnate ni parece una modelo de Vogue. Es una chica normal; alegre, divertida, nada estereotipada. La que veo ahora no me sorprendería  que tuviera una legión de pretendientes deseando cortejar a una rica heredera.
- Qué imaginación tienes, desde luego, nada menos que una legión –y empezó a reír divertida-. Pues… ¿sabes lo que le diría a esa legión de pretendientes? ¿Quieres saberlo?
- Qué les dirías, a ver… –se interesó Mario.
- Te has puesto celoso, se te nota, jajajajaj. Qué bobo eres, de verdad.
Les diría, para que te enteres, que han llegado tarde,  que ya  tengo un pretendiente contra el que nadie tiene nada  que hacer.
Y, acercando su naricilla a la de Mario le susurró quedamente:
- Bueno, por ahora sólo pretendiente, si es que se atreve a llegar al fondo de la cuestión, jajajaja.
Una nube extraña inundó la mirada de Mario. Soledad,  por más que quiso descifrarla no pudo hacerlo. Algo pugnaba por salir de la garganta de él y ella parecía oír el esfuerzo que hacía para conseguirlo.
- Debes de ser sincero, Mario, como siempre lo has sido. Dime lo que piensas y sientes, no te dejes nada para ti. Nadie mejor que yo sabrá comprenderlo. Después…será lo que tenga que ser.
El muchacho tomó las manos de Soledad con suavidad y su voz empezó a temblar un tanto nerviosa aunque decidida.
- Tenía pensado declararme a la chica de mis sueños. Toda mi vida la estuve buscando hasta encontrarla. Y ahora, a la vuelta de la esquina, aparece otra Soledad distinta de la chica que inspira mis canciones. Sus mismos ojos pero sobre un pedestal que se antoja inalcanzable para Mario, el chico de la guitarra, el de la sonrisa más bonita del mundo,   como ella me dice. ¿Crees que tengo sitio en tu nueva vida, en medio de tanta gente importante, de alta alcurnia, que seguiré siendo Mario,  el poeta, tu admirador número uno? ¿Crees que seré diferente a todos esos hombres que has conocido,  que serás feliz conmigo?
Soledad le dedicó una cálida mirada.
- ¿A eso temes, que te considere uno más de cuantos conocí, que te arrincone en una esquina de mi vida, como un adorno o un capricho cualquiera?
La muchacha puso un dedo sobre los labios de Mario.
- ¿Sabes? La belleza que quiero no está en la cara bonita de un  galán de cine, ni en un cuerpo de atleta. Sueño con un corazón único, un alma en la que descansar la mía y ser feliz como nunca lo he sido. Que pueda dormir como una niña en su regazo y soñar que el mundo nos pertenece, que ha sido hecho sólo para nosotros dos. Que al despertar me bese y me haga sentir la reina y dueña de su universo. Que compartamos defectos y virtudes y traigamos hijos al mundo para guardar la memoria de nuestro amor sin fin y…
Mario la tomó delicadamente por los hombros y la besó. Fue un beso dulce y suave como la primavera que los envolvía. Un roce de almas, de promesas, de anhelos, de amaneceres por vivir, de ocasos para soñar.
- Te amo, Soledad, como jamás amé a nadie. Te ofrezco mi corazón, mi vida entera y…
Ahora fue Soledad la que tomó sus labios entre los suyos. Fue una respuesta larga y sentida, soñada y esperada desde siempre, impetuosa como el sentimiento que la desbordaba.
De repente despertaron de su ensoñación al oír los aplausos. Todos los de la cafetería estaban de pie aplaudiéndoles visiblemente emocionados.
Había lágrimas resbalando por las mejillas. Ancianos que de repente recordaron sus años mozos.  Novios que se besaron. Hasta una música  que todos oyeron en lo más profundo de sí mismos y que algunos llaman amor.
- Mario, no querré que dejes nunca los pantalones vaqueros;  ni que dejes de  mancharte de chocolate en el bar de Paco.
- Ni yo quiero que dejes de subir al autobús número veinte. Ni que…
Surgió otro beso, Y muchos más. Solo existían ellos dos. Y sus besos se unieron al arrullo de las palomas y de los pájaros que cantaban alborozados en aquella desbordante y encendida primavera…

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