miércoles, 18 de febrero de 2015

La vaquita feliz





La casa era una especie de arca de Noé. A Marinita le gustaban todo tipo de  animales; tenía perros, gatos, pájaros, y hasta un camaleón, Yuli lo llamaban. Y sabido es por todos que los camaleones tienen la particularidad de poder mover los ojos en cualquier dirección independientemente uno del otro. Bueno, pues lo curioso del camaleón de Marinita era que en su presencia dirigía ambos ojos a la niña y la seguía con la vista allí donde iba.
Los perros eran un gracioso beagle y un vigoroso pastor alemán de pura raza que formaban una pareja de buenos compañeros.  
Tres  eran los gatos, uno  de raza europea, un persa y un hermoso Rangdoll, el llamado gigante amable. Periquitos, canarios, y una pareja de Agapornis o inseparables, coloridas aves que se unen formando una pareja para el resto de su vida.
Para ello la casa de Marinita contaba con un increíble y amplio jardín donde albergaba a sus amiguitos,  perros y gatos corrían alegremente por el césped y las aves cantaban alegres en medio de la naturaleza vivaz que les rodeaba, no faltaban los rosales, las buganvillas, macizos de margaritas y pensamientos y todo tipo de flores, en cualquier estación del año florecían,  especialmente en primavera. El camaleón prefería la sombra del limonero o del naranjo recién plantado. 
La madre de Marinita la estaba viendo cómo echaba mijo a los pericos, mixtura a los canarios y extracto seco  al camaleón. Perros y gatos tenían la comida recién puesta. Ése sábado por la mañana se iría a la granja escuela a ver a su ahijada, su querida vaquita Marina, así la habían bautizado. 
Era una hija ejemplar. Los abuelos decían a todo el mundo que era la viva estampa de su madre cuando tenía su edad. Y, de hecho, cualquiera que contemplase fotos de su progenitora coincidiría de lleno en esta opinión.
Sin saber por qué le vino a la mente aquella mañana en el zoo. Le gustaban tanto los animales que le hacía ir regularmente a verlos. Los miraba ensimismada, y movía los labios imperceptiblemente, como susurrándoles algo  que sólo ellos entendieran.
Aquel día sucedió algo que les puso a todos el corazón en un puño, Marina se llevó el mayor susto de su vida. Acababan de ver los chimpancés y otros monos arborícolas. Faltaban los gorilas. Había seis ejemplares adultos y una cría. Les habían acondicionado  una especie de selva para que treparan y les recordase las montañas de Ruanda, de donde eran originarios.
El pequeño gorila se separó de su madre cuando, inesperadamente, un niño tiró una pelota roja al recinto donde estaban. La cría salió en su busca y la cogió. Empezó a jugar con ella.  La tiraba y la tomaba para volverla a tirar de nuevo; la madre gorila parecía complacida viendo a su retoño entretenido aunque no le perdía de vista ni por un momento.
Una de las veces tiró tan lejos la pelota que quedó fuera de su alcance.
 Movida por un impulso inesperado, Marinita trepó ágilmente por la reja de seguridad y se metió dentro del recinto. Tomó la pelotita para dársela a la cría de gorila. Entonces el macho dominante, un formidable gorila de montaña de espalda plateada, de doscientos veinte kilos de peso y un metro ochenta erguido, entró en escena golpeándose los pectorales y mostrando amenazador sus impresionantes colmillos.
Se plantó frente a la niña y la miró con curiosidad, sin hacer movimiento alguno.  La niña no echó a correr al verlo tan cerca, se limitó a mirarlo también, tranquilamente.   El gorila alargó su enorme y rugosa mano y tomó la de la niña, en un acto que, por sencillo, no dejó de ser sorprendente. Y, así, de la mano la condujo a la arboleda donde estaba el resto del grupo.
A todo esto se había congregado una multitud, todos los visitantes del zoo acudieron a ver lo que estaba sucediendo, así como los guardas y los cuidadores de los gorilas.  Se sumaron también policías y bomberos, todos estaban expectantes y de momento no se atrevían a actuar pues desconocían la reacción de los animales si irrumpían tantos intrusos en su territorio, aunque las pistolas con los dardos anestésicos estaban ya preparadas.
Un grito de horror salió de todas las gargantas cuando el enorme simio tomó a Marinita como si fuese una muñequita y la subió al árbol.
El jefe de los guardias estaba a punto de dar la orden de intervención. Pero se contuvo un instante, sorprendido al ver cómo el gorila espulgaba a la niña como si fuera uno de sus congéneres. Y aunque no podían oírla, parecía que le hablaba al animal, como si tal cosa, y se reía a veces. Y, si le precisaban, podría jurar que el gorila hasta sonreía.  Era una imagen de lo más insólita, todos contenían la respiración. Y a nadie se le escapó la semejanza de lo que estaban viendo con la escena de King Kong en la que toma a la chica de la película y se la lleva a su selva. 
Ya  iban a tomar cartas en el asunto las autoridades cuando el gorila, como siguiendo indicaciones de la niña,  la bajó del árbol y la condujo a la verja de seguridad aupándola para que bajase. Ya en brazos de su madre todos los presentes irrumpieron en clamorosas y emocionadas ovaciones.
La tensión se fue relajando poco a poco y no hubo nadie que no se acercase a Marinita para darle un beso y felicitarla por su valentía.
Su madre no la reprendió. Sabía que su hija era así, siempre obedecía a impulsos repentinos, pero era muy sensata aunque decidida  y valiente. Y parecía que siempre una buena estrella la guiaba, tenía suerte. Ella de pequeña también era así.
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Pero aquél no iba a ser el único episodio inolvidable del día. Madre e hija caminaron en silencio hacia el delfinario. Las dos querían decirse algo y ninguna sabía cómo empezar.
El espectáculo de los delfines era entretenido y sorprendente. Las acrobacias que los adiestradores habían enseñado a los delfines eran increíbles y demostraban la inteligencia y la capacidad de aprendizaje de los simpáticos mamíferos acuáticos. 
El espacio de las orcas era amplísimo, más adecuado a su mayor tamaño.
Aparentemente la orca tenía un aspecto inofensivo, era como un delfín gigantesco, de hecho pertenecía a la misma familia. Es mas, su área blanca alrededor del ojo era como un antifaz que dotaba a su cara de una expresión graciosa y simpática. Por lo menos así le parecía a Marinita. Aunque no desconocía que era el mayor súper depredador de los mares, no tenía enemigos naturales, nadie osaba interponerse en su camino.
Pasqui era el mayor ejemplar de orca macho en cautividad de toda Europa, medía 10 metros de longitud y su peso era de nueve mil quinientos kilos. Era una gozada verlo cuan largo era, si bien su aleta dorsal de casi dos metros permanecía caída a un lado, era el precio que tenia que pagar por no gozar de libertad. Le acompañaba Lumi, una hembra no menos impresionante de siete metros y cinco toneladas de peso.
Una pareja de nadadores ejecutaba diversos juegos con las dos orcas.
Aunque era sabido que este formidable ser marino no atacaba al ser humano, impresionaba ver a los entrenadores moverse entre su descomunal tamaño. Intentaban demostrar a la concurrencia que eran dóciles e inteligentes, capaces de comunicarse en cierto modo con nosotros.
Al igual que en los delfines, se solicitó la presencia de alguien que quisiera contemplar de cerca a Pasqui y Lumi. Nadie se hizo el ánimo, no era lo mismo pasar la mano por el lomo de un simpático delfín que de una orca de tan gran  tamaño.
Y, una vez más, Marinita dio la sorpresa. Saltó a la pista y se ofreció. Los allí presentes la reconocieron en el acto y de nuevo un grito medio de sorpresa y de temor salió de sus gargantas.
Marinita llevaba el bañador puesto debajo del vestido así que ni corta ni perezosa en un plis-plas estuvo preparada. Sin esperarlo los entrenadores, se lanzó al agua en una diestra zambullida. Pasqui y Lumi dieron una vuelta en derredor, despacio, sin levantar la superficie del agua cuanto apenas. Y de nuevo la heroína de los gorilas demostró su temple y su valentía. Se subió a lomos de Pasqui y cabalgó sobre él para luego pasarse a Lumi que los seguía de cerca.
Estalló el delirio. Todos se levantaron del asiento y comenzaron a aplaudir y lanzar vítores, nadie podía creerse aquello, una niña paseándose sobre las temibles orcas, hacer equilibrios saludando al personal y sonriente,  como si tal cosa. 
Los cuidadores se lanzaron al agua pero no intervinieron, eran los primeros sorprendidos viendo aquel inesperado ejercicio de doma acuática.
Pero todo no iba a acabar allí. Eso se temió desde un principio Marina, su madre; y sus temores se cumplieron. La niña iba a querer más. Siempre era así. Como a ella le sucedía. Había que llegar al máximo. Y llegó.
Las orcas nadaban complacidas con aquella niña que les rascaba el vientre y danzaba sobre ellas, hasta daba volteretas y caminaba a la pata coja.
En esa abrieron sus enormes bocas, era impresionante ver aquellas hileras de dientes afilados y poderosos, armas más que suficientes para vencer a los grandes tiburones blancos y capaces de atravesar la carne de la gigantesca ballena azul.
Con las fauces abiertas y medio cuerpo sumergido se balancearon  como si les sacudiera una risa repentina. Entonces vino el suspense. Les pilló a todos de improviso. Marinita se metió en la boca de Pasqui y el animal se sumergió. Lumi siguió a su pareja hasta lo más hondo del estanque.
Hasta Marina se levantó del asiento, presa del pánico. Todos pensaban que se la había tragado, como si fuera un arenque cualquiera.
El corazón de los presentes ese día no ganaría para sustos. Súbitamente las dos orcas emergieron a la superficie levantando un impresionante surtidor de agua. Y fue como cuando el mago en el escenario hace surgir el conejo de la chistera. Pasqui abrió la boca y ¡albricias¡ allí estaba Marinita, entre los dientes de la orca, sana y salva.
A la madre le costó conseguir que saliera del agua, se había encariñado con Pasqui y Lumi y no quería dejarlos, se estaba divirtiendo muchísimo.
El director del Zoo y el jefe de policía, no sin cierto alivio por los sucesos acaecidos, acompañaron hasta la salida a madre e hija. A Marinita la nombraron “Visita Predilecta y de Máximo Honor del Zoo” extendiéndole un elegante e historiado pergamino y le prendieron una medalla.
Marina miró a su hija significativamente, como queriendo decir: “Basta ya de sobresaltos, Marinita, descansa un poco, vale? “  Y se rieron las dos.

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El capítulo de la vaca fue más tranquilo para Marina. Fueron una tarde a la perrera con el ánimo de adoptar a un perrillo abandonado. Conocían desde hacía tiempo a Tomás, el responsable del mismo. Sabía que amaban los animales y que, de vez en cuando, sacaban del anonimato a uno de ellos para llevarlo a casa y  hacerlo otro miembro de la familia junto con los demás.
Pero ambas, madre e hija, se descorazonaban viendo la cantidad de perros y gatos que eran abandonados por sus dueños, sin el menor remordimiento.
Cuando pasaban por las jaulas ladraban y gemían lastimosamente reclamando su atención, suplicándoles que les llevaran con ellas y les devolvieran a la libertad y al calor de un hogar.
En medio del jardín descubrieron una vaca. Nunca habían visto una en la perrera. Ciertamente llamaba la atención, pues se salía de lo normal.
Era grande, quizá pasaría el  metro y medio de alzada, de piel blanca alternando con zonas rojas, robusta y  con un porte muy elegante.
- ¿Qué os parece la vaca? –les dijo Tomás.- Impresionante, eh?
- Si, desde luego -dijo Marina- ¿Qué hace una vaca en una perrera?
- Es una larga historia. Y no os la vais a creer. Resulta que un conocido mío fue de vacaciones a Holanda. Compró un boleto de lo que creyó era una lotería o algo por el estilo. Pero en realidad se sorteaba una vaca y le tocó a él. Y como esta gente es tan cumplidora y formal se la mandaron a España y ha llegado en  perfecto estado. Y  libre de portes además.  
- Desde luego es increíble, Tomás, y vaya vaca hermosa, da gusto verla. Nunca habíamos visto una igual.
- Claro, no podía ser de otro modo.  Nada más y nada menos se trata de una auténtica vaca de la raza Holstein, casi con seguridad las más lecheras y apreciadas del mundo. Vale un dineral. Y más ésta, de la variedad blanca y roja.  Mi amigo no sabía qué hacer con ella, como es natural. Me pidió ayuda y se la vamos a entregar a un ganadero que conozco, estará encantado con tan valioso ejemplar.
- Tomás –inquirió la niña- esta vaca tiene la tripa muy gorda, no?
- Buena observación, Marinita, sí señor; tiene la tripa así porque dentro de poco  dará a luz  una ternerita. Mañana mismo la llevaré a la granja, ya tiene sitio en el establo para dar a luz.
Camino a casa Marina notaba que la mente de su hija bullía sin cesar. Estaba callada aunque con el ceño fruncido; de un momento a otro iba a comunicarle algo.  Y así fue.
- Mamá, estaba pensando una cosa. Sabes que me gustan mucho los animales. Y que nunca he dejado de cuidarlos.  Oye, mamá, esa vaca es muy bonita, verdad? Oye, una vaca no cabe en casa, a que no?
Marina la miró reprobándola divertida.
-   Por eso, mamá, he pensando que….mira, podría apadrinar a esa vaquita que va a nacer, ponerle el nombre que más me gustara e ir a verla todos los días, bueno, todas las semanas, qué te parece ? Eso sí que lo podríamos hacer, verdad ? 
-   Sabía que me ibas a salir con una idea de las tuyas –y rió divertida-  
  Desde luego que sólo nos faltaba una vaca en el jardín – y volvió a        reír-.
El deseo de Marinita se llevó a efecto y allá que fueron a la granja el día del alumbramiento. Desde días antes la niña no había pensando en otra cosa. Sólo hablada de ello y miles de nombres bailaban en su mente sin saber por cuál decidirse. Cuando había decidido cómo llamarla venía alguien y le sugería otro.  Ya en el establo, a punto de parir la vaca, Marinita decidió el nombre que tendría su ahijada.
Una propiedad de las vacas Holstein es que los alumbramientos no son demasiado traumáticos, así que asistida por el veterinario y el granjero y bajo la  atenta mirada  y apoyo de Marinita, la cría vio la luz  sin contratiempo alguno.   
La niña la miraba extasiada mientras la madre lamía a su retoño, se adivinaba en el animal  como  una mirada de ternura difícil de explicar.
-         Te llamarás como yo, Marinita, -le susurró a la pequeña ternera- y seré tu madrina y tú mi ahijada. Te gusta, vaquita ?
Todos se emocionaron con las palabras de la niña, la voz se le había quebrado al pronunciarlas. Había vivido el parto intensamente.
Desde ese día no dejó nunca de visitarla. Iba los fines de semana y pasaba todo el día con ella. La bañaba, la secaba, y cepillándola le hablaba como si fuera una amiguita suya. Nunca encontraba el momento de irse de la granja de tan dichosos momentos que pasaba.
Marina, su madre, no recordaba haberla visto tan feliz como entonces.
Marina los vio bajar por la escalerilla del avión. Robert  y Marinita formaban una buena pareja. Su hija se había doctorado en Derecho Internacional en Londres y allí lo había conocido. A Marinita le habían dado el “Sobresaliente cum Laude” y  el porvenir le auguraba un futuro lleno de éxitos profesionales y también, por lo que sabía, en el aspecto afectivo. Robert era la persona más idónea para hacerla feliz. Marina no cabía en sí de lo contenta que estaba con esa relación.
La madre de Marinita sabía de antemano la pregunta que le iba a formular su hija. Venía degustándola en su pensamiento como un caramelo que cuesta desleír. Y así fue.
- Mamá, cómo está mi vaquita Marinita ?
- Muy bien, hija mía, esperando verte.
Así que la primera parada fue la granja. Marina había estado aguardando este momento como quien guarda un tesoro que finalmente hay que descubrir. Iba a ser un encuentro después de mucho tiempo. Su hija dejó una vaquita retozona y ahora no tenía ni idea de cómo era.
En los ojos de Marinita había una inquietud y un anhelo largo tiempo contenido. Sus pupilas brillaban con un destello que sorprendió a Robert
aunque no así a su madre. Iba a ser un encuentro de lo más emocionante.
Un instinto que sólo ella poseía le hizo dirigir su mirada y reconocer a Marinita a través de tantas vacas como pastaban en el prado.
Lanzó un suspiro que tenía preso en su ánimo al verla. Y como todo cuanto rodeaba la vida de Marinita no era nada corriente, si no que era extraordinario se produjo otro de los muchos momentos mágicos que le tocaría vivir en su vida.
Marinita, su vaca querida, al ver a su madrina echó a correr en su busca, también supo que era ella, Marinita, que tantos mimos y cuidados le había prodigado desde que nació.
Aunque no fue sólo eso. Detrás de Marinita iba pegada otra vaquita pequeña, tan dulce y bonita como la que Marinita asistió aquel inolvidable día.
Marinita las abrazó y las besó y envuelta en una cascada de lágrimas le dijo a su madre:
- Mamá, creo que tendré que hacerme cargo también de esta preciosidad, verdad ?
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Aquella noche Marina, mientras miraba la luna y las estrellas desde la terraza de su jardín,  dio rienda suelta a su emoción. Cada lágrima era redonda  y brillante como una perla. Lentamente, entre suspiro y suspiro,  las fue enhebrando una a una y  formó un largo y  hermoso collar con ellas. Y se sintió la mujer más dichosa del mundo.