La casa era
una especie de arca de Noé. A Marinita le gustaban todo tipo de animales; tenía perros, gatos, pájaros, y
hasta un camaleón, Yuli lo llamaban. Y sabido es por todos que los camaleones
tienen la particularidad de poder mover los ojos en cualquier dirección
independientemente uno del otro. Bueno, pues lo curioso del camaleón de
Marinita era que en su presencia dirigía ambos ojos a la niña y la seguía con
la vista allí donde iba.
Los perros
eran un gracioso beagle y un vigoroso pastor alemán de pura raza que formaban
una pareja de buenos compañeros.
Tres eran los gatos, uno de raza europea, un persa y un hermoso
Rangdoll, el llamado gigante amable. Periquitos, canarios, y una pareja de
Agapornis o inseparables, coloridas aves que se unen formando una pareja para
el resto de su vida.
Para ello la
casa de Marinita contaba con un increíble y amplio jardín donde albergaba a sus
amiguitos, perros y gatos corrían
alegremente por el césped y las aves cantaban alegres en medio de la naturaleza
vivaz que les rodeaba, no faltaban los rosales, las buganvillas, macizos de
margaritas y pensamientos y todo tipo de flores, en cualquier estación del año
florecían, especialmente en primavera.
El camaleón prefería la sombra del limonero o del naranjo recién plantado.
La madre de
Marinita la estaba viendo cómo echaba mijo a los pericos, mixtura a los
canarios y extracto seco al camaleón.
Perros y gatos tenían la comida recién puesta. Ése sábado por la mañana se iría
a la granja escuela a ver a su ahijada, su querida vaquita Marina, así la
habían bautizado.
Era una hija
ejemplar. Los abuelos decían a todo el mundo que era la viva estampa de su
madre cuando tenía su edad. Y, de hecho, cualquiera que contemplase fotos de su
progenitora coincidiría de lleno en esta opinión.
Sin saber por
qué le vino a la mente aquella mañana en el zoo. Le gustaban tanto los animales
que le hacía ir regularmente a verlos. Los miraba ensimismada, y movía los
labios imperceptiblemente, como susurrándoles algo que sólo ellos entendieran.
Aquel día
sucedió algo que les puso a todos el corazón en un puño, Marina se llevó el
mayor susto de su vida. Acababan de ver los chimpancés y otros monos
arborícolas. Faltaban los gorilas. Había seis ejemplares adultos y una cría.
Les habían acondicionado una especie de
selva para que treparan y les recordase las montañas de Ruanda, de donde eran
originarios.
El pequeño
gorila se separó de su madre cuando, inesperadamente, un niño tiró una pelota
roja al recinto donde estaban. La cría salió en su busca y la cogió. Empezó a
jugar con ella. La tiraba y la tomaba
para volverla a tirar de nuevo; la madre gorila parecía complacida viendo a su
retoño entretenido aunque no le perdía de vista ni por un momento.
Una de las
veces tiró tan lejos la pelota que quedó fuera de su alcance.
Movida por un impulso inesperado, Marinita
trepó ágilmente por la reja de seguridad y se metió dentro del recinto. Tomó la
pelotita para dársela a la cría de gorila. Entonces el macho dominante, un
formidable gorila de montaña de espalda plateada, de doscientos veinte kilos de
peso y un metro ochenta erguido, entró en escena golpeándose los pectorales y
mostrando amenazador sus impresionantes colmillos.
Se plantó
frente a la niña y la miró con curiosidad, sin hacer movimiento alguno. La niña no echó a correr al verlo tan cerca,
se limitó a mirarlo también, tranquilamente.
El gorila alargó su enorme y
rugosa mano y tomó la de la niña, en un acto que, por sencillo, no dejó de ser
sorprendente. Y, así, de la mano la condujo a la arboleda donde estaba el resto
del grupo.
A todo esto
se había congregado una multitud, todos los visitantes del zoo acudieron a ver
lo que estaba sucediendo, así como los guardas y los cuidadores de los
gorilas. Se sumaron también policías y
bomberos, todos estaban expectantes y de momento no se atrevían a actuar pues
desconocían la reacción de los animales si irrumpían tantos intrusos en su
territorio, aunque las pistolas con los dardos anestésicos estaban ya
preparadas.
Un grito de
horror salió de todas las gargantas cuando el enorme simio tomó a Marinita como
si fuese una muñequita y la subió al árbol.
El jefe de
los guardias estaba a punto de dar la orden de intervención. Pero se contuvo un
instante, sorprendido al ver cómo el gorila espulgaba a la niña como si fuera
uno de sus congéneres. Y aunque no podían oírla, parecía que le hablaba al
animal, como si tal cosa, y se reía a veces. Y, si le precisaban, podría jurar
que el gorila hasta sonreía. Era una
imagen de lo más insólita, todos contenían la respiración. Y a nadie se le
escapó la semejanza de lo que estaban viendo con la escena de King Kong en la
que toma a la chica de la película y se la lleva a su selva.
Ya iban a tomar cartas en el asunto las
autoridades cuando el gorila, como siguiendo indicaciones de la niña, la bajó del árbol y la condujo a la verja de
seguridad aupándola para que bajase. Ya en brazos de su madre todos los
presentes irrumpieron en clamorosas y emocionadas ovaciones.
La tensión se
fue relajando poco a poco y no hubo nadie que no se acercase a Marinita para
darle un beso y felicitarla por su valentía.
Su madre no
la reprendió. Sabía que su hija era así, siempre obedecía a impulsos
repentinos, pero era muy sensata aunque decidida y valiente. Y parecía que siempre una buena
estrella la guiaba, tenía suerte. Ella de pequeña también era así.
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Pero aquél no
iba a ser el único episodio inolvidable del día. Madre e hija caminaron en
silencio hacia el delfinario. Las dos querían decirse algo y ninguna sabía cómo
empezar.
El
espectáculo de los delfines era entretenido y sorprendente. Las acrobacias que
los adiestradores habían enseñado a los delfines eran increíbles y demostraban
la inteligencia y la capacidad de aprendizaje de los simpáticos mamíferos
acuáticos.
El espacio de
las orcas era amplísimo, más adecuado a su mayor tamaño.
Aparentemente
la orca tenía un aspecto inofensivo, era como un delfín gigantesco, de hecho
pertenecía a la misma familia. Es mas, su área blanca alrededor del ojo era
como un antifaz que dotaba a su cara de una expresión graciosa y simpática. Por
lo menos así le parecía a Marinita. Aunque no desconocía que era el mayor súper
depredador de los mares, no tenía enemigos naturales, nadie osaba interponerse
en su camino.
Pasqui era el
mayor ejemplar de orca macho en cautividad de toda Europa, medía 10 metros de longitud y su peso era de nueve
mil quinientos kilos. Era una gozada verlo cuan largo era, si bien su aleta
dorsal de casi dos metros permanecía caída a un lado, era el precio que tenia
que pagar por no gozar de libertad. Le acompañaba Lumi, una hembra no menos
impresionante de siete metros y cinco toneladas de peso.
Una pareja de
nadadores ejecutaba diversos juegos con las dos orcas.
Aunque era
sabido que este formidable ser marino no atacaba al ser humano, impresionaba
ver a los entrenadores moverse entre su descomunal tamaño. Intentaban demostrar
a la concurrencia que eran dóciles e inteligentes, capaces de comunicarse en
cierto modo con nosotros.
Al igual que
en los delfines, se solicitó la presencia de alguien que quisiera contemplar de
cerca a Pasqui y Lumi. Nadie se hizo el ánimo, no era lo mismo pasar la mano
por el lomo de un simpático delfín que de una orca de tan gran tamaño.
Y, una vez
más, Marinita dio la sorpresa. Saltó a la pista y se ofreció. Los allí
presentes la reconocieron en el acto y de nuevo un grito medio de sorpresa y de
temor salió de sus gargantas.
Marinita
llevaba el bañador puesto debajo del vestido así que ni corta ni perezosa en un
plis-plas estuvo preparada. Sin esperarlo los entrenadores, se lanzó al agua en
una diestra zambullida. Pasqui y Lumi dieron una vuelta en derredor, despacio,
sin levantar la superficie del agua cuanto apenas. Y de nuevo la heroína de los
gorilas demostró su temple y su valentía. Se subió a lomos de Pasqui y cabalgó
sobre él para luego pasarse a Lumi que los seguía de cerca.
Estalló el
delirio. Todos se levantaron del asiento y comenzaron a aplaudir y lanzar vítores,
nadie podía creerse aquello, una niña paseándose sobre las temibles orcas,
hacer equilibrios saludando al personal y sonriente, como si tal cosa.
Los
cuidadores se lanzaron al agua pero no intervinieron, eran los primeros
sorprendidos viendo aquel inesperado ejercicio de doma acuática.
Pero todo no
iba a acabar allí. Eso se temió desde un principio Marina, su madre; y sus
temores se cumplieron. La niña iba a querer más. Siempre era así. Como a ella
le sucedía. Había que llegar al máximo. Y llegó.
Las orcas
nadaban complacidas con aquella niña que les rascaba el vientre y danzaba sobre
ellas, hasta daba volteretas y caminaba a la pata coja.
En esa
abrieron sus enormes bocas, era impresionante ver aquellas hileras de dientes
afilados y poderosos, armas más que suficientes para vencer a los grandes
tiburones blancos y capaces de atravesar la carne de la gigantesca ballena
azul.
Con las
fauces abiertas y medio cuerpo sumergido se balancearon como si les sacudiera una risa repentina.
Entonces vino el suspense. Les pilló a todos de improviso. Marinita se metió en
la boca de Pasqui y el animal se sumergió. Lumi siguió a su pareja hasta lo más
hondo del estanque.
Hasta Marina
se levantó del asiento, presa del pánico. Todos pensaban que se la había
tragado, como si fuera un arenque cualquiera.
El corazón de
los presentes ese día no ganaría para sustos. Súbitamente las dos orcas
emergieron a la superficie levantando un impresionante surtidor de agua. Y fue
como cuando el mago en el escenario hace surgir el conejo de la chistera.
Pasqui abrió la boca y ¡albricias¡ allí estaba Marinita, entre los dientes de
la orca, sana y salva.
A la madre le
costó conseguir que saliera del agua, se había encariñado con Pasqui y Lumi y
no quería dejarlos, se estaba divirtiendo muchísimo.
El director
del Zoo y el jefe de policía, no sin cierto alivio por los sucesos acaecidos,
acompañaron hasta la salida a madre e hija. A Marinita la nombraron “Visita
Predilecta y de Máximo Honor del Zoo” extendiéndole un elegante e historiado pergamino
y le prendieron una medalla.
Marina miró a
su hija significativamente, como queriendo decir: “Basta ya de sobresaltos,
Marinita, descansa un poco, vale? “ Y se
rieron las dos.
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El capítulo
de la vaca fue más tranquilo para Marina. Fueron una tarde a la perrera con el
ánimo de adoptar a un perrillo abandonado. Conocían desde hacía tiempo a Tomás,
el responsable del mismo. Sabía que amaban los animales y que, de vez en
cuando, sacaban del anonimato a uno de ellos para llevarlo a casa y hacerlo otro miembro de la familia junto con
los demás.
Pero ambas,
madre e hija, se descorazonaban viendo la cantidad de perros y gatos que eran
abandonados por sus dueños, sin el menor remordimiento.
Cuando
pasaban por las jaulas ladraban y gemían lastimosamente reclamando su atención,
suplicándoles que les llevaran con ellas y les devolvieran a la libertad y al
calor de un hogar.
En medio del
jardín descubrieron una vaca. Nunca habían visto una en la perrera. Ciertamente
llamaba la atención, pues se salía de lo normal.
Era grande,
quizá pasaría el metro y medio de
alzada, de piel blanca alternando con zonas rojas, robusta y con un porte muy elegante.
- ¿Qué os
parece la vaca? –les dijo Tomás.- Impresionante, eh?
- Si, desde
luego -dijo Marina- ¿Qué hace una vaca en una perrera?
- Es una
larga historia. Y no os la vais a creer. Resulta que un conocido mío fue de
vacaciones a Holanda. Compró un boleto de lo que creyó era una lotería o algo por
el estilo. Pero en realidad se sorteaba una vaca y le tocó a él. Y como esta
gente es tan cumplidora y formal se la mandaron a España y ha llegado en perfecto estado. Y libre de portes además.
- Desde luego
es increíble, Tomás, y vaya vaca hermosa, da gusto verla. Nunca habíamos visto
una igual.
- Claro, no
podía ser de otro modo. Nada más y nada
menos se trata de una auténtica vaca de la raza Holstein, casi con seguridad
las más lecheras y apreciadas del mundo. Vale un dineral. Y más ésta, de la variedad
blanca y roja. Mi amigo no sabía qué
hacer con ella, como es natural. Me pidió ayuda y se la vamos a entregar a un
ganadero que conozco, estará encantado con tan valioso ejemplar.
- Tomás
–inquirió la niña- esta vaca tiene la tripa muy gorda, no?
- Buena observación,
Marinita, sí señor; tiene la tripa así porque dentro de poco dará a luz
una ternerita. Mañana mismo la llevaré a la granja, ya tiene sitio en el
establo para dar a luz.
Camino a casa
Marina notaba que la mente de su hija bullía sin cesar. Estaba callada aunque
con el ceño fruncido; de un momento a otro iba a comunicarle algo. Y así fue.
- Mamá,
estaba pensando una cosa. Sabes que me gustan mucho los animales. Y que nunca
he dejado de cuidarlos. Oye, mamá, esa
vaca es muy bonita, verdad? Oye, una vaca no cabe en casa, a que no?
Marina la
miró reprobándola divertida.
- Por eso, mamá, he pensando que….mira, podría apadrinar a esa
vaquita que va a nacer, ponerle el nombre que más me gustara e ir a verla todos
los días, bueno, todas las semanas, qué te parece ? Eso sí que lo podríamos
hacer, verdad ?
- Sabía que me ibas a salir con una idea de las tuyas –y rió
divertida-
Desde luego que sólo nos faltaba una vaca en
el jardín – y volvió a reír-.
El deseo de Marinita se llevó a
efecto y allá que fueron a la granja el día del alumbramiento. Desde días antes
la niña no había pensando en otra cosa. Sólo hablada de ello y miles de nombres
bailaban en su mente sin saber por cuál decidirse. Cuando había decidido cómo
llamarla venía alguien y le sugería otro.
Ya en el establo, a punto de parir la vaca, Marinita decidió el nombre
que tendría su ahijada.
Una propiedad de las vacas Holstein
es que los alumbramientos no son demasiado traumáticos, así que asistida por el
veterinario y el granjero y bajo la
atenta mirada y apoyo de
Marinita, la cría vio la luz sin
contratiempo alguno.
La niña la miraba extasiada mientras
la madre lamía a su retoño, se adivinaba en el animal como
una mirada de ternura difícil de explicar.
-
Te llamarás como yo, Marinita, -le susurró a la pequeña
ternera- y seré tu madrina y tú mi ahijada. Te gusta, vaquita ?
Todos se emocionaron con las palabras de la niña, la voz se
le había quebrado al pronunciarlas. Había vivido el parto intensamente.
Desde ese día no dejó nunca de visitarla. Iba los fines de
semana y pasaba todo el día con ella. La bañaba, la secaba, y cepillándola le
hablaba como si fuera una amiguita suya. Nunca encontraba el momento de irse de
la granja de tan dichosos momentos que pasaba.
Marina, su madre, no recordaba haberla visto tan feliz como
entonces.
Marina los vio bajar por la escalerilla del avión.
Robert y Marinita formaban una buena
pareja. Su hija se había doctorado en Derecho Internacional en Londres y allí
lo había conocido. A Marinita le habían dado el “Sobresaliente cum Laude”
y el porvenir le auguraba un futuro
lleno de éxitos profesionales y también, por lo que sabía, en el aspecto
afectivo. Robert era la persona más idónea para hacerla feliz. Marina no cabía
en sí de lo contenta que estaba con esa relación.
La madre de Marinita sabía de antemano la pregunta que le iba
a formular su hija. Venía degustándola en su pensamiento como un caramelo que
cuesta desleír. Y así fue.
- Mamá, cómo está mi vaquita Marinita ?
- Muy bien, hija mía, esperando verte.
Así que la primera parada fue la granja. Marina había estado
aguardando este momento como quien guarda un tesoro que finalmente hay que
descubrir. Iba a ser un encuentro después de mucho tiempo. Su hija dejó una
vaquita retozona y ahora no tenía ni idea de cómo era.
En los ojos de Marinita había una inquietud y un anhelo largo
tiempo contenido. Sus pupilas brillaban con un destello que sorprendió a Robert
aunque no así a su madre. Iba a ser un encuentro de lo más
emocionante.
Un instinto que sólo ella poseía le hizo dirigir su mirada y
reconocer a Marinita a través de tantas vacas como pastaban en el prado.
Lanzó un suspiro que tenía preso en su ánimo al verla. Y como
todo cuanto rodeaba la vida de Marinita no era nada corriente, si no que era
extraordinario se produjo otro de los muchos momentos mágicos que le tocaría
vivir en su vida.
Marinita, su vaca querida, al ver a su madrina echó a correr
en su busca, también supo que era ella, Marinita, que tantos mimos y cuidados
le había prodigado desde que nació.
Aunque no fue sólo eso. Detrás de Marinita iba pegada otra
vaquita pequeña, tan dulce y bonita como la que Marinita asistió aquel
inolvidable día.
Marinita las abrazó y las besó y envuelta en una cascada de
lágrimas le dijo a su madre:
- Mamá, creo que tendré que hacerme cargo también de esta
preciosidad, verdad ?
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Aquella noche Marina, mientras miraba la luna y las estrellas
desde la terraza de su jardín, dio
rienda suelta a su emoción. Cada lágrima era redonda y brillante como una perla. Lentamente, entre
suspiro y suspiro, las fue enhebrando
una a una y formó un largo y hermoso collar con ellas. Y se sintió la
mujer más dichosa del mundo.