miércoles, 4 de septiembre de 2013

Dragolandia




Era un dragón muy singular. Más que ningún otro. Su apariencia era la que debía tener un dragón que se preciara de ello. O sea, tenía un tamaño gigantesco comparado con la figura humana, su piel estaba formada por unas placas de queratina durísimas, la espalda se reforzaba con unas protuberancias que se alzaban como espinas amenazadoras y su enorme cuerpo terminaba en una cola larguísima y robusta que podía dirigir en todas direcciones. Las patas terminaban en prensiles y poderosas manos con uñas afiladas del tamaño de una espada. Pero lo que más llamaba la atención de un dragón era su impresionante cabeza. Una boca aterradora con hileras de dientes espantosos y cortantes, una lengua larga y negra como el carbón y unos ojos enormes y penetrantes cuya mirada era la del diablo personificado.

También era consustancial de su fisonomía un par de alas inmensas, acordes con su tamaño. Este dragón era, con todas las de la ley, un ejemplar de los de mayor magnitud y desasosegador aspecto. Daba miedo verlo.

Pero tenía una característica muy peculiar que le diferenciaba de cualquier otro de los de  su especie que iban sembraban el pánico por todas partes.

Era un dragón bueno, sus intenciones no eran malévolas y perversas.

No era un dragón sanguinario que se comía los rebaños de ovejas y se merendaba de postre a los campesinos que sembraban las mieses. Ni incendiaba aldeas y bosques y se  llevaba entre las garras la torre de alguna iglesia.

Ni tan siquiera aniquiló al ejército que el rey mandó para matarlo. Simplemente sopló un fuego suave para derretir las armaduras de los caballeros y  les diera tiempo a quitárselas.

Solamente se limitaba, eso sí, a volar amenazadoramente por todo el reino, para dar fe de su naturaleza de dragón y poblar de pesadillas los sueños infantiles.

 

Como todos los días la Princesa fue con sus doncellas a coger flores y frutos del bosque. Era una primavera radiante. La temperatura era muy agradable y las recientes lluvias habían esponjado y beneficiado de tal modo la tierra que la cosecha se prometía más abundante que nunca.

Solamente debían tener la precaución de no traspasar los lindes del bosque.

Mas allá estaba el volcán y era allí donde se suponía vivía el dragón.

La Princesa se quedó rezagada cogiendo trufas y sin  darse cuenta dejó atrás el bosque buscando caracoles, que eran su plato favorito. Crecían abundantes en los campos cercanos al volcán. Se dio cuenta de que aquéllos caracoles eran más grandes de lo normal y tenían un bonito caparazón de color rojo. Y casi corrían cuando ella acercaba la mano para cogerlos, hubiera preferido fueran a su encuentro.

Entretenida, no se percibió de que se hizo sombra a su alrededor de repente, pese al día tan soleado. Ni tampoco oyó sonido alguno, ni se dio cuenta que los pájaros habían dejado de cantar.

Miró hacia arriba y el dragón estaba  allí. La Princesa se quedó petrificada. No hubiera podido escapar aunque corriese como una liebre.

La Princesa era valiente pero la visión del dragón tan cerca superaba todo asomo de valentía. Apenas era nada comparada con tan descomunal criatura.

El monstruo la miraba feroz, aunque curioso y complacido de su fragilidad, sabedor que con un gesto podía engullirla,  era como una muñequita, apenas un principio de aperitivo.

Ella se tapaba los ojos con las manos y temblaba sin disimulo. Estaba a punto de llorar cuando ocurrió lo más insólito que nadie hubiese imaginado.

El dragón le dijo a la Princesa:

- Tranquilízate, por favor, no voy a hacerte daño alguno.

La Princesa no pudo dar crédito a aquéllas palabras. Miró desconcertada alrededor buscando a  quien  las había pronunciado.

- Soy yo el que te habla, el dragón. Mírame, no tienes nada que temer de mí, verás cómo no pasa nada, anda, no te asustes.

La Princesa lo contempló todavía sin comprender lo que sucedía. Estaba viva, no la había tragado de un bocado con aquella boca de espanto. Y cuando los latidos de su corazón se amansaron se dio cuenta que la voz del dragón era dulce y melodiosa. Que aquélla terrible cara del dragón se había ablandado en una mirada cordial y  agradable. Hasta comprobó que tenía unas pestañas muy largas y unos ojos azules muy bonitos. Sin saber por qué encontró hasta guapo al dragón. Pero era una locura pensar  tales cosas. Aquello no estaba sucediendo, estaba a merced de aquél monstruo y la devoraría  en un periquete.

- Sé lo que estás pensando, que estas viviendo una pesadilla o algo así, pero te aseguro que es real,  estás delante del dragón, la terrible fiera que tiene atemorizado a tu reino. Pero todo tiene su explicación. Cuando llegue su momento se sabrá.

- Pensé me ibas a comer, ¿los dragones no devoráis a la gente?

- Los dragones no estamos a todas horas comiendo personas. Nunca me comí a nadie ni pienso hacerlo. No sería capaz de comerme siquiera una mosca. Mi comida es la lava del volcán y bebo fuego. Así tengo mis llamaradas a punto siempre. ¿Sabes lo que me gustaría comerme? Un par de butifarras catalanas y de postre un  gran tocino de cielo del tamaño de la plaza del pueblo.

La Princesa no sabía qué pensar del dragón. Era desconcertante.

- Eres  un dragón muy tonto. Ningún dragón dice esas cosas.

La Princesa se asombraba de su audacia ante el dragón. Aquél dragón parecía bobo.  O por lo menos lo aparentaba. Le miraba la cara y le veía una expresión bobalicona que le hacía diferente.

- No sé tu nombre pero te llamaré Bobo, por la cara de bobalicón que pones cuando me miras. Jajajajaja- y rió acompasadamente con esa gracia que sólo las Princesas tenían.

 

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El tiempo fue pasando y la Princesa y Bobo, así  llamaba al dragón, se hicieron muy amigos. Casi todos los días la Princesa y sus doncellas salían en busca de setas y flores silvestres. Y de caracoles. El cocinero de palacio ya no sabía de qué forma cocinarlos, tanta era la cantidad de este molusco que la primogénita del Rey traía en sus cestas.

Hablaban de todas las cosas que se les ocurría, tal era la confianza que se tenían. Así, la Princesa fue conociendo el fascinante y desconocido mundo de los dragones. Y Bobo supo de la vida de Palacio y la Corte del Reino, el nombre del Rey y la Reina, sus padres, y  sus hermanos los príncipes David y Judith.

Reían y se lo pasaban muy bien, el tiempo se les pasaba volando. Cuando se despedían siempre se decían lo mismo.

- No me iría

- Ni yo tampoco.

           

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Pero la Felicidad es una flor muy efímera cuando la maldad, la inquina y la envidia soplan con fuerza sobre los sentimientos más nobles y sinceros.

Malvada, la hija de la condesa Odiosa, descubrió un día los encuentros de la Princesa y el dragón. Y celosa y envidiosa de la belleza de la Princesa y la admiración que despertaba allá por donde iba, la denunció a los Inquisidores.

El asunto despertó una gran conmoción en la Corte y el Rey y toda su familia quedó en entredicho. Nada menos que la Princesa, la hija del Rey, la flor y la nata de la Corte, la hija predilecta, era amiga de un dragón, el ser más malvado y terrible que podía existir.

Sus padres y hermanos estaban compungidos, no paraban de llorar, pero apenas pudieron  oponerse al gran poder de los Inquisidores.

El pueblo permaneció fiel a la familia real, no le dio importancia a la conducta de la Princesa. Porque también era cierto que el dragón de la Princesa nunca había atacado la ciudad ni cometido desmanes, así como  tampoco otro dragón había hecho acto de presencia estando tan cerca el dragón de la Princesa.

Pero los Inquisidores eran tan malvados que conspiraron y predispusieron con sus malas artes a la mayoría de la Corte contra la Princesa y prepararon un juicio contra ella para llevarla a la hoguera por bruja.

El juicio, pese a la fuerte oposición del pueblo, que adoraba a la Princesa por ser tan buena, quedó en celebrarse muy pronto y  a puerta cerrada. 

Avisado Bobo, el dragón de la Princesa, de todos estos sucesos por una doncella, salió de su guarida en el volcán y voló raudo y veloz al castillo.

El descomunal dragón apareció en el cielo de la ciudad lanzando amenazadoras llamaradas de fuego y bramando furioso se dejó caer en la plaza mayor.

El revuelo que se armó fue indescriptible. Los aldeanos y burgueses huían despavoridos, las madres abrazaron a sus hijitos y nadie encontraba un escondite para librarse de la presencia de la bestia.

Los Reyes, la Corte entera y el cuerpo de Inquisidores, la Princesa, el cuerpo de guardia, todos estaban aterrorizados y quedaron a merced del dragón.

El dragón tenía los ojos inyectados en sangre y humeaba por la nariz vapores de azufre, estaba enfurecido y los miró a todos desde su descomunal tamaño, eran seres insignificantes a su lado, hubiera podido barrerlos a todos de una sola llamarada.

La Princesa era la única que no estaba asustada, y se alegró al instante de ver a  Bobo, su amigo el dragón.  En un descuido se zafó de sus guardianes y corrió al lado de Bobo.

La multitud lanzó un grito de horror al ver a su linda Princesa junto al dragón.

De nuevo sucedió lo que mente alguna hubiera podido imaginar. Aquel dragón, aquella criatura que parecía salida del más profundo de los infiernos, volvió a hablar, esta vez para  todos los habitantes del Reino que allí estaban congregados.

- Rey, Reina, Corte del Reino, Inquisidores,  habitantes todos, os ruego detengáis este acto  de injusticia que estáis a punto de cometer.

 Se miraron unos a otros,  estupefactos y sorprendidos, sin creerse para nada lo que allí estaba sucediendo.  Como Bobo vio la incredulidad  pintada en sus rostros, prosiguió.

-No soy  un dragón pese a la apariencia que tengo. Por  insólito que os parezca soy Valiente, el Príncipe heredero de Naranjalandia, hijo de Afortunada, mi madre y Bondadoso, mi padre, el Rey. Siendo un apuesto y gallardo joven,  heredero del trono de mi Reino,  la condesa  Odiosa me propuso desposara a su hija Malvada. Como quiera que la rechacé por no sentir amor hacia ella, condición indispensable para casarme algún día, la condesa, una auténtica bruja,  despechada me lanzó una maldición. Y  me convirtió en lo que veis, un feo y horrible dragón.  Podéis imaginaros el terrible dolor de mis padres por la pérdida de su hijo primogénito, y la vida tan terrible y miserable  a que me sometió la maldad de la bruja, condenado de por vida a ser despreciado y odiado por todos, a esconderme  y alimentarme de lava y fuego.

Y, lo que es peor, verme privado de sentir el más bello sentimiento que un ser humano pueda experimentar: el amor.

Sólo si se diera una condición dejaría de ser un dragón: que lograse el amor de una doncella y que ésta, en prueba de ello, me diera un beso de enamorada.

Pero…¿Quién en su sano juicio se acercaría a mi sin miedo a ser devorado?  ¿Qué tierna y gentil muchacha me daría un beso, sería tan loca de enamorarse de un dragón?  Nadie sería capaz, estoy condenado a ser un dragón para siempre.

Bobo miro a todos apesadumbrado y no hubo ningún presente que no sintiera lástima por él.

Pero aquel era sin duda un día que pasaría a la historia del Reino y seria recordado para siempre por las generaciones presentes y  futuras.

La Princesa, con una voz de cristal que era la de un ángel bajado del Cielo, levantó la mirada  y dijo:

- Yo soy  esa doncella, Bobo.

Un terrible grito de horror y espanto surgió de las gargantas de todos los allí congregados. Luego siguió un silencio sepulcral, ni las nubes se atrevieron a moverse.

La Princesa tenía una linda sonrisa en su cara y miraba afectuosamente a Bobo. Y, dirigiéndose a los habitantes del Reino, les dijo:

- Quiero que sepáis que yo, la Princesa, legítima heredera del Reino de Manzalandia, jamás he conocido un ser tan tierno y dulce como este dragón al que he puesto el nombre de Bobo. A través de su amistad he descubierto un corazón falto de cariño y afecto, deseoso de encontrar un alma gemela que le acompañe en su vida. Quiero ser su compañera, liberarlo de su ignominia.

La Princesa miró de un modo especial a Bobo, apenas podía contener la emoción cuando le dijo:

- Bobo, mi querido y entrañable dragón, quiero decirte que estoy profundamente enamorada de ti, desde el primer día, que nunca me importó cómo eras ni lo que pensaran de ti, que sólo me importó el fondo de tu gran corazón, esa manera tan tierna y delicada con que me has tratado.

El dragón dejó caer unas enormes y blancas lágrimas de sus grandes ojos.

Su cara tenía una expresión de gozo y alegría. No era la cara de un monstruo, se había suavizado y hasta resultaba agradable.

Los súbditos, los personajes reales, todos seguían con interés creciente el devenir de cuanto sucedía entre su Princesa y el dragón. Nadie hubiera imaginado la historia que empezaba a desarrollarse ante sus ojos.

- Princesa, -dijo Bobo el dragón,- me haces el ser más feliz del universo. Nadie me dijo nunca palabras tan hermosas como las tuyas. Yo también te amo, es imposible conocerte y no llegar a sentir ese sentimiento. No es sólo tu bello rostro, enmarcado en esos rizos prodigiosos, es la serena hermosura que florece en tu alma, tu generosidad sin fin, esa sonrisa que iluminó desde el primer día a este atribulado dragón. Me aceptaste tal como era, hiciste bonita mi bestial fealdad.

Quisiera desposarme contigo, Princesa, unir nuestras almas y nuestros corazones, romper las fronteras y desterrar los dragones para siempre.

Con tu ayuda y nuestro amor lo haremos posible. Seremos el uno para el otro para siempre jamás. ¿Me aceptas como tu Príncipe enamorado?

La Princesa se acurrucó contra Bobo y con  voz trémula y emocionada, dijo:

- Si, Bobo, tu serás mi Príncipe enamorado y yo seré tu Princesa enamorada. Te besaré y dejarás de ser dragón para siempre.

La  multitud guardó más silencio todavía, el momento  crucial había llegado.

Bobo bajó su impresionante  y terrorífica cabeza a la altura de la diminuta

Princesa. Ella se acerco al labio inferior del dragón, valiente y decidida, sin temer para nada sus dientes de pesadilla.

Y con toda la gentil presteza de su encanto femenino, le dio un largo y apasionado beso a su querido Bobo.

De momento no sucedió nada. Se podía cortar el aire con una espada.

Luego sobrevino la maravilla que nadie hubiese podido imaginar.

El cuerpo del dragón se iluminó de repente con una cegadora luz blanca. Y de cada escama de su rugosa piel surgió un sorprendente arco iris que se elevó a las alturas. En el cielo, poco a poco, fueron engarzándose las estelas de colores, como si un ser celestial e invisible las entretejiera con sumo mimo, hasta formar una increíble y luminosa sombrilla de inusitada hermosura.

Después, la sombrilla cubrió a todos los presentes inundándoles y penetrándoles con su fulgor.

Todos notaron un tibio y agradable bienestar bañados por aquella misteriosa luz.

Cuando cesó el mágico momento, el dragón había  desaparecido. En su lugar estaba un apuesto doncel que abrazaba a la Princesa. Era alto y rubio, nadie le hubiera ganado en apostura varonil.

Los reyes de Naranjalandia abrazaron presurosos al hijo que creían perdido y la emoción inundaba el lugar a raudales.

Mientras tanto los soldados habían apresado a la condesa Odiosa y llevado a presencia del Rey de Manzalandia. La condesa suplicaba perdón, se arrastraba por los suelos para impresionarlos y obtener clemencia.

El Príncipe se adelantó hacia ella y le dijo con ademán condescendiente:

- Condesa Odiosa, bruja perversa y mala, me lanzaste un maleficio para que no pudiera encontrar a mi amada. Ahora yo te lanzo el mío: a partir de ahora serás buena y vivirás al servicio de los demás, procurando su bienestar y no interferirás en   los asuntos del corazón.

Por los aires se elevó un OHHHHHHHHHHHH clamoroso que llego hasta las mismas puertas de San Pedro en el Cielo.

Los Príncipes, a cuál de ellos más guapo y gentil, se miraron y se besaron apasionadamente.

Y cuentan las leyendas, y escrito está, que el Príncipe recibió un besazo de la Princesa que le hizo olvidar su vida de dragón.

Y fueron felices y comieron perdices……………..”

 

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