jueves, 2 de octubre de 2014

Dama errante



El hombre se entretenía viendo a los niños dar de comer a las palomas. La incipiente primavera llenaba el parque de flores tras unas lluvias benefactoras después de un tiempo de sequía.
Olía a césped recién cortado y la temperatura era muy agradable, la gente empezaba a lucir  atuendos veraniegos y se respiraba un ambiente festivo.
Ensimismado en sus pensamientos no vio a la mujer que se le acercaba.
- Hola, Alberto.
Dio un respingo al oír su nombre y se incorporó de inmediato.
- ¡Elvira! ¡Por dios!, ¿Eres tú? –exclamó sorprendido al verla.
- Sí, soy yo, la última persona que esperabas encontrar, ¿verdad?
Y rió despreocupada,  desconcertándolo.
- ¿Qué…? ¿Qué haces aquí…? - balbució.
- No me mires así, por favor, no soy un fantasma; soy Elvira, tu Elvira. Y he venido a verte, sabía que estarías aquí.
La incredulidad pintaba el rostro del hombre conforme la contemplaba. Tenía los ojos abiertos como platos.
- He regresado, Alberto, he vuelto por fin.
- Me has dado la mayor sorpresa de mi vida, Elvira, de verdad. Pensé que ya no te vería nunca más. Te miro y no me lo creo.
- ¿Cómo me ves? , Anda, dímelo. -giró sobre sí misma.
- Estás increíblemente  guapa, como siempre, el tiempo no ha pasado para ti.
- Adulador, sigues tan zalamero como siempre –una mirada coqueta se hizo patente.- Tú tampoco has cambiado apenas;  bueno, sí, alguna cana bien puesta –y pasó la  mano por su cabello con familiaridad.
- ¿A qué has venido, Elvira? –hubo un quiebro en su voz.
- He venido a quedarme para siempre,  mi viaje ha terminado. 
- Después de tanto tiempo sin saber nada de ti… ¿Regresas, como si tal cosa? ¿Así de sencillo?
- Así de sencillo, Alberto –la voz de Elvira era firme- . Mi viaje ha terminado, ya te lo he dicho.
Estaban sentados en un banco frente al estanque y la bruma acuosa del surtidor les llegaba sutilmente.
- Te fuiste un día, de repente, dejándome solo, sin saber por qué; ni tú misma me lo supiste decir. Ahora apareces, como por arte de magia, cuando creía que nunca te vería más. ¿Por qué te marchaste, Elvira, lo sabes ya?
- ¿Sabes qué día es hoy, Alberto? –dijo soslayando la pregunta-,
Uno de Abril; hace años tal día como hoy nos conocimos, sentados en este  mismo banco. Eres tan romántico y das tanta importancia a estas cosas  que sabía  te encontraría aquí.
- Vaya, un detalle que recuerdes esta fecha, después de tanto tiempo, Elvira.  Aunque sigues sin responder a mi pregunta,
- Nunca olvidé los días uno de Abril, créeme. Ni el diluvio que cayó después, ¿recuerdas?  Llegamos como sopas a casa.
Tomó aire después de proseguir.
- Desperté un día y me sentí vacía,  en mi pequeño mundo de cada día, siempre inmutable.  Quise ver otros paisajes, vivir nuevas experiencias, emociones diferentes. Fui como una hoja que arrastra el viento sin saber a dónde me llevaría.
Llegué a ser un barco que surcaba mares, descubría continentes, paisajes, gentes de todo tipo y condición. En mi navegar  incansable una mañana me vi sola, perdido el rumbo. No te ocultaré que algún Capitán Garfio me tentó y estuvo a punto de vencerme,  pero en mi mente siempre estaba mi Peter Pan, mi héroe de siempre, el  que me convirtió en su Campanilla.
- Todo eso suena muy bien, Elvira, muy bonito. –dijo el hombre mirándola fijamente-. La dama se va acudiendo a una misteriosa llamada interior, una hoja otoñal sin rumbo por un viento repentino, como has dicho. Y yo, el Peter Pan de su historia se queda sin su Campanilla, dando gracias encima a Garfio de que no abordara tu nave y te raptase, ¿no es así? Esto suena a una patética película  de aventuras de bajo presupuesto, Elvira, la verdad, eso es lo que es.
El hombre dejó que transcurrieran unos instantes antes de seguir.
-¿Tal vez esperas que todo siga igual, que mi vida y mis sentimientos se hayan  guardado en una urna, esperando tu vuelta?
Su voz adquirió un tono grave y profundo.
- ¿Y  si te dijese que tu héroe tiene otro duende, otra Campanilla, alguien que llenó tu ausencia y borró tus recuerdos? ¿Qué pensarías si te digo que no deseaba que volvieras después de escapar de mí? ¿Creíste que sería tan tonto de recordarte a pesar de todo?  ¿Crees que te quiero, que podría quererte todavía después de esto?

Una súbita tristeza asomó en el rostro de la mujer. Sus facciones se habían ido contrayendo conforme el hombre  pronunciaba sus últimas palabras. Sus mejillas  palidecieron  cuando sus ojos se llenaron de lágrimas. Aunque permanecía impasible contemplando su llanto, la mujer creyó ver que una débil inquietud   estremecía los  labios del hombre.
- ¿Qué esperabas, Elvira, que te recibiese a bombo y platillo?
Las lágrimas fueron cesando y dieron paso a una serena calma que  iluminó su mirada con un brillo desconocido.
- Esperaba tus palabras, Alberto;  la verdad es que  las merezco.
Te dejé en la estacada, estás en tu derecho de decirme cuanto quieras.
- Menos mal que lo reconoces, Elvira, es lo menos que esperaba oírte decir. No sabes el daño que me ha causado tu ausencia.

Hacia rato que se habían levantado del banco y estaban el uno frente al otro, muy cerca.
Cruzaban sus miradas con intensidad y, en su interior, un desasosiego extraño  los atenazaba.
- También  he sufrido lo mío al darme cuenta de mi error, Alberto, no sabes cuánto lo lamenté. Perdida por ahí, arrepentida,  en una zozobra en la que no hallaba respuestas a mi conducta, a la deserción  que supuso dejarte solo.
- Muchas cosas han cambiado en este tiempo,  Elvira. Momentos, días, sensaciones que no hemos vivido y que ya no volverían por mucho que quisiéramos. Tu recuerdo se ha ido borrando poco a poco, como las  huellas en la  playa al venir una ola.
¿Qué me queda de ti, cómo podría volver a quererte?
La pregunta aleteó por un momento en la  intensa mirada  de ambos. Finalmente un suspiro de la mujer fue dibujando en su rostro una dulce sonrisa.
-  Alberto, eres el mentiroso más delicioso que existe.
El hombre iba a replicar pero ella le cerró los labios con la mano.
- No me has olvidado en absoluto y lo sabes. Allá donde estuve nuestra hija Elvira me hizo  llegar  tus novelas conforme ibas publicando. Y mira qué casualidad que la protagonista de cada una de ellas es mi arquetipo: melenita rubia,  mi silueta, piensa, actúa, se mueve como yo…
El hombre seguía sus palabras con la sorpresa pintada en su rostro.
- No hay ninguna otra Campanilla, Alberto, -continuó  sin dejar que replicase-. En tu última novela, “Dama errante”, no cesas  de pedirme que vuelva a tu lado, que no me has olvidado un solo instante, cada página es una declaración de amor a la protagonista de la historia que,  en suma, vengo a ser yo.   Lanzas tu lamento al amor perdido en cada obra tuya en un intento desesperado  de que tu mensaje me llegue, no sabes cómo, pero esperas que suceda ese milagro.
- Nuestra hija estaba enterada…-susurró  el hombre entre dientes-.
- Ella no quiso intervenir en todo esto, éramos nosotros quienes debíamos  solucionarlo. Elvira estaba tranquila porque  sabía que las bodegas de mi nave estaban llenas de ti, que volvería a tu lado, mi puerto seguro, el único y verdadero amor de   mi vida.
Un fulgor indefinible brillaba  en los ojos del hombre.
- La verdad es que cada uno de Abril no dejé de venir a este banco,   imaginarte a mi lado, estremeciéndome cada vez al recordar nuestro primer beso. Y que en cada novela me resultó imposible evocar a otra mujer que no fueras tú. Yo…
Ella le rodeó por la cintura atrayéndole  hacia sí y  rozó los labios del hombre  con los suyos.
- ¿Podrás perdonar a esta tonta Campanilla que ha estado a punto de perderte para siempre, mi querido Peter Pan? – dijo mimosa.
- Me lo pensaré…-le respondió antes de besarla apasionadamente-.
Hubo un revuelo  de palomas. Y el vendedor de globos, viéndolos,  pensó que la primavera era la estación más bonita  del año, que el amor era maravilloso y que le hubiera gustado estar en lugar de aquel hombre, en brazos de la  hermosa mujer.
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Bella Dama



Como todos los jueves, allí estaba la  nota en su  buzón del zaguán de la finca. Un folio cortado a mano por la mitad dentro de un sobre.
Esta vez eran cuatro frases escritas con su letra de cuidada caligrafía y perfecta norma ortográfica. La semana pasada fue una especie de poema de los que acostumbraba a dedicarle.
De nuevo la pregunta de siempre: ¿quién  era aquel hombre que desde hacía meses le escribía todos los jueves?
Elvira vivía en una finca de muchos vecinos y por más que trató discretamente de averiguar quién pudo ver al que dejaba esas misivas no obtuvo nada en claro.
Por mucho que trataba de comprender lo que le estaba pasando no encontró explicación alguna. Que un hombre le escribiese amparado en el anonimato  nunca le había sucedido. Se expresaba con educación y una galantería comedida,  para nada pedante y le transmitía cuanto ella le inspiraba.
¿Cómo podía decirle aquella retahíla de bonitas palabras a una mujer desconocida? Eso pensó al principio; justo hasta cuando en una carta le escribió…”¡ Qué bien le sentaba el vestido azul, estaba preciosa!”
Aquello la descolocó por completo. Efectivamente, hacia poco se vistió de azul; una falda plisada por encima de la rodilla y chaqueta de algodón haciendo juego.
Contrastó su letra con la de sus amigos, con todos cuantos conocía y formaban parte de su entorno.
Intentó sin éxito adentrarse en la personalidad de su desconocido admirador, ni su nombre sabía.
Cuidaba sus frases con esmero, la palabra justa y en su orden, sin rebuscamientos, una prosa  que se apoderaba suavemente de ella y que la inducía a querer leer más, a esperar con impaciencia el próximo jueves.

Elvira era maestra de Reiki, un método de vida para sanar y lograr el equilibrio de cuerpo y mente, aumentar la fuerza universal que todos poseemos y llevamos dentro.
Pese a su autocontrol, algo en su interior estaba sufriendo un cambio que no sabría definir. Con la llegada de esas insólitas cartas cargadas de una devoción  inesperada,  acudió  a su mente  el recuerdo de todos los episodios sentimentales que había vivido y creía desterrados para siempre.
Aquellos hombres que desfilaron por su corazón sin que ninguno de ellos dejase raíces tan profundas como para llenar y compartir su vida plenamente.
Era una mujer de acusada personalidad, profunda, como un océano tan inmenso y desconocido que cuantos hombres intentaron navegar en sus aguas fracasaron en las primeras corrientes adversas.
Decían de ella que pocos, tal vez nadie,  podían  mantenerle la mirada más allá de cuatro segundos dada la fuerza y fulgor  que emanaba.
De una feminidad natural y nada artificiosa, era elegante y su armonía corporal se veía coronada por una melena rubia que refulgía como el oro. Ciertamente encandilaba al sexo masculino, era imposible sustraerse a su encanto. Ella se sabía el centro de un sistema planetario formado por hombres que la ensalzaban y la adulaban para lograr sus favores.
Pese a ello no era vanidosa  ni prepotente en su trato como cabría suponer.  Su trabajo y experiencia, su entrega y generosidad sin límites a los demás en el desempeño del Reiki y de las Flores de Bach, la habían hecho muy popular y apreciada.
Su consulta estaba a rebosar siempre y cuando llegaba por la noche a su casa, rendida y exhausta, sólo la satisfacción de hacer felices a los demás la compensaban de su ingente trabajo.

Pocos conocían su faceta más intima, lo hogareña que era. Rodeada de sus plantas, arropada por sus libros y  cotidianos enseres, encontraba el sosiego y la paz para reponer sus gastadas energías.
La serena presencia  de su gato Sivi le devolvía también el equilibrio perdido. Era un mimoso ejemplar de gato blanquinegro  que nada más la veía entrar frotaba su lomo entre sus piernas y buscaba sus caricias.
Como era costumbre en los felinos domésticos, recorría la casa hasta el último rincón para cerciorarse de que todo estaba en su lugar correspondiente. Elvira sabía leer  en la mirada de su gato que todo estaba como lo había dejado, que nada había cambiado, que podía estar tranquila.
Guardaba cuidadosamente los escritos de ese hombre y los releía diariamente.
Le mostraba un fervoroso interés, la hacía partícipe de su vida contándole detalles particulares en sus cada vez más extensas cartas. La involucraba sin pretenderlo en una desconocida curiosidad, inconscientemente pensaba en él y se hacía insospechadas preguntas sin posibles respuestas.
Elvira deseaba amar y ser amada. Un invisible reloj, incansable, la apremiaba. Su corazón estaba vacío desde siempre, falto de un caballero, de un rey que gobernase sus dominios y guiara el caudal de sus sentimientos, colmándola de dicha como nadie lo había logrado.
Hubo príncipes, vanos e inconstantes, curiosos y fatuos galanes que quisieron  conquistar sus ricos y vastos dominios amorosos sin conseguirlo.
Ella nunca se dejó engañar por falsos espejismos, por ilusiones pasajeras, por caballos de Troya  ni astutos Ulises.  Una voz interior, su faro espiritual  más íntimo, su fiel  escudo, la guiaba por el buen camino.

Una carta la desconcertaba por encima de las demás, desbordaba el  curso natural de sus pensamientos. Quería conocerla, concertar una cita. Se lo haría saber en breve.
Desde ese momento estaba inquieta, como una adolescente en su primera cita con un chico. ¿Qué era todo aquel alboroto, ese arrebol en sus mejillas?
No, de ningún modo podía perder la calma, precisamente ella que dominaba el arte del Reiki  y sus técnicas de moderación interior.
Luego, en el espejo, se sentía bajo la mirada de aquel desconocido que  la veía sin ella saberlo, deleitándose en la contemplación de sus movimientos.
“¡Qué bien le sentaba el vestido azul, estaba preciosa¡” Esta frase la martilleaba  sin cesar. Era una chiquillada pensarlo pero le gustaba que ese alguien desconocido la encontrase preciosa. Todos se lo repetían a diario en una adoración a la que estaba demasiado acostumbrada. Ahora era diferente, sus palabras cobraban un enigmático significado. Sin saber por qué,  se encontró dibujando el rostro y el aspecto de su corresponsal misterioso.
Lo hubiera desechado al instante de haber tenido la oportunidad de contestar a su primera carta y atajar lo que  parecía la  absurda pretensión  de un desatinado, de un loco quizá.
 Imaginó  su  frente amplia y un mechón de pelo al que no supo darle color. Unos pómulos bien delineados, piel tersa y un firme mentón. De hombros… ¡Basta! Se dijo a sí misma. Era una ilusoria extravagancia fantasear sobre la fisonomía de ese hombre que sólo crecía en su imaginación, sin tener por qué.
Sin embargo unos ojos bien definidos le sostenían su mirada, sin pestañear siquiera. Tan insistentemente que tuvo que claudicar y cerrar los suyos, rendirse a la evidencia de su influjo.
Elvira salió a la calle con paso apresurado, sin saber a dónde dirigirse, sintiéndose presa de la mirada de ese hombre que sin duda la seguiría.
Por fin,  la cita: a las cinco de la tarde el  próximo jueves en el estanque  del Retiro. “Me agradaría  vistiera  su delicioso vestido azul, ¿me lo concede?”, le sugirió.
 Su ruego la sorprendió gratamente. Debió gustarle verla con aquel atuendo más que con ningún otro, no cabía dudar de  su  buen gusto.
Los días se le hicieron eternos a Elvira. El jueves parecía una lejana aunque inexorable meta. Iba a ser una cita a ciegas. No del todo puesto que él la conocía. Estaría allí, en el parque, mirando a todas partes esperando apareciera inesperadamente y pusiese fin a aquel despropósito que nunca hubiera imaginado.
¿Cómo sería? ¿Apuesto y varonil? ¿Un hombre corriente, sin rasgos destacables? Fuese como fuese, solo faltaba poner acento y timbre a tantas impensables  palabras como nadie supo decirle de ese modo tan sutil y cercano.
Jueves. Estanque del Retiro. Las cinco de la tarde. Una calma soleada aromatizada por macizos de flores y plantas.
Elvira escrutaba en derredor con el ánimo en suspenso, cual si fuera   una orquesta que espera el primer movimiento de la batuta para iniciar el concierto. No  recordaba una intriga  semejante en su vida.
Debieron  pasar unos incontables instantes hasta que sintió su presencia.
Aquella mirada se fue apoderando de ella conforme se acercaba. Lentamente, cual pintor sublime, dio forma a su frente, sus mejillas, a su pelo; vistió su rostro con  la  que sería su inigualable sonrisa.
Y la venció sin remedio el poder de aquella mirada que la subyugó para siempre.
Todas y cada una de sus palabras fueron cobrando sentido antes de que las pronunciaran sus finos labios. Elvira las fue decantando, emocionada,  en la solera más recóndita de su corazón. Allí estaría en exclusiva, por fin, el hombre esperado, el amor de su vida.



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